CAPÍTUO 40

La «Máquina de Dios»

Y finalmente llegamos a la estación final de nuestro largo recorrido, una gran conversación en la que fuimos deteniéndonos en diferentes lugares, distintos hitos que marcaron el pensamiento científico y cuyos hilos tratamos de seguir, a veces con más y a veces con menos éxito, desde Tales hasta hoy. Los caminos no son lineales, por supuesto, pero por más que se deformen, se bifurquen y hasta se corten, siempre terminan aportando algo al desarrollo del conocimiento: los científicos que fracasan, aunque muchas veces permanezcan en la oscuridad y sean olvidados, le dejan una herencia fundamental a las siguientes generaciones, mostrándoles los caminos que no hay que seguir.

A lo largo de nuestro viaje pudimos ver cómo cada generación, en la búsqueda de respuestas (razonables o no, verdaderas o no), abre nuevas preguntas que muchas veces permanecen latentes por siglos: así, por ejemplo, Euclides, al responder a la pregunta de cómo (o por dónde) empezar a razonar, deja un flanco abierto que se abrirá aún más dos mil años más tarde con las geometrías no euclideanas de Lobachevski y Riemann; Tales, al postular la empiria como la fuente imprescindible para el conocimiento, deja la puerta abierta a su cuestionamiento, y Parménides, al negar radicalmente esa empiria, muestra claramente —y sin quererlo, desde ya— que sin ella la totalidad de la ciencia se paraliza, como quedará clarísimo después de la Revolución Científica.

También fueron apareciendo diversos juegos de oposiciones que muchas veces duraron largos siglos: los atomistas contra los que sostenían que la materia era infinitamente divisible, los partidarios y los adversarios de la existencia del vacío, los que defendían la idea de una electricidad única y los que se inclinaban por creer que había dos, los defensores de lo continuo y los de lo discreto, los que creían en la finitud del universo y los que optaban por la infinitud, los inductivistas y los racionalistas. Se trata de controversias larguísimas que, en su devenir, conformaron el grandioso espectáculo del desarrollo del conocimiento racional del universo.

En ese largo trayecto que transitamos juntos no hubo más remedio que dejar afuera algunos de los últimos adelantos, como por ejemplo la informática, que cambió y continúa cambiando de maneras insospechadas nuestra vida cotidiana; la utilización de las células madre en medicina, o las neurociencias, que avanzaron espectacularmente en las últimas décadas: el cocktail actual de nuevos descubrimientos, con el bombardeo cada vez más vertiginoso de resultados, no permite encontrar los hilos del pensamiento ni adivinar cuáles son reales avances y cuáles son el simple resultado del estado de ánimo científico o de la moda. Basta, para justificar mi cautela respecto de los nuevos adelantos, recordar las múltiples veces en la historia de la ciencia en que los problemas parecieron resueltos cuando en realidad no se hacía sino empezar (y muchas veces, errando) el camino.

Así y todo, me parece que es necesario mencionar algunos de los grandes problemas actuales de la ciencia, por más que el panorama no esté demasiado claro. Uno de ellos es, sin lugar a dudas, el famoso cambio climático: el aumento de unos pocos grados de la temperatura promedio del planeta, que proviene del efecto invernadero (esto es, del lanzamiento a la atmósfera de combustibles fósiles), amenaza con un cambio global que, según dicen algunos, puede llegar a acarrear trastornos de todo tipo (subida del nivel del mar, cambio de régimen de lluvias, vientos y fenómenos meteorológicos en general) y modificar el panorama geoclimático del planeta con importantes consecuencias culturales, económicas y demográficas.

No está claro, en verdad, qué cosa es el cambio climático: hay quienes piensan que es antropogénico (es decir, que se debe a motivos relacionados con el accionar del hombre) y hay quienes lo atribuyen a factores astronómicos, como modificaciones de algunos parámetros de la órbita de la Tierra alrededor del Sol que se dan cíclicamente. La discusión no es ociosa: si el problema es antropogénico, se puede contrarrestar más directamente que si es astronómico… aunque esto está por verse, a juzgar por la falta de cumplimiento de la mayoría de los países de los protocolos firmados para reducir las emisiones.

Así como no hablé del cambio climático, tampoco lo hice en su momento de la ciencia humboldtiana (por Alexander von Humboldt, 1769-1859), que en lugar de buscar un sustrato matemático de la realidad —como quería Platón— o la ligazón punto a punto entre los fenómenos experimentales —como pretendía Aristóteles— ensayó ya entonces la descripción de sistemas integrales en los que grandes conjuntos de datos están interrelacionados de una manera dinámica (el clima, la geografía, la fitogeografía) y muchos otros que derivarían en una ciencia de sistemas (y no ya de hechos) y desembocarían en los que hoy llamamos sistemas complejos (aunque la palabra tiene cierto contenido técnico y no significa simplemente difícil o complicado), en cierto modo siguiendo la tradición de Francis Bacon: listas de resultados y tablas, pero anudando esas tablas con nexos causales o correlaciones.

