CAPÍTULO 26

La república celular y la invasión microbiana

Mientras en lo macro se desplegaba el hilo que conduciría a la teoría central de la biología —la teoría de la evolución—, por debajo se iba desenvolviendo un cable más fino, si se quiere, aunque con tantas idas y vueltas como aquél, hacia otra gran síntesis: la teoría celular. Aquí no se puede ignorar el peso que tuvieron los filósofos de la naturaleza, que, si no le prestaron demasiada atención al problema de la evolución, sí resultaron claves al insistir en la idea de que toda la materia viva debía estar organizada alrededor de alguna unidad fundamental.

De todos modos, hay que decirlo, no todas las unidades son lo mismo: es necesario dejar bien en claro qué se entiende por «unidad». Una cosa es pensar, como lo hacían los Naturphilosophen, en una unidad orgánica del mundo, permeada por fuerzas vitales, escurridizas e inaprehensibles, y otra muy distinta es pensar la unidad del mundo como la de un mecanismo regido por leyes impersonales, atento a los últimos resultados de la física y la química y sin aditamentos metafísicos. Fue este último el concepto de «unidad» que prevaleció, aunque arrastrando algunos resabios vitalistas y organicistas.

Así, la teoría celular tuvo un largo período de maduración, del mismo modo que su prima mayor, la teoría de la evolución.

Como ya les conté, la palabra «célula» había sido acuñada por Robert Hooke al ver, microscopio mediante, minúsculos agujeros o celdillas en una lámina de corcho. Las células, o la sombra de ellas, habían sido avistadas también por otros microscopistas como Malpighi o Grez.

Y era lógico: la fiebre del microscopio había abierto las puertas para una exploración sistemática y desesperada de todo lo que había al alcance de las manos. Lo que nadie podía ni siquiera soñar era que aquello que se dibujaba tras la lente pudiera ser el elemento único y básico de los seres vivos.

Si se piensa un poco, la teoría celular es puramente experimental. Las hipótesis evolutivas —tanto la de Lamarck, como la finalmente triunfante de Darwin— se basaban en toneladas de datos observacionales, pero fíjense que ni la presión del medio ambiente con la consecuencia de atrofia e hipertrofia de órganos, ni el principio de la selección natural y supervivencia del más adaptado eran observables ni se deducían directamente de los datos: eran principios teóricos generales extraídos de otras consideraciones generales: nacen más animales que los que pueden sobrevivir, y sólo permanecen los rasgos de aquellos que logran reproducirse.

Pero el desarrollo de la teoría celular puede asimilarse al de la visión y de los aparatos para ver —en este caso el microscopio—. Naturalmente, lo que se ve o se cree ver —especialmente cuando los instrumentos son toscos como eran los microscopios de los siglos XVII y XVIII— depende de ideas generales sobre lo que se puede ver, ideas que están presentes siempre, conscientemente o no, en la cabeza del investigador. La observación despojada de «ídolos» que pregonaba Bacon es rara, muy rara. Nadie se acerca a un fenómeno sin una idea previa o un preconcepto. Lo cual no significa que se pueda proyectar cualquier idea sobre el resultado de la observación. El volátil autor de estas páginas cree que existe un mundo objetivo que pone límites experimentales a cualquier exceso de la imaginación.

La exploración y el desarrollo de la teoría celular, entonces, se pareció conceptualmente más a la exploración del cielo —digamos, la que hizo Herschel—, dependiente de lo que permitían ver los telescopios de la época, que a las grandes generalizaciones mecánicas, físicas o químicas.

I. LA TEORÍA CELULAR

Las fibras de Von Haller

Es probable, aunque no seguro —en realidad muy inseguro—, que los grandes microscopistas y los biólogos de los siglos XVII y XVIII se preguntaran si había algún tipo de unidad en los seres vivos a medida que veían más cosas con sus microscopios. Por poner sólo algunos ejemplos, en 1665, en su libro Tratado sobre el tejido que une las vísceras, la grasa y los conductos adiposos, Malpighi encontró en una muestra de sangre de puercoespín unos glóbulos que poseen una silueta de una forma particular y son rojizos; su aspecto general es el de una guirnalda de coral rojo.

En una comunicación enviada a la Royal Society en 1682, Leeuwenhoek contó que en una muestra de sangre de raya había podido distinguir unas partículas planas y ovaladas que flotan en un agua cristalina. Cuando se encuentran aisladas, estas partículas ovaladas carecen de color, pero cuando tres o cuatro de ellas se apilan, empiezan a mostrar un color rojo.

Ambos estaban viendo los glóbulos rojos, aunque obviamente no lo sabían. Y menos que menos podían intuir que esas partículas vistas al azar y que no aparecían en otras muestras animales tuvieran algún tipo de generalidad.

En 1672, en su libro Tratado sobre la naturaleza irritable del tejido, el médico inglés Francis Glisson propuso que los tejidos animales están formados por «unidades fundamentales e irritables», a las que llamó «fibras», y sugirió que eran ellas las que formaban a todos los seres vivos.

Cien años más tarde, Albrecht von Haller (1708-1777) —uno de los anatomistas más importantes de la segunda mitad del siglo XVIII (y acaso el más importante de todo el siglo), que exploró todos los rincones de su ciencia e hizo enormes contribuciones a la medicina, dejando una obra escrita de montones y montones de volúmenes— tomó la idea de Glisson, y su enfoque fue dominante durante todo el siglo del Iluminismo. Para él, la unidad de los seres vivientes y el elemento tectónico de la materia viva estaba dado por las fibras, que en el microscopio se revelaban como masas alargadas e inorganizadas y que, según pensaba, componían las partes sólidas, tanto de los vegetales como de los animales.

Lo estableció casi como un axioma —y esto no es una exageración—, como pueden ver por su famoso apotegma:

La fibra es, para el fisiólogo, lo que la línea para el geómetra.

