CAPÍTULO 28
Los rayos X y la radiactividad
La maquinaria científica del siglo XX se puso en marcha a fines del siglo XIX. Y los grandes motores que la alimentaron, o que por lo menos alimentaron el arranque, fueron los rayos X y la radiactividad.
Veamos cómo empezó todo.
Wilhem Roentgen era un modesto profesor de la Universidad de Wurzburg, en Alemania, que el 8 de noviembre de 1895 estaba experimentando con descargas eléctricas en un tubo de vidrio donde se había hecho previamente el vacío. Más tarde se habría de recordar esa fecha como el comienzo de algo, como el inicio de una nueva era, como el arribo a un nuevo mundo, como el acontecimiento que marca un antes y un después, pero Roentgen no podía sospecharlo en el laboratorio a oscuras, donde se afanaba sobre los aparatos hasta que hizo pasar una corriente eléctrica a través del tubo, envuelto en un papel negro, y vio de pronto un pequeño resplandor en el otro extremo del laboratorio. A veces las cosas empiezan así. A veces las cosas ni siquiera empiezan: a veces amanece, a veces un pequeño indicio es el comienzo de un insospechado alud.
Vio una luz, un pequeño resplandor. Interrumpió la corriente, y el resplandor desapareció. Dejó pasar la corriente otra vez, y algo volvió a brillar en la oscuridad. Era una época en que los investigadores todavía se maravillaban ante los milagros de la electricidad y los tubos de descarga no eran una novedad: todos o casi todos los físicos estaban acostumbrados a trabajar con ellos. En realidad, era bastante sencillo: se evacuaba un tubo de vidrio que tuviera placas de metal adosadas a sus extremos y se conectaban ambas placas a una batería o una bobina de inducción —más o menos igual a la bobina que alimenta a las bujías en el motor de un auto— y cargado de esta manera eléctricamente, el interior del tubo cerrado empezaba a brillar.
Así era. El brillo emergía de la placa negativa (el cátodo) y se zambullía en la placa positiva (el ánodo). Dándole al ánodo una forma cilíndrica, y enfocándolo adecuadamente, los rayos catódicos —llamados así porque, justamente, partían del cátodo— se podían proyectar, y si el rayo tenía suficiente energía como para alcanzar la pared de vidrio, ésta se iluminaba con una elegante fluorescencia, de color verde si el tubo estaba hecho de vidrio cálcico inglés y de color azul si estaba construido en el más duro vidrio plúmbico alemán. Pero esta vez la luz que vio Roentgen no estaba en el otro extremo del tubo, donde debía estar, sino en el otro extremo del laboratorio. Así fue.
Aunque Roentgen no lo sabía (ni podía saberlo), esto ya había ocurrido otras veces. Poco tiempo antes, en 1894, el físico inglés Joseph John Thomson —el mismo que más tarde descubriría el electrón— vio también un resplandor a unos metros del tubo, pero no le prestó atención. Y el físico de Oxford Frederick Smith, cuando comprobó que las placas fotográficas que estaban cerca de un tubo de rayos catódicos se velaban, se limitó a decir a su asistente que las cambiara de lugar.
No es lo que hizo Roentgen, que se puso de inmediato a examinar la naturaleza de ese resplandor. Comprobó que venía de una lámina colocada sobre una mesa y cubierta con platinocianuro de bario, un compuesto que fluorece fácilmente, es decir, que brilla apenas sus átomos son excitados. Dio vuelta la pantalla, para que la cara recubierta quedara de espaldas al tubo de vacío con el cual experimentaba: el resplandor no cejó. Alejó la lámina del tubo: el resplandor era el mismo. Interpuso su mano entre el tubo y la lámina, y entonces vio algo que nadie había visto antes: vio perfilarse la sombra borrosa de sus huesos. Un mundo nuevo empezaba.
Una novedad insólita
Muy entusiasmado, Roentgen se convenció de que indudablemente algo extraño salía del tubo, algo capaz de atravesar el papel oscuro que lo cubría y que, de alguna manera, excitaba los átomos del compuesto de bario. Algo para lo cual los objetos eran transparentes, incluyendo los tejidos de su propia mano. Por cierto que no imaginaba el alcance de lo que acababa de ver por vez primera.
En diciembre de 1895, publicó los resultados de sus experimentos: cuando un haz de rayos catódicos (que, como J. J. Thomson demostró poco después, era un chorro de electrones) choca con la pared de vidrio de un tubo de descarga, esta pared fluorece y emite una radiación de propiedades sorprendentes.
Muy sorprendentes, en verdad. La mayoría de los objetos parecían ser transparentes ante ella. Esta nueva radiación era tan penetrante que podía atravesar el aire, el vidrio, el papel y la madera: se propagaba en línea recta, no se desviaba por la acción de un campo eléctrico o magnético y electrizaba el aire.
Naturalmente, de todas estas propiedades, la que hizo a estos rayos inmediatamente famosos fue la capacidad de atravesar los tejidos blandos del cuerpo pero no los tejidos duros: cruzaban sin problemas la piel y los músculos, pero eran detenidos por los huesos, que aparecían delineados sobre una pantalla fluorescente o una placa fotográfica. Roentgen le pidió a su esposa que interpusiera una mano en el haz, y pudo fijar sobre una película fotográfica los huesos de esa mano, donde se distinguía claramente el anillo de matrimonio.
El impacto fue formidable: Roentgen recibió el primer Premio Nobel de Física, que se otorgó en 1901. En verdad, y en honor a la justicia, hay que decir que, según parece, la primera radiografía fue tomada antes de que se inventaran los rayos X, y completamente de casualidad. En 1890, Arthur W. Goodspeed, de la Universidad de Pennsylvania, mientras estaba fotografiando chispas eléctricas y descargas en tubos de vacío, vio dos discos negros en una de las placas, que no pudo explicar en su momento. Pero luego del anuncio de 1895, en febrero de 1896 repitió la exposición y, efectivamente, pudo comprobar que los dos discos se debían a la «sombra» en rayos X proyectada por un par de objetos circulares.
