CAPÍTULO 34
La medicina científica entre la anestesia y los trasplantes
A lo largo de este libro hemos seguido la dudosa evolución de la medicina y sus balbuceos desde los remotos tiempos de Hipócrates de Cos. Ya entonces, les decía que recién en el siglo XIX logró, finalmente, constituirse como una disciplina verdaderamente científica (en lugar de un conjunto de prácticas sueltas, unidas por vacilantes, y a veces fantásticas, teorías generales) y empezar el impresionante crecimiento que la llevó a alcanzar la potencia que tiene ahora.
Naturalmente, esto pudo producirse al concretarse una unión de hierro con la química, que también por entonces adquiría su mayoría de edad. Pero no solamente: hubo otras vertientes que contribuyeron a encaminar y estabilizar el ámbito de la medicina. Acaso una de las más importantes de todas haya sido la teoría celular, formulada en su forma acabada por Rudolf Virchow, quien en 1858 aseguró:
No importa cuántas vueltas le demos, al final siempre regresaremos a la célula. Si la patología sólo es la fisiología con obstáculos y la vida enferma no es otra cosa que la vida sana interferida por toda clase de influencias externas e internas, entonces la patología también debe referirse finalmente a la célula.
En contra de otras tradiciones que postulaban que el sitio de la enfermedad eran los distintos órganos internos o incluso los tejidos, Virchow se remontaba un paso más hacia el mundo de lo pequeño. La enfermedad actúa sobre las células: era el comienzo de la patología celular.
Entre la idea de la patología celular, que establecía una alianza con la biología, y el pacto de hierro que la medicina había sellado con la química, las cosas estaban bastante encaminadas. Y no tenemos más remedio que volver al centro del asunto, que es la teoría microbiana.
La teoría microbiana de la enfermedad (revisitada)
Fíjense que de todos los conceptos de enfermedad postulados a lo largo de la historia, seguramente el más inverosímil e increíble es el que la concibe como resultado de la acción nociva de agentes biológicos, en su mayoría invisibles.
Y sin embargo, la idea era antigua: Tucídides (ca. 460 a.C.) la insinúa en su Historia de las guerras del Peloponeso, y a partir de entonces circula por muchos otros autores. En el siglo XVI, Fracastoro había señalado que el contagio de algunas enfermedades se debía a ciertas semillas. Pero la primera demostración directa de un agente biológico en una enfermedad humana la hizo Giovanni Cosmo Bonomo (ca. 1687), cuando describió con su microscopio al parásito de la sarna, el ácaro Sarcoptes scabieii, y con toda claridad le atribuyó la causa de la enfermedad; sin embargo, su trabajo fue olvidado.
La primera prueba experimental de un agente biológico como causa de una enfermedad epidémica la proporcionó Agostino Bassi (1773-1856), quien debido a problemas con su vista (que lo acompañaron toda su vida y le impidieron el uso del microscopio) había renunciado a su profesión de abogado y se había retirado a su granja en Mairago. Allí, su interés científico lo llevó a estudiar una enfermedad que presentaban los gusanos de seda: el calcinaccio o mal del segno, por culpa del cual la larva se cubría de un polvo blanco y moría. Bassi invirtió veinticinco años en el estudio sistemático de este asunto y exploró la hipótesis de que la causa fuera un «germen externo que entra desde fuera y crece» hasta que, finalmente, identificó al agente causal como un hongo parásito. Entonces publicó sus observaciones, consignó la naturaleza infecciosa de la enfermedad y dio las instrucciones completas para curar a los cultivos de gusanos afectados mediante sustancias químicas que también él descubrió. Sin ninguna prueba empírica, pero con bastante intuición, Bassi generalizó el asunto y pensó que podía servir para comprender el funcionamiento de enfermedades humanas como el sarampión, la peste bubónica, la sífilis, el cólera o la rabia.
Pero el gran teórico de la enfermedad microbiana, si se quiere más que el mismísimo Pasteur, fue Robert Koch, a quien nos hemos referido en el capítulo 26, y seguro que no con el detalle que merece su verdadero papel. Si bien a Koch se lo conoce principalmente como el descubridor del agente causal de la tuberculosis, el Mycobacterium tuberculosis, no fue ésa su contribución principal a la teoría infecciosa de la enfermedad. Lo fundamental fueron sus trabajos previos acerca del ántrax y las enfermedades infecciosas traumáticas, que realizó cuando era médico de pueblo en Wollstein. Koch pudo aislar los agentes causales microbianos de seis infecciones diferentes y señaló:
La frecuente demostración de microorganismos en las enfermedades infecciosas traumáticas hace probable su naturaleza parasitaria. Sin embargo, la prueba sólo será definitiva cuando demostremos la presencia de un tipo determinado de microorganismo parásito en todos los casos de una enfermedad dada y cuando además podamos demostrar que la presencia de estos organismos posee número y distribución tales que permiten explicar todos los síntomas de la enfermedad.
La medicina se enrolaba así en el camino causal: una vez sabidas las causas verdaderas de la enfermedad (pero esta vez no adivinadas, o derivadas de una teoría más o menos fantástica —como la de los humores— sino basadas en la prueba experimental), el camino se despejaba, y quedaba establecido de inmediato el objetivo central del tratamiento: la eliminación del parásito.