Haller pensaba, además, que las fibras que se veían con el microscopio estaban formadas por microfibras más pequeñas aún, unidas por una sustancia pegajosa. Tras analizar distintos tejidos animales, llegó a la conclusión de que existían tres tipos de microfibras: las musculares, las nerviosas y las celulares (estas últimas, decía, eran las encargadas de sostener el cuerpo).

Había otras variantes, pese a la amplia aceptación de la fibra: por ejemplo, en 1781, el anatomista italiano Felice Fontana escribió:

Los primitivos cilindros retorcidos que descubrí en el tejido nervioso, los tendones y los músculos, son los más pequeños que he podido encontrar en todas las partes y órganos que conozco. Son mucho más pequeños que las más pequeñas vesículas rojas presentes en la sangre. Todos mis intentos por romperlos en cilindros de menor tamaño han fallado.

Y el filósofo de la naturaleza Ockem, en 1805, sostenía que todos los seres orgánicos son aglomeraciones de vesículas o «células mucosas».

Había para todos los gustos. Aunque en general la terminología era confusa (y suena muy confusa a nuestros oídos actuales). ¿Qué quería decir Von Haller cuando hablaba de «microfibras celulares»? La palabra célula se usaba, seguramente, con distintos significados, y muy probablemente los que hablaban de «células» querían decir cosas diferentes. Por ejemplo, es posible que Von Haller identificara las «microfibras celulares» con las «células» de Hooke sin que esto significara una aproximación a la célula moderna. Pero es interesante que la palabra se usara. Además, es muy probable que si veían células, o creían verlas, las consideraran como una de las tantas cosas que hay en el organismo, como los nervios, o las venas, o los órganos, pero no como el componente principal.

Toda esta confusión terminológica no debe extrañarnos: la precisión conceptual, en general, va a la zaga de la comprensión de los fenómenos.

Los tejidos de Bichat

En 1801, el famosísimo médico francés François Bichat (1771-1802) no hablaba de células, ni de fibras, ni de microtubos: consideraba que el elemento común a los órganos animales era el tejido. Bichat disecó esos órganos hasta obtener fragmentos que eran —o que le parecían— homogéneos, y los sometió a muy diversas manipulaciones (maceración, cocción, acción de los ácidos y de los álcalis), lo cual le permitió distinguir 21 tipos de tejidos, que eran —afirmaba— irreductibles. Los anatomistas debían limitarse a estudiarlos y clasificarlos, no había una realidad más allá.

Pero sí la había, y quizá Bichat la hubiera entrevisto si hubiera utilizado el microscopio en lugar de una lupa, cosa que no hacía porque consideraba que el nuevo aparato devolvía imágenes equívocas.

De todas maneras, en los primeros decenios del siglo XIX la mayor parte de los biólogos se repartían entre las fibras de Von Haller y los tejidos de Bichat.

La mayor parte, sí, aunque no todos: hubo algunos botánicos, como el alemán Conrad Sprengel o el francés Charles-François Mirbel, que volvieron a la carga con el término y la noción de «célula», pero ahora lo proponían como elemento estructural universal, que constituía hasta los vasos de las plantas (como lo comprobó en 1806 Rudolf Christian Treviranus).

Si tuviera que conjeturar por qué la teoría celular tardó tanto tiempo en alcanzar su culminación, diría que el gran problema fue el microscopio o, mejor dicho, la falta de él. No sólo Bichat no lo usó sino que la gran mayoría de los investigadores lo miraba de reojo, con una sólida desconfianza: uno de los más brillantes discípulos de Cuvier, Henri de Blainville (1777-1850), llegó a subrayar más de una vez que no tenía ningún papel que jugar en el análisis de la estructura de la materia viva:

El microscopio no enseña nada nuevo sobre la constitución anatómica del tejido celular.

E incluso prevenía contra las teorías erróneas a las que el microscopio fácilmente prestaba ayuda con sus falsas ilusiones.

El propio Auguste Comte, fundador de la filosofía positivista, condenó el uso de este instrumento de exploración tan «dudoso» y tronó contra los espíritus ambiciosos que procuraban desintegrar el irreducible tejido en «mónadas orgánicas». Es decir, en células. Comte no vacilaba en calificar de «mera metafísica» el concepto de la célula microscópica.

Era cierto que los microscopios de la época de Bichat eran todavía bastante primitivos, y no habían adelantado demasiado desde los tiempos de Hooke —aunque vale recordar todo lo que hizo él con un microscopio primitivo en el siglo XVII—, pero a mediados de siglo se produjo un gran perfeccionamiento que eliminó las aberraciones cromáticas y ópticas que contribuían a hacer difusas las imágenes y a que los investigadores vieran a través de ellos más lo que querían ver, o lo que sus prejuicios o ideas preconcebidas les hacían ver, que lo que realmente se veía.

Con microscopios como la gente, la teoría celular estaba ya lista para madurar, puesto que lo que faltaba era solamente mirar con atención. Pero mirar es difícil.

Schleiden y Schwann y la generalización de las células

Como mirar es difícil, la teoría celular estuvo lejos de imponerse de manera repentina: de la misma manera que todas las grandes teorías científicas, avanzó paso a paso. Y uno de esos pasos, fundamental por cierto, fue el que dieron el botánico Schleiden y el zoólogo Schwann.

Matthias Jacob Schleiden (1804-1881) fue quien, de hecho, rompió con las fibras de Van Hallen y los tejidos de Bichat. Después de haberse dedicado sin éxito a la jurisprudencia, trató de suicidarse y falló: como consecuencia de ese fallo, no sólo no repitió el intento sino que descubrió que su vocación eran las ciencias naturales (cosa por cierto no muy frecuente entre los suicidas fallidos) y se dedicó con energía a su estudio. En 1838 publicó un informe que hacía de la célula la base de la morfología vegetal y sostenía que todas las plantas, con el conjunto de sus órganos, no eran más que una aglomeración de células: la célula era la unidad básica viviente de la estructura vegetal y representaba la entidad fundamental a partir de la cual la planta se desarrollaba. Cada célula lleva una doble vida: una autónoma y primaria, que pertenece a la célula como unidad, y otra incidental y secundaria, como parte integral de una planta. Ambos procesos vitales son manifestaciones de una fuerza formadora o plasmadora que prevalece en toda la naturaleza, dando origen a los cristales inorgánicos, a las células orgánicas, y reuniendo a éstas en la estructura completa de los seres vivos.