Obviamente que el descubrimiento «verdadero», por decirlo de alguna manera, le correspondía a Roentgen. Es por eso que el nombre «Rayos Roentgen» se imponía por sí solo. Pero, curiosamente, el que insistió para otorgarles otro nombre fue el propio Roentgen, que eligió un apodo extraño para una radiación extraña: rayos X. X, como la incógnita de una ecuación matemática. La X significaba que Roentgen no sabía en realidad qué eran. Supuso —y no andaba lejos de la verdad— que los rayos eran análogos a los rayos de luz, pero mucho más energéticos. En realidad, no tenía demasiada idea. Lo cierto es que no podía tenerla. Ni podía saber que su descubrimiento era el primer eslabón de una larguísima cadena que modificaría el curso de la historia humana.
El mismo Roentgen se preocupó de difundir el resultado de sus experimentos: el anuncio fue hecho el 28 de diciembre de 1895 y corrió como un reguero de pólvora. Hacia enero de 1896 se había creado una enorme conmoción en todo el mundo. El 20 de enero, en la reunión semanal de la Academia de Ciencias francesa, Henri Poincaré mostró las primeras fotografías con rayos X tomadas por Roentgen, y uno de los científicos presentes tuvo una idea que decidió poner en práctica de inmediato y corrió a su laboratorio. Se llamaba Henri Becquerel.
¿Habrá otras sustancias también fluorescentes capaces de producir rayos X?, se preguntaba Becquerel, sin siquiera sospechar que estaba a las puertas de un descubrimiento sensacional. «¿Por qué no probar con un compuesto de uranio?, ¿por qué no el uranio?», pensaría un tiempo después Becquerel.
El gran descubrimiento: la radiactividad
El sol no brilla siempre en París. El 20 de enero de 1896, Henri Becquerel oyó hablar de los rayos X y se apuró. Hijo y nieto de físicos, Becquerel ocupaba la cátedra de Física del Museo de Historia Natural en París, y era un experto en fluorescencia. La reunión de la Academia de Ciencias en la que Henri Poincaré mostró radiografías y habló de los rayos X recién descubiertos por Roentgen le había dado una idea: tras escuchar que los nuevos rayos emergían de la zona fluorescente del tubo de descarga se le ocurrió probar con varias sustancias fluorescentes para ver si ellas también emitían rayos. Fue corriendo a su laboratorio e inició los experimentos, exponiendo diversos compuestos convenientemente envueltos a la luz solar sobre una placa fotográfica. La idea era simple: el sol estimularía la fluorescencia de las sustancias haciéndoles emitir rayos X, que a su vez impresionarían la placa.
Pero el sol no siempre brilla en París: durante diez días, Becquerel trabajó sin éxito, examinando diferentes compuestos, hasta que decidió probar con una sal de uranio no demasiado común y de nombre complicado: el sulfato doble de uranilo y de potasio. La expuso al sol en el marco de su ventana, y esta vez sí encontró que la placa se había ennegrecido. Efectivamente, pensó Becquerel, tal vez el uranio emita rayos X. Y después, la casualidad se mezcló con el asunto, y el cielo se nubló.
Porque el sol no brilla siempre en París y, para desesperación de Becquerel, estuvo diez días sin aparecer, mientras las sales de uranio, convenientemente empaquetadas y sobre la placa fotográfica, dormían en un cajón.
Pero ocurrió que el primer día de marzo el sol volvió a salir y Becquerel decidió continuar con el experimento, sacó los paquetes del cajón y, primero, reveló la placa, esperando ver los débiles restos de la fluorescencia. Pero para su sorpresa no los vio: había una imagen nítida. Así, pues, la radiación que había impresionado la placa no provenía de la fluorescencia (ya que en la oscuridad de un cajón cerrado nada podía producirla) ni de los rayos X presuntamente derivados de aquélla. Ni nada parecido.
¿Y entonces? Entonces a Becquerel se le ocurrió que lo que había velado la placa era un nuevo tipo de radiación, algo nuevo, algo distinto, una radiación que no podía provenir sino del propio compuesto de uranio. Y así lo publicó en una nota aparecida el 2 de marzo de 1896 en las actas de la Academia de Ciencias.
Becquerel no se equivocaba: lo que había descubierto era efectivamente algo nuevo, algo completamente nuevo y radicalmente distinto de todo lo visto hasta entonces. Tan diferente que nada en adelante sería igual. Había echado el primer vistazo, había tenido el privilegio de intuir por primera vez un fenómeno que provenía del corazón mismo de la materia.
Un fenómeno que poco después Marie Curie llamó radiactividad.
Las andanzas de Marie Curie
La acción ocurre en un país oprimido y tenaz: Polonia, Irlanda, la República de Venecia, algún estado sudamericano o balcánico… Ha transcurrido, mejor dicho, porque aunque el volátil autor de estas páginas es contemporáneo (y aunque sus personajes en cierto sentido son eternos) la historia referida por él empezó al comenzar o promediar el siglo XIX. Digamos, para comodidad narrativa, Polonia, digamos 1815, cuando tras la caída de Napoleón se cernía la todopoderosa y temible figura del canciller austríaco Metternich y, desde Viena, una sombría oleada reaccionaria se abatía sobre Europa. Los restos del imperio napoleónico fueron repartidos y en particular Polonia fue descuartizada entre Austria, Rusia y Prusia. Hasta el levantamiento de 1830, el sector ruso gozó de un estatus especial, pero al ser aplastada la revolución, las «libertades polacas» se desvanecieron. La historia de Polonia seguiría signada por esas insurrecciones, a pesar de las cuales no volvió a existir como país independiente hasta finalizada la Primera Guerra Mundial.
Apenas cuatro años después de un nuevo intento de rebelión polaca en 1863, que implicó aún mayor represión por parte de los ocupantes rusos, nació Marie Sklodovska. Su familia pertenecía a la intelligentzia varsoviana: su padre era profesor de física y su madre directora de un colegio, y la vida de la familia estuvo marcada por las dificultades políticas, la estrechez económica y la desgracia: la madre de Marie murió de tuberculosis cuando ella era muy chica.
