INTERLUDIO: CÓMO SE FABRICÓ EL FIN DEL MUNDO

De las nueve jerarquías celestiales que en el siglo VI describió Dionisio Areopagita (que más tarde sería conocido como el seudo-Dionisio) —en orden descendente: serafines, querubines, tronos, dominaciones, virtudes y potencias, principados, arcángeles y ángeles propiamente dichos—, eran los tronos y las dominaciones los que se encargaban de fabricar con exquisito cuidado las leyes de la naturaleza.

Que eran elevadas a la asamblea conjunta de serafines y querubines para que les dieran su aprobación, y cada éxito se festejaba con estallidos de alabanzas, himnos, danzas, cánticos espirituales y bailes de los que raramente estaba ausente el champagne. Cuando la asamblea seráfica aprobó finalmente, después de muchos retoques, idas y vueltas, la ley de inercia, los nueve coros se corrieron una francachela tan larga que pareció agotar la Eternidad, al mismo tiempo que las partículas abandonaron su movimiento caótico e impredecible, irregular y sin finalidad alguna (porque de repente estaban acá, de repente allá y nadie entendía nada) y comenzaron a moverse en línea recta y con velocidad absolutamente uniforme.

Y cuando algunos eones más tarde (¿quién cuenta los períodos de la eternidad?) las dominaciones tallaron la ley de gravitación, que los tronos corrigieron mínimamente sustituyendo la cuarta potencia de la distancia por la segunda, y ésta apareció en el Boletín Oficial del Empíreo, las partículas se atrajeron gravitatoriamente y muchas empezaron a moverse unas alrededor de las otras: tanto los tronos como las dominaciones se sintieron felices ante un mundo que funcionaba como un perfecto mecanismo, se dedicaron a completar la obra afilando la mecánica de sólidos, de fluidos y de gases (el agua bajó por las laderas y el humo se elevó mientras se expandía con precisión) y decidieron, emborrachadas por el éxito, relegar a los principados y arcángeles a ocuparse de la termodinámica, siempre más fastidiosa y menos limpia (o por lo menos así les parecía).

Pero tanto los principados como los arcángeles se tomaron la tarea muy en serio y abordaron el problema con decisión. Usando todos los recursos (incluso la fuerza física y mental) aislaron la idea de energía y discutieron qué hacer con ella durante interminables reuniones, pero cuando la tuvieron lista, el mundo se llenó de pronto de luz y de calor: los átomos, que no habían hecho hasta entonces más que obedecer las leyes frías de la mecánica, se desviaron de sus trayectorias, chocaron entre sí y empezaron a formar grupos lechosos que inmediatamente se contrajeron bajo la acción de la gravedad, y en cuyos centros se produjeron fusiones nucleares que empezaron a irradiar nueva luz y calor al espacio, mientras se organizaban las galaxias espirales y empezaban a rotar lentamente como ruedas arrancadas de algún fuego de artificio.

Y al contemplar tanta belleza (el cosmos negro, vacío, frío y mecánico, de pronto bullente de calor y luz gracias al invento de la energía), los principados y arcángeles decidieron en un solo instante que nada de eso debía perderse y que aquello debía permanecer por siempre, aunque sólo fuera para asegurar tan maravilloso espectáculo, y así fue como diseñaron la «ley de leyes»: el principio de conservación de la energía, que aseguraría que por toda la eternidad la energía existente en el mundo sería siempre la misma.

La ley de leyes despertó la envidia y el malestar de tronos y dominaciones, que protestaron porque argüían que interfería con su bello mundo mecánico, pidieron que no fuera aprobada y sostuvieron que, evidentemente, los coros inferiores no tenían la menor idea de cómo se fabricaba un mundo.

Sin embargo, a los serafines les encantó, y el Gran Plenario del Noveno Coro, con todo el poder que le daba ser la más alta instancia del Paraíso, sancionó la Gran Ley: inmediatamente las grandes estrellas estallaron en supernovas multicolores y el gas se reagrupó para dar nuevas generaciones estelares, alrededor de las cuales se agruparon cuerpos opacos; el mundo entero adquirió una dinámica circular y en todos los puntos apropiados se encendieron focos de calor y de luz.

Tronos y dominaciones se escandalizaron ante tanto desorden y exigieron que se pusiera un límite, problema que los serafines, temerosos de una sublevación, remitieron a los principados y arcángeles, que después de pensarlo un poco, y temerosos de que la protesta pusiera en peligro su Gran Ley, crearon una nueva entidad que medía el desorden: la llamaron entropía y establecieron que la entropía, es decir el desorden, sería, como la energía, siempre el mismo (entropía = constante): lo llamaron Segundo Principio y lo despacharon hacia los coros superiores.

Pero no contaban con la decisión con que tronos y dominaciones querían arruinarles el pastel, para lo cual acudieron a la más baja de las jerarquías, los ángeles, que no siempre respetan el orden jerárquico, que están en todas partes, que son juguetones y traviesos y que se pusieron muy contentos con la posibilidad de hacerles una jugarreta a los arcángeles (que muchas veces son severos con ellos). Varios angelitos interceptaron el mensaje y transformaron el segundo principio en: «la entropía (el desorden) aumenta inexorablemente», que así llegó, endosado por los tronos y las dominaciones, hasta querubines y serafines que la aprobaron sin más, creyendo que era un mero trámite, y que les proporcionaría el placer de presenciar nuevos fuegos de artificio.

Y el mundo, tan preciosamente construido, empezó a morir: paulatinamente el desorden lo invadía todo sin que hubiera vuelta atrás; algunas estrellas se apagaban sin dar origen a estrellas nuevas; todas las formas de energía se transformaban lentamente en calor, y la materia misma empezaba a desgastarse y a fraccionarse en radiación que se perdía en el espacio y no regresaba más.

Cuando los serafines lo advirtieron, ya era demasiado tarde: el segundo principio había sido promulgado y no podía darse marcha atrás sin enojar al Altísimo. Así, el mundo quedó sentenciado a ser alguna vez totalmente negro y vacío, sin movimiento ni luz, sin que una chispa agitara los océanos de oscuridad.

Los tronos y las dominaciones festejaron su triunfo. Los principados y los arcángeles no se repusieron nunca de su aflicción, y por eso rara vez se los ve. Y en cuanto a los ángeles que habían montado la operación, ni se percataron del problema, porque ya se sabe que a los ángeles el mundo les importa muy poco, y en todo caso podrán seguir jugando y divirtiéndose después de que el universo se haya precipitado hacia la nada.