Hipócrates de Cos
Una teoría es un recuerdo complejo de lo que se ha experimentado por los sentidos.
Preceptos hipocráticos
En realidad, no sabemos mucho sobre Hipócrates, que vivió, probablemente, durante la segunda mitad del siglo V y la primera mitad del siglo IV. No sólo fue el jefe de la escuela de Cos, sino que enseñó medicina en Atenas, y Platón y Aristóteles lo consideraban el arquetipo del médico. Tuvo tal importancia que no sólo sus propias obras, sino todos los textos de la medicina de los siglos V y IV se le atribuyeron: la conjunción de esos libros conforma el Corpus hippocraticum, donde se resume toda la medicina de la escuela y de la época, y consta de unos sesenta tratados, casi todos escritos entre 430 y 330, o sea, justo antes del estallido helenístico.
Hipócrates, o los autores del Corpus, aplican a la enfermedad la misma operación que Tales y los milesios a la naturaleza; le quitan cualquier carga sobrenatural (lo cual muestra, de paso, que se trataba de un «espíritu de la época») y rechazan toda explicación mágica o religiosa. Si bien los detalles anatómicos y fisiológicos son bastante fantasiosos (como el agua de Tales o el ápeiron de Anaximandro), revelan una actitud ilustrada: un perfecto ejemplo es el caso de la epilepsia.
La epilepsia aparece, para los antiguos, como un «mal sagrado», porque resulta sorprendente e incomprensible. Lo que hace Hipócrates es, justamente, mostrar que en verdad no es tan incomprensible como parece, que hay otras enfermedades que comparten estas características (como ciertas fiebres y el sonambulismo) y que la epilepsia no tiene por qué ser diferente de esas o de cualquier otra enfermedad. Sólo la ignorancia, denuncia el gran médico, hizo que se juzgara a la epilepsia como un «mal sagrado», para beneficio de embaucadores y charlatanes. Y éste es el descubrimiento fundamental de Hipócrates, quien escribe con una pavorosa lucidez:
Acerca de la enfermedad que llaman sagrada sucede lo siguiente. En nada me parece que sea algo más divino ni más sagrado que las otras, sino que tiene su naturaleza propia, como las demás enfermedades, y de ahí se origina. Pero su fundamento y causa natural lo consideraron los hombres como una cosa divina por su inexperiencia y su asombro, ya que en nada se asemeja a las demás. Pero si por su incapacidad de comprenderla le conservan ese carácter divino, por la banalidad del método de curación con el que la tratan vienen a negarlo. Porque la tratan por medio de purificaciones y conjuros. Y si va a ser estimada sagrada por lo asombrosa, muchas serán las enfermedades sagradas por ese motivo, que yo indicaré otras que no resultan menos asombrosas ni monstruosas, a las que nadie considera sagradas. Por ejemplo las fiebres cotidianas, tercianas y cuartanas no me parecen ser menos sagradas ni provenir menos de una divinidad que esta enfermedad. Y a éstas no les tienen admiración.
¿Cuál es entonces la causa de la epilepsia para Hipócrates? Para eso voy a volver un poco más atrás, en este camino sinuoso, y explicar la teoría de los cuatro humores, teoría que, como la física aristotélica y la metafísica platónica, estaría destinada a tener una larga vida en la civilización occidental y que es la pieza central de la medicina hipocrática.
Hipócrates contempla la salud dentro de la línea del «equilibrio», a la vieja usanza de Alcmeón y Empédocles. Pero… ¿qué es lo que está o tiene que estar en equilibrio? Del mismo modo que la naturaleza de Empédocles está compuesta por cuatro elementos básicos, el cuerpo humano está regido por cuatro fluidos a los que se llama, técnicamente, «humores»: la sangre, la flema, la bilis amarilla y la bilis negra, que determinan la salud del individuo. Está sano cuando esos cuatro humores están armónicamente distribuidos y la mezcla es apropiada; la enfermedad se manifiesta al romperse esa armonía o cuando la mezcla es imperfecta.