La parte complementaria de la obra botánica de Schleiden estuvo a cargo, como no podía ser menos, de un zoólogo, que extendió la idea al mundo animal. Teodor Schwann (1810-1882) hizo de todo: entre otras tantas cosas mostró, adelantándose a Pasteur, que la fermentación y la putrefacción eran producidas por microorganismos, cosa a la que nadie prestó la más mínima atención en su momento. Pero la parte más importante de su obra fueron sus investigaciones sobre la estructura celular de los tejidos animales. A fines de1838 comprobó que en la cuerda dorsal del renacuajo había células provistas de núcleos semejantes a las células vegetales descriptas por Schleiden (el núcleo había sido descubierto, o avistado, digamos, poco antes, en 1831, por Robert Brown). Observó lo mismo en el tejido embrionario del cerdo y en las hojas germinales del pollo; buscó células en los más diversos tejidos del organismo animal, oponiéndose a las tesis de Bichat de que los tejidos eran irreductibles —lo cual era «cierto» si se tiene en cuenta que, con una miserable lupa por instrumento como la que él usaba, los tejidos pueden parecer irreductibles— y generalizó el asunto mediante un enunciado general:

Por diferentes que sean los tejidos, existe un principio universal en su desarrollo, y este principio es la formación celular.

Así estableció que la célula era un elemento común a los reinos animal y vegetal, una de las grandes generalizaciones de la historia de la biología, que tuvo impacto inmediato y que se convirtió en el eje para la interpretación de todos los fenómenos biológicos (por lo menos en el nivel micro).

Es que reemplazar los 21 tejidos de Bichat por una única unidad fundamental abrió de pronto enormes posibilidades a la fisiología y a la patología, e incluso con el correr del tiempo aclaró algunos problemas que subsistían en torno de la fecundación —uno de los méritos de Schwann, de hecho, fue haber reconocido que el huevo es una célula, sea su tamaño microscópico o macroscópico—.

Sin embargo, la teoría no estaba para nada completa y varias incógnitas quedaban flotando en el aire: ¿Cómo se reproducían las células? ¿Y de dónde salían? Tanto Schleiden como Schwann pensaron que el proceso se parecía al de una cristalización en la cual quien cumplía el rol del líquido cristalizable era el «citoblastema», la masa semilíquida y sustancia fundamental de la célula. ¿Pero a partir de qué?, ¿de un material difuso? Y entonces, ¿cómo era que ese material difuso previo a la célula no constituía él mismo la buscada unidad? Aquí había un agujero teórico, sin duda.

El citoblastema, poco después, fue llamado «protoplasma» por obra y gracia del botánico Hugo von Mohl (1805-1872), que dio un paso adelante respecto de Schleiden y Schwann: se ocupó de describir con bastante fidelidad el desarrollo y evolución de la célula y sugirió que se reproducía por división (cosa que ya había sido observada por otros biólogos).

Pero igual no alcanzaba: quedaba pendiente el mecanismo de esa división. Los botánicos suponían que, antes de que ocurriera, el núcleo se disolvía en el protoplasma para reconstruirse más tarde en las células hijas. Recién en 1852, Robert Remak (1815-1865) pudo establecer que era en cierta forma justo al revés: el proceso se inicia con la partición del núcleo, y luego la del protoplasma.

La república celular de Virchow

El remate de la teoría celular se alcanzó con Rudolf Virchow (1821-1902), que concibió al organismo de un ser vivo como una república celular en la que cada célula es un ciudadano.

Así, la célula pasó de ser solamente el elemento estructural —o parte del elemento estructural, si nos atenemos a lo que dije sobre Schleiden y Schwann— a ser la última unidad vital de los seres vivos, el concepto capital de la biología: fibras y tejidos se retiraron y abandonaron el centro de la escena.

Todo animal aparece como una suma de unidades vivientes, cada una de las cuales lleva en sí misma las características completas de la vida.

Virchow no aceptó la teoría de la generación celular a partir de una masa amorfa —el citoblastema de Schwann— y estableció que donde nacía una célula tenía que haber habido antes otra célula, así como un animal no puede proceder sino de otro animal y una planta de otra planta. El principio del «omnis cellula ex cellula» («toda célula procede de otra célula») era un acorde biológico renovado del viejo principio filosófico del «nihil ex nihilo» («de la nada, nada sale»).

Con Virchow, la teoría celular parecía encontrar el grado más grande de generalidad. Y sin embargo, todavía faltaba un pequeño detalle para completarla: en 1857 se observaron células que carecían de membranas rígidas, que mostraron que la pared celular es en verdad un elemento accesorio, y que permitieron afirmar a Virchow que lo esencial de la célula es el protoplasma:

Una célula es una gota de protoplasma en cuyo seno existe un núcleo, y hay una esencial semejanza del protoplasma en los animales y los vegetales.

Aparentemente se había dado el paso final y ahora sí se podía decir que la teoría celular estaba completa: las investigaciones que siguieron no hicieron sino descubrir su complejísima estructura interna, tan compleja y maravillosa que ni Schleiden, ni Schwann ni Virchow podían imaginar. En las décadas de 1870 y 1880 se lograron nuevos desarrollos en el campo de la microscopía, se desarrollaron métodos para cortar las muestras en capas muy delgadas, sustancias que permitían preservarlas y formas de teñirlas para hacerlas más fácilmente visibles; se pudo saber que los poros de Hooke en el corcho eran espacios vacíos dejados por células muertas, que los «animálculos» de Leeuwenhoek eran organismos formados por una sola célula; que las células vegetales están rodeadas por una pared rígida que les confiere una forma característica y que no está presente en las células animales. En fin: que fibras, vesículas y glóbulos resultaban no ser más que diferentes manifestaciones de la unidad que constituía a todos los seres vivos, la célula, que a su vez conformaba los tejidos.