Pero a pesar de la penuria, Marie recibió de su padre las bases de una educación científica; desde muy joven se orientó hacia la química y la física. Cuenta la leyenda que, cuando quiso matricularse en la Universidad de Cracovia en aquellas materias, se le respondió amablemente que en esas disciplinas no había vacante, pero que podía intentar seguir estudios en «labores, cocina y economía doméstica». La anécdota puede no ser cierta pero refleja perfectamente el hecho cierto de que no tenía demasiadas posibilidades de recibir enseñanza superior en la Polonia sometida. Así, sus pensamientos se volvieron hacia el sueño de todos los polacos: Francia. Ya un hermano y una hermana mayores que ella se habían marchado a París en busca de una formación universitaria. En 1891 consiguió juntar el dinero necesario y emprendió el decisivo viaje.
En París llevó una vida dura. Se inscribió en La Sorbona y vivió con una frugalidad rayana en lo irresponsable: los desmayos provocados por la pésima alimentación e incluso el hambre requirieron la intervención de su hermana y su cuñado, ya recibidos de médicos. Pero se graduó con las mejores notas, lo cual era una hazaña para una mujer en aquellos no tan lejanos tiempos.
Sin embargo, no todo fue estudio: en 1894 conoció a un físico francés, que se había hecho ya un cierto nombre por el descubrimiento de la piezoelectricidad (la manera de producir un potencial eléctrico aplicando presión sobre ciertos cristales). El 26 de julio de 1895 se casaron. El físico en cuestión se llamaba Pierre Curie. Marie Sklodovska se transformó —para siempre— en Marie Curie.
Corrían los tiempos de la radiación y Marie buscaba un tema de tesis. Hacía muy poco que Roentgen había anunciado la existencia de los rayos X, y menos todavía que Becquerel había encontrado una radiación de naturaleza desconocida, emitida por las sales de uranio.
La radiación de Becquerel no era ni de lejos tan espectacular como la de Roentgen: no permitía obtener fotografías de los huesos, ni se perfilaba como una atracción de circo, donde ya algunos empezaban a bailar en esqueleto detrás de una pantalla iluminada con rayos X. No, nada de eso: la radiación de Becquerel era firme y persistentemente emitida por el uranio, un elemento sin demasiada tradición: ni despertaba demasiado interés, ni tenía demasiada utilidad, en el extremo de la Tabla Periódica de los Elementos Químicos. No había, por lo tanto, legiones de científicos persiguiéndola. Marie Curie decidió que ella sí investigaría las propiedades de los rayos de Becquerel. Seguramente era un buen tema de tesis: ¿por qué no?
En realidad, tanteaba en la oscuridad. Como Roentgen, en su laboratorio a oscuras, como Becquerel, exponiendo sus sales de uranio al sol, Marie ignoraba, pero ignoraba por completo, lo que habría de venir. Para decirlo al viejo estilo, estaban leyendo un nuevo capítulo del libro de la naturaleza, pero no lo sabían.
¿Cómo podían saberlo?
Así, Marie Curie empezó estudiando las propiedades de los rayos de uranio, pero en vez de detectarlos mediante el ennegrecimiento de placas fotográficas, como lo había hecho Becquerel, pensaba medir los rayos mediante la curiosa capacidad que tenían para descargar cuerpos cargados eléctricamente. Era como si los rayos se las arreglaran para transformar el aire que atravesaban de aislador a conductor y en ese efecto vio Marie Curie la posibilidad de calcular su intensidad. Para lograrlo, necesitaba medir corrientes sumamente débiles y para ese trabajo poseía un instrumento excelente: un electrómetro que había sido diseñado por su marido Pierre Curie y su cuñado Jacques.
Pero pronto se hizo la pregunta crucial: ¿sería el uranio la única sustancia capaz de emitir esos extraños e inexplicables rayos? Y al investigar la cuestión hete aquí que descubrió que el torio, el elemento 90 de la Tabla Periódica, emitía una radiación similar. Ya nadie podía decir que se trataba de una habilidad particular y exclusiva del uranio, sino de un fenómeno más general. ¿Cómo llamarlo? ¿Cómo llamar a esta propiedad de emitir una extraña e inexplicable radiación? Marie Curie eligió un nombre que tendría fortuna: radiactividad.
Y así comenzó una búsqueda sistemática para ver si había alguna otra sustancia que tuviera esta propiedad. A veces ensayó minerales puros, otras, minerales tal como llegaban de la mina, o compuestos puros. Pero nada: el uranio y el torio parecían ser únicos.
Con una sola excepción: la pechblenda. Es verdad que la pechblenda era un mineral de uranio, pero su emisión era mucho más intensa que la del uranio puro. ¿Cómo podía ser? Marie Curie pensó en la posibilidad de que la emisión se debiera a alguna otra sustancia —y no al uranio— escondida en la pechblenda.
Y como no podía ser ninguno de los elementos conocidos de la Tabla Periódica, tenía que ser un elemento nuevo, alguno de los candidatos a llenar los casilleros vacíos que aún quedaban, de acuerdo con la ordenación que había hecho el gran químico ruso Dimitri Mendeleiev. Era cuestión de aislarlo, y en este punto Pierre Curie se sumó a los trabajos de su mujer, abandonando sus propias investigaciones. El camino parecía verdaderamente promisorio y no era cuestión de perdérselo.
Pero pensarlo era más fácil que hacerlo: separar la misteriosa y nueva sustancia radiactiva no era una tarea sencilla, por cierto. Los Curie gestionaron ante el gobierno austríaco el envío de rezagos de la mina de Joachimstahl. Tiempo después, el primer transporte de desechos radiactivos llegaba a la puertas del laboratorio de los Curie. Marie y Pierre tuvieron que moler, disolver, precipitar, filtrar, separar químicamente, volver a filtrar con sus propias manos, sin aparatos que los ayudaran, más de una tonelada de pechblenda. Finalmente, en julio de 1898, pudieron aislar una sustancia radiactiva, un nuevo elemento al que llamaron «polonio», en honor al país de origen de Marie. Era un avance en la tarea de completar la Tabla Periódica, pero no sería el último, porque aún sin el polonio la pechblenda tercamente seguía mostrando radiactividad. Cuando se separaba bario, un elemento ubicado en la mitad de la Tabla (y que muchos años más tarde jugaría un papel protagónico en otro gran descubrimiento) arrastraba radiactividad. Marie y Pierre Curie separaron y concentraron el material activo: era un nuevo elemento —¡otro más!— novecientas veces más radiactivo que el uranio. Cuando en diciembre del mismo año de 1898 anunciaron sus trabajos, lo llamaron «radio». En 1903, Marie y Pierre Curie compartieron con Becquerel el Premio Nobel de Física.