La causa de la epilepsia, entonces, tiene que ser una alteración del cerebro que se origine en las mismas causas racionales de las cuales provienen todas las otras alteraciones patológicas: una adición o sustracción de seco o húmedo o calor o frío. Por lo tanto, «quien sabe determinar en los hombres, mediante la dieta, lo seco y lo húmedo, el frío y el calor, puede curar este mal». Lo más importante de todo esto, como se darán cuenta, no es la solución, evidentemente errada, sino la enseñanza metodológica: a consecuencias naturales hay que buscarles causas naturales y no mágicas o metafísicas.
Por otra parte, los cuatro humores, derivados claramente de los cuatro elementos, mantienen una correspondencia con ellos, así como con las cuatro estaciones. Así, por ejemplo, la flema es fría y húmeda, por lo cual predomina en invierno, también frío y húmedo, causando las enfermedades invernales; en primavera, que es cálida y húmeda, predomina la sangre, que lo es también. Se pueden, asimismo, atribuir al predominio de tal o cual humor los temperamentos: sanguíneo, colérico (bilis amarilla), melancólico (bilis negra) y flemático.
La terapéutica hipocrática, por lo tanto, excluye exorcismos o purificaciones para limitarse a métodos «racionales», que en general tienden a centrarse en la dieta y en la restauración del equilibrio perdido, partiendo de la idea de que el cuerpo tiende a repararse a sí mismo, y que, como dice el aforismo hipocrático, «la naturaleza es el mejor médico». Aunque la teoría de los humores es completamente imaginaria, puede interpretarse la terapéutica en clave actual en términos de fortalecimiento del sistema inmunológico, lo que explica el éxito de los spa, las estaciones de aguas termales y otros recursos clave de la medicina naturista. Incluyendo los placebos, desde ya.
Pero bueno, Hipócrates fue, indudablemente, la primera gran figura de la medicina en la Antigüedad, y la que inicia la senda racionalista e ilustrada (que no será una senda recta, por cierto).
Habría que decir, también, algo de Aristóteles, que al ocuparse de todo, también influyó sobre la medicina (era hijo de un médico, digamos de paso), aunque no en forma absolutamente directa sino a través de sus extensísimas investigaciones y experimentaciones biológicas. Estudió sistemáticamente los órganos y funciones de los seres vivos y pudo describir no solamente las especies sino los mecanismos de la reproducción, locomoción y sensación.
También fortaleció la teoría del corazón como sede del «calor innato» esencial para la vida (en cierta forma, una variante del pneuma) que, justamente por ser tal sede, era el órgano más caliente del cuerpo y necesitaba ser refrigerado, tarea que corría a cargo de los pulmones.
Alejandría
Y después, por supuesto, Alejandría, el gran centro intelectual del mundo helenístico, tuvo su desarrollo propio: durante la primera mitad del siglo III, la medicina se investigó en el Museo y se obtuvieron resultados importantes en anatomía y fisiología. Los aparatos que había, así como la posibilidad de practicar disecciones (e incluso vivisecciones en condenados a muerte, lo cual prueba que la ciencia, pese a sus altos valores, muchas veces no se detiene ante las cosas más horribles, sumados a la posibilidad de dedicarse a la investigación, no con fines directamente prácticos sino con el propósito de incrementar el saber, fueron fundamentales para el desarrollo de la medicina como la conocemos en la actualidad. A decir verdad, el Museo y la Biblioteca funcionaban en cierto modo como una universidad actual, donde se practicaba la medicina en el sentido biológico que distinguí al principio del capítulo.
No conocemos demasiados detalles sobre la medicina en Alejandría, pero sí sobre los dos más descollantes médicos helenísticos: Herófilo de Caledonia y Erasístrato de Quíos. Herófilo (330-260 a.C.), que quizá fue el primero en practicar la disección pública de cadáveres, estudió la anatomía del ojo, se ocupó del sistema nervioso, describiendo la conexión entre el cerebro, la médula y las raíces nerviosas que iban a todo el cuerpo; distinguió las funciones sensitivas y motoras y estudió el sistema reproductor. También abordó el sistema cardiovascular, distinguió venas de arterias por el grosor de las paredes, describió las válvulas del corazón y predicó el uso del pulso como sistema diagnóstico.