Hacia fines de siglo ya se habían identificado los cromosomas y se sospechaba que eran los portadores del material genético. El siglo XX, con sus microscopios electrónicos, permitió disecar la célula hasta sus últimos detalles, aumentados miles, luego decenas de miles y después millones de veces.

Si hubiera que resumir la teoría celular tal como la conocemos ahora, y sin entrar en los detalles, podría resumirse en los siguientes puntos:

• La célula es la unidad fundamental de todos los seres vivos.

• Las células se multiplican por división: una célula madre se divide en dos células hijas.

• Las células están rodeadas por una membrana y contienen un núcleo.

• Las células poseen un material genético que se transmite de una generación a otra.

• Todas las células tienen la misma composición química.

• Dentro de las células ocurre el flujo de energía que permite a los organismos crecer y mantenerse con vida.

La teoría celular fue, entonces, una de las grandes teorías sintetizadoras del siglo XIX, un siglo que estuvo incansablemente en busca de la unidad en todos los ámbitos y, aunque de manera provisoria, la encontró.

II. PASTEUR Y LA TEORÍA DE LA INFECCIÓN MICROBIANA

La destrucción de la materia orgánica muerta es una de las necesidades para la perpetuación de la vida. Es necesario que la fibrina de nuestros músculos, la albúmina de nuestra sangre, la gelatina de nuestros huesos, la urea de nuestras orinas, la materia leñosa de las plantas, el azúcar de los frutos, el almidón de las semillas… se transformen lentamente hasta alcanzar el estado de agua, amoníaco y anhídrido carbónico, de forma que estos principios elementales de la sustancias orgánicas complejas vuelvan a ser recogidos por las plantas, elaborados de nuevo, sirvan como alimento a nuevos seres vivos semejantes a los que le dieron vida y así continúen ad infinitum hasta el fin de los siglos.

LOUIS PASTEUR

Si, como veremos, Dalton completaría la obra de Lavoisier y pondría a la química en la senda cuantitativa al introducir los átomos y los pesos atómicos, fue Louis Pasteur quien estableció un nexo de hierro entre la química y la biología de lo minúsculo, nexo que permitía explicar la relación entre vida y materia como un flujo de continuo intercambio. Se trataba de una preocupación que flotaba en el ambiente: de hecho, si lo recuerdan, a mediados del siglo XVIII, el propio Stahl, con su teoría del flogisto, había intentado explicar este comercio constante entre lo vivo y lo químico. Hacía siglos que la vida y la muerte se cruzaban cotidianamente en las pestes que asolaban Europa y no había ninguna teoría convincente que las explicara (al menos desde el punto de vista científico). Era tiempo de empezar a hurgar de manera un poco más consecuente en las causas de las enfermedades: romper con la teoría de los humores o la generación espontánea, que funcionaban en el campo de la biología como las esferas aristotélicas lo habían hecho en el de la astronomía.

Además, como es evidente, un nuevo mundo de animales diminutos se había desplegado frente a la mirada de los hombres de ciencia gracias al trabajo de los microscopistas. Nadie podía imaginarse entonces el poder de aquellos «animálculos» ni el papel que juegan en el mundo cotidiano. El sentido común indicaba que era a lo más grande a lo que había que temer, como los terremotos, las bombas de los cañones o incluso la pinza del dentista, mientras que lo más pequeño, lo minúsculo, no podía representar ningún peligro. Pero ya se sabe: el sentido común suele ir para un lado, mientras que la realidad lo hace para el otro. Es lo que empezaban a sospechar quienes tenían los pies en una Tierra que no parecía moverse y que, sin embargo, lo hacía.

Inesperados fabricantes de cerveza

Ya nos encontramos con Louis Pasteur (1822-1895) cuando hablábamos de la generación espontánea. Era hijo de un curtidor y ya a los 23 años había resuelto un curioso problema sobre la estructura de los cristales de ácido tartárico y sus propiedades de desviar la luz hacia la izquierda o la derecha, lo cual le había dado cierta reputación. Pero sus primeros grandes trabajos, que le permitirían tener un gran impacto en la realidad cotidiana de la gente, estuvieron relacionados con la fermentación y la putrefacción. Ambos fenómenos eran objeto de una polémica entre quienes sostenían que eran procesos puramente químicos y los que los atribuían a microorganismos (además, por supuesto, de todos los que abogaban por una tercera posición). No eran pocos los que se dedicaban a este asunto; la fermentación era ya entonces un proceso muy utilizado en la industria (como la cervecera) y quien la comprendiera podría resolver muchos problemas prácticos.

El paradigma más o menos vigente, apoyado por figuras como el químico Joseph Gay Lussac (1778-1850) y sobre todo por su discípulo Justus von Liebig (1837-1850), sostenía que el aire activaba procesos químicos que producían la fermentación. Pero, en 1853, Charles Cagnard de Latour (1777-1859) postuló que en el aire existían gérmenes vivos responsables del fenómeno: a través del microscopio había observado pequeñas células que resultaban inmediatas candidatas para cumplir esa función. Sus hipótesis fueron recibidas con incredulidad, ya que en algunos tipos de fermentación no se encontraba nada parecido a los microorganismos que Cagnard había observado en la levadura.