El descubrimiento del polonio y el radio fue un gran triunfo de la física y la química experimentales. Las radiaciones de esos dos elementos, más la del torio, mostraron que la radiactividad era un terreno más vasto de lo que parecía al principio y una característica que compartían muchos elementos químicos: poco más tarde se agregaron el actinio (gracias al trabajo de André Louis Debierne) y el gas radiactivo radón. Debía ser, por lo tanto, alguna propiedad profunda de la materia, o por lo menos de parte de ella.
Pero además de todo, el polonio y el radio están asociados a la figura de Marie Sklodovska, Madame Curie o simplemente «Madame», como se llegó a llamarla cuando, poco tiempo más tarde, se transformó en la autoridad indiscutida de la ciencia francesa.
Y es lógico, dado que tiene todos los atributos del arquetipo heroico en la historia de la ciencia: originaria de un país oprimido, de una familia con dificultades económicas —debidas en gran parte a la opresión política—, con una enorme fuerza de voluntad que le permitió ser casi una autodidacta. Su vida en París, sus desmayos a causa del hambre, sus vestidos descuidados, la convirtieron con justicia en una heroína de novela. A lo cual contribuyó, naturalmente, el hecho de ser una mujer en un ambiente donde las mujeres se veían rara vez, salvo en el papel de consortes.
Lo cierto es que Madame Curie fue más que una científica, fue una verdadera institución, una leyenda, un mito en Francia y el mundo. Recibió dos veces el Premio Nobel, ya que en 1911 le otorgaron el de química. Además fue la primera mujer en acceder a la Academia Francesa de Ciencias. Incluso la muerte de Pierre, arrollado por un carro en las calles de París en 1906 —tras lo cual Marie ocupó su cátedra—, contribuyó a fortalecer el impacto de su historia. A medida que el radio y la radiactividad ganaban terreno tanto en las ciencias teóricas y experimentales como en la medicina, donde eran utilizados para combatir el cáncer —en lo que se llamó entonces «curieterapia»— ganó fama universal. Durante la Primera Guerra Mundial reformó las unidades que utilizaban la radiología —entonces bastante incipiente para atender a los heridos—, y montó laboratorios radiológicos móviles que conducía ella misma. Cuando en 1921 viajó a los Estados Unidos, fue aclamada por verdaderas multitudes y cuando murió en 1934, Francia y el mundo entero le rindieron homenaje. Además, fue la fundadora de una dinastía científica, ya que su hija Irene Curie también habría de ser una física renombrada.
Madame Curie es el arquetipo del científico que en una época importante resuelve un problema fundamental o inicia un camino. En aquellos años de radiación incipiente y radiactividad balbuceante, el polonio y el radio contribuyeron a establecer el nuevo fenómeno como uno de los temas centrales de la investigación científica. Los rayos X y la radiactividad eran fenómenos nuevos y espectaculares, muy apropiados para un cambio de siglo.
Y sin embargo, no eran más que el preámbulo de una aventura que sólo estaba empezando: la aventura de contestar una de las preguntas más viejas del mundo (¿de qué y cómo están hechas las cosas?), la aventura de comprender y descifrar la estructura de la materia.
Espectros
En 1895, el descubrimiento de los rayos X causó sensación. Los periódicos del mundo les dedicaron páginas y páginas y no es para asombrarse. Hoy, cualquiera de nosotros está acostumbrado a ver radiografías, pero, en el momento, los rayos X parecían capaces de acceder a lo invisible, de fotografiar un objeto encerrado dentro de una caja de madera y sobre todo, de ver, sin necesidad de bisturí, lo que nunca se había visto hasta entonces: el interior del cuerpo humano. Había algo mágico en esos rayos de Roentgen. Cuando en mayo de 1896 Edison hizo la primera exhibición pública de los rayos X en Nueva York, cientos o miles de personas hicieron cola para interponer sus manos o sus piernas en el haz de rayos y ver la sombra de sus huesos dibujarse en la pantalla fluorescente.
Aun en 1927, Thomas Mann, en La montaña mágica, muestra el impacto que producía la visión de una radiografía.
El Dr. Becher llevó luego su amabilidad hasta permitir que el pensionista contemplase su propia mano en la pantalla luminosa. Y Hans Castorp vio lo que ya debía haber esperado, pero que, en suma, no está hecho para ser visto por el hombre, y que nunca hubiera creído que pudiera ver: miró dentro de su propia tumba. Vio el futuro trabajo de la descomposición, lo vio prefigurado por la fuerza de la luz, vio la carne, en la que vivía, descompuesta, aniquilada, disuelta en una niebla inexistente. Y en medio de ella, el esqueleto, cincelado esmeradamente, de su mano derecha, en torno de cuyo anular la sortija, procedente de su abuelo, flotaba negra y fea: un objeto duro de esta Tierra con el que el hombre adorna su cuerpo, que está destinado a desaparecer, de modo que, una vez, libre, vaya hacia otra carne que pueda llevarlo un nuevo lapso de tiempo.