Apenas un poco más tarde, Erasístrato (n. alrededor de 304 a.C.) continuó su obra: como era discípulo de Estratón, director del Liceo de Atenas por aquel entonces (que contradiciendo al gran maestro Aristóteles aceptaba la existencia del vacío para explicar ciertos fenómenos relacionados con la física del aire), Erasístrato usó una analogía mecánica para dar cuenta de la succión y expulsión del pneuma y la sangre por el corazón, como si fuera una bomba aspirante impelente parecida a las que construían los ingenieros alejandrinos. Así, consideró a la presión arterial como efecto de la acción cardíaca y pensó que venas, arterias y nervios formaban tres sistemas distintos y con diferentes funciones: el primero, el de las venas, aportaba nutrientes a todo el cuerpo; la comida, triturada en la boca, pasaba al estómago, donde se convertía en quilo, un jugo que iba a parar al hígado, que lo transformaba en sangre y lo repartía por las venas.
El sistema de las arterias era el encargado de transportar el pneuma vital generado en los pulmones a todo el cuerpo; se respetaba, como vemos, la idea de que las arterias contenían aire y no sangre, sin prestar demasiada atención a la cuestión de que la aorta sangra cuando se la secciona. Erasístrato salvaba la contradicción diciendo que, al escapar el aire por el tajo, se producía un vacío que succionaba sangre de las venas.
El tercer sistema, el de los nervios, se ocupaba de la relación con el medio: cuando el pneuma vital llegaba al cerebro por las arterias, se convertía en pneuma psíquico, que viajaba por los nervios y aseguraba la transmisión de las sensaciones y los movimientos.
En realidad, todas estas eran puras especulaciones teóricas, con las que seguramente ellos mismos no sabían demasiado bien qué hacer. Aunque también es verdad que algunas ideas podían aplicarse: por ejemplo, una alimentación excesiva hacía que el hígado produjera más sangre de la que el cuerpo podía soportar y podía invadir las arterias e hinchar las piernas; el equilibrio se restablecía con una dieta (lo cual podía funcionar razonablemente bien) o, en casos extremos, con una sangría. En algún momento tendremos que dedicar algunas páginas a la historia de las sangrías, que constituyen el ejemplo de una creencia persistente más allá de toda lógica… hasta el siglo XIX.
Un poco de medicina romana
Antes de ser conquistada por la medicina griega, la medicina romana tenía una historia heredada de los etruscos, que, como todas las medicinas primitivas, era una mezcla de prácticas mágicas y adivinatorias, con todos los chirimbolos y accesorios de siempre. Era un sistema arcaico, por lo que la superioridad de la medicina griega no tardó en imponerse, y, en realidad, nunca pudo hablarse propiamente de medicina romana, porque todos los actores fueron griegos (como en casi todas las ciencias, por otra parte). Además, los principales centros médicos continuaron situados en ciudades griegas del Mediterráneo oriental. De todas formas, en Roma aparecieron varias escuelas en el siglo I a.C. que llegaron a alcanzar fama: la escuela metódica, la pneumática y la empírica. Habría que agregar, a estas tres, una cuarta (la dogmática), en contra de cuyas posturas racionalistas se alzaron los representantes de las demás escuelas: los dogmáticos estaban más interesados por encontrar las causas ocultas de los males que por buscar tratamientos efectivos, lo cual puede ser válido para una ciencia cualquiera pero no para una que depende tanto de los resultados concretos como la medicina.
No está de más insistir: la medicina, mucho más que cualquier otra rama de las ciencias cuyo recorrido estamos siguiendo aquí, mantiene y renueva constantemente (aún hoy) una natural tensión entre la empiria y la teoría. La decisión sobre si el elemento originario es el agua o el aire, o si el ser es móvil o inmóvil, parece ser mucho más ajena a la aplicación práctica que una terapéutica: en este último caso, sea cual fuere la teoría, su corrección o incorrección se valorará inmediatamente a partir de los resultados. Hoy en día, por ejemplo, un paciente está muy poco interesado en las cuestiones teóricas que hay detrás de un tratamiento: mientras sea efectivo, alcanza y sobra.