Pero hasta aquí llegó el lamento. Aprovechemos el espacio que queda para cumplir con la promesa que hicimos al principio: ésta iba a ser una historia de las ideas científicas desde Tales de Mileto hasta la Máquina de Dios. Tales de Mileto fue el protagonista del primer capítulo. Y de la Máquina de Dios, justamente, nos toca hablar ahora.

El modelo estándar, de nuevo

Pero para eso, y aunque ya hayamos hablado de él, tenemos que hacer un breve repaso del modelo estándar. En parte porque acaso quedó un poco confuso cuando hablamos de él hace algunos capítulos, pero más todavía porque es vital para comprender por qué se puso tanta energía y esfuerzo para encontrar al escurridizo Bosón de Higgs, una partícula que, mientras se escriben las últimas líneas de nuestro relato, sigue siendo estudiada en el mayor experimento de la historia de la humanidad,

El modelo estándar de partículas es, más que un modelo, una teoría que identifica a todas las partículas materiales que componen el universo y explica los modos en que interaccionan. De acuerdo a éste, las partículas verdaderamente elementales (en el sentido de que no pueden ser divididas ulteriormente) son:

• Los quarks, que forman a su vez otras partículas como los mesones, los bariones y los hadrones. Dentro de los últimos (formados por tres quarks) se encuentran dos de nuestros viejos conocidos: los protones y los neutrones. Hay, en total, seis quarks.

• Los leptones, que no están formados por quarks: electrón, muón, partícula tau y tres tipos de neutrino.

Al mismo tiempo, hay cuatro fuerzas (la electromagnética, la gravitatoria, la nuclear fuerte y la nuclear débil) que actúan por mediación de otras partículas que las transportan. Esto es complicado de entender, pero simplificando un poco podemos decir, a modo de ejemplo, que en el caso de la fuerza electromagnética el fotón es la partícula encargada de interaccionar con la materia para transmitirla: dos cargas que se atraen o rechazan intercambian fotones y la fuerza será más o menos intensa de acuerdo a la interacción de las partículas. Cuando dos partículas cargadas se atraen, intercambian fotones, del mismo modo que dos personas que intercambiaran una pelotita de golf parecerían unidas. A las partículas fundamentales que vimos al principio (los quarks —con sus múltiples variaciones— y los leptones) tenemos que sumarles, entonces, otras partículas:

Fotón: transporta la fuerza electromagnética

Partículas W y Z: transportan la fuerza débil

Gluones: Transportan la fuerza fuerte

Y podríamos incluir al gravitón, que transportaría la fuerza gravitatoria, pero aún no fue detectado.

Por supuesto, cada una de ellas cuenta con su respectiva antipartícula.

Parece demasiado, ¿no? Y encima, hay un problema fundamental: el modelo no cierra. Por empezar, no incluye a la gravitación y a las interacciones gravitatorias, que se resisten a someterse a los rigores de la mecánica cuántica; por otro lado, no explica de dónde sacan las partículas su masa, por qué el electrón es casi dos mil veces menos masivo que el protón o el fotón carece completamente de masa.

Para resolver este inconveniente (un inconveniente un poco más puntual, en realidad, pero no importa), en 1964 el físico británico Peter Higgs sugirió que el universo entero está inmerso en un campo (el campo, precisamente, de Higgs), que es el que confiere masa a las partículas. La partícula cuántica que lo representa, aquella que interacciona con el resto de las partículas, es ni más ni menos que el bosón de Higgs.

El Modelo Estándar propone entonces, además de las partículas y de las fuerzas, la existencia de un campo que se encarga de darle a cada partícula su masa de acuerdo a cómo interaccione con él. A simple vista parece difícil de entender, pero no lo es tanto. Piénsenlo así: si la masa es la medida de cuán difícil resulta acelerar un objeto (es decir, de cuán difícil le resulta moverse), que A tenga el doble de masa que B quiere decir que hay que hacer el doble de fuerza para acelerar a A que para acelerar a B. Imagínense que entran un vendedor de diarios y un vendedor de helados a un salón lleno de niños. Es evidente que el vendedor de diarios pasará sin pena ni gloria, interaccionando mínimamente con los chicos. En cambio, el vendedor de helados tendrá enormes dificultades para abrirse paso entre la multitud. Si aceptamos la idea de que la masa es la resistencia que ofrece un cuerpo al movimiento, se puede pensar que el heladero es más masivo que el vendedor de diarios (por más que pesen exactamente lo mismo).