La estupefacción dio pie para toda clase de extravagancias e incluso volvieron los viejos sueños de los alquimistas medievales. Un granjero de Iowa, Estados Unidos, aseguró que había transmutado metales en oro irradiándolos con rayos X:
George Johnson, un joven granjero del condado de Jefferson, graduado del Columbia College, que ha estado experimentando con rayos X, piensa que ha hecho un descubrimiento que va a asombrar al mundo. Por medio de los rayos X fue capaz de transformar en tres horas de exposición una pieza de metal barato (cuyo valor era de 13 centavos) en una pieza de oro de 153 dólares. La pieza de metal ha sido comprobada y efectivamente es oro,
informó un despacho el 20 de abril de 1896, y la noticia apareció el 6 de mayo del mismo año en el Electric Engineer de Nueva York. El «invento» no fue patentado, aunque en 1918 se dio una patente a un médico llamado Germán Pérez, que sostenía haber transformado mercurio en oro, y en 1924-25 la compañía Siemens Halske sacó cinco patentes de transformación de mercurio en oro mediante descargas eléctricas. Usaban descargas de 150 mil voltios y efectivamente obtenían pequeñas cantidades de oro en el mercurio. Pero desgraciadamente para ellos —y por suerte para la química—, lo que ocurría era que el mercurio estaba ya contaminado con residuos de oro.
Se patentaron máquinas de rayos X a cuerda, portátiles y máquinas accionadas por monedas. Alguien quiso utilizar los rayos X para curar el hábito de fumar o de beber (más o menos como se hace con el láser hoy en día) y no faltaron quienes pretendieron usarlos para modificar conductas antisociales: una buena dosis de rayos X dirigida al cerebro (dijeron) y el más feroz de los criminales se transformaría en un inocente corderito. Se escribieron poemas, se hicieron bromas y se especuló con inquietantes posibilidades: ¿no se podría acaso espiar la desnudez de las mujeres mediante un adecuado uso de rayos X?
En el verano de 1896, un estudiante de Columbia llamado Herbert Hawk hacía demostraciones de equipos en lugares públicos, enfocando los rayos sobre su cabeza, para que los espectadores se extasiaran contemplando su mandíbula en la pantalla. La Legislatura del estado de Nueva Jersey, Estados Unidos, debatió una ley que prohibía el uso de rayos X en los binoculares de teatro. (Dicho sea de paso, las legislaturas estaduales norteamericanas tienen una interesante tradición en inmiscuirse en cuestiones científicas: en 1897, en Indiana, las cámaras estuvieron a punto de aprobar una ley que fijaba el valor del número pi, y en la década del veinte, en Tennessee, se prohibió por ley la enseñanza de la teoría de la evolución de Darwin.) También en 1896, Snowden Ward, uno de los más prolíficos conferencistas sobre las maravillas de los rayos X, mostró a una audiencia de médicos, estudiantes y fotógrafos la radiografía de una mano de un chico con un doble pulgar, pero cuando se quiso repetir el experimento el doble pulgar no apareció por ninguna parte (lo que había pasado era que, durante la exposición, la mano se había movido un poco).
Los rayos X también parecieron la panacea médica: más allá de las radiografías, se pensó que podían servir (y se aplicaron) como «tratamiento» para múltiples enfermedades. Un texto de 1907 hace un listado de las dolencias que los rayos X podían aliviar: lupus, eczema, acné, psoriasis, lepra, tuberculosis, neuralgias, migrañas y epilepsia, además de diversos tipos de cáncer.
Sin embargo, desde muy temprano se empezó a observar que las largas sesiones en que los pacientes eran sometidos a irradiación X, a veces durante horas, generaban problemas, y problemas serios. No obstante, la furia radiológica siguió: hubo zapaterías que colocaron tubos de rayos X de tal modo que uno podía ver exactamente cómo calzaban los huesos del pie en el zapato que estaba comprando, y esta costumbre se mantuvo hasta los años cincuenta.
Como los elixires y remedios que «curaban» todas las enfermedades, verdaderamente los rayos X parecían mágicos. No es de extrañar que cosas muy parecidas ocurrieran con la radiactividad.
Los años locos
Porque aunque no tanto como con los rayos X, la gente también se enloqueció con la radiactividad. Una bailarina célebre pidió a Marie Curie que empapara con radio sus ropas vaporosas para hacerlas brillar e impresionar a su público. Los Curie se negaron—no tenían mucho radio para desperdiciar— pero se hicieron amigos de la artista.
No fue el único caso: la radiactividad desató una oleada de aplicaciones extravagantes. En 1919 se vendía una «crema activa» radiactiva, y los carteles anunciaban que «provoca una actividad particular de revitalización de los tejidos: la piel, colocada en situación de juventud eterna, se torna más fina y más blanca y las arrugas desaparecen». En 1933 se promocionó una crema de belleza a base de radio y torio; se decía que respondía a una fórmula de un tal Dr. Alfred Curie (que jamás existió), y se describía como una «revolución en el arte de embellecer el rostro». Digamos, de paso, que en las minas de uranio de Joachimstahl se tomaban «baños radiactivos», para los cuales se habían construido instalaciones especiales: los «pacientes» se sumergían en agua que contenía radio y respiraban el radón gas peligrosamente radiactivo que se desprendía del suelo. Aun hoy, en Europa existen estaciones termales que promocionan los mismos «saludables vahos» de radón.
También se intentó aplicar en medicina a tontas y a locas: los Laboratorios Pierre Koeheren de Estrasburgo inventaron una «compresa de radio» y sostenían que servía para curar migrañas, arteriosclerosis y apendicitis. El propio Pierre Curie pensó que la radiactividad podía ser útil para tratar afecciones de los ojos. En 1899 se informó que el radio estimulaba la retina y se especuló con que podía devolver la vista a los ciegos. Incluso se llegó a tomar «radiografías» de radio; al fin y al cabo, los rayos emitidos por el radio también eran capaces de atravesar los tejidos e impresionar una placa fotográfica. Éste es el comentario hecho en 1904 sobre una de estas «radiumgrafías» (tomadas tras una exposición de seis horas): «Mientras la permeación es considerable, los contrastes son pobres y otra desventaja es que lleva horas obtener una imagen». Hay un testimonio (hecho muchísimos años más tarde) sobre el tratamiento que se utilizaba para combatir el lupus, en 1914, en una clínica de Birmingham.
El doctor sostenía lo que parecía una pequeña piedra en el extremo de una caña de bambú, y con ella iba tocando muy cuidadosamente la piel. El médico estaba utilizando algo que sabía peligroso, pero de cuyos alcances no sabía nada. Unos pocos años más tarde, perdió ambas manos como resultado de la exposición a las radiaciones.