Luego, Koch estableció los procedimientos (identificación, aislamiento y demostración de patogenicidad) que todavía sirven en las investigaciones sobre la etiología de las enfermedades infecciosas, en lo que se conoce como los postulados de Koch-Henle (por su maestro Henle). Al mismo tiempo, se definía un programa de acción, desarrollo e investigación que la medicina seguiría —y luego extendería a enfermedades no infecciosas— que consiste en encontrar sustancias capaces de eliminar al microbio sin afectar al ser humano. (Naturalmente, llegó el momento en que se demostró que no era cierto que todas las enfermedades eran causadas por microorganismos.)
Todo esto, si se quiere, forma parte del crecimiento de la medicina en su vertiente teórica. Pero antes de seguir quiero hablarles de otra cosa, que no surgió de la teoría pero que hace directamente a la otra vertiente médica (el arte de curar) y que fue uno de los pasos más gigantescos que la medicina dio en toda la historia humana, sin el cual no habría medicina moderna.
La anestesia
La cosa venía desde hacía tiempo. Los antiguos egipcios habían logrado la insensibilidad temporal aplicando presión sobre la arteria carótida en el cuello, deteniendo de esa manera la circulación de la sangre en la cabeza. Los chinos habían usado un anestésico llamado polvo Ma Fat, una especie de hachis que descubrieron en el siglo II. El jugo de la mandrágora y otras plantas fue empleado durante siglos para aliviar el dolor. Los indios sudamericanos masticaban hojas de coca y cal y escupían en la herida mientras operaban.
Paracelso, aquel médico-astrólogo suizo, extravagante y pendenciero, introdujo el láudano en el siglo XVI; en 1805, Sertürner dio un paso adelante y extrajo la morfina (un gran calmante) del opio crudo. Algunos «médicos» de París, Edimburgo y Calcuta incluso usaron el hipnotismo para producir efectos anestésicos temporales, y se dice que el cirujano francés Dupuytren solía insultar deliberadamente a las damas para que éstas se desmayaran antes de una operación.
Sin embargo, la solución vendría de un lugar inesperado.
En 1842, William Thomas Green Morton, hijo de un agricultor y almacenero acomodado de Massachusetts, EE.UU., presentó el resultado de sus esforzados trabajos de investigación: una placa dental económica. Era un mecánico hábil, que ya había inventado un soldador para fijar dientes postizos a placas dentales, podía hacer puentes dentales e incluso alguna primitiva cirugía plástica. La verdad es que su nueva placa era un verdadero adelanto, y el público estaba dispuesto a acogerla con entusiasmo. Pero existía un grave obstáculo…
Para que su placa se ajustara cómodamente al paladar, era necesario extraer las raíces de los dientes viejos, e incluso dientes sanos. Lo cual, como es obvio, dolía mucho (cualquiera a quien le hayan sacado una muela con anestesia y haya soportado los dolores posteriores con potentísimos analgésicos puede imaginarse fácilmente el mismo procedimiento pero sin ningún paliativo). De poder hallar alguna manera de evitar el dolor durante la extracción, lo cual parecía imposible, los dientes artificiales que estaba fabricando en gran escala podrían venderse por millares y ganaría una fortuna.
No era el único que buscaba un antídoto contra el dolor: otro joven dentista norteamericano, Horace Wells, estaba buscando el método de producir una anestesia temporal para sus trabajos dentales.
Y, así son las cosas en la historia, en diciembre de 1844 Wells leyó un aviso en el Courant de Hartford anunciando una demostración de un artista ambulante, Gardner Q. Colton, quien prometía mostrar los efectos de un «gas hilarante» que se administraría «solamente a caballeros sumamente respetables para que el espectáculo sea refinado».
El gas hilarante no era nuevo, en realidad, sino que había sido descubierto por Joseph Priestley en 1772, antes aún que el oxígeno. Veintitrés años después, Humphry Davy, uno de los fundadores de la electroquímica, lo inhaló para aliviar el dolor que le causaban sus encías inflamadas y observó su poder anestésico.
Como el óxido nitroso en su amplia operación parece capaz de eliminar el dolor físico, es probable que pueda ser usado ventajosamente en operaciones quirúrgicas en que no tenga lugar una gran efusión de sangre
escribió.
Pero tuvo poca repercusión entre los médicos. En cambio, sí la tuvo entre los artistas profesionales, que viajaron por el mundo haciendo demostraciones, a una de las cuales, como les estaba diciendo, asistió Horace Wells junto a su esposa luego de leer el aviso en el diario. El espectáculo, en el que vio administrar el gas a varios voluntarios que perdieron todo sentido del dolor, le hizo pensar a Wells que el famoso gas hilarante podía funcionar como anestésico para sus operaciones dentales. Después de terminado el show, convenció a Colton de que se lo administrara a él mismo y se hizo extraer un diente sin sentir ningún dolor. Se convenció de tal manera de que ésa era la sustancia que andaba buscando que logró concertar una demostración pública ante la Facultad Médica y los estudiantes de Harvard. Pero algo marchó mal durante la demostración: uno de sus pacientes falleció mientras se hallaba bajo la influencia del anestésico. Obviamente, el auditorio no quedó convencido de su eficacia y Wells abandonó la odontología y se dedicó a una serie de negocios fracasados durante los dos años siguientes, viajando por el estado de Connecticut y vendiendo diferentes artículos hogareños.
En 1847, se mudó a París. Pero no le duró mucho: al volver a Estados Unidos, se volvió adicto al cloroformo (cuyos efectos nocivos no se conocían en absoluto) y un día, delirando, les arrojó ácido sulfúrico a dos mujeres en plena calle. Fue a parar, como es obvio, a la cárcel neoyorquina de Tombs, donde no tardó en darse cuenta de lo que había hecho y se suicidó cortándose una arteria de la pierna con una navaja de afeitar, no sin antes inhalar una dosis analgésica de cloroformo para paliar el dolor.