En el campo de la física de partículas, el salón funcionaría como el campo de Higgs y cada uno de los niños como el bosón, la partícula que tiene asociada. Es como si el campo de Higgs fuera una especie de viscosidad que impregna el espacio-tiempo y que «frena» con diferente intensidad a las partículas elementales, otorgándoles un efecto equivalente a lo que nosotros medimos como masa. Si nosotros observáramos el fenómeno desde afuera, diríamos que el heladero (protón) es más masivo que el canillita (electrón) simplemente porque interacciona de manera más intensa con los niños (bosones de Higgs) en el salón (campo de Higgs).

De allí la importancia fundamental para la física actual del bosón de Higgs: si se lo encontrara, podría «cerrar» el Modelo Estándar (que lista la totalidad de las partículas elementales que existen, exceptuando a las relacionadas con la gravitación) y, si no, obligaría a replantear varios de sus postulados.

Esta importancia capital es la razón por la cual se estudia con tanto énfasis el elusivo bosón en el Gran Colisionador de Hadrones del CERN (Centre National pour la Recherche Scientifique), el mayor experimento científico de la historia de la humanidad, no sólo por el tamaño y la inversión requerida sino por las ambiciones: cerrar de manera «definitiva» (y lo pongo entre comillas porque, como ya sabemos, nada en la ciencia es definitivo) el modelo estándar de partículas, que explica en detalle cómo está constituido el universo. Lo que se realiza allí es «sencillo»: se hacen colisionar haces de protones a una velocidad cercana a la de la luz produciendo a escalas subatómicas energías altísimas, imposibles de obtener de otra manera.

Para lograr que partículas diminutas como son los protones colisionen a esas velocidades fue necesario diseñar un túnel de 27 kilómetros de circunferencia, en cuya construcción trabajaron más de 2.000 físicos de 34 países y que costó, para ponerlo en funcionamiento, la friolera de 40 mil millones de euros (además de los 765 millones que necesita para funcionar cada año).

Pero la inversión, aparentemente, vale la pena: además de haber proporcionado (y seguir proporcionando) información relevante sobre el hipotético y escurridizo bosón de Higgs, se espera que el supercolisionador ayude a entender, al recrear las condiciones que tenía el universo menos de una milmillonésima de segundo después del Big Bang, qué es esa «cosa» que llamamos «masa», que esclarezca al menos en parte qué es la materia oscura y que proporcione alguna evidencia empírica a la por ahora puramente teórica teoría de cuerdas.

El elusivo bosón

La verdad es que el bosón se hizo esperar, y no era para menos: según los cálculos, la masa del Higgs tenía que ser por lo menos unas 120 veces la del protón y, por lo tanto, hacía falta muchísima energía para crearlo y, después, poder observarlo.

Porque de acuerdo a lo que planteaba la teoría, el bosón de Higgs se tenía que desintegrar en otras partículas antes de recorrer siquiera una distancia equivalente al diámetro de un protón. Para probar que existía (o que no) se buscaban, precisamente, los productos de esa desintegración. El tema es que dado el carácter cuántico de estos fenómenos, la mayoría de los productos eran generados por otros mecanismos más convencionales, y es por eso que para minimizar los márgenes de error resultaba necesario recolectar y analizar una enorme cantidad de datos que dieran certera cuenta de la dichosa y escurridiza partícula: pescar el bosón era como escuchar un susurro en medio de un multitudinario festival de rock desde diez kilómetros de distancia. Distinguirlo, separándolo del ruido de fondo, no es por cierto fácil, y sería aconsejable que el avisado lector no trate de hacerlo en su casa como pasatiempo del domingo.

Y así y todo, los datos acumulados desde que comenzó el experimento permitieron ir poniendo poco a poco límites más estrictos a la posible masa del posible bosón de Higgs. Según el equipo de 3.000 físicos conocido como Colaboración Atlas, debía estar en 125 billones de electronvoltios (un electronvolt es la unidad de energía que representa la energía cinética que adquiere un electrón cuando es acelerado por una diferencia de potencial de 1 voltio), es decir, 125 veces más que la de un protón y 500 mil veces la de un electrón. Y efectivamente el 4 de julio de 2012 se hizo un anuncio: en el CMS y el Atlas (dos de los detectores de partículas presentes en el Supercolisionador) había aparecido una masa «consistente con la masa del bosón».

La cuestión no está cerrada y aún se sigue investigando si esa partícula es efectivamente el bosón de Higgs o alguna otra partícula no predicha por la teoría. Sea como fuere, el solo hecho de que haya aparecido una «masa consistente» con la predicción resulta impresionante.

Como Neptuno gracias a los cálculos de Le Verrier, como los elementos que vinieron a completar de a poco la tabla periódica de Mendeleiev, el bosón parece irrumpir con toda su vacilante empiria en el mundo de las partículas elementales para darle la razón a una predicción teórica formulada por Peter Higgs hace medio siglo y demostrar, una vez más, el alcance de la mayor herramienta que tiene el ser humano, la que desde Tales de Mileto hasta el Supercolisionador de hadrones hizo posible el desarrollo de esta historia.