Como ocurrió con los rayos X, las terapias basadas en el radio se usaron con total desconocimiento e imprudencia. Los preparados de radio se consideraban la cura milagrosa prácticamente de cualquier enfermedad, desde la artritis al cáncer, desde la alta presión a la ceguera. Se fabricaron cinturones radiactivos para usar en cualquier parte del cuerpo: la «oreja de radio» (una ayuda para mejorar la audición) y dentífricos radiactivos, cremas para la cara y para las manos… En 1932, Frederick Gosfrey, un peluquero británico, propagandeaba un tónico radiactivo para el pelo. En Alemania se vendía chocolate tratado con radio como rejuvenecedor. Y aun en 1953, una compañía de Denver promovía un gel anticonceptivo radiactivo.
También se especuló con el efecto benéfico de las aguas radiactivas de Hot Springs, Arkansas, Estados Unidos. En 1952, un artículo de la revista Life sobre los «beneficios» del radón envió a miles de pacientes de artritis a respirar los peligrosos gases en el fondo de algunas minas.
Fotografiar lo invisible
Sea como fuere, los rayos X no fueron solamente una atracción de circo ni todas las primeras radiografías tuvieron el aire despreocupado y casual de una feria de diversiones. Los médicos se dieron cuenta desde el principio de que eran en realidad una formidable herramienta de diagnóstico, tal vez una de las más formidables que hubiera existido jamás. Una radiografía es exactamente una fotografía tomada con rayos X en vez de luz visible. La placa fotográfica, ubicada detrás del cuerpo, es impresionada según la cantidad de radiación recibida, y así se verá, como en el negativo de una fotografía cualquiera, negra en las zonas de tejidos blandos y blanca en la parte ocupada por los huesos, donde los rayos fueron detenidos. Y aunque para los profanos la única distinción observable a simple vista es entre hueso y tejidos blandos, las radiografías muestran toda una gradación de grises que permiten al ojo experimentado del radiólogo un diagnóstico de detalle.
El 7 de febrero de 1896, John Cox, profesor de física en la Universidad McGill, de Montreal, Canadá, sometió a un joven paciente a una sesión de 45 minutos de Rayos X, de tal modo que los médicos pudieran localizar y extraer una bala alojada en una de sus piernas. Y no habían pasado dos meses desde el descubrimiento. La práctica de radiografiar se extendió rápidamente entre los médicos, que enviaban a sus pacientes a laboratorios especializados. Hacia fines de 1897, un laboratorio que se ocupaba del asunto ya había tomado más de 1.400 radiografías… y no habían transcurrido aún dos años desde el anuncio de Roentgen. En 1898, una unidad de rayos X acompañó al ejército británico al Sudán, donde Inglaterra intentó vencer a los derviches.
Además, los rayos X se usaron —o intentaron usarse al menos— para muchas otras aplicaciones curiosas. Por ejemplo, para encontrar monedas dentro de los envíos postales. La reina Amalia de Portugal radiografió a las damas de su corte para demostrar lo dañinos que eran los corsés ajustados. Un tal Dr. Braduc pretendió usar los rayos X para curar a alcohólicos y adictos al tabaco, otro tal M. Gaudoin puso en práctica un tratamiento de rayos X para depilación, y así.
Y más: en el número de julio de 1896 del Strand Magazine, Thurstan Holland, que había tomado radiografías de diamantes y que había encontrado un pájaro momificado sometiendo a los rayos X un objeto que le habían traído de Egipto, contaba la siguiente historia bajo el título «Aventuras de un hombre de Ciencia»:
Un hombre sospechoso de haber robado un diamante y habérselo tragado para ocultarlo fue traído a mi laboratorio: lo hice desvestir y luego, de alguna manera, me las arreglé para que se colocara en una posición tal que los rayos X pasaran a través de su cuerpo. Apagué la luz y saqué la cobertura de la cámara. El resultado fue una excelente placa mostrando el diamante justo debajo de la válvula ileocecal.
Pero el autor ignoraba que los diamantes falsos son opacos a los rayos X y los diamantes verdaderos no. O sea que el diamante robado, en realidad, era falso.
No faltaron los fraudes. Un joyero de Virginia, Estados Unidos, sostuvo que podía fotografiar lo invisible sin el uso de rayos X. El mismo Dr. Braduc, que usó los rayos X para que sus pacientes dejaran de beber o de fumar, pretendió haber tomado una radiografía del alma.
Lo cierto es que, salvo esas exageraciones, que no fueron las únicas ni las mayores, como se verá, la radiografía inauguró una nueva época en la medicina. Por más que las primeras radiografías fueran toscas, con poca resolución y requirieran mucho tiempo de exposición, los rayos X salvaron cientos de miles de vidas y propinaron a la medicina un impulso verdaderamente formidable. Como la anestesia, transformaron ramas enteras de la medicina y, muchos años más tarde, sus descendientes directos, como la tomografía computada y la tomografía de emisión de positrones, seguirían transformándolas.
La radiactividad y el tiempo
Las sustancias radiactivas «trabajan» emitiendo partículas o rayos: los núcleos de los átomos que las componen están constantemente degenerando y escupiendo partículas alfa, beta o rayos gamma hasta que alcanzan la estabilidad.
Uno de los problemas de la desintegración radiactiva estaba relacionado con el tiempo. Porque uno se podría preguntar lo siguiente, y hasta encontrar una paradoja de la naturaleza: los núcleos se desintegran radiactivamente para alcanzar configuraciones más estables y niveles de energía más bajos, desprendiéndose de partículas molestas.
Un núcleo de torio 230, por ejemplo, se saca de encima una partícula alfa, con lo cual se convierte —al perder dos protones y dos neutrones— en radio, que es un poco más estable aunque sigue siendo radiactivo. Ser más estable no es más que una aspiración legítima de cualquier núcleo bienpensante y no podemos reprocharle al torio ni a ningún otro núcleo que desee hacerlo. Pero, ¿por qué se toma tanto tiempo? ¿Por qué no se desintegra instantáneamente? ¿Por qué a una partícula alfa le puede llevar millones de años abandonar un núcleo que no la quiere y que no desea sino desprenderse de ella?