Entretanto, Morton, que había estado asociado a Wells durante un breve período y lo había ayudado en la infortunada demostración de Boston, empezó a buscar algún otro agente. ¿No serviría el éter? Este líquido incoloro y volátil era conocido desde hacía varios siglos. Valerius Cordus había descripto, en 1540, la manera de fabricarlo tratando el alcohol de maíz con ácido sulfúrico. Tanto Cordus como Paracelso conocían sus propiedades anestésicas y su facultad de sumir temporalmente en la inconsciencia a ciertos animales. El mismísimo Michael Faraday había estudiado el líquido al punto que en 1818 había publicado un artículo sobre sus propiedades en el Journal of Science and Arts. Unos años más tarde, el doctor John D. Goldman, un norteamericano, también realizó experimentos y llamó la atención sobre sus efectos anestésicos. Pero los médicos seguían sin hacer caso.
Morton decidió probar personalmente las propiedades del éter. En su casa de campo de West Needham lo aplicó primero a varios insectos, gusanos, peces, gallinas y a su perro. Dio resultado. Decidió entonces probar sus efectos en sí mismo. Se sentó en un sillón, echó éter en un pañuelo y, con el reloj en la mano, aplicó el pañuelo húmedo a su nariz y su boca. No tardó en perder el conocimiento, y necesitó siete minutos para recuperarlo. Era lo suficiente para extraer no un diente sino tres, se dijo. Morton pidió a uno de sus amigos que le extrajera uno de sus dientes sanos mientras se hallaba bajo la influencia del éter. Nuevamente dio resultado: Morton no sufrió ningún dolor.
Esa misma tarde, un hombre llamado Eben Frost llegó a su consultorio sufriendo terriblemente a causa de una muela infectada y pidió a Morton que lo hipnotizara antes de extraérsela para no sufrir un dolor horrible. Morton le dijo que tenía un nuevo producto químico que lo dormiría, y Frost consintió en que Morton realizara la extracción empleando ese nuevo método. Por la noche, el 30 de septiembre de 1846, Morton extrajo un «bicúspide firmemente arraigado» sin que el paciente sufriera dolor alguno.
Recordemos esa fecha, el 30 de septiembre de 1846, porque ese día nació la anestesia.
Morton hizo que Frost firmara una declaración atestiguando lo que había pasado. Al otro día el Daily Journal, de Boston, publicó un anuncio sobre el acontecimiento:
Anoche fue sacada una muela a un hombre sin que éste experimentara ningún dolor. Fue sumido en una especie de sueño mediante la inhalación de un preparado cuyos efectos duraron aproximadamente un minuto, justo lo suficiente para extraer una muela.
Con el paso del tiempo, la práctica de Morton empezó a mejorar. Como no estaba satisfecho con el método de inhalación, diseñó un artefacto más eficiente, que consistía en un globo de vidrio que llevaba un tubo en un lado y en el otro un agujero que se tapaba con un corcho. Se le ocurrió entonces que podía extender los beneficios del éter a todo el campo de la cirugía, multiplicando así su negocio de manera exponencial. Si lograba que algún cirujano eminente de Boston lo probara, el mundo dolorido y Morton resultarían igualmente beneficiados.
En el Hospital General de Massachusetts, halló a dos hombres dispuestos a hacer la prueba. El doctor John C. Warren, el cirujano más famoso de Nueva Inglaterra y profesor de Cirugía de la Escuela de Medicina de Harvard, consintió en realizar una operación en el anfiteatro quirúrgico del Hospital General de Massachusetts en la mañana del viernes 16 de octubre de 1846. El paciente, Gilbert Abbott, un impresor de veinte años, fue llevado al anfiteatro. Tenía un tumor vascular bajo la mandíbula, que debía ser extirpado. Morton se acercó al paciente y sacó el corcho del inhalador de vidrio. Abbott puso el tubo en su boca, y tres minutos más tarde estaba dormido.
Warren, que tenía cerca de setenta años, trabajó rápida y hábilmente con el bisturí, y el tumor fue extraído. El paciente seguía respirando pesadamente, y tardó cinco minutos en salir de su estupor. Warren le preguntó si había sentido dolor. La respuesta fue que no, que solamente había sentido un ligero arañazo. Volviéndose al doctor Henry J. Bigelow y a los demás médicos allí reunidos, y dirigiéndose también a los estudiantes que se hallaban en sus bancos, el doctor Warren exclamó:
Señores, esto no es un cuento.
Un mes después de la prueba histórica de Boston, Bigelow publicó un artículo en el Boston Medical and Surgical Journal anunciando el gran acontecimiento a todo el mundo médico. El famoso periódico médico de Inglaterra, The Lancet, anunció:
El descubrimiento del doctor Morton indudablemente ocupará un lugar prominente entre los dones de los conocimientos y descubrimientos del hombre.
La cirugía, de golpe, cambió: los cirujanos podían atreverse a realizar operaciones que parecían imposibles antes de la anestesia del éter. Los experimentos en animales recibieron también un nuevo impulso. Antes de concluir el año 1846, los cirujanos de Londres y París estaban empleando la anestesia del éter y en enero del año siguiente, Alemania y Austria pudieron disponer de esa nueva «arma de la medicina».
