INTRODUCCIÓN

Los días de Teresa de Ávila

Teresa de Ávila (1515-1582) o santa Teresa de Jesús vivió en una época en que la experiencia religiosa llegó a alcanzar una importancia y una profundidad pocas veces conocidas antes. Ciertamente la religión había estado presente en la cultura y en el arte occidentales, y por supuesto desde siempre en la sociedad, pero en aquellos días se trataba de una experiencia vivida con una urgencia difícil de calibrar hoy. Nosotros, en efecto, hemos nacido en una sociedad bastante laica, donde el hecho religioso se centra en ámbitos privados y donde, en principio, suponemos que la tolerancia domina las relaciones sociales y las que se forjan entre los distintos credos religiosos. No era así en los días de santa Teresa de Jesús.

Desde las décadas finales del siglo XV hasta los días en que Teresa aprende a caminar, la experiencia del hecho sagrado adquiere una magnitud y una urgencia realmente llamativas. Por todas partes aparecen herejías, en los pueblos más alejados se discute sobre los modos de oración con verdadero apasionamiento, las arduas cuestiones teológicas desbordan los ámbitos de la escuela, de la universidad o de los sínodos episcopales, y se convierten en ávidas discusiones entre vecinos. Por todas partes aparecen beatas y círculos donde se lee y se comenta la Biblia, donde se analiza o se censura el comportamiento de la Iglesia oficial; por todas partes surgen brujas que pactan con el demonio y son quemadas en llameantes hogueras para evitar el contagio. En la época se reacciona ante los herejes o la presencia del demonio de igual forma que nosotros ante una enfermedad infecciosa sin remedio claro: cunde el pánico y se recurre a procedimientos extremos. El ansia de experiencias religiosas es general, y la necesidad de consuelo espiritual muy profunda así como la búsqueda de autenticidad y la demanda generalizada de trascendencia en la vida privada. Se asiste a la iglesia, pero la verdadera fe se expresa en la oración en la quietud del ámbito privado; no se desean mediadores: se quiere conocer la palabra del apóstol directamente, no a través de sermones y de predicadores.

A finales del siglo XV, en los años que van entre 1480 y el año en que nace Teresa, en 1515, el ambiente está caldeado hasta el máximo, la ebullición alcanza cotas desconocidas. Basta una chispa para consumar el incendio. Y ésta salta: el 31 de octubre de 1517, Martín Lutero hace públicas Las 95 tesis en la puerta de la iglesia del Palacio de Wittemberg. Para entonces, en el otoño de 1517, el gesto de aquel oscuro agustino alemán era apenas una anécdota y su destino estaba marcado y era conocido, pero al contrario que algunos cabecillas herejes del siglo XV que terminaron en la hoguera, Martín Lutero consigue el apoyo político de importantes príncipes territoriales alemanes, como el elector de Sajonia, que vio en su rebeldía un camino para evitar las imposiciones de Roma y del emperador (que era Carlos V, es decir, para los alemanes, el «rey de España»). Su situación, pues, se consolida y el hecho religioso adquiere ahora también una significación política y una urgencia renovada. La historia de Europa da un vuelco: la experiencia religiosa y el debate teológico pasan a convertirse en cuestiones de carácter político y casi policial con la presencia de las diferentes inquisiciones; la necesidad de extirpar la herejía deviene una cuestión de vida o muerte. Europa se convierte en un laberinto de confesiones religiosas que luchan entre sí. Ése será el mundo en el que Teresa de Ávila comienza a caminar allá por el otoño de 1515.

No es fácil explicar por qué en esos momentos finales del siglo XV se produce semejante ebullición religiosa y por eso los historiadores echamos mano de todo tipo de razonamientos, de carácter tanto social como ideológico, filosófico e incluso psicológico. De hecho, un proceso complejo y de ámbito continental no es posible si no es a partir de un largo conjunto de motivaciones muy interrelacionadas. Y entre todas ellas, dos motivos esenciales parecen estar en la base de las actitudes descritas: la demanda generalizada de autenticidad en la experiencia religiosa y la crisis institucional de la Iglesia. Dos elementos que conjugados en esos años finales del siglo XV nos procuran el contexto en el que son posibles Martín Lutero y Teresa de Ávila.