Y justamente en 1857, investigando cómo eliminar procesos irregulares que aparecían durante la fermentación de la cerveza, Pasteur logró encontrar a los culpables, organismos aún más pequeños que la levadura, y comprobó que eran ellos los responsables del ácido láctico que aparecía en la cerveza, arruinando su sabor. En los años siguientes, acumuló pruebas a favor de la teoría microbiana, aclarando el papel de la levadura y aislando al microorganismo responsable de la producción de vinagre a partir del vino común. En 1861 encontró la relación entre la fermentación y los procesos metabólicos: la fermentación era la forma en la que la levadura obtenía energía del azúcar cuando no había presencia de aire. En la década del setenta comprendió que el mismo proceso podría aplicarse a las células vivas… Puede parecer una mera anécdota de la historia de la industria, pero en realidad lo que estaba diciendo era que la fermentación, más que un proceso químico, era un fenómeno de la vida.

Si las fermentaciones fueran enfermedades, se podría hablar de epidemias de fermentación.

Estaba avanzando hacia la idea de que en nuestro cuerpo ocurre más o menos lo mismo que se ensaya y observa en el laboratorio. La fermentación, la vida y la enfermedad eran tres fenómenos íntimamente ligados y él estaba dispuesto a demostrarlo.

Se ocupa de los gusanos de seda y los cura

En 1865, el gobierno francés le pidió ayuda para detectar la causa de una enfermedad del gusano de seda que estaba arruinando la producción en el sur de Francia. Pasteur no sabía nada del tema, pero confiaba enormemente en el método científico para detectar y eventualmente neutralizar la causa de la enfermedad. Incluso afirmaba que su desconocimiento jugaba en su favor, ya que le permitiría enfrentar el desafío sin prejuicios de ningún tipo.

Después de cuatro años de prueba y error, y de investigar pacientemente las enfermedades de los gusanos, pudo comprender mejor los mecanismos del contagio. Aunque la mayoría de sus numerosos críticos, especialmente médicos y veterinarios, había menospreciado la posibilidad de que el trabajo de laboratorio diera resultado en el campo de las enfermedades, Pasteur fue el primero en darse cuenta de que el mal de los gusanos de seda en realidad no era uno sino dos, causados por la presencia de diminutas esporas que dejan sus huevos en las plantas nuevas. Una vez aisladas ambas enfermedades pudo, por medio de una cuidadosa selección, permitir la procreación de aquellos gusanos que no portaban ninguna de ellas, cuidando también de que no se contagiaran nuevamente la enfermedad.

En marzo de 1869, probablemente consciente de su gesto demoledor hacia los críticos, Pasteur envió cuatro lotes de huevos de gusanos o «semillas» a la Comisión de Seda de Lyon, donde se habían expresado algunas reservas sobre su trabajo. Junto con los lotes explicaba lo que ocurriría con cada uno de ellos: el primero estaría sano y daría una buena cantidad de seda; el segundo sufriría de una de las enfermedades, la llamada pebrina; el tercero sufriría de la otra enfermedad, la «flaqueza», y el cuarto desarrollaría ambas enfermedades. Sus predicciones se cumplieron al pie de la letra y su reputación siguió creciendo.

Por si faltaba algo para aumentar su fama de ser capaz de sobreponerse a cualquier dificultad, una hemorragia cerebral lo había dejado casi paralizado del lado izquierdo. Pero en cuanto se repuso un poco publicó un libro que describía sus investigaciones, mientras los campos de gusanos de seda volvían a dar ganancias por primera vez en una década. Y como era de esperar, en poco tiempo su técnica de selección se utilizaba comúnmente en Austria e Italia.

Epidemias, contagio

Durante la epidemia de sífilis que se produjo en Francia en el siglo XVI, Girolamo Fracastoro (1478?-1553), el mismo que había tratado inútilmente de arreglar con 79 esferas el sistema de Aristóteles, sostuvo la primera hipótesis más o menos precisa sobre la existencia del contagio por medio de un agente vivo, que transmitía la enfermedad a través de objetos contaminados o incluso del aire.

La idea, a pesar de hacerse bastante evidente en las epidemias (y de que se tomaran medidas teniéndola en cuenta, dado que se aplicaba la cuarentena), chocaba en cierta forma con la idea de que la enfermedad provenía de adentro del cuerpo por un desequilibrio en los humores.

En tiempos de Pasteur, grandes médicos como Joseph Lister (1827-1912) o Ignaz Semmelweis (1818-1865) empezaban a introducir medidas antisépticas, aunque no supieran exactamente cuál era el origen de la enfermedad. El caso es particularmente interesante porque muchas veces es puesto como modelo de investigación científica.

El Hospital General de Viena era una de las instituciones más prestigiosas de Europa, pero tenía un punto negro: la atención de las parturientas, que alcanzaba altas cifras de mortalidad por la fiebre puerperal. El hospital tenía dos pabellones dedicados a la atención gratuita de partos de mujeres que carecían de dinero para pagarla (obreras, sirvientas, solteras, prostitutas y mendigas). En la sala 2, las parturientas eran atendidas bajo la dirección del doctor Bartsch, y los casos de mortalidad por fiebre puerperal eran muy bajos (del 2 al 2,7 por ciento). En tanto, en la sala 1, bajo la dirección del doctor Klein, la mortalidad era cinco veces mayor. Semmelweis, miembro del equipo médico de la Primera División de Maternidad del Hospital de la Escuela Superior de Medicina, se propuso descubrir qué variable era la que incidía en el curioso fenómeno.

Primero descartó la teoría de las influencias epidémicas, es decir, la atribución de la prevalencia de la enfermedad a los cambios atmosférico-cósmico-telúricos. Semmelweis sostenía, con sensatez, que si la frecuencia de muertes se debiese a tales «influencias epidémicas», no debería haber diferencias en la mortalidad entre los dos pabellones o salas.

Algunos médicos pensaban que el hacinamiento era la causa de la mayor mortandad en la sala 1. Semmelweis señaló que, en verdad, había un mayor hacinamiento en la sala 2, en parte como consecuencia del terror y la resistencia que oponían las mujeres que ingresaban al hospital para ser internadas en la sala 1, temible por el alto número de muertes.