De una u otra forma, las distintas escuelas médicas asumieron (no necesariamente en forma explícita) esta tensión entre explicación y aplicación, acumulando las cargas de uno u otro lado de la balanza.
Es curiosa la escuela metódica, que estuvo inspirada por el primer médico griego de importancia que fijó su residencia en Roma, Asclepíades. Se cuenta que una vez, caminando por las calles de la ciudad, vio pasar un cortejo fúnebre, y de inmediato su ojo clínico descubrió signos de vida en el «cadáver». Convenció a los dolientes de transportarlo a una casa cercana, en la que consiguió devolverlo a la vida. Como es de imaginar, y suponiendo que la historia sea cierta, obtuvo inmediata fama y su escuela prosperó. Asclepíades se opuso abiertamente a los planteamientos de Hipócrates y formuló una concepción mecanicista del cuerpo humano, junto a una interpretación de sus enfermedades basada en la física atomista de Demócrito y Leucipo (sobre la que ya tuvimos ocasión de conversar unos capítulos atrás).
Según Asclepíades, el cuerpo humano se compone de «átomos» entrelazados que integran sus partes sólidas, por cuyos poroi (canales orgánicos) se mueven los fluidos y el pneuma, compuestos también por átomos muy sutiles. Todos los átomos se mueven por sí mismos y la enfermedad no es otra cosa que una perturbación mecánica de su movimiento; el objetivo de la terapéutica, por lo tanto, consiste en restablecer la normalidad mediante regímenes dietéticos, curas ambientales, intervenciones quirúrgicas y métodos mecánicos como el masaje, la gimnasia y la hidroterapia.
Su discípulo, Temisón de Laodicea (famoso en Roma durante el imperio de Augusto), fijó los preceptos de la escuela metódica, estableciendo un método simple para curar a los enfermos, gracias al cual la escuela se llamó como se llamó. El tratamiento a llevar a cabo venía determinado explícitamente por los síntomas: del mismo modo que la sed indica, de modo natural y accesible para todos, la necesidad de beber, las enfermedades dan una pista evidente de cómo se deben curar. Toda la terapia consistía en reconocer dos estados, el status laxus y el status strictus, dependientes de las condiciones anormales de los poros (demasiado relajados o demasiados estrechados). Posteriormente se agregó un status mixtus, intermedio. Tratar un cuerpo enfermo era, simplemente, relajar o estrechar los poros, de acuerdo a cuál fuera el problema.
Naturalmente, todo este corpus teórico no significaba nada. Las «curaciones» eran muy elementales, y, contrariamente al célebre aforismo de Hipócrates («el arte es largo, la vida es breve»), un discípulo de Temisón, un tal Tassalos de Tralleis, llegó a prometer a sus oyentes que les enseñaría toda la medicina, sin preparación previa alguna, en sólo seis meses. Así, la escuela se llenó de zapateros, cerrajeros y gente de otros oficios que, convertidos en médicos, elevaban la fama del maestro. La mayoría de los metódicos, en realidad, formaron una especie de grupo de curanderos y charlatanes totalmente alejados de la ciencia.
Algo parecido podía decirse de la escuela neumática, fundada por Ateneo de Atalia: si bien tenía su propia teoría, no está claro cómo esa teoría podía incidir en la práctica. La escuela concedía gran importancia fisiológica y patológica al pneuma, ese espíritu vital que se inspiraba con el aire, y asumía la existencia de un paralelismo constante entre macrocosmos y microcosmos regido por la correspondencia mutua (sympatheia) de todos sus fenómenos, idea que tendría un largo y triste futuro. Júpiter, por ejemplo, correspondía a un determinado órgano, la Luna a otro, y cosas por el estilo, lo cual habilitaba una especie de astrología médica que seguramente se basaba en los astros para dar un diagnóstico. Es un buen ejemplo de una teoría basada en una creencia totalmente arbitraria, a diferencia de la teoría de los humores, que era una «mala» interpretación de elementos existentes.
