Vida, obra, doctrina

Al abultado manuscrito que constituía el Libro de la vida, Teresa lo llamaba «mi alma». Era el recuento de una vida, desde el despertar de su inclinación religiosa hasta encontrarse con la oración de recogimiento, de la vivencia íntima con la presencia divina. Y Teresa lo usó como escudo doctrinal, pero también como estandarte personal. De hecho, a finales de los años sesenta, conseguida la anuencia del maestro Juan de Ávila, que leyó el manuscrito y le aconsejó precaución ante los tiempos difíciles, Teresa no anima, pero no obstaculiza, la difusión del manuscrito. A cuantas personas calificadas se interesan por su obra no las detiene con misivas doctrinales o explicaciones adicionales: les envía el autógrafo con la historia de su vida. Puesta en la coyuntura de explicar el caso de su relación singular con la divinidad, les envía el libro donde cuenta su vida, para dejar «entera noticia de su persona». El círculo se ensancha en pocos años ante la alarma de sus confesores; y, entre ellos, Domingo Báñez, dispuesto a parar golpes, como en su día ante la tumultuosa reunión del cabildo abulense reunido con la exclusiva finalidad de clausurar San José de Ávila —la primera fundación teresiana—, deposita el manuscrito en el Tribunal del Santo Oficio. Si desconocemos los hechos con escrupulosa exactitud, podemos medir perfectamente sus consecuencias. Corría el año 1575.

1. Primeros años. La Encarnación

Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada era hija y nieta de judíos penitenciados por la Inquisición toledana en las postrimerías del siglo XV. En efecto, su abuelo, don Juan, tuvo que ir en procesión durante siete viernes por las iglesias de Toledo, según comparecencia ante el Santo Tribunal de 22 de junio de 1485; con él iba su hijo, don Alonso, entonces de edad de cinco años, padre de sor Teresa. No obstante, don Juan Sánchez de Cepeda, hábil negociante de paños, se recuperó rápidamente del golpe. Trasladó su negocio a Ávila, y volvió la prosperidad. En 1500 alcanza una ejecutoria que le hace descender directamente de caballeros de la corte de Alfonso XI. La otra cara de esa tenacidad teresiana del abuelo paterno la constituirá la política matrimonial, que llevó a sus hijos a enlazar con las familias hidalgas del lugar. En 1505 casa don Alonso Sánchez de Cepeda con Catalina del Peso, con quien tendrá dos hijos, y, tras la muerte de doña Catalina a finales del verano de 1507, contrae segundas nupcias en 1509 con doña Beatriz de Ahumada, a la sazón de diecisiete años, en Gotarrendura, aldea cercana a Ávila. En 1512 acudirá don Alonso al llamamiento de Fernando el Católico para la guerra de Navarra —exigencias de la ejecutoria—, y a su regreso nacerá la primera hija de doña Beatriz: Teresa de Ahumada.

No hay que decir que tan dudoso linaje permaneció celado para la posteridad, pues ella misma se guardó muy mucho de publicar noticia tan corrosiva para su persona y credibilidad en la España del antiguo Régimen. Con todo, menudean los problemas. Su hermano, vuelto indiano adinerado, se hace llamar «don» en las calles abulenses, provocando las hablillas; allí pocos desconocen su origen. Otro tanto sucede con el proceso de beatificación, donde la piedad religiosa mintió desaforadamente para bien de todos.

Exceptuando esos datos peliagudos, los días de su infancia y juventud se hallan reflejados en las páginas de los nueve capítulos iniciales del Libro, que no son sino la crónica de un lento camino de encuentro personal y perfección que nos lleva desde los rigores del hogar paterno hasta Santa María de la Encarnación (Ávila), rebosante de ecos teresianos; no en vano permaneció allí sor Teresa veintisiete largos años.

Encontramos, en aquellos primeros días, acontecimientos de un denso contenido hagiográfico sólo posibles desde la altura espiritual de San José de Ávila —auténtica «pica en Flandes», a manera de decir—. ¿Quién no recuerda la fuga a «tierra de moros» en compañía de su hermano Rodrigo? «El niño se excusaba con decir que su hermana le había hecho tomar aquel camino», relata Francisco de Ribera, uno de sus primeros biógrafos. Junto a ellos, recuerdos mucho más realistas de aquella no poco coqueta de la juventud, según la propia Teresa, que la recuerda a sus cuarenta y cinco años con tintes de excesiva culpabilidad. Sobresalen entre todas las figuras las de sus padres. Don Alonso Sánchez de Cepeda, «caballero de verde gabán» a lo ciudadano, hombre aficionado a lecturas piadosas, de amplia biblioteca, donde los estudiosos han querido deducir sus repuntes erasmizantes; en su presencia, en efecto, no se podían leer libros de caballerías, a los que tan aficionada fue su segunda mujer, doña Beatriz, a quien Teresa recuerda con encajes de santa (I, 2). Nos cuenta Teresa cómo leía libros de caballerías a espaldas de su padre con avidez de adolescente, «que, si no tenía libro nuevo no me parece tenía contento» (II, 1). Francisco de Ribera nos ha transmitido la noticia, corroborada por el P. Gracián, su confesor, de que «ella y su hermano compusieron un libro de caballerías con sus aventuras y ficciones». Del tal libro no ha quedado rastro.