Se preguntó si la posición física de las mujeres podía influir en el fenómeno: en la sala 1 las parturientas se mantenían acostadas de espaldas, mientras que en la sala 2 se las mantenía de lado. Semmelweis hizo atender a las mujeres de la sala 1 en la misma posición que en la sala 2: la tasa de muertes no bajó.

En 1846, una comisión designada para investigar este problema atribuyó el mayor índice de mortalidad al examen poco cuidadoso que se realizaba a las mujeres en el trabajo de parto. Semmelweis refutó la idea argumentando que el parto es un acto mucho más violento que el reconocimiento, y que en las dos salas se examinaba a las pacientes de la misma manera.

Probó hipótesis que podían parecer absurdas: en la sala 1, cuando un sacerdote acudía a dar los últimos auxilios a las moribundas, debía atravesar toda la sala, cosa que no ocurría en la sala 2, donde el acceso del sacerdote a las enfermas graves era directo. La aparición del sacerdote era anunciada por una campanilla y Semmelweis pensó que la presencia del sacerdote significaba la muerte para las parturientas y por lo tanto les producía tal terror que las hacía susceptibles a la fiebre puerperal. Solicitó al sacerdote evitar el uso de la campanilla y cambió su itinerario, sin que por ello la mortalidad disminuyera.

Finalmente, dio con la causa: en la sala número 2 las parturientas eran asistidas por comadronas o parteras, mientras que en la sala 1 lo hacían estudiantes que, antes de revisar a las pacientes, habían hecho disecciones de cadáveres, y concluyó que había algún «material cadavérico» responsable del contagio.

Puso a prueba la hipótesis y comprobó que estaba en lo cierto: apenas obligó a los estudiantes a lavarse las manos, la tasa de infección bajó inmediatamente a un 2 por ciento. Luego amplió sus cuidados de higiene al lavado del instrumental y comprobó estadísticamente, una vez más, la efectividad de su método.

Semmelweis sostuvo que, si su suposición era correcta, se podría prevenir la fiebre puerperal destruyendo químicamente la materia cadavérica en las manos de los médicos y los estudiantes. Dictó por tanto una orden que exigía a todos los estudiantes de medicina el lavado exhaustivo de manos con cal clorurada antes de efectuar el reconocimiento de las enfermas.

En apoyo a su hipótesis, Semmelweis hizo notar que la menor mortalidad en la sala 2 se debía a que las comadronas no practicaban autopsias.

La implantación de estas medidas disminuyó en forma inmediata la mortalidad en ambos pabellones hasta menos del 1 por ciento. La mortalidad por fiebre puerperal en el Hospital General de Viena alcanzó el punto más bajo en su historia: 0,23 por ciento.

A pesar de todo, las cosas no fueron fáciles. Cuando pidió a Klein, el jefe de la sala 1, que diera el ejemplo a los estudiantes con el lavado de sus manos, Klein se indignó (celos profesionales) y se negó. Semmelweis tuvo un violento enfrentamiento con él y fue despedido de la clínica, aunque luego de un tiempo lo readmitieron, pero sólo para enterarse de una terrible noticia: Kolletschka, que había sido su admirado maestro y protector, había muerto un día antes de su llegada a consecuencia de una herida que se había hecho durante la autopsia del cadáver de una mujer fallecida de fiebre puerperal, lo cual le hizo provocar un escándalo que alcanzó tal magnitud que fue destituido nuevamente.

El destino me ha elegido como misionero de la verdad en cuanto a las medidas que deben tomarse para combatir la plaga de la fiebre puerperal. Desde hace mucho tiempo he dejado de responder a los ataques de los que soy objeto sin cesar; el orden de las cosas ha de probar a mis rivales que yo tenía enteramente la razón, sin que sea necesario que participe en polémicas que en adelante no pueden servir para nada al progreso de la verdad,

escribió.

Recaló en el hospital de la ciudad de Pest (Hungría), donde introdujo reformas higiénicas que abatieron en forma considerable la muerte a causa de la fiebre puerperal, como lavar las sábanas, dar de alta a las enfermas a los nueve días de hospitalización y no a los cuarenta, como se acostumbraba.

Poco después, una epidemia de la enfermedad de la que ya era especialista se presentó en el hospital de la Universidad de Pest. Esta circunstancia permitió a Semmelweis reanudar su lucha y lo convenció de escribir su obra De la etiología, el concepto y la profilaxis de la fiebre puerperal. Para ello, reunió todas las notas que había acumulado y las analizó con una lógica verdaderamente aniquiladora. En el curso de su carrera médica había aplicado sus descubrimientos a 8.537 parturientas. Durante 11 años sólo 184 mujeres que estuvieron a su cargo fallecieron por fiebre puerperal. Esto representaba el 0,02 por ciento. Era imprescindible documentarlo en forma suficiente para convencer a las incrédulas sociedades médicas.

Pero no lo aceptaron ni lo comprendieron, y los ataques que le dirigieron fueron tales que empezó a perder su equilibrio mental. Escribió cartas y manifiestos en los que acusaba de asesinos a quienes se oponían a sus teorías.

Es célebre su «Carta abierta a los profesores de obstetricia», que comienza así:

¡Asesinos! Llamo así a todos los que trabajan sin tomar las medidas que propongo con el fin de combatir la fiebre puerperal. A ellos me dirijo y me declaro su enemigo, de la manera en que hay que hacerlo frente al autor de un crimen. No puedo menos que tratarlos de asesinos. Para atajar los males que deploramos en las clínicas para parturientas no hay que cerrar éstas, sino que es preciso arrojar de ellas a los tocólogos, que son los verdaderos portadores de las epidemias. ¡El crimen debe cesar! ¡Estoy velando para que el crimen cese!