Paralelamente a la escuela escéptica de los filósofos (de la que no hablamos ni hablaremos por razones de espacio) nació la escuela empírica, que no sólo pretendía basar la medicina, antes que sobre la especulación teórica, sobre la observación y la experiencia, sino que, además, negaba toda posibilidad de construir una ciencia teórica válida, y, por lo tanto, de edificar una verdadera teoría médica. Rechazaban todo tipo de deducciones lógicas, cosa que si bien era razonable a corto plazo, era un disparate en el largo (aunque ellos seguramente argumentaban que, como dijo Keynes, en el largo plazo estaremos todos muertos, médicos y enfermos por igual). Trataban de probar un remedio que había servido para curar un brazo, por ejemplo, aplicándolo a un enfermo que padecía de un mal semejante en una pierna. O probaban en un caso de hemorragia un remedio que había servido eficazmente para contrarrestar la diarrea: si el remedio probado no producía efecto, los empíricos aplicaban otro de efecto contrario, y así sucesivamente.
Lo que en realidad estaba pasando es que la complejidad del cuerpo y los datos observables estaban a una distancia tal de cualquiera de estas teorías como los átomos de Demócrito del funcionamiento de una central nuclear. Pero en el caso de la medicina la necesidad de resultados inmediatos nos permite pensar que, en el fondo, lo que seguramente funcionaba, cuando funcionaba, era la aplicación (explícita o subterránea) de los conocimientos tradicionales. La teoría era impotente; nadie, supongo, hoy se dejaría atender por un filósofo, y menos que menos por un filósofo posmoderno, que consideraría que todas las enfermedades son equivalentes en tanto relatos y construcciones sociales, y los remedios y aparatos simples resultados de juegos de poder del capitalismo.
En fin, pienso que la situación de un enfermo era así en esos tiempos, y lo seguiría siendo por siglos. Es verdad que la teoría de los humores era racional y naturalista, y tan fantástica como la teoría de Tales sobre los terremotos: la diferencia es que, como tenía incidencia directa sobre el cuerpo, su carácter puramente especulativo no podía sino producir inquietud.
Todo lo que acabo de decir vale también para la figura más descollante de la medicina romana (o mejor dicho, de los tiempos del Imperio Romano): Galeno. Tras períodos de fulgor y declinaciones, la medicina antigua encontró en él a una especie de resumen de todos los conocimientos, y su influencia fue tan importante en los siglos que siguieron que su nombre pasó a ser usado como sinónimo de médico (aunque ahora tiene un leve matiz despectivo). Galeno marcó la culminación de la medicina antigua. Pero, paradójicamente, marcó también, durante siglos, la detención de los estudios médicos, que sólo resurgieron hacia el fin del Renacimiento, y que se renovaron en profundidad recién en los primeros decenios del siglo XVII.
Vida de Galeno
Según la tradición, Esculapio, dios de la medicina, se le apareció al padre de Galeno (que era arquitecto) en sueños, pidiéndole que hiciera médico a su hijo. Y así lo hizo. Nacido en Pérgamo (hoy en día Bergama, en Turquía), en el 138 d.C., estudió medicina y filosofía en Esmirna y en Corinto, trasladándose después a Alejandría (que ya no era lo que había sido, pero que seguía viva). Una vez perfeccionados los estudios, volvió a su Pérgamo natal, donde ocupó el ambicionado y muy disputado puesto de médico de la escuela de los gladiadores. Allí encontró amplio campo para poner en práctica y experimentar la validez de sus estudios, sobre todo de anatomía y de terapéutica en el campo quirúrgico, y también en el terreno farmacológico.