Entre los que aplicaron el método estaba el doctor James Young Simpson, jefe de las salas de maternidad de la Enfermería de Edimburgo, quien si bien sabía que el éter era mejor que nada, fue impulsado, por una serie de efectos desagradables, a buscar un anestésico que lo sustituyera. Y probó con el cloroformo, que también tenía su historia. En realidad, había sido producido por primera vez por Samuel Guthrie, un cirujano militar norteamericano, a fines de 1830, cuando trató el cloruro de calcio con alcohol de maíz. Publicó sus resultados dos años más tarde, mientras otros dos químicos (Soubeiran en Francia y Liebig en Alemania) llegaban de manera independiente al mismo producto químico aproximadamente en la misma fecha. En su artículo original, Guthrie demostró que no ignoraba el uso posible de este nuevo producto químico:
En los últimos seis meses un gran número de personas ha bebido la solución de éter calórico —llamado posteriormente «cloroformo» por Dumas— en mi laboratorio, no en gran cantidad, pero frecuentemente, hasta el punto de embriagarse… para descubrir su probable valor como medicina.
La cuestión es que Simpson, que no estaba del todo contento con el éter, ensayó los efectos del cloroformo en conejos y otros animales pequeños. Cuando los resultados parecieron satisfactorios, él y dos de sus amigos inhalaron personalmente los vapores del líquido y se convencieron de que era un anestésico seguro y eficaz. En noviembre de 1847, por primera vez, empleó el cloroformo como anestésico durante un parto, mientras los teólogos escoceses se escandalizaban porque resultaba contrario a la voluntad de Dios «es decir, al mandato bíblico de sufrir».
La refutación de Simpson fue inteligente: recurrió a la Biblia y eligió el vigésimo primer versículo del segundo capítulo del Libro del Génesis, confrontando a los teólogos con el relato de la extracción de la costilla de Adán de la cual fue hecha Eva. Simpson señaló que Dios había hecho que Adán quedara profundamente dormido antes de realizar la «cirugía», lo cual demostraba que al Señor, cuando le tocaba oficiar de cirujano, no se oponía a que fuera suprimido el dolor. La disputa terminó en abril de 1853, cuando la Reina Victoria dio a luz a su séptimo hijo, el príncipe Leopoldo, bajo la acción del cloroformo.
La controversia del éter
Al mismo tiempo que el éter, el óxido nitroso y el cloroformo empezaban a aliviar los dolores de la humanidad y a salvar vidas, se desarrollaba una violenta controversia sobre la prioridad del descubrimiento y los derechos de patente del éter: la llamada «controversia del éter». Más o menos fue así: mientras Morton estaba dedicado a su negocio odontológico, siguió algunos cursos en la Escuela de Medicina del Colegio de Harvard, donde conoció al doctor Charles Thomas Jackson (1805-1880), en cuya casa vivió durante algún tiempo mientras estuvo en Boston. Jackson poseía su propio laboratorio de química, se dedicó a trabajos geológicos y realizó numerosos inventos. Cuando Morton le contó el fracaso del óxido nitroso como anestésico, Jackson mencionó que podía probar el éter y le ofreció una cierta cantidad. Morton escuchó atentamente todos los informes relacionados con los usos y propiedades de esa sustancia, pero se resistió a entrar en cualquier sociedad o acuerdo con Jackson, quien tenía una reputación poco envidiable (solía, se dice, arrogarse la prioridad de muchos descubrimientos que anunciaban sus colegas).
Morton indicó que una demostración pública del empleo del éter como anestésico en cirugía tendría un éxito inmediato, y Jackson le sugirió que se pusiera en contacto con el doctor Warren, del Hospital General de Massachusetts. Pero antes de dar este paso, le recomendó que patentara su éter bajo algún nombre comercial. Morton solicitó una patente para su Letheon (en honor a las aguas mitológicas del Leteo, que hacían olvidar todos los recuerdos dolorosos) en su nombre y el de Jackson, acordando darle a este último el diez por ciento de las ganancias que se obtuvieran con el empleo del éter y su inhalador. Jackson aceptó el arreglo, pero más tarde, temiendo un posible fracaso de la demostración pública, pidió el pago de 500 dólares al contado por el «consejo dado» a Morton, renunciando a todo otro derecho.
Después de haber declarado públicamente el doctor Warren al mundo entero que la anestesia del éter no era una fábula, Morton continuó manteniendo en secreto la naturaleza del líquido que estaba empleando. Pero el 12 de noviembre, a menos de un mes de la histórica prueba, le fue concedida la patente Nº 4818. Morton divulgó el secreto a Warren y a Bigelow, quienes anunciaron la gran nueva en el Medical and Surgical Journal, de Boston. Esta noticia debía ser despachada en un vapor que zarpaba para Europa el 19 de diciembre. Jackson, entre tanto, envió una carta por el mismo buque a un amigo, Elie de Beaumont, miembro de la Academia de Ciencias francesa, pidiéndole que reclamara la prioridad del descubrimiento de la anestesia del éter en su nombre sin perder tiempo.
Jackson, evidentemente, estaba decidido a no dejar escapar de sus manos esa mina de oro. El 2 de marzo de 1847, en una reunión de la Academia de Boston, afirmó ser el único descubridor de la nueva anestesia, sin siquiera mencionar el nombre de Morton. Nuestro viejo conocido Horace Wells decidió también sacar su parte de las ganancias. Morton le había escrito pidiéndole que lo ayudara a acelerar la obtención de la patente del éter en Nueva York. En lugar de hacerlo, Wells reclamó para sí la prioridad del descubrimiento el 7 de diciembre de 1846 en el Courant de Hartford.