Un grave ataque de esquizofrenia obligó a su familia a buscar ayuda médica y prácticamente lo recluyeron en su casa, con la idea de mandarlo luego a un asilo en Viena.

Pero Semmelweis se enteró, y un mal día salió sigilosamente de su casa, fue a la clínica de maternidad, agarró un bisturí con el que los estudiantes estaban haciendo la autopsia del cadáver de una mujer que había muerto de fiebre puerperal, se hizo un pequeño corte en el dedo y luego introdujo su mano en el vientre del cadáver. El 13 de agosto de 1865, después de unas pocas semanas, murió a causa de la misma enfermedad que había combatido.

Una alianza entre Jenner y las vacas derrota a la viruela

En 1854, cuando se produjo un repentino brote de cólera en la Broad Street de Londres que mató a 500 personas en un radio de 200 metros, un estudioso de la época llamado John Snow concluyó, y luego demostró, que el problema residía en que la fuente de agua que se utilizaba en el área estaba contaminada con materia orgánica proveniente de un enfermo de cólera. Eran pasos firmes, pero inciertos, porque faltaba el dato fundamental: saber cuál era exactamente el agente de transmisión.

El médico rural inglés Edward Jenner (1749-1823) comprobó el saber popular de que las ordeñadoras de vacas, que solían contraer la viruela vacuna (poco peligrosa para humanos), y que se transmitía de manera directa de las ubres al ordeñador, no desarrollaban nunca la variante humana, más peligrosa, de la enfermedad. A partir de 1778 empezó a reunir sus observaciones y el 14 de mayo de 1796 hizo la prueba decisiva: tomó fluido linfático de la mano de una lechera y lo inoculó en el brazo de James Phipps, un chico sano de ocho años, a quien dos semanas más tarde expuso al pus de la viruela humana. El chico no se enfermó; quedaba demostrado que la viruela vacuna inmunizaba contra la humana.

Era el primer caso de vacunación empíricamente comprobado, aunque Jenner había desarrollado su método sin tener idea del agente causal de la enfermedad, ni el mecanismo por el cual se producía la inmunización. La vacuna se extendió enormemente e incluso Jenner fue premiado por el Parlamento inglés, aunque los casos en los que la enfermedad sí se desarrollaba pese a la vacunación siguieron generando polémicas.

En realidad, la idea de inocularse material infectado para prevenir enfermedades ya se había practicado en China, India y Persia, donde se habían tomado muestras de casos poco virulentos y se habían colocado en lastimaduras de personas sanas que quedaban a salvo del contagio. La esposa de un embajador inglés en Constantinopla, a fines del siglo XVII, llevó la práctica a sus compatriotas, que comenzaron a utilizarla. De allí pasó a América, donde en 1721 un médico la utilizó en Boston para prevenir la viruela, estimulado por un terrateniente local que se había enterado de esta práctica por sus propios esclavos africanos. Se introducía el material infectado debajo de la piel del paciente, que si bien no siempre desarrollaba la enfermedad, podía contagiar a otros fácilmente, por lo que era común que varios amigos se inocularan al mismo tiempo para pasar juntos la cuarentena. A pesar de todo, había ocasiones en las que la enfermedad se desarrollaba lo suficiente como para matar al paciente, lo que, obviamente, generaba muchas resistencias a la práctica.

El éxito de Jenner terminó con esa práctica de la «variolización» (el contagio voluntario de formas leves de la enfermedad) sustituyéndola por la vacunación.

Era natural que se intentara aplicar la fórmula a otras enfermedades. A mediados del siglo XIX llegó a la Academia de Medicina Francesa la idea de inocular con sífilis a los jóvenes franceses para prevenir las regulares epidemias y se levantó una enorme polémica.

Y así fue que uno de los libros que trataba la propuesta llegó a las manos de Pasteur en 1878, quien inmediatamente se interesó en el tema, mientras se preguntaba por qué no había otros casos tan exitosos de vacunación como el de la viruela vacuna. En realidad, nadie sabía por qué la vacuna de Jenner inmunizaba.

Las vacas habían ayudado a Jenner. Ahora era el turno de las gallinas.

Las gallinas colaboran con Pasteur

Era un buen momento: desde fines de los setenta, Pasteur investigaba el cólera de las gallinas. Durante sus experimentos se topó con que un cultivo de bacilos que guardaba desde largo tiempo era incapaz de provocar la enfermedad en las gallinas en las que lo inoculaba. Probablemente molesto por el contratiempo, consiguió una nueva cepa virulenta y la introdujo en sus gallinas, algunas de las cuales habían recibido el bacilo fallido. Para su sorpresa, estas gallinas no desarrollaron la enfermedad, mientras que las otras sí lo hacían. ¡Pasteur comprendió que había encontrado otro caso en el que la vacunación funcionaba!

En la publicación sobre su descubrimiento utilizó la palabra «vacunación» como homenaje a Jenner y la definió como la capacidad de aumentar la resistencia de un ser vivo a un agente enemigo específico. Era un paso que servía para prevenir una enfermedad más, pero que también permitía ilusionarse con lo que podría hacerse con muchas otras. En los cuatro años siguientes aplicó la técnica con éxito a la prevención de otras enfermedades animales. Alcanzaba con atenuar al agente virulento por medio de calentamiento, el paso del tiempo o por medio de un pasaje intermedio por otros animales: en cada caso las enfermedades eran ligeramente diferentes y había que descubrir sus particularidades para debilitarlas exitosamente.

Por otro lado, había que afinar bien los experimentos y reducir los fracasos al mínimo para evitar darles argumentos a quienes no creían en la vacunación, en su mayoría médicos.

Pasteur recibe ayuda de un gigante: Robert Koch

En 1876, Robert Koch (1843-1910) publicó una obra completa donde describía el bacilo que produce el carbunclo y unas esporas muy resistentes al calor que se desarrollan una vez que se dan las condiciones necesarias. Dos años más tarde explicaba en una nueva obra que los microorganismos no sólo producen enfermedades, sino que cada uno de ellos produce una enfermedad específica.