Dos años después, viajó a Roma llamado por el propio emperador, Marco Aurelio (121-180), en calidad de médico personal, cargo que ocupó hasta su muerte en el 201. Galeno vivió una época en la que el cristianismo estaba ganando poder y a pesar de no ser cristiano mantuvo una postura monoteísta. El afán de buscar designios y proyectos en el universo, y en particular en el cuerpo humano, hizo sus obras populares entre los cristianos, además de asegurar con ello la supervivencia de sus libros a través de la Edad Media.
De su enorme producción —se dice que escribió cerca de cuatrocientas obras— no ha quedado mucho, pero los historiadores coinciden en que lo que se ha conservado expresa lo mejor de su doctrina y pensamiento.
Galeno era un erudito en matemática, física y filosofía, lo que lo ayudó en el campo médico a lograr una síntesis entre los conocimientos teóricos y los empíricos de la época, que complementó con observaciones e investigaciones propias, uniendo la tradición hipocrática con los resultados alejandrinos.
Como para Hipócrates, para Galeno la enfermedad es un desequilibrio de los cuatro humores que se diagnostica mediante el pulso, la orina, las inflamaciones de órganos internos. Esto último exige el conocimiento de la anatomía. Pero como en su época en Roma no se podían hacer disecciones de cadáveres humanos, estudió cerdos, ovejas y monos y trasladó sus observaciones, lo cual llevó a muchísimos errores.
Su sistema fisiológico es básicamente el de Erasístrato, con sus tres sistemas. El corazón es el centro del calor animal, que se modera con el aire llegado de los pulmones. Al expandirse el corazón (sístole) se expulsa a través de la arteria pulmonar el hollín y los vapores generados por ese vapor innato, y al contraerse el corazón succiona el fuego del aire atmosférico de los pulmones. Este fuego se mezcla con la sangre, y esta sangre caliente y llena de pneuma se reparte por todo el cuerpo a través de las arterias. El sistema nervioso se ocupa de las funciones superiores. La cuestión es que Galeno desarrolló un sistema completo de fisiología, dado que no podía imaginar al órgano separado de su función. Por ese camino, intentó una interpretación fisiológica de todos los órganos y vísceras que pudo descubrir e identificar durante su infatigable actividad de anatomista.
Según la explicación de Galeno, una vez que el aire era inhalado se convertía en pneuma gracias a la acción de los pulmones, y el proceso vital transformaba un tipo de pneuma en otro. El estómago y los intestinos, en una primera digestión, convertían a los alimentos en quilo, que luego pasaba al hígado, el órgano central en el cual confluían todas las venas y a partir del cual se redistribuía todo lo que se procesaba. De hecho, era allí, en una segunda digestión, donde se gestaban los cuatro humores que fluían y refluían en las venas con un movimiento semejante al de las mareas. Parte de este espíritu natural entraba en el ventrículo izquierdo del corazón, donde se convertía en un tipo superior de pneuma: «el espíritu vital». Entonces, el espíritu vital era transportado a la base del cerebro y allí la sangre se transformaba en una forma aún más elevada de pneuma: el «espíritu animal». Esta forma suprema de pneuma era distribuida a todo el cuerpo por medio de los nervios, que eran huecos. Cada aspecto del alma (tomada en el sentido platónico) poseía su propia «facultad» especial, que correspondía a su poder de producir pneuma. Explicaba Galeno:
Siempre que ignoremos la verdadera esencia de la causa que está operando la llamaremos facultad. Así, decimos que en las venas existe la facultad de producir sangre, una facultad digestiva en el estómago, una facultad pulsátil en el corazón y una facultad especial en cada una de las partes que corresponde a la función o actividad de esa parte.
Ésta era, en resumen, la gran estructura de la fisiología de Galeno, que esencialmente era una pneumatología. El centro del sistema era una teoría especial sobre el corazón humano. El calor innato que, según Hipócrates y Aristóteles, impregnaba todo el cuerpo y distinguía a los vivos de los muertos, procedía del corazón. El corazón, alimentado por el pneuma, era naturalmente el órgano más caliente, una especie de horno que se hubiese consumido a causa de su propio calor si no fuese por la acción refrigerante de los pulmones. El calor, que estaba unido a la vida humana, era, pues, innato, el sello distintivo del alma.