La demanda de autenticidad es un hecho documentado a lo largo del siglo XV y que se agudiza de forma muy notable en sus décadas finales. Pensemos que en los años 1480-1515 se imprimen en traducciones al castellano (y también al catalán) buena parte de los escritores religiosos o místicos más importantes de la tradición paleocristiana o de la Iglesia medieval. Las obras de los místicos medievales, tales como los místicos holandeses de la devotio moderna, la mayor parte de ellos de principios del siglo XV, son impresos en castellano y leídos por los cuatro rincones de la península. Cuando uno repasa las listas de traducciones de esos años, realmente queda impresionado: se vuelcan al castellano buena parte de los principales autores místicos y en especial los que tenían mayor predicamento en las décadas anteriores.

Pero un inventario de libros publicados no es sólo una fría lista donde podemos extraer estadísticas de ediciones por año, número de talleres o tamaño de los infolios. Se trata de algo mucho más profundo. Detrás de cada libro hay un comprador y un taller que lo ha compuesto; detrás de éste, un interés económico en poner en el mercado productos que sabe que va a vender y, por tanto, acusar recibo de las tendencias de la época. Muchas veces, detrás del comprador, no hay sólo un lector, puesto que por entonces el libro es caro, no está al alcance de cualquiera y, además, pocos saben leer. Así, detrás de cada compra de un volumen de literatura mística puede haber un círculo de interesados en este tipo de lectura, quizá un cenáculo de gentes que comentan la Biblia en privado o que se la leen en voz alta entre ellos y que después la explican y la desarrollan. Y antes de poder comprar el infolio, pasan unos años de espera y de ansiedad por tenerlo. Se trata de dos caras de la misma moneda: los impresores sabían qué interesaba y el público, en efecto, se hacía con los preciosos volúmenes de doctrina mística, y se los quitaban de las manos a los impresores y libreros. De hecho, la imprenta de la época publica en romance sobre todo best sellers para mantener unos ingresos asegurados; lo eran, pues, las obras de literatura mística. Y es que se trataba de volúmenes donde se explicaba cómo orar en privado, cómo hacerlo en la propia casa, al margen de la misa del domingo o de los días de guardar, y además qué rezar, qué oraciones, qué temas, sobre qué reflexionar, qué pasos del Evangelio comentar, retener, rememorar o imaginar. Eran volúmenes preciosos porque enseñaban prácticas de vida religiosa interiorizada al margen de las recomendaciones de la jerarquía eclesiástica y donde, por tanto, se aprendía sobre todo la libertad del culto religioso, la interioridad de la práctica, la autenticidad de la oración personal y alejada del rito público reglamentado y de la oración vocal en la capilla y en la iglesia. Y eso era lo que buscaban quienes compraban esos libros.

No eran herejes, por supuesto, sino personas que ansiaban una vida religiosa basada en la autenticidad de la experiencia personal al margen de la repetitiva y vacía ritualidad eclesial. De ahí que el mero hecho de que en los años 14801520 se publiquen (es decir, se impriman con gran frecuencia y se vendan con facilidad) decenas y decenas de libros sobre doctrina mística y se pongan en circulación los principales autores, implica ya de por sí un fenómeno social que se pone de manifiesto en esos años, pero que de seguro que venía de las décadas anteriores y en cierta forma ya domina buena parte del siglo XV. Pero se trata de un fenómeno social muy relacionado con la desafección hacia una Iglesia oficial que no pasaba por sus mejores momentos.

En efecto, desde hacía siglo y medio, la Iglesia romana vivía renqueante una crisis profunda y muy llamativa a los ojos de la opinión pública de la época. Quizá nunca se insistirá suficiente en el daño que le causó a la Iglesia el Cisma de Occidente, es decir, la polémica sobre el traslado de la sede papal a Aviñón (1378-1417) y su vuelta a Roma. A finales del siglo XIV hasta tres papas diferentes se disputan la legitimidad y se excomulgan mutuamente. La situación, a la que puso fin el Concilio de Constanza en 1417, tuvo muchas consecuencias. Por ejemplo, la rebaja del poder papal y el refuerzo del conciliarismo, es decir, la autoridad de los concilios frente a Roma. Ello explica tradicionalmente el miedo de los papas a celebrar un concilio a principios del siglo XVI, concilio cuya celebración se irá dilatando y que acabará siendo el Concilio de Trento. Pero también la pérdida de autoridad moral y doctrinal de una Iglesia dividida, con Papas que se excomulgaban y que intentaban desprestigiarse entre sí, y con arduas negociaciones, repletas de intereses económicos contrapuestos, para lograr un consenso. El Cisma de Occidente constituyó una dura prueba para una Iglesia que detentaba buena parte de los mecanismos del poder social y cuyos comportamientos desde hacía mucho no eran precisamente edificantes.