Muerta doña Beatriz y casada su hermana mayor, Teresa quedó recluida como seglar a sus dieciséis años en el convento agustino de Santa María de Gracia. Era una costumbre de la época, «porque haberse mi hermana casado y quedarse sola sin madre no era bien» (II, 6). Entre los recuerdos de aquel año y medio (estamos en 1531), sobresale con mucho la amistad de María Briceño, quien contaba entonces veintiocho años. «[...] holgábame de oírla cuando bien hablaba de Dios, porque era muy discreta y santa [...] Comenzóme a contar cómo ella había venido a ser monja» (III, 1). Se destaca también por aquellos años el inicio de su amistad con Juana Juárez, que por entonces era carmelita de la Encarnación, donde Teresa menudea sus visitas. «[...] la Santa Madre venía seglar algunas veces a este convento, y doy por señas que traía una saya naranjada con unos ribetes de terciopelo negro», recuerda una anciana monja de la Encarnación, según cita el P. Silverio.

Tras una primera manifestación de su enfermedad ya en Santa María de Gracia, vuelve al hogar paterno y visita con frecuencia la casa de su hermana. Idas y venidas que tuvieron la virtud de acercarla al lugar de Hortigosa, donde vivía en plácido retiro, rodeado de sus libros y sus anhelos jerónimos, su tío, don Pedro Sánchez de Cepeda, cuyo «ejercicio eran buenos libros de romance, y su hablar era lo más ordinario de Dios y de la vanidad del mundo» (III, 4). Allí quedará Teresa para siempre «amiga de buenos libros» (III, 7), y fruto de aquel encuentro «ir entendiendo la verdad de cuando niña [...] y la vanidad del mundo [...] Y aunque no acababa mi voluntad de inclinarse a ser monja, vi que era el mejor y más seguro estado» (III, 5). Tras un forcejeo con su padre, don Alonso, ingresa en Santa María de la Encarnación el 2 de diciembre de 1535. Tenía Teresa veinte años.

Comienza entonces una larga enfermedad de carácter nervioso, probablemente epiléptico, que ya se había manifestado levemente en Santa María de Gracia y que desde 1538 le hace abandonar la Encarnación y dirigirse en compañía de Juana Juárez al lugar de Castellanos de la Cañada, residencia de sus hermanos, donde seguirá los excéntricos cuidados de cierta curandera de Becedas, aldea de los alrededores de Ávila. Vendrán días tristes en el invierno de 1538, que Teresa pasó en Castellanos de la Cañada, leyendo y releyendo el Tercer abecedario, «teniendo aquel libro por maestro» (IV, 7). Comienzan por aquel entonces las mercedes místicas, que «parecía traía el mundo debajo de los pies» (IV, 7). El punto crítico de la enfermedad llegó con el verano de 1539, cuando Teresa pasó varios días con la cera puesta en los ojos y ya amortajada. Tres años le costará recuperarse de aquella convalecencia y poder andar normalmente (VI, 2), si bien desde la primavera de 1940 los dolores dejaron de ser tan continuos, hasta sentirse curada por la mediación de san José (VI, 6-8), a quien guardará durante toda su vida profunda devoción, materializada en su primera fundación.

Su vuelta a la Encarnación fue algo ruidosa: todos querían oír de sus labios los pormenores de aquella curación milagrosa. Desde esos años, especialmente desde 1542, la Encarnación comienza a girar en torno de aquella monjita singular. Las visitas a su celda de seglares se multiplican; dentro del mismo convento existe ya un grupo de adeptas aficionadas a los ejercicios de oración. Se han conservado algunos nombres: María de San Pablo, María Isabel e Inés de Cepeda, Juana Juárez. Reflejos de ese proselitismo innato de Teresa han querido verse en algunas páginas de Camino de perfección. Por esos años, el magisterio de Teresa se refleja incluso en el propio don Alonso (VII, 10).

Poco después su padre enfermará, para morir a finales de 1543, auxiliado en todo momento por Teresa (VII, 15). Tras él queda una herencia escandalosa, llena de deudas. Pero quizá el efecto más importante que tuvieron estos tristes acontecimientos en la vida espiritual de Teresa —aparte, claro, del dolor paterno— fue el reencuentro con el confesor de don Alonso, el P. Vicente Barrón. Fue un encuentro providencial para Teresa, que, perpleja y desorientada, había dejado la oración.