Galeno fue también un gran anatomista y, se podría decir, el que inició el conocimiento sistemático de la anatomía humana aplicada al diagnóstico y tratamiento de las enfermedades: conoció la osteología por el estudio directo del esqueleto humano, y la estructura de las partes blandas por las disecciones de animales. Su texto Sobre los procedimientos anatómicos explica la forma de la mesa de disecciones y la técnica de estudio anatómico.
Hizo una excelente descripción del esqueleto y de los músculos que lo mueven; en particular, de la forma en que se envían señales desde el cerebro a los músculos a través de los nervios.
La obra de Galeno fue el referente de la medicina posterior y se consideró casi un mandato a seguir de forma dogmática durante casi mil quinientos años. Probablemente esto fue así no por sus contribuciones a la medicina, sino por haber realizado una especie de recopilación de todos los conocimientos médicos adquiridos hasta su tiempo.
Además, su trabajo fue el primero que se sistematizó y se agrupó en tratados y manuales (mientras que los desarrollos anteriores se reducían sólo a escritos sueltos sobre cosas concretas) lo cual favoreció su enseñanza y utilización como referencia fundamental.
Balance
Del mismo modo que la física fue diseñando su sinuoso camino apartando a los dioses de los asuntos terrenales, en los que poco les quedaba por hacer, la medicina se fue «cientifizando» con el correr de los siglos. La teoría de los cuatro humores es sin dudas una teoría científica, claro está: una teoría que, con todos sus errores y limitaciones (que sólo podemos señalar ex post) prescinde de los elementos sobrenaturales y busca una explicación estrictamente natural.
Pero con el aspecto teórico, en medicina (más que en ninguna otra ciencia), no alcanza. Tenemos que hacernos otra pregunta: ¿los médicos antiguos curaban a alguien? Para poder comprender la situación de la época, naturalmente, es importante recuperar la idea de que ellos ignoraban que carecían de instrumentos como los microscopios o los análisis químicos, y que no sólo lo ignoraban sino que ni siquiera lo podían imaginar, del mismo modo que nuestros médicos de hoy ignoran de qué aparatos o recursos que alguna vez resultarán imprescindibles carecen. Entonces… ¿qué podían hacer?
Bueno, es muy probable que la medicina antigua fuera eficaz (en la medida en que no fuera invasiva) para tratar enfermedades «de superficie», desde una indigestión hasta una herida, e incluso debió haber casos de enfermedades infecciosas, como una pulmonía, tratadas con éxito (y con suerte), permitiendo, a través de la dieta sana y la vida equilibrada, que el cuerpo del enfermo fortaleciera su sistema inmunológico (del cual los médicos no tenían ni idea) y se reparara a sí mismo (como sugieren algunas corrientes de medicina actual, como el naturismo, sólo que ahora lo consideramos peligroso). Era en gran parte una medicina de equilibrio, no invasiva, parecida a las medicinas naturales actuales.
Pero más allá de todas las teorías y los debates epistemológicos, creo que lo más probable es que todo médico serio de la Antigüedad, empírico o neumático, o galenista, o egipcio o lo que fuera, recurriera a una farmacopea natural y folklórica, que sacaba su contenido de la experiencia acumulada por las generaciones. Lo más probable, pienso, es que todos ellos, en el fondo, aunque tuvieran una teoría, se comportaran en gran parte como empíricos, recurriendo a la «medicina subterránea» y a las farmacopeas naturales. Y esto vale incluso para Galeno.
En fin, ya nos volveremos a encontrar con estos problemas a medida que vayamos recorriendo nuestro camino, especialmente cuando veamos cómo, por ejemplo, la medicina de los cuatro humores sacó conclusiones agresivas de la teoría y produjo ese gran instrumento de muerte que fue la sangría.
Pero no nos adelantemos. Acompáñenme a ver cómo imaginaron el mundo los fundadores de la ciencia.