Morton, en tanto, proyectaba una campaña mundial de ventas para su anestesia. Para empezar, dio al gobierno norteamericano inhaladores a precio de costo para el ejército y la armada y se ofreció a enseñar gratuitamente el uso de la anestesia del éter. El ejército y la armada efectivamente la emplearon durante la guerra de México (en la cual los EE.UU. se apropiaron de la mitad del territorio mexicano de aquel entonces), pero Morton no recibió compensación alguna del gobierno. Y de hecho, jamás consiguió que el descubrimiento le diera ganancias. Cirujanos, dentistas y hospitales del mundo entero emplearon su anestesia sin pagar ningún tipo de derechos.
Su situación financiera empeoró rápidamente. En 1849 solicitó al Congreso una recompensa monetaria en lugar de los derechos que no le habían sido pagados, y el senador Stephen A. Douglas habló en su favor. Gran Bretaña había recompensado a Jenner con 25.000 libras por su descubrimiento de la vacuna contra la viruela; ¿por qué no debía Estados Unidos hacer lo mismo con sus hijos? Tal vez hubiera recibido Morton el dinero de no haber sido por el reclamo de Jackson, quien aseguraba hipócritamente que había rechazado la patente porque no quería beneficiarse con los sufrimientos de la humanidad y calificaba a Morton de «charlatán e individuo vil».
El suicidio de Horace Wells en esos días no hizo más que aumentar las dificultades de Morton. La viuda pidió al Congreso que reconociera las reclamaciones de su difunto esposo, y el senador Truman Smith empleó esa reclamación como un argumento más contra la concesión de una suma en favor de Morton. El asunto estuvo a punto de convertirse en un escándalo público.
Y llegó hasta Europa: en 1850, la Academia de Ciencia francesa dispuso que el Premio Montyon, de 5.000 francos, fuera dividido igualmente entre los dos «benefactores de la humanidad», Morton y Jackson. Al rechazar Morton indignado su parte del premio, se acuñó una medalla de oro en su honor. En Inglaterra se recolectaron 50.000 dólares para el dentista norteamericano, pero cuando los amigos de Jackson lo supieron provocaron tal tumulto que el dinero fue devuelto a los donantes. Otras naciones europeas dividieron sus simpatías. Morton recibió condecoraciones de Rusia, Suecia y Prusia, mientras Italia y Turquía honraban a Jackson.
Ocho años después de haber dado Morton la anestesia de éter al mundo, el Congreso norteamericano seguía debatiendo aún si debía prestarle ayuda. Mientras tanto, la Universidad de Harvard le otorgó un grado honorario y el Hospital General de Massachusetts le regaló una copa de plata que contenía 1.000 dólares en efectivo. Pero Jackson seguía combatiendo a su rival con todas las armas a su alcance: por entonces se enteró de que un médico rural de Georgia parecía haber utilizado la anestesia de éter cuatro años antes de la demostración pública de Morton. En Athens, Georgia, a donde se dirigió especialmente (lo cual demuestra la saña del personaje), confirmó que Crawford W. Long había sido el primero en realizar una operación quirúrgica bajo la anestesia del éter.
La historia había sido así: Long había prestado servicios como interno en una sala de cirugía durante dieciocho meses y había empezado a pensar en la anestesia, como todos, contemplando a un artista ambulante hacer demostraciones del efecto del gas hilarante. En verdad, más que en la anestesia pensaba en la diversión: el éter poseía propiedades embriagadoras y los jóvenes solían reunirse y divertirse inhalándolo. Pero un día Long observó que varios jóvenes que se habían lastimado durante esas sesiones etéreas (por llamar de una manera elegante a lo que eran, en realidad, orgías hechas y derechas) no daban señales de sentir dolor. Probó entonces personalmente y verificó lo que sospechaba: el éter podía usarse para operar. Por eso, cuando su amigo James M. Venable le contó sobre los tumores que tenía en la nuca, Long vio la posibilidad única de operarlo anestesiándolo con éter. Venable aceptó.
El 30 de marzo de 1842, Long echó éter en una toalla, la colocó sobre la nariz de su amigo y esperó a que se durmiera, empezando a cortar el tumor. Cuando le pareció que su paciente comenzaba a salir de su sueño, echó otras gotas del líquido en la toalla y continuó la operación hasta que le extirpó uno de los tumores. Venable recuperó el conocimiento y Long se dio cuenta de que había realizado la primera operación con anestesia en la historia de la humanidad.
Pero ni el uno ni el otro se dirigieron a los periódicos o la oficina de patentes. Long, que entonces tenía veintiséis años, ni siquiera notificó a ninguna sociedad médica acerca del trascendental suceso. Quería repetir el experimento. En junio del mismo año, empleando obviamente su nuevo método, Long extirpó el segundo tumor del cuello de Venable y al mes siguiente amputó un pie. En los cuatro años siguientes, realizó ocho intervenciones quirúrgicas de importancia secundaria, usando éter en ellas.
El problema es que Long consideraba con cierto escepticismo la posibilidad de una aplicación más amplia de la anestesia de éter, y no se tomó el trabajo de dar cuenta de sus operaciones hasta diciembre de 1849, más de siete años después de haberlo usado por primera vez (y cuando ya la controversia estaba en su punto álgido).