2. Formación intelectual. Los confesores

Entre las noticias más importantes que guarda para nosotros el Libro de la vida destaca con mucho la posibilidad de seguir ese camino de perfeccionamiento espiritual, de adentramiento y consolidación en la experiencia mística, camino intelectual rico y peligroso, especialmente por su condición de mujer. Teresa, conocedora de esos peligros potenciales, va a buscar tenazmente el camino de la ortodoxia —morir hija de la Iglesia— a través de dos fuentes principales de inspiración: los confesores y los libros de oración.

La importancia que en estos capítulos biográficos tienen los libros devotos —«buenos libros de romance», que eso significa— ha sido subrayada desde siempre con el anhelo loable de buscar las fuentes de inspiración culta que la santa finge desconocer en tantos momentos. Está clara la influencia de la literatura cristiana clásica y de los libros y movimientos piadosos de la época. De algunos de ellos conocemos la fecha en que Teresa los leyó y meditó. Entre sus primeros manuales devotos estuvo el Tercer abecedario de Osuna; también sabemos que hacia mediados de los años cincuenta leyó con fervor las Confesiones de san Agustín, con quien no pudo sino identificarse (IX, 7-9) y cuya lectura está en la base del mismo Libro de la vida. Declara ella misma la existencia de otras lecturas: la Subida del monte Sión de fray Bernardino de Laredo, utilizada por la santa en los años cincuenta; los libros de fray Pedro de Alcántara, con el que volveremos a encontrarnos, si bien en este caso no sería extraño observar que pesó más su presencia física y su relación epistolar con la santa. Declara haber leído también Los morales de san Gregorio, y sentía no poca simpatía hacia las obras del maestro Juan de Ávila, cuya aprobación del autógrafo recaba Teresa con impaciencia comprensible. Teresa, lectora voraz desde la juventud, leyó probablemente gran parte de los libros devotos publicados durante la primera mitad del siglo XVI, pero no vale tanto profundizar en su inventario como observar su utilización en la oración. Teresa emplea los libros devotos como punto de partida para la meditación y la representación plástica de escenas o consejos de carácter sagrado (IV, 7); este punto de partida puede ser, claro está, el mismo texto bíblico, así como representaciones plásticas. Un dato curioso es cómo llegó de forma providencial a sus manos el Tercer abecedario: «Cuando iba me dio aquel tío mío que tengo dicho en el camino, un libro: llamábase Tercer abecedario» (IV, 7).

Junto a los libros piadosos Teresa buscó siempre la dirección de confesores, especialmente letrados, capaces de dirigir dentro de la más estricta ortodoxia el adentramiento en la experiencia mística. Continuamente nos muestra su dolor por no encontrar directores capacitados: «porque yo no hallé maestro, digo confesor que me entendiere, anque lo busqué, en veinte años después desto que digo» (IV, 7). De ahí la importancia del reencuentro con el P. Vicente Barrón en un momento delicado de su vida espiritual. De hecho, este «dominico muy gran letrado» (VII, 16) tuvo una influencia decisiva para hacer volver a Teresa al camino de la oración, que ya no abandonaría nunca. No obstante, desde mediados de los años cincuenta, esta falta de confesores va a quedar soslayada al entrar en contacto con el círculo selecto de espirituales abulenses. Para Francisco de Salcedo y el maestro Daza va a subrayar determinadas páginas de la Subida del monte Sión, donde ella creía encontrar expresión ajustada de sus experiencias místicas. Junto al libro entregará «relación de mi vida y pecados lo mijor que pude por junto» (XXIII, 14). Si el veredicto de ambos va a ser negativo, no sucederá lo mismo con los padres del Colegio de San Gil, de la Compañía de Jesús. Allí encontrará al P. Cetina, y, a su partida, al P. Juan de Prádanos, de no poca influencia sobre ella en esos años. Pero al P. Prádanos llegó Teresa por intermedio de doña Guiomar de Ulloa, a quien conocía por sus familiares en la Encarnación, y en cuyo palacio traba asimismo conocimiento con la célebre María Díaz, aldeana de Vita y discípula de fray Pedro de Alcántara (XXVII, 16-17). No perdamos de vista a doña Guiomar. Ella tuvo mucha parte en la fundación de San José de Ávila, y sobre una abultada memoria que redactó al morir Teresa pergeñó el P. Francisco de Ribera una de las primeras biografías teresianas. Recuerda Teresa que fue tras sus primeros ejercicios con el P. Prádanos cuando «el señor me hizo esta merced de arrobamientos» (XXIV, 5). Ese círculo de espiritualidad incipiente le permitirá entrevistarse con san Francisco de Borja, que visitó Ávila en 1555 y cuya opinión acerca de la naturaleza de sus experiencias místicas fue muy positiva, y, desde luego, no poco concluyente (XXIV, 5). En 1558 le sustituye en la dirección espiritual de sor Teresa el P. Baltasar Álvarez, que a partir de entonces se confundirá en la letra teresiana con el propio Juan de Prádanos. Comentan los historiadores carmelitas que la indecisión —juventud e inexperiencia— del P. Baltasar Álvarez permitió que el círculo de espirituales abulenses fiscalizara a Teresa más allá de límites prudenciales. Contrapuesta a María Díaz, la Santa Prudente, que, sin embargo, decían, no tenía visiones, es obligada a abandonar la compañía de doña Guiomar de Ulloa para volver a la celda de la Encarnación (1558).