Pasteur, que durante sus propios estudios sobre el carbunclo no supo de la obra de Koch, avanzaba sobre el tema partiendo de los mismos principios que había establecido para demostrar que no era posible la generación espontánea. Sabiendo que ya se había observado que en la sangre de los animales muertos por el carbunclo se encontraba una suerte de bastoncitos rectos, se dedicó a aislarlos y reproducirlos en su laboratorio.

Diluyendo una gota de sangre en sucesivas muestras de orina esterilizada, pudo comprobar que la última muestra seguía produciendo la enfermedad tal como la primera, aunque ya no quedara nada de la sangre originaria, pero sí las bacterias, que evidentemente eran el «principio virulento» causante de la enfermedad. Era algo que no le había ocurrido con el cólera de las gallinas: ¿cuál podía ser la diferencia?

En uno de los tantos intentos dejó reposar el líquido en el que hacía sus cultivos: comprobó que el líquido de la superficie no producía la enfermedad, mientras que el del fondo sí lo hacía, y concluyó que las bacterias más peligrosas habían decantado hacia el fondo de los recipientes y, por lo tanto, la parte superior del líquido serviría como vacuna.

Y así estuvo en condiciones de dar un golpe maestro contra quienes aún se oponían a la vacunación: el 2 de junio de 1881 hizo una demostración pública frente a periodistas y diversas personalidades en la aldea de Pouilly le Fort, Francia. Allí inoculó 48 ovejas con el carbunclo que sabía que era virulento. Las 24 que previamente Pasteur y sus colaboradores habían vacunado no mostraron síntomas de la enfermedad, en tanto que las otras murieron en menos de dos días. Era una demostración acabada del origen microbiano de la enfermedad junto con la de Koch. Pero también era una prueba contundente sobre la vacunación.

En las dos décadas siguientes se descubriría la mayoría de las bacterias causantes de enfermedades (aunque no necesariamente las vacunas). El mismo Koch encontró el bacilo de la tuberculosis, una de las principales causas de muerte de la Europa de aquel entonces, aunque la vacuna debió esperar varias décadas.

Sin embargo, todavía faltaba dar el paso decisivo: experimentar las vacunas «de laboratorio» en seres humanos. Y le tocó a la rabia.

El turno de los perros

Pasteur comenzó a estudiar la rabia, según se cree, porque de chico había presenciado la muerte de varios de sus vecinos a causa de la mordida de un lobo rabioso. A pesar de sus avances y experimentos, se resistía a probar si los resultados también se verificaban en los seres humanos. Finalmente la realidad lo obligó: el 6 de julio de 1885 el niño de 9 años Joseph Meister llegó a su laboratorio acompañado del médico local y cubierto de mordeduras de un perro rabioso. Los médicos le dijeron a Pasteur que las posibilidades de que se desarrollara la enfermedad eran muy altas y se hicieron responsables de las consecuencias que pudiera tener el tratamiento (ya que Pasteur no era médico). Durante los días siguientes se le inocularon 13 versiones distintas del virus atenuado, cada una más virulenta que la anterior. El pequeño Joseph no tuvo ningún síntoma de rabia.

El éxito de la primera aplicación de la vacuna contra la rabia, un azote milenario, no sólo aseguró el triunfo de la teoría de la infección microbiana, sino que repercutió en todo el mundo hasta el punto de que se generó una campaña internacional para juntar fondos que permitieran crear un instituto especialmente dedicado a la rabia. Además, por supuesto, convirtió a Pasteur en una especie de héroe público mundial.

Por otra parte, con la masificación de la técnica se multiplicaron los errores y comenzaron a surgir médicos, como el mismo Robert Koch, que se negaban a vacunar a sus pacientes (lo que no impidió que el método se siguiera popularizando): tal vez los médicos no le perdonaban a un químico como Pasteur que se metiera en un campo que le era supuestamente ajeno, como la medicina.

Por otra parte, también es cierto que en aquel entonces nadie comprendía por qué funcionaba la vacunación para prevenir la enfermedad. ¿Qué era lo que ocurría? La respuesta llegaría recién hacia fines del siglo XIX, junto con el nacimiento de los estudios sobre inmunología: las células de nuestro cuerpo son reconocidas por nuestro sistema inmunológico; cuando aparece un elemento extraño, se desencadena una respuesta defensiva de este sistema que empieza a producir anticuerpos para neutralizar ese elemento. Al colocar elementos atenuados que no pueden producir la enfermedad, lo que se le está dando al cuerpo es la información necesaria para que se pueda defender en el futuro si llegara a ingresar al cuerpo un microbio capaz de producirla.

En 1878, el cirujano militar Sedillot inventó la palabra «microbio» para los gérmenes capaces de provocar enfermedades. Al poco tiempo se descubriría que no sólo las bacterias sino también los virus pueden producirlas.

Pasteur murió en 1895, cuando ya llevaba años tan debilitado que prácticamente no podía trabajar.

La teoría de la infección microbiana

Poco antes de morir, dio una conferencia a jóvenes estudiantes para la que tuvo que usar a su hijo como intermediario con el público. Allí sostuvo que la ciencia «traería la felicidad al mundo». Este católico devoto tenía también mucha fe en la ciencia como camino constante e irreversible hacia la verdad.

Su cuerpo yace en el Instituto Pasteur de París, en una pequeña capilla en cuyos mármoles se puede leer: «Fermentations, Générations dites espontanées, Etudes sur le vin…” y más nombres de los trabajos con los que fue develando los secretos de la vida.

Bastante tiempo después, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los nazis ocuparon París, el portero del instituto se suicidaría para no tener que guiar a los invasores a la tumba de Pasteur. Se llamaba Joseph Meister: era aquel mismo chico de nueve años en quien por primera vez en la historia de la humanidad se probó una vacuna fabricada en el laboratorio.