Long se había abstenido, hasta entonces, de participar de la polémica. Pero en 1853, escribió en el Southern Medical and Surgical Journal:
Sé que he demorado demasiado tiempo la publicación para recibir honor alguno por la prioridad del descubrimiento, pero habiendo sido persuadido por mis amigos de que presentara mis derechos ante la profesión, prefiero que su exactitud sea plenamente investigada por la Sociedad Médica. Si la Sociedad dijera que mi reclamación, aunque bien fundada, ha prescripto por no haber sido presentada antes, contestaré alegremente: «Así sea».
Aparecía un nuevo actor, y Morton ya estaba cansado:
Mi sistema nervioso parece estar tan destrozado que cualquier sorpresa o ruido repentino me produce un choque.
Pero la disputa por la patente continuó durante dieciséis años. Jackson triunfó al final, y la patente de Morton fue anulada oficialmente el 1º de diciembre de 1862. Entretanto, había estallado la Guerra Civil. Morton ofreció voluntariamente sus servicios al Norte y administró éter a centenares de heridos yanquis. Los ejércitos del sur también usaron esta anestesia.
Pero ni los horrores de la guerra pudieron hacer olvidar a Morton su lucha personal. En 1868 apareció en una revista un artículo que mantenía los derechos de Jackson. Morton lo leyó mientras se encontraba en Nueva York y es de pensar que no pudo soportarlo: sufrió un ataque y murió poco después en el Hospital de St. Luke, dejando en la indigencia a su esposa y cinco hijos. A Jackson no le fue mejor. Su mente cedió bajo esa larga tensión y debió ser confinado en un manicomio, en donde falleció en 1890.
En fin: dediqué todos estos extensos párrafos a la anestesia y su historia (y a la sórdida disputa sobre su paternidad) porque creo que pocas cosas fueron tan impresionantemente útiles para aliviar el sufrimiento, cosa que pienso cada vez que me siento en el sillón del dentista. Pero la anestesia no se limitó a eso sino que permitió una exploración del cuerpo humano inconcebible hasta entonces. Resolvió miles de problemas, y no sólo en el campo de la cirugía.
Wells se suicidó en un ataque de locura, Morton murió de un ataque, Jackson terminó en un manicomio: fueron tristes finales para estos benefactores de la humanidad.
Lister y la antisepsia
Después del gigantesco, monstruoso paso adelante que significó la anestesia, la antisepsia se llevó la siguiente corona de laureles. El éxito se debió, en gran parte, a los trabajos del inglés Joseph Lister (1827-1912). Terminados sus estudios en Londres, se trasladó a Edimburgo, ciudad donde permaneció siete años y llevó a cabo la mayor parte de su obra. Lister partió de una observación básica: las fracturas expuestas siempre supuraban, mientras que aquellas en las que la piel estaba intacta se mantenían libres de pus. Combinando sus observaciones con las de Pasteur, y asumiendo que la teoría microbiana era aplicable a la putrefacción de los tejidos vivos en las heridas, supuso que la fuente primordial de la infección residía en los microorganismos existentes en el aire, aunque no se le escapó que los microbios podían ser transportados por los instrumentos quirúrgicos.
Para eliminar los microorganismos, Lister comenzó por buscar una sustancia «antiséptica», es decir, que disminuyera las posibilidades de una infección. Ensayó con cloruro de zinc, luego con sulfitos y finalmente, en 1865, se detuvo en el ácido fénico (que ya había sido recomendado, por el químico francés François Jules Lemaire). Lister comenzó a limpiar las heridas con pulverizaciones de ácido fénico, protegiéndolas luego con varias capas impregnadas unas con ácido fénico, otras con parafina. El éxito fue extraordinario: en los tres primeros años, de acuerdo con las propias estadísticas hospitalarias, logró disminuir drásticamente la mortalidad. En 1867 publicó los resultados de sus tratamientos de fracturas expuestas y de abscesos en dos artículos, el segundo de los cuales («Sobre los principios antisépticos en la práctica de la cirugía») puede ser considerado como el texto fundante de la antisepsia. Curiosamente, tuvo poca repercusión en Inglaterra, aunque se difundió rápidamente en Europa: el primero de los «listerianos» franceses —Just Lucas-Championnière (1843-1913)— dio un paso más al reconocer la importancia de la esterilización de los instrumentos mediante el vapor, mientras que el alemán Ernst von Bergmann (1836- 1907) introdujo los procedimientos asépticos que luego se volvieron clásicos.
Recordemos aquí que tanto Lister como Bergmann tuvieron un incomprendido y gran precursor en la figura del ginecólogo húngaro Ignaz Semmelweis, cuya vida trágica les conté en el capítulo 26.
En busca de las balas mágicas
Después de este recorrido quirúrgico, fundamental para entender en qué andaban las cosas en el siglo XIX, volvamos al programa principal de la medicina, que se estableció al tiempo que triunfaba la teoría de la enfermedad microbiana. Cuando en 1905 se identificó la bacteria que produce la sífilis, el modelo microbiano se afianzó y generalizó y, como sucede muchas veces, la teoría extendió su imperialismo. La idea fundamental era que todas las enfermedades eran producidas por un agente biológico y el programa, como ya les dije, consistía en encontrar compuestos químicos capaces de exterminar al agente causal sin producir «daños colaterales» en el paciente. Esos compuestos químicos eran escurridizos y tardaron mucho en ser descubiertos.
Aunque, a decir verdad, el naturalista irlandés John Tyndall ya se había topado con uno de ellos mucho antes de que se descubrieran y se empezaran a usar los antibióticos propiamente dichos. En 1875, estudiando la distribución de las bacterias en el aire, había observado que en la superficie de algunos caldos que utilizaba para sus experimentos flotaban mohos del grupo Penicillium. En un artículo que publicó un año después, escribió que
en todos los casos en que el moho era denso, las bacterias morían o se volvían inactivas o caían al fondo como sedimento.