Y sin embargo, es así. En vez de sacarse de encima alfas, betas y otras yerbas de un saque, cada elemento radiactivo tiene su propia paciencia, su ritmo de desintegración, un tiempo característico que depende de él solamente y cuyas cifras se cocinan en el interior del núcleo, como si tuvieran un reloj y un programa interno. Hay núcleos que se desintegran en cuestión de horas y otros, como el del torio o el uranio, que tardan millones, o miles de millones de años.
Ese tiempo característico, que mide lo que a cada núcleo le «cuesta» desintegrarse —el precio temporal de su lucha por la estabilidad— se denomina «período de semidesintegración» o «vida media» como también es usual, debido a un abuso de traducción de las palabras half-life del inglés. Y el período de semidesintegración de un núcleo, que es característico de él, y sólo de él, es el tiempo en que una cierta cantidad de ese elemento tarda en reducirse a la mitad.
Por ejemplo, el período de semidesintegración del radio 226 es de 1.600 años. Pues bien: si tenemos diez gramos de radio, al cabo de 1.600 años tendremos cinco; después de otros 1.600 tendremos dos y medio y así sucesivamente. Lo mismo ocurriría si hubiéramos partido de una tonelada o de un miligramo. Cada mil seiscientos años, el radio existente en el universo se reduce a la mitad. Cada elemento radiactivo tiene un período característico, que puede ser muy variado: el del uranio 238 es de cuatro mil quinientos millones de años; el del plutonio 244, de 70 millones de años; el del cloro 36, de trescientos mil años; el del sodio 24, quince horas y el del hidrógeno 3 o tritio, de 12,3 días, entre otros.
Esta peculiar relación con el tiempo ha tendido una inesperada mano a la historia, la arqueología y la antropología, proporcionándoles un método notable y eficaz de datación de acontecimientos: puesto que cada material radiactivo tiene su ritmo propio de desintegración, en cierta medida sirve como reloj. Como en casi toda porción de la naturaleza hay isótopos radiactivos, si uno sabe qué cantidad de radio, digamos, había en una roca originariamente, midiendo la cantidad que hay ahora (es decir, la que no se desintegró) podemos calcular la edad de la roca. Los métodos de datación radiactivos permitieron establecer escalas de tiempo y medir edades que nunca, antes, se pensó que se podrían medir.
Peligros
Al mismo tiempo que se vio que los rayos X y el radio tenían un alto valor médico (y científico en general), se empezó a percibir que la sobreexposición podía ser peligrosa. En 1903 murió Clarence Dally, el ayudante de Edison, que había seguido trabajando sobre los rayos X, convirtiéndose en la primera víctima de la radiación. Ya en 1902 uno de los pioneros de la radio-protección, William Rollins, advirtió el peligro y aconsejó exponer una placa fotográfica a cada equipo por siete minutos y, si se velaba, aumentar la protección. En 1908, los miembros de la Sociedad Americana de Rayos Roentgen, durante su reunión anual, escucharon la lectura de una larga lista de personas que habían sido afectadas por el abuso de los rayos X y se enteraron de que las compañías de seguros de vida empezaban a considerar con cuidado las pólizas de los radiólogos.
Pero los radiólogos no se impresionaron demasiado. Habían adquirido la costumbre de «medir» la potencia del tubo de rayos X metiendo la mano en el haz de rayos; el tiempo que tardaba en enrojecerse la piel y el tamaño de la zona afectada les daba una idea de cómo funcionaba el equipo. Esta peligrosa práctica se aplicaba también en los lugares de fabricación de los aparatos, y no se interrumpió a raíz de las primeras advertencias; como suele suceder cuando aparece una herramienta poderosa, nadie estaba muy dispuesto a limitarse en su uso. Los rayos X eran demasiado útiles como para amarrocarlos. Además, los datos sobre efectos y posibles medidas de protección eran completamente imprecisos: no existía una guía adecuada para protegerse y nadie podía decir a ciencia cierta cuánta protección exactamente hacía falta. Muchos radiólogos se negaron incluso a blindar los tubos de rayos X, e incluso hubo quien trató de que se desterrara la palabra «quemaduras» para referirse a los daños de la radiación. ¿Razones? Podría ahuyentar a la gente y detener el progreso de una disciplina terriblemente promisoria. Al fin y al cabo, los rayos X estaban salvando miles de vidas.
Durante la Primera Guerra Mundial, cuando los rayos X mostraron toda su potencia y efectividad, las propias necesidades bélicas hicieron que no se tomaran medidas precautorias: además de trasladar los equipos, sobrecargarlos con blindajes parecía imposible, y probablemente muchos de los radiólogos de guerra hayan sufrido por eso.
Naturalmente, era cierto que los rayos X salvaban miles de vidas y ahorraban infinitos sufrimientos, pero el argumento no era incompatible con medidas adecuadas que permitieran salvar aún más vidas.
Algo parecido ocurría con la radiactividad. En abril de 1901, Becquerel les pidió prestado a los Curie un tubo que contenía radio, que llevó durante seis horas en un bolsillo. Luego descubrió que le había quemado la piel a través de la ropa, y producido una herida muy parecida a las quemaduras que causaba la sobreexposición a los rayos X. El propio Pierre Curie investigó el asunto exponiendo sus brazos a la radiación y comprobó que, efectivamente, el radio producía quemaduras.
Si bien ya se mostraba como una herramienta efectiva contra el cáncer, se abusaba de la radiactividad y se la usaba como terapia en el caso de un montón de sintomatologías y enfermedades contra las cuales poco y nada tenía que hacer. Y, como siempre, funcionó la negación: en 1916 la revista médica Radium sostenía que «el radio no tenía efecto tóxico alguno».
Una estabilización (precaria)
Pero el exceso de confianza adquirido durante la guerra producía cada vez más muertes entre los radiólogos y el personal auxiliar que trabajaba con ellos. En los años veinte se produjo el escándalo de las pintoras de relojes envenenadas con radio, que vale la pena contar.