No hay que olvidar que ya por entonces la relación entre la vida íntima de la santa y su entorno social se va a tornar problemática de una forma creciente. Por esos años, 1559, comienzan en Valladolid los primeros autos de fe contra los círculos protestantes, al tiempo que el inquisidor Valdés publica el primer Cathalogus librorum qui prohibentur; acontecimiento este último que la santa recuerda con dolor, privada de libros que utilizaba en la oración. Superará el percance a través de la inspiración divina, profundizando en la propia experiencia mística: «Yo te daré libro vivo» (XXIV, 15). Ante estos hechos no es de extrañar que sus confesores y amigos temieran lo peor.

Y es que durante esos años se está formando en torno a la santa un círculo de espirituales que encuentra algún eco en el capítulo XVI del Libro de la vida: «Este concierto querría hiciésemos los cinco que al presente nos amamos en Cristo, que como otros en estos tiempos se juntaban en secreto para contra su Majestad y ordenar maldades y herejías, procurásemos juntarnos alguna vez para desengañar unos a otros y decir en lo que podíamos enmendarnos y contentar más a Dios [...] Digo “en secreto” porque no se usa ya este lenguaje» (XVI, 7). Los comentadores de este pasaje hablan de una «pequeña confusión» de la Madre —lo cual, a la postre, sería muy significativo—. Teresa apunta a reuniones privadas de un cenáculo ortodoxo formado por iniciados, consejo que se halla con facilidad en su obra (VII, 20). Son palabras escritas en la seguridad relativa de San José de Ávila («al presente»), pero engloba a personas y actitudes que ya rodeaban a la santa por esos años. El mismo maestro Daza y Francisco de Salcedo, así como doña Guiomar; también algunos de sus confesores de principios de los años sesenta, Domingo Báñez, por ejemplo, y el P. García, de Toledo. A lo largo de esa relación con los círculos piadosos de Ávila su carácter de «dirigida» cambia, imperceptiblemente, hasta ser directora y consejera de un pequeño grupo de espirituales.

No era difícil, en efecto, confundir unos círculos con otros. Pero es que, además, su celda de la Encarnación era centro de reuniones periódicas. Esto ya lo hemos visto, pero nunca fue con la intensidad de aquella tarde de septiembre de 1560, cuando comenzaron a hablar «medio en burla [...] cómo se reformaría la regla que guardaba en aquel monesterio [...] y se hiciesen unos monesterios a manera de ermitañas, como lo primitivo que se guardaba desta regla». Lo sucedido aquella tarde en la celda de Teresa ha llegado hasta nosotros a través del relato del P. Ribera, pero también de los apuntes de María de San José. Allí estaba doña Guiomar de Ulloa, que, ante la subida de tono de la reunión, llegó a ofrecer mil ducados para empezar, como recuerda Teresa (XXXII, 10). Era la estela que en apenas un mes había dejado en Ávila fray Pedro de Alcántara.

Porque por fortuna para sor Teresa, en el verano de 1560 llegó a Ávila fray Pedro de Alcántara. Era fray Pedro uno de esos protagonistas de la reforma católica del primer quinientos; asceta hasta lo sublime, promovió la reforma franciscana fundando el monasterio de El Pedroso. No es difícil calibrar su autoridad en los círculos piadosos que rodeaban a Teresa. Ella se hace lenguas de su ascetismo (XXVII, 17 y ss.) y, dato curioso, llegó a ser testigo de un arrobamiento de fray Pedro un día que preparaba comida en el locutorio (XXVII, 17). El principal efecto de la visita de fray Pedro será independizar a Teresa de aquel círculo piadoso que tanto la amedrentaba cuando le decía que sus experiencias místicas tenían probablemente origen demoníaco. Fray Pedro tomó cartas en el asunto junto a Baltasar Álvarez y Francisco de Salcedo: «los habló a entramos y les dio causas y razones para que se asigurasen y no me inquietasen más» (XXX, 6). Momento oportuno, puesto que por esos años Teresa profundiza su experiencia mística. Las visiones aparecen ya bajo formas sensibles (XXIX, 13), como la famosa visión de la transverberación (XXVIII, 1-3), y llegan al arrobamiento (XXXI, 12), a veces de carácter llamativo (XX, 4), no poco problemáticos para la misma santa por su carácter marcadamente público, de auténtico espectáculo (XXXI, 12). De esos años es también la dolorosa experiencia de dar higas (XXIX, 6).