Imaginemos, por ejemplo, el bajo clero de la época. Se trataba de personas sin formación, que apenas sabían latín o no entendían el que recitaban en la misa. Por lo demás, no tenían sueldo fijo o éste era muy bajo y, por tanto, estaban expuestos a los expedientes más o menos conocidos para obtener dinero o simplemente desarrollar prácticas abusivas, como era el caso de la venta de bulas. Y por si fuera poco, y contraviniendo la doctrina pública y conocida, el párroco del pueblo convivía con una «sirvienta» con la que tenía hijos y que, de facto, era su mujer y, por otra parte, era una vecina conocida del pueblo. Se trataba de un comportamiento muy generalizado y cuasi aceptado: el párroco vivía con su mujer y cuidaba a sus hijos. Los mismos papas tienen hijos conocidos, los famosos nepotes, que en ocasiones llegan a tener un gran protagonismo político o eclesial, como cualquier bastardo de la realeza o de la alta nobleza.

Pero todos estos aspectos se resumían en un hecho que adquirirá cada vez más trascendencia a medida que avanza la segunda mitad del siglo XV: los pueblos no veían en su párroco a una persona especial y ungida de un magisterio eclesial, sino a un vecino desprovisto de carisma, que vivía de tararear latinajos que no entendía cada domingo o cada tarde en la misa, cuando no era considerado un mero embaucador. Durante la confesión de los feligreses, por cierto, el párroco podía cometer numerosos desmanes y en la época las acusaciones de abusar de las feligresas son continuas y están muy documentadas. Trento opta por una solución radical: una rejilla separa al cura de sus feligresas. El bajo clero, pues, vive desprovisto por completo de carisma, totalmente desprestigiado a los ojos de los propios vecinos y muchas veces rodeado de pequeños escándalos locales que no siempre trascienden en la época por la falta de vías de comunicación y que por ello no han quedado documentados, pero que eran muy conocidos por el pueblo llano y motivo amplio de desprecio. No era a él, pues, a quien se dirigían los vecinos para encontrar apoyo espiritual.

Pero el alto clero no era mejor y sus desmanes eran más conocidos por darse entre personas famosas y en medios urbanos, donde las noticias corrían con facilidad y se señalaba casi sin querer. Obispos y cardenales son nombrados a dedo por una sede papal completamente corrupta y pendiente tan sólo de cuánto pueda aportar el elegido a las arcas romanas. Y el elegido por lo general era miembro de la alta aristocracia y tenía una edad de escándalo cuando llegaba al cardenalato, quizá era simplemente un jovencísimo adolescente. Pero esos obispos y cardenales no acudían a su diócesis, que estaba asistida por personal subalterno. Ellos estaban en la corte lejana, pendientes de todas las intrigas políticas y de todos los negocios imaginables, no siempre legales; quizá incluso lideraban una guerra sangrienta. La falta de asistencia a las sedes obispales es uno de los problemas centrales de la Iglesia durante el siglo XVI y otra de las exigencias impuesta por Trento. Por si todo esto fuera poco, no era un secreto para nadie en la época que los cardenales u obispos eran de edad adecuada, vivían rodeados de un harén y tenían descendientes quizá de varias mujeres.

Todos estos extremos, y muchos más que podríamos ir desgranando, subrayaban todavía más la decadencia de una institución que tenía una imagen deplorable a los ojos de la opinión pública a finales del siglo XV. Para los cristianos pendientes de una cada vez más honda preocupación religiosa, la Iglesia de entonces no tenía respuestas reales y creíbles, pues era una institución corrupta y que no estaba al nivel de la doctrina que oficialmente profesaba. De ahí que la búsqueda de autenticidad se fijara en otras fuentes: el libro de mística o de doctrina religiosa que nos enseña qué y cómo orar, o bien la vecina beata que ha leído y comenta la Biblia y con destreza llamativa nos explica qué significan los Evangelios. E incluso, si medio leemos la lengua sagrada, degustaremos en la intimidad del hogar al humanista de moda que comenta el Evangelio en un latín de elegancia envidiable y con una gracia suprema. Es decir, Erasmo.

La situación era tan visible y tan urgente, que algunos de los miembros más conscientes de la propia jerarquía acometen reformas ya en el siglo XV. Tal sucede con el cardenal Cisneros en Castilla, que pone en marcha la reforma de algunas órdenes religiosas y funda la Universidad de Alcalá, para formar al clero en las lenguas clásicas y en la teología bíblica. Será la primera universidad humanista de la península y una de las primeras de Europa, y con su claustro de profesores, incluido Nebrija, se confeccionará la Biblia Políglota Complutense. De forma paralela, y entre otras reformas dentro de las órdenes religiosas, conocidos miembros de la orden franciscana alientan la práctica de la oración mental en las casas de oración de la orden, donde acudían también miembros y beatas de la Orden Tercera de San Francisco, una suerte de rama laica. En estas casas de oración, en La Salceda (Guadalajara) y bajo la protección de poderosas casas aristocráticas, se pone en marcha un fenómeno que alentará la práctica religiosa individualizada y también las desviaciones doctrinales.