El radio, como ya saben, tenía la atractiva capacidad de brillar en la oscuridad, lo cual sugería muchas aplicaciones comerciales. Una de ellas fue la de los relojes de la U. S. Radium Corporation, cuyos diales eran pintados a mano con una mezcla de radio 226 y sulfuro de zinc por un conjunto de pintoras. Las mujeres pintaban rápidamente, ya que cobraban por pieza, pero encontraban tiempo para bromear entre ellas y pintarse los dientes o las uñas para que brillaran cuando las luces se apagaran. Además, para lograr una precisión superior, afinaban los pinceles de pelo de camello con los labios.
Hacia 1924, nueve de las pintoras de relojes de la U. S. Radium Corporation habían muerto de diversas causas, que iban desde una úlcera en el estómago hasta necrosis de la mandíbula. Si bien una primera investigación absolvía a la empresa de toda culpa (ya que, según explicaba, el radio no era tóxico), un artículo publicado en el Journal of the American Dental Association revelaba que se había observado un caso de infección en la mandíbula causado por sustancias radiactivas usadas en la manufactura de relojes luminosos.
En mayo de 1925, un nuevo informe aseguraba que los casos eran causa de «envenenamiento por radio», un nuevo tipo de enfermedad.
La compañía, en tanto, había encargado su propia investigación a un equipo de la Universidad de Harvard. Cuando los investigadores llegaron a la planta decidieron sacar a las trabajadoras de la luminosa sala donde trabajaban y llevarlas a habitaciones en penumbras… ¡Las empleadas brillaban en la oscuridad! Una prueba hecha a 22 empleados reveló que ninguno tenía la cantidad normal de glóbulos rojos. En mayo de 1925, la autopsia de dos pintoras de relojes demostró altos niveles de radiactividad en huesos y órganos. Se demostró que la pintura que era tragada se acumulaba en diversos órganos, irradiando y dañando las células cercanas. Pero, sobre todo, se encontró por qué habían proliferado los tratamientos que hacían de la radiactividad una panacea: el envenenamiento radiactivo podía comenzar con una apariencia de buena salud, ya que, en efecto, la primera reacción del cuerpo es la sobreproducción de glóbulos rojos.
Con casos tan estremecedores a la vista, en la década del veinte empezaron a insinuarse las primeras medidas de protección. En 1920, la Sociedad Americana de Rayos X formó un comité a fin de recomendar medidas de protección, que se publicaron en 1922. A su vez, el Comité Británico para la Protección de los Rayos X y el Radio hizo públicas sus primeras recomendaciones en 1921: se especificó cuánta protección en plomo tenían que tener los tubos, el grueso de las paredes de los lugares donde se guardaba radio y el tamaño y el color (negro) en que debían pintarse los lugares donde se practicaba radiología (para que los rayos no se reflejaran).
Pero la «dosis de enrojecimiento», que era la dosis necesaria para que la piel se empezara a enrojecer —del mismo modo que ocurre cuando nos sobreexponemos al sol— y que durante mucho tiempo fue la medida más popular de los efectos de la radiación, era muy imprecisa y la gente, tanto los radiólogos como los auxiliares y los pacientes, seguía sufriendo los daños. En 1924, Arthur Mustcheller inició una investigación y concluyó que el cuerpo humano podía tolerar una exposición de 0,01 de «dosis de enrojecimiento» por mes. Esa «dosis de tolerancia», según Mustcheller, no producía daño a los «trabajadores de la radiación». Aunque impreciso —ya que la investigación no había sido ultrarrigurosa— ya era un primer límite de seguridad, al que contribuyó con una cifra muy similar el sueco Rolf Sievert en 1925. Durante el Primer Congreso Internacional de Radiología de 1925, aunque no se tomaron medidas efectivas, se vio la necesidad de definir unidades. En el Congreso Internacional de Radiología de 1928 se adoptó el roentgen como unidad internacional de exposición a la radiación (que se definía como la cantidad de radiación necesaria para producir una determinada cantidad de iones en una determinada cantidad de aire). Sobre el radio, se recomendó que estuviera bien blindado, que se manejara sólo mediante pinzas y que se guardara en cajas de plomo, y se especificaron medidas de higiene en los lugares de trabajo, aunque no se incluían referencias a las «dosis de tolerancia». Se creó, sin embargo, el Comité Internacional de Protección de los Rayos X y el Radio (que ahora se llama ICRP: Comisión Internacional de Protección Radiológica).
En 1927 se calculó que una «dosis de enrojecimiento» era 600 roentgen. Recién en marzo de 1934, el Comité Internacional de Rayos X y Radio adoptó el límite de Mutscheller: 6 roentgen por mes, o 0,2 por día.
Mientras tanto, en el Massachusetts Institute of Technology se iniciaban estudios serios sobre el efecto de la radiación en animales y seres humanos. Hacia 1941, el MIT había estudiado 27 personas expuestas al radio y cuando el 26 de febrero se reunió un comité ad hoc que revisó los casos, encontró que aquellos que tenían menos de medio millonésimo de curie (una unidad que representaba la cantidad de radiación emitida por un gramo de radio en un segundo) en su cuerpo no habían sufrido daños, mientras que sí los habían padecido quienes albergaban en el cuerpo más de 1,2 millonésimo. El límite de 0,1 millonésimo de curie se usó como tope, y el de 3 millonésimo de millonésimo de curie por litro de aire como límite para el radón. En los Estados Unidos se estableció el límite de 0,1 roentgen por día para la radiación X y gamma.
Finalmente, se estaba llegando a la adopción de medidas que permitieran utilizar los beneficios de la radiación sin sufrir sus riesgos. Aunque la historia de la protección radiológica recién empezaba: en los años treinta se levantó en Hamburgo un monumento a los mártires de la radiación.
De modo que hacia los años treinta el estudio de las radiaciones se había estabilizado, ya se sabía más o menos bien qué cantidad era dañina y cuál inofensiva, y la protección radiológica salvaguardaba la vida y la integridad física de los radiólogos.
Poco más tarde, se cernió sobre el mundo la ominosa sombra de la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima, que daría a todo uso de la radiactividad (incluso al más pacífico) un tinte indeleble de mito bélico.
Pero ésa es ya otra historia.