3. San José de Ávila

De esta forma, el verano de 1560 parece un punto de inflexión en el camino teresiano. Poco después comenzarán aquellas hablas interiores, de carácter divino, que la inclinaban imperiosamente a seguir el camino que la llevaría a fundar San José de Ávila. Teresa, como acostumbra, recaba la opinión de letrados, garantes de la deseada ortodoxia; y, entre ellos, el P. Pedro Ibáñez, de la Compañía, ya hacia finales del año sesenta (XXXII, 17 y ss.). Acosada por problemas y habladurías, acudirá de nuevo a fray Pedro Ibáñez, escribiendo lo que después se ha titulado la primera Cuenta de conciencia (XXXIII, 6); es el camino del Libro de la vida. Ante el famoso dictamen del P. Ibáñez y el decidido apoyo de fray Pedro de Alcántara, puso Teresa en marcha sus proyectos, apoyada en doña Guiomar. No obstante, el año sesenta se cerró sin la ansiada fundación ante las dudas del provincial de la Compañía.

Esos proyectos se reanudan mediando el año siguiente, 1561, cuando llega como nuevo rector de la Compañía en Ávila el P. Gaspar de Salazar, con quien traba conocimiento (XXX, 4 y ss.). La ayuda del nuevo provincial va a lanzarla al proyecto no poco temerario de organizar casi en absoluto secreto la fundación de San José. Para ello va a recabar a lo largo del año 1561 todos los extremos necesarios, con los detalles que el lector encontrará a lo largo de los capítulos XXXIII y siguientes del Libro. El 24 de agosto de 1562 comenzaba su trémula andadura San José de Ávila.

San José de Ávila es más que un monasterio. Con la perspectiva cómoda que el tiempo nos proporciona sabemos que fue el inicio de la reforma del Carmelo femenino y masculino, pero a la altura del año 1562 constituye ante todo la materialización modélica de la experiencia que sor Teresa había acumulado en su larga estancia en la Encarnación. La pobreza y la obediencia son normas que derivan inmediatamente de la plena aceptación de la regla primitiva, pero detalles como el límite máximo de trece profesas muestran hasta qué punto Teresa proyecta en San José la larga experiencia en la praxis de la vida religiosa que le había dado la Encarnación, convento con cerca de doscientas monjas, imposible de sostener materialmente dentro de límites prudenciales; donde, además, existían desagradables diferencias de acuerdo con las dotes, había doñas y dormitorio común; apenas se exigía clausura —sólo obligatoria desde el Concilio de Trento—. Esa atmósfera recargada de tensiones, tan poco propicia para la continuada oración —principal finalidad carmelita—, quiere atajarla Teresa desde el principio. Bastará una chispa para convertir ese anhelo de perfección en camino normativo dentro del mismo Carmelo.

Tal será la visitatio hispanica del P. Rubeo. En efecto, el cardenal Rubeo, general del Carmelo, recorre España en visita de reforma religiosa desde 1566. A mediados de febrero de 1567, llega a San José de Ávila y ya no abandonará la ciudad sin extender patentes para nuevas fundaciones. Años después refería Domingo Báñez que el propio general le había dicho a la madre «que hiciese tantos monasterios como pelos tenía en la cabeza». También el general carmelitano recorrió el autógrafo teresiano, prendado de aquella monjita singular —«piedra muy de ser preciada, por ser preciosa», escribía años después a la fundación de Medina del Campo— como demuestra la letra elogiosa de las patentes: «Damos libre facultad y llena potestad a la reverenda madre Teresa de Jesús, carmelitana, priora moderna en san Josef [...] que pueda tomar y recibir casas, iglesias, sitios, lugares en cada parte de Castilla en nombre de nuestra Orden [...] Ningún provincial, vicario o prior desta provincia la pueda mandar; más sólo Nos [...]».

Pero parece conveniente volver a los días inmediatamente posteriores a agosto de 1562 para encontrarnos uno de los principales teólogos de la centuria en el círculo de sor Teresa: fray Domingo Báñez. Para más señas, digamos que fue uno de los protagonistas de aquella gigantesca batalla intelectual llamada por los historiadores «polémica de auxiliis» que provocó durante décadas la indecisión de la mismísima sede apostólica. Pero entonces apenas era un joven profesor de treinta y cuatro años, lector de teología, cuyo nombre ni siquiera constaba —pues estaba en lugar de fray Pedro Ibáñez— entre los invitados a la temible reunión de la Junta Grande abulense celebrada el domingo 30 de agosto de 1562 con la finalidad exclusiva de cerrar para siempre aquella primera fundación teresiana. Cuentan las actas pertinentes, y la propia Teresa, que «un presentado de la Orden de Santo Domingo» (XXXIV, 15) alzó la voz contrariando a la Junta cuando ya habían concluido «que luego se deshiziese». Sus palabras no convencieron a la Junta, claro está, pero aplazaron aquellos propósitos hasta nueva reunión, y, por tanto, indefinidamente. No creo inútil traer a colación esos momentos difíciles, puesto que Domingo Báñez ha pasado a la historia como un lastre dentro del círculo teresiano, capaz de hacer un doble juego «hasta ver en qué paraba esa muger». Pero depositando él mismo el manuscrito en el Santo Tribunal soslayaba las delaciones que ya surgían en Valladolid y Sevilla, convirtiéndose en calificador del manuscrito, y en su garante, mediante aquellas notas marginales donde se identifica sin empacho en 1575 con aquel «presentado de la orden de Santo Domingo» que defendió la obra teresiana en momentos tan difíciles, y haciendo, de paso, un elogio de las fundaciones posteriores. No es poco; especialmente porque nunca debemos olvidar que Teresa pasó gran parte de su vida esperando a la Inquisición.