Nos referimos a la oración de meditación, una práctica de oración personal y silenciosa que se «pone de moda» a finales del siglo XV como una de las formas supremas de buscar el contacto con las verdades religiosas e incluso invocar la presencia de la divinidad. La oración de recogimiento no es otra cosa que una oración mental que realiza un individuo por cuenta propia y que, de acuerdo con los manuales religiosos de la época, se suele estructurar en una actividad de reflexión para cada día de la semana una hora después de la misa de la tarde. Años después, los manuales en castellano nos dan una idea del programa temático propuesto. Osuna, por ejemplo, del que ahora hablaremos, divide así la meditación en los diferentes días de la semana:

Lunes: Quién soy

Martes: De dónde vengo

Miércoles: Por dónde

Jueves: Dónde estoy

Viernes: Adónde voy

Sábado: Qué llevo

Domingo: Quietud

Semejante programa implica una disciplina, una apertura y una libertad extraordinarias en el culto religioso y en las posibilidades de interiorización de la experiencia personal. Era una práctica que colmaba las demandas del momento y se generaliza en la Castilla de las décadas finales del siglo XV. De todas esas prácticas surgen comunidades y círculos donde se comentan con gran interés los mecanismos y los efectos de la oración de recogimiento y los temas y ángulos que llenaban las largas horas de meditación personal.

Pero a partir de estas prácticas, personajes inmersos en este mundo y que contemplaban con horror algunas prácticas de la Iglesia oficial, comenzaron a sentirse imbuidos de un especial carisma religioso que antes no tenían y empezaron a formar círculos de fieles donde se impartía una doctrina que ya no coincidía exactamente con la que proclamaba Roma. En la Castilla de las primeras décadas del siglo XVI, numerosos cenáculos donde se comenta la Biblia en privado bordean la doctrina ortodoxa al sentirse imbuidos de una sabiduría que les comunica el comentario del texto bíblico al margen de las prácticas eclesiales. Para clarificar la diferencia entre unos y otros círculos, los historiadores distinguimos entre los «recogidos», es decir, miembros de la Orden Tercera que practicaban la oración de recogimiento, y los «dejados» (o «alumbrados»), miembros de aquellos círculos que comienzan a desviarse de la ortodoxia y a caer, por lo general, en prácticas milenaristas y escatológicas (anuncios del Juicio Final y del castigo divino de la Iglesia por sus desmanes). De hecho, ése será precisamente el camino que más o menos recorra durante los años inmediatemente anteriores a 1517 el agustino Martín Lutero como catedrático de la Biblia en Wittemberg. Pero en la Castilla de los años 1515-1525, la Inquisición identifica rápidamente (y con gran sorpresa y horror) lo que está sucediendo. Por entonces comienzan a menudear las detenciones y se instruyen los procesos, algunos sonados. Por ellos conocemos las interioridades de estos grupos alumbrados. Por los mismos años y por las mismas causas, comienza a tomar vuelo la literatura mística en Castilla.

La escritura de obras místicas, por tanto, es el resultado histórico de unos ochenta años anteriores de ebullición y de inquietudes religiosas que se dan a lo largo de Europa y que en el caso español se concretan en una serie de obras que no sólo exponen con gran originalidad las doctrinas místicas clásicas, sino que están escritas la mayoría de ellas en un castellano de excepcional calidad estética. Por ello, algunos de estos escritores han pasado a engrosar un capítulo muy especial de la historia de la literatura española. Y el ejemplo más excepcional de tal actitud es precisamente el de Teresa de Ávila en su Libro de la vida, que es al tiempo un «manual» de doctrina mística —de hecho, es el manual clásico de doctrina mística— y al tiempo un precioso ejemplo de la calidad literaria que puede alcanzar el castellano.