Era —por lo visto— un moho que mataba las bacterias, ni más ni menos. Pero de la misma manera que los que veían aire deflogisticado donde en verdad había oxígeno, Tyndall había encontrado la «bala mágica» (como la llamaría muchos años después el gran médico alemán Paul Ehrlich) antes de tiempo: aún no estaba fraguada del todo la teoría de la infección microbiana y Tyndall apenas le prestó atención a lo que observó.
Cuando el propio Ehrlich comenzó a estudiar el asunto, la historia era diferente, a tal punto que dedicó su vida a esta tarea. Su método era clara y puramente empírico: probaba en animales sustancia tras sustancia y medía los resultados, en general —y naturalmente— sin éxito. Hasta que en determinado momento, después de probar y probar, encontró una sustancia (la 606) que tuvo resultados inmediatos en conejos infectados con la bacteria de la sífilis, y fue muy promisoria en humanos, aunque generaba efectos secundarios desalentadores (algunos pacientes quedaron permanentemente sordos, otros desarrollaron gangrena). Era el comienzo de todo, pero solamente el comienzo.
Los antibióticos
La gloria quedó para Alexander Fleming (1881-1955), un escocés que había estudiado medicina en el hospital St. Mary’s de Londres y se dedicaba desde su graduación, en 1908, a la bacteriología, las vacunas y la microbiología de las heridas de guerra y su tratamiento. La historia es que en 1928, en la víspera de sus vacaciones, Fleming sembró unos cultivos bacterianos en varias placas de vidrio para que se desarrollaran durante su ausencia. Era una operación de rutina, pero dos semanas después, cuando regresó, encontró que las placas se habían contaminado, algunas de ellas con mohos del grupo Penicillium (el mismo que había encontrado Tyndall más de sesenta años antes). Que se hubieran llenado de moho no era nada demasiado extraño, pero había otra cosa que sí lo era: alrededor de ese moho no había crecido ninguna colonia de bacterias. Fleming había encontrado —o reencontrado, para ser más precisos— la bala mágica.
No se dio cuenta inmediatamente, pero después de varios experimentos llegó a la conclusión de que el moho fabricaba una sustancia que combatía las colonias de bacterias: la llamó penicilina y no tardó en probarla con éxito en pacientes que tenían infecciones oculares.
Así y todo, Fleming no vio los alcances reales de lo que había encontrado, y, si bien publicó un par de artículos sobre el tema, la penicilina cayó en el olvido. Aunque por poco tiempo. En 1932, un discípulo de Ehrlich, Gehrard Domagk, descubrió lo que su maestro había buscado toda su vida: el protonsil, un colorante que la industria textil había descartado, tenía evidentes propiedades antibacterianas. Domagk observó que, en efecto, la inyección intravenosa curaba a los ratones infectados con bacterias. Entonces decidió inyectárselo a su hija, que ya era considerada un caso perdido por una infección que ningún médico había podido controlar. La inyección la curó por completo.
El protonsil reavivó la esperanza de encontrar sustancias que atacaran las bacterias de manera efectiva. Poco después, Ernst Chain (1906-1979), un químico que había escapado de la dictadura nazi, consiguió fondos de la Fundación Rockefeller y armó un grupo que logró determinar la estructura química de la penicilina, la purificó en forma de cristales y demostró que su toxicidad en los animales de laboratorio era bajísima. El experimento con el que comprobó esto último es lo que se conoce como un «experimento crucial»: infectaron a ocho ratones con dosis mortales de bacterias y a cuatro de ellos les aplicaron, además, una dosis de penicilina. Los ratones que recibieron el antibiótico sobrevivieron; los otro cuatro murieron.
Los resultados fueron publicados en el número del 24 de agosto de 1940 de The Lancet, nuevamente. Era el anuncio público de la «bala mágica», que, al ser probada en humanos, dio resultados espectaculares. Cinco años más tarde, la penicilina ya había salvado miles de vidas.
El origen de la inmunología se identifica con el de las vacunas, debidas a Jenner, y con el del primer método general para producirlas, desarrollado por Pasteur. Pero ni Jenner ni Pasteur tenían la menor idea acerca de qué era lo que ocurría en el organismo cuando se hacía resistente a una enfermedad infecciosa. El primero que pudo decir algo al respecto fue Elie Metchnikoff (1845-1916), biólogo originario de Rusia que realizó la mayor parte de su carrera en el Instituto Pasteur de París.
Él mismo cuenta que en 1883, mientras su familia disfrutaba de un espectáculo de monos amaestrados en el circo, se había quedado observando en el microscopio la actividad de unas células móviles de una larva de estrella de mar. De repente, se le vino una idea a la mente: pensó que, tal vez, células similares podrían funcionar para proteger al organismo contra invasores dañinos.
Pensé que, si mi suposición era correcta, una astilla clavada en la larva de la estrella de mar pronto debería rodearse de células móviles, tal como se observa en la vecindad de una astilla en el dedo. Tan pronto como lo pensé lo hice. En el pequeño jardín de nuestra casa tomé varias espinas de un rosal y las introduje por debajo de la cubierta de algunas bellas larvas de estrellas de mar, transparentes como el agua. Muy nervioso, no dormí durante la noche, esperando los resultados de mi experimento. En la mañana siguiente, muy temprano, encontré con alegría que había sido todo un éxito. Este experimento fue la base de la teoría fagocítica, a la que dediqué los siguientes 25 años de mi vida.