Entretanto había vivido la santa en 1562 un acontecimiento que merece comentario. En el invierno de 1561 es solicitada por Luisa de la Cerda, hermana del duque de Medinaceli, para pasar una temporada en Toledo. Será allí donde trabó conocimiento y profunda amistad con el P. García de Toledo (XXXIV, 8), quien, en realidad, pasará a ser discípulo de la santa (XXXIV, 8; XXXIV, 10, y supra XVI, 7), cantando ambos una misma canción (XIV, 12), al que llama «mi hijo» (XVI, 6), y a quien se dirige con más asiduidad —quizá siempre— en las páginas del Libro de la vida (XIV, 12). Será bajo la discreta presión del P. García de Toledo como Teresa comienza a escribir por largo su vida y modo de oración. Esta primera redacción, ya plenamente autobiográfica, quedó cumplimentada en los días de junio de 1562, y durante el verano de ese año él mismo le sugerirá añadir a esa primitiva redacción la fundación de San José de Ávila. Nacerá así una segunda redacción que es la que ha llegado hasta nosotros.

Claro que el lector que recorra las páginas del Libro de la vida no hallará sólo el reguero de una vida, puesto que la principal razón de esa vida es su especial relación con la divinidad. Será, de hecho, el punto visceral que acoplará con manifiesta coherencia las diferentes secciones de una obra que a trechos aparece como multivalente, obediente a distintas voces —primera y tercera— y dirigida a varios y a un interlocutor —voces segunda y tercera—. Si tenemos en cuenta que Teresa escribe una redacción sobre otra no será difícil explicar la dificultad que le supuso conjuntar fechas y acontecimientos que en algunos casos se hallaban a años de distancia; como no será difícil explicar la suerte cambiante del destinatario teniendo en cuenta el círculo fluctuante que rodeaba a Teresa. Obviamente el P. García de Toledo, inspirador, en términos históricos, del Libro, es el principal interlocutor de la madre Teresa. La distancia que la santa plantea para su incógnito lector es una característica que la acompañará a lo largo de su obra. Lo vemos en esta obra en los capítulos X-XXII, donde el tono expositivo gana en didactismo, aunque sin adquirir el tono más impersonal de Las moradas o del Camino de perfección. No obstante, está fuera de toda duda que incluso en los casos en que Teresa habla en tercera persona relata sus propias experiencias. Pero estos capítulos citados, tradicionalmente conocidos con el nombre de Tratado de oración, se hallan trabados entre sí no sólo por una temática común, sino por una metáfora que la santa utiliza para clarificar su exposición de la forma y modos de oración: la oración como agua de riego. La importancia del hecho está señalada por la propia Teresa cuando, al iniciar el capítulo XXIII, tras el Tratado de oración, observa: «Es otro libro nuevo de aquí adelante, digo otra vida nueva. La de hasta aquí era mía; la que he vivido desde que comencé a declarar estas cosas de oración, es que vivía Dios en mí» (XXIII, 1). Finalmente, los últimos capítulos de la obra tras la fundación de San José (XXXVIII y ss.) están dedicados a experiencias místicas sucedidas en aquel monesterio desde mediados del año 1562. De nuevo aquí el Libro abandona la continuidad de hechos históricos para entrar de forma casi total en la intimidad de la vida mística.

Con la referencia a estos últimos capítulos entramos en una de las características que separan nítidamente el Libro de la vida de la restante producción teresiana: la vida mística. Será aquí donde tome la pluma para contar a un círculo restringido de confesores y hombres de religión los vericuetos de su experiencia espiritual, materia no para el público. Teresa expresa continuamente, disculpándose, el resorte de la obediencia que la lleva por caminos tan resbaladizos, cuenta sus temores de que el manuscrito llegue al público; en algún caso podría haber tachado alguna cita bíblica, posiblemente de los Cantares (XXVII, 11), con corrección al margen con todos los visos de ser autógrafa. Sucede así por el carácter testimonial del Libro, que no acaba de perder, ni quiere, probablemente, su carácter de relación, de apología pro vita sua, con el Santo Oficio como telón de fondo. Sin embargo, no parece pertinente poner el acento en el aspecto de obediencia que tenía este libro y toda su obra, cuando ella misma nos dice entender la expresión de su experiencia mística como un don de la divinidad, y, por tanto, inseparable de aquella experiencia: «Una merced es dar el Señor la merced y otra es entender qué merced es y qué gracia, otra es saber decirla y dar a entender cómo es» (XVII, 5: véase también XIV, 8 y XXX, 4).