También es necesario añadir que entre la meditación religiosa y la lengua romance se había establecido por entonces un maridaje excepcional del que la mística clásica española fue sólo un ejemplo. Lo sería también Lutero, creador del alemán literario en sus traducciones de la Biblia o lo sería también unos treinta años antes que Teresa el propio Juan de Valdés, líder heterodoxo en la Italia de los años treinta y autor del Diálogo de la lengua. Estamos, pues, ante dos esferas diferentes pero que en la Europa de esos años se nos dan enlazadas como una actitud única: el cultivo literario y la creatividad teológica. Teresa de Jesús acertará a ser ejemplo supremo de ambas actitudes, que se dan unidas en su vida y en su escritura en un equilibrado entrelazamiento difícil de superar. De ahí que hoy la consideremos el clásico por excelencia de la mística católica, pero también una de las grandes escritoras del Renacimiento. Con ella y con Juan de la Cruz, que en muchos aspectos se puede considerar su discípulo, la literatura mística alcanza una excepcional madurez tras unos ochenta años de experiencias y tanteos.

Para explicar la historia de la literatura mística que nos lleva hasta la obra de Teresa de Ávila, se suelen distinguir fases y subfases, aunque en realidad sólo hay dos, caracterizadas por las dos obras principales de doctrina mística: el Tercer abecedario espiritual (1525) de Francisco de Osuna y el Libro de la vida (hacia 1562) de Teresa de Ávila. Y separa ambas fases el año 1559, cuando la Suprema de la Inquisición, controlada en ese momento por intelectuales afines a la orden dominica, prohíbe en forma tajante cualquier tipo de literatura mística, a la que hacían culpable de la extensión de la herejía y de la división confesional de Europa.

Una primera fase había comenzado a mediados de los años veinte de la centuria. En 1525, en efecto, se publica el Tercer abecedario del franciscano Francisco de Osuna. No es estrictamente el primero, pero sí el más influyente manual de literatura mística, que extenderá su influencia durante aproximadamente cuarenta años y será el libro más admirado por una joven Teresa que despierta a la vida espiritual. De hecho, será la prohibición de 1559 la que impide a Teresa seguir meditando auxiliada por el Tercer abecedario y la que finalmente le impele a comenzar la redacción del Libro de la vida a partir del año 1560, poco después de las prohibiciones. Pero el libro de Francisco de Osuna no fue sólo el manual utilizado por Teresa para su formación espiritual, sino también el libro más importante de oración escrito en castellano durante la primera mitad del siglo; el contexto del que surge y su exposición doctrinal son fundamentales para explicar el desarrollo de este tipo de escritura hasta los días de Teresa.

Por una parte, parece claro que Francisco de Osuna publicó el Tercer abecedario para distinguirse de los grupos alumbrados que por esos años están comenzando a caer en las redes de la Inquisición. El libro se escribió en buena medida para distinguir la oración de recogimiento de cualquier tipo de sospecha de heterodoxia. Sin embargo, por otro lado, el libro de Osuna también fue visto como una obra que dejaba un margen demasiado ancho a la iniciativa personal y a una actitud que después será llamada «quietista». Por eso, místicos como Ignacio de Loyola, Juan de Ávila o Luis de Granada criticaron a Osuna. Y de hecho el devenir de la literatura mística entre 1525 y el momento en que comienza a circular el Libro de la vida (hacia 1562-1563) es precisamente la crítica al quietismo de Osuna y a su visión tan personal e íntima del hecho religioso. Ignacio de Loyola, por ejemplo, fundador de la Compañía de Jesús, que acabará especializándose en la educación, no tiene una opinión negativa de la experiencia mística, pero le exige una finalidad eclesial, de servicio a la Iglesia, y que no se agote simplemente en el hecho individual de la oración de recogimiento. Esa diferencia esencial con Osuna será remarcada también por Juan de Ávila o Luis de Granada y en ese punto esencial toma protagonismo subrayado la actitud de Teresa, cuya obra domina una segunda etapa de la literatura mística junto con Juan de la Cruz, poeta excelso en lengua castellana, pero a quien debemos considerar su discípulo por lo que atañe a la doctrina.

En efecto, la doctrina, la personalidad y la escritura de Teresa de Ávila constituyen justamente la síntesis entre esas dos posturas. Ella es el engarce entre una oración de recogimiento que subraya la experiencia individual y el goce de la presencia divina, y al mismo tiempo una actividad eclesial en la fundación de una nueva orden religiosa atenta a los principios del Carmelo y donde la oración de recogimiento es contemplada como un muro frente a la herejía. Al ungir un nexo entre ambas vertientes de la experiencia religiosa, Teresa de Ávila consigue aunar los diferentes aspectos de las doctrinas místicas que se habían dado en los cincuenta años anteriores y elaborar una síntesis que es todavía actualmente la doctrina oficial y clásica de la Iglesia.