Metchnikoff discutió sus hallazgos con Virchow —el gran responsable del triunfo de la teoría celular—, cuando éste visitó Mesina meses después, y, estimulado por el gran patólogo alemán, publicó su famoso artículo «Una enfermedad producida por levaduras en Daphnia: una contribución a la teoría de la lucha de los fagocitos en contra de los patógenos» (1884), donde presentaba con claridad su teoría y explicaba el proceso de fagocitosis (es decir, aquel por el cual algunas células «atrapan» partículas sólidas y las desintegran en su interior):
Ha surgido que la reacción inflamatoria es la expresión de una función muy primitiva del reino animal basada en el aparato nutritivo de animales unicelulares y de metazoarios inferiores (esponjas). Por lo tanto, debe esperarse que tales consideraciones lleven a iluminar los oscuros fenómenos de la inmunidad y la vacunación, por analogía con el estudio del proceso de la digestión celular,
decía allí.
La teoría de Metchnikoff era sólida y tenía un buen sustento material, pero pronto apareció otra escuela que iba a contender por la supremacía del mecanismo fundamental de la inmunidad: a la teoría celular o de la fagocitosis se opuso la teoría humoral —un pésimo nombre, digamos de paso, ya que remitía a concepciones perimidas hacía tiempo— o de los anticuerpos, de Emil Behring (1854-1917) (quien en 1896 ingresó a la nobleza y desde entonces añadió «von» a su apellido). La disputa fue histórica, pero como a veces ocurre en esta clase de disputas, Behring admiraba mucho a Pasteur y era gran amigo y compadre de Metchnikoff; además, resultó que los dos bandos tenían razón y que tanto las células como los anticuerpos (que no son células sino proteínas) participan en la inmunidad. (De hecho, Behring recibió el Premio Nobel en 1901 y Metchnikoff lo compartió con Ehrlich en 1908.)
La naturaleza química y la estructura molecular de los anticuerpos se establecieron en la segunda mitad del siglo XX, junto con los mecanismos genéticos que controlan su especificidad. Uno de los avances más importantes en la inmunología fue el descubrimiento de la participación de los linfocitos (glóbulos blancos), realizado por James L. Gowans (n. 1924) y sus colaboradores, aunque antes ya se había identificado a la célula plasmática como la responsable de la síntesis de los anticuerpos.
El conocimiento a fondo del sistema inmunológico condujo a la posibilidad del trasplante de órganos. En 1967, el cirujano sudafricano Christian Barnard llevó a cabo el primer trasplante mundial de corazón en el paciente Louis Washkansky. En este caso, el paciente falleció a los 18 días por complicación pulmonar, pero ahora los trasplantes se practican con gran éxito desde hace varios años. La operación pionera de Barnard fue el inicio de muchas otras, entre las que se pueden mencionar los trasplantes cardiopulmonares en bloque, los trasplantes de riñón, de médula ósea…
La imposibilidad de resumir
Narrar la historia de algo en la segunda mitad del siglo XX, y sobre todo la de la ciencia, es prácticamente imposible. Sería una empresa sin sentido intentar resumir aquí la avalancha de descubrimientos y éxitos médicos del siglo XX, muchos provenientes de los terrenos de la química. Un buen ejemplo son las vitaminas: desde la introducción del término en 1912, por parte del bioquímico polaco Casimir Funk, se ha aislado una gran variedad de estos compuestos y se han definido sus funciones nutricionales. Pero la bioquímica, que ya es capaz de escudriñar y modificar moléculas, ha sido esencial, también, para determinar la función de las hormonas, para aislar y estudiar las proteínas (lo cual condujo al descubrimiento del ADN) y para desarrollar fármacos específicos para diferentes enfermedades.
A la mejora en el tratamiento y diagnóstico se agregaron aparatos cada vez más y más sofisticados: el electroencefalograma, el electrocardiograma, los rayos X; más cerca de nuestro presente, la tomografía computada (que consiste en una serie de radiografías que permiten reconstrucciones en tres dimensiones), la tomografía mediante emisión de positrones (partículas exactamente iguales al electrón, pero de signo contrario), la resonancia magnético-nuclear, el microscopio electrónico, los materiales radiactivos para destruir células dañadas, los marcadores radiactivos para poder seguir las evoluciones fisiológicas dentro del cuerpo… Nadie los ha contado, pero es probable que hoy existan más de mil exámenes y pruebas de laboratorio útiles para el diagnóstico y el tratamiento de la mayoría de los enfermos, con las que ni Hipócrates, ni Boerhaave, ni Harvey, soñaron en sus respectivos tiempos para auxiliar a sus pacientes.
Y al mismo tiempo, creció y se impuso la medicina como bien social, y el acceso a la salud de todos como un mandato que, en la actualidad, se cumpla o no, es aceptado por todos los países y figura entre los derechos del hombre fijados por las Naciones Unidas. Como resultado de ello, se crearon las organizaciones mundiales de la salud: en 1945 se fundó la World Medical Association, que engloba a más de cincuenta asociaciones médicas nacionales, y en 1948 nació la Organización Mundial de la Salud (OMS), autoridad que coordina los problemas y proyectos sanitarios de carácter internacional.
De esta manera la medicina, que había vagado sin brújula durante la mayor parte de su larga historia, por fin se estabilizó. Y todo había comenzado, si se quiere, más de dos mil años atrás, con aquellas viejas especulaciones griegas sobre el equilibrio y desequilibrio de los humores.