4. Obra literaria y religiosa. Las fundaciones

No obstante, el Libro de la vida plantea el inicio de una obra literaria que se diversifica temáticamente en el tiempo partiendo de aquella obra inicial. De hecho, Camino de perfección, un comentario al padrenuestro sazonado de sales teresianas, comenzado en los últimos días de 1562 y en el que se ha querido ver el reflejo de aquellas tardes de la Encarnación, será un mandato de los confesores para que Teresa amplíe las secciones que en su autobiografía trataban del tema de la oración, y escriba, a la postre, un tratado de oración al uso. Otro tanto sucede con Las fundaciones, comenzadas en el verano de 1573, cuyos altercados parecen hallarse prefigurados en los densos capítulos que el Libro de la vida dedica a la fundación de San José. En fin, por lo que se refiere a Las moradas, el P. Gracián, en sus escolios a la biografía del P. Ribera, nos ha transmitido un dato precioso. A finales de mayo de 1577, en conversación privada con el P. Gracián —su confesor, por entonces—, se dolía Teresa de la pérdida de su Libro en manos del Santo Oficio («¡Oh, qué bien escrito está ese punto en el libro de mi vida que está en la Inquisición!»). Entonces el P. Gracián le increpa a que «haga memoria de lo que se le acordare y de otras cosas, y escriba otro libro». Así nacieron Las moradas del castillo interior.

El dato es precioso porque nos pone en camino de comprender cómo el Libro de la vida fue para Teresa hasta 1575 testimonio e instrumento. Volvía a él continuamente para aclarar problemas y puntos que le salían al paso. Inclinada durante diez años sobre el precioso autógrafo que llevaba consigo a todas partes —mi alma—, no es extraño que surgieran anotaciones marginales, correcciones y matizaciones, la mayor parte de las veces de carácter autógrafo. Ante la posibilidad del examen inquisitorial no es extraño tampoco que algunas tachaduras posean igualmente carácter autorial, si bien el manuscrito pasó por las manos del P. Báñez, cuyas notas marginales aclaran puntos de teología y, en algún caso, especifica su comportamiento junto a la santa, como hemos visto (XXXVI, 12). Las modernas ediciones reproducen también en sus notas las que puso el P. Gracián en la príncipe de Luis de León (Salamanca, 1588), auxilio precioso para reconocer las personas que se movían en el entorno teresiano (confesores, etc.), y que ella nombra sólo de forma indirecta.

La relación de la autobiografía con la restante obra teresiana nos da pie para comentar los últimos años de su vida, rebosantes de actividad. Porque con las patentes y bendiciones del P. Rubeo está claro que el temperamento nervioso de la santa no iba a soportar el aislamiento de San José de Ávila. Si bien aquellos años, «lo más descansado de mi vida» (Fundaciones, 1, 1), estuvieron repletos de actividad espiritual. Aparte de consolidar la fundación y aumentar sus religiosas, escribe allí la primera redacción de Camino de perfección, las Meditaciones sobre los Cantares, la segunda redacción del Libro de la vida y las Constituciones. Con todo, aceptó la posibilidad que le brindaban las patentes como una indicación divina, como una responsabilidad ineludible. Desde entonces su actividad se orienta a la fundación de conventos descalzos de acuerdo con la regla primitiva del Carmelo seguida en San José: el 15 de agosto de 1567 tañía por primera vez la campana en San José de Medina del Campo, primera fundación teresiana fuera del ámbito abulense donde acostumbraba a moverse. Había costado no poco; desde entrar por la noche en la villa hasta cierta oposición que vencieron allí sus conocidos. Será la primera de un reguero de fundaciones que se extienden por Castilla, y, en parte, por Andalucía, aunque a la madre Teresa no le gustaba alejarse de su meseta natal. Los caminos eran difíciles; los viajes, irremediablemente largos y lentos. Cuenta Teresa el temor de tener que ponerse en camino, que acorta a veces con cantarcillos y poesías vueltos a lo divino. Teresa era amiga de esos pasatiempos de los que se ha conservado muestra en sus poemas.

Las fundaciones de monasterios carmelitanos de la regla primitiva nacerán así según condiciones fácilmente deducibles de la mente pragmática de la santa. Se fundará en lugares de amplia población, con preferencia ciudades comerciales —he ahí Medina— o en ciudades grandes de la época. De esta forma las comunidades fundadas con pobreza no estarán constreñidas por la falta de limosnas. En caso de fundaciones en lugares pequeños o rurales se fundarán monasterios con renta suficiente (Fundaciones, 24, 17). La obra teresiana adquiere así con las fundaciones un rango cada vez más enquistado en la sociedad de su tiempo. La oposición social, los problemas muchas veces imprevisibles que se plantearon ante San José de Ávila los verá multiplicados a lo largo de Castilla, y a veces con curiosas variantes, como en el caso de Toledo, cuando la abandonaron todos sus amigos al aceptar limosnas de conversos. Porque, desde el año 1568, pocos van a pasar sin fundación; 1568: Medina, Valladolid y Malagón; 1569: Toledo y Pastrana —y en Pastrana la irritante princesa de Éboli—; 1570: Salamanca; 1571: Alba de Tormes; 1574: Caravaca; 1580: Villanueva de la Jara y Palencia; 1581: Soria; 1582: Burgos. El balance se cierra dolorosamente ante la imposibilidad de fundar en Madrid.

El año 1575 va a ser también el punto de partida de un enfrentamiento dentro del propio Carmelo que pondrá en peligro la obra de la santa. El éxito de su reforma despierta susceptibilidades. Éstas aumentan cuando los descalzos comienzan a ser nombrados visitadores apostólicos de los calzados. Algunos de ellos autorizan a fundar conventos descalzos en Andalucía, ante la confusión de Teresa (Fundaciones, 24, 4). ¡Fundar en Andalucía! Las patentes del P. Rubeo se extendieron para atender la situación jurídica de las fundaciones castellanas: Beas y Sevilla proporcionan motivos considerados sólidos para atacar la reforma. Aquel mismo año, el capítulo general del Carmelo reunido en Piacenza (Italia), donde no estaba presente ningún descalzo, guiado por informaciones de los calzados andaluces, decreta la supresión de las fundaciones andaluzas y conmina a la madre Teresa a recluirse en uno de sus conventos castellanos. A finales de ese mismo año, fray Juan de la Cruz es apresado en Ávila y en diciembre de 1577 encarcelado en Toledo. Ahí se escribirán —quizá simplemente se memorizarán— algunas coplas iniciales del Cántico espiritual. La santa se queja al Rey y escribe una dolorosa carta al P. Rubeo. Lo cierto es que el capítulo de Piacenza ha perdido los papeles. Hacia el año 1575, la autoridad de la madre Teresa es prácticamente invulnerable. Declararla «apóstata y descomulgada», como hizo el provincial de Castilla, o intentar recluirla es desconocer la realidad. Por el contrario, las piezas que Teresa mueve desde Toledo, pluma en mano, se revelan eficaces. El nuncio Sega destituye al P. Gracián del cargo de visitador apostólico el 23 de julio de 1578, pero el 9 de agosto siguiente es el Consejo Real el que prohíbe que los descalzos obedezcan al nuncio. De hecho, va a resultar imposible aplicar las resoluciones del capítulo de Piacenza: el 22 de junio de 1580 el breve Pia consideratione ordena la separación de la descalcez como provincia independiente, noticia recibida con alegría por Teresa «estando en Palencia [...] uno de los grandes gozos y contentos que podía recibir en esta vida» (Fundaciones, 29, 30-31). Su reforma, en efecto, ha salido notablemente fortalecida de la prueba.

Pero la vida de la madre Teresa toca a su fin. Los últimos quince años han sido de un extremado ajetreo, de una actividad inaudita, cruzando Castilla mil veces, en cualquier dirección, siempre al cuidado de los conventos. A finales de noviembre 1581, sale fray Juan de la Cruz —«su senequita»— de San José de Ávila camino de Granada. Ya no se verán más. A lo largo de 1582 desarrolla, con todo, una gran actividad. Durante el mes de enero sale de Ávila y llega a Burgos, pero pasando sucesivamente por Medina del Campo, Valladolid y Palencia. Concluida la fundación de Burgos, sale para Valladolid, y poco después para Medina del Campo —17 de septiembre (carta 475)—. Cuando llega a Medina le espera la orden del P. Antonio de Jesús para dirigirse a Alba de Tormes, hacia donde sale el día 19. En el camino, «cuando llegamos —cuenta el P. Antonio— a un lugarito de Peñaranda, iba la Madre con tantos dolores y flaquezas, que le dio allí un desmayo que a todos nos hizo lástima verla». Llega el 20 de septiembre a Alba de Tormes visiblemente cansada. Aquella misma noche comienza una grave hemorragia. Los médicos la desahucian. Un carcinoma uterino —conclusiones de la medicina histórica— que la corroía hacía años se había despertado con la dureza de los caminos y la actividad incansable. El día 4 de octubre, hacia las nueve de la noche, expiraba dando gracias al cielo «porque la había hecho hija de la Iglesia y moría en ella».

JORGE GARCÍA LÓPEZ

Universitat de Girona