Capítulo Tres

 

A la mañana siguiente, Stephanie, furiosa, se paseó por toda la casa descolgando cuadros de las paredes y amontonándolos contra una pared en el comedor. Era lo único que se le ocurría hacer en aquel estado de cólera.

No podía creer que había accedido al ridículo plan de Wade.

Al oír la camioneta de Wade detenerse delante de la casa, lanzó un gruñido y, acto seguido, se dirigió hacia la puerta. Antes de que a él le diera tiempo a llamar, ella abrió, le arrebató de las manos el puñado de cartas, cerró la puerta de un golpe y echó el cerrojo. Contenta consigo misma por haber sido más lista que él, fue al cuarto de estar y se sentó en el sillón de su madre.

Acababa de desatar el cordel que ataba el pequeño montón de cartas cuando, de repente, se sintió observada. Miró hacia la puerta del cuarto de estar y se dio un susto al ver a Wade en el umbral.

Wade le mostró las llaves que tenía en la mano.

–Lo siento, pero no te ha salido bien –dijo él metiéndose las llaves en el bolsillo, haciéndole saber que, en el futuro, no le serviría de nada tratar de impedirle la entrada–. Volveré cuando termine de dar de comer a los animales.

Maldiciéndose a sí misma por no haber pensado en hacerse con la llave escondida encima de la puerta, Stephanie se dispuso a leer las cartas de su padre.

 

Janine:

¿Alguna vez has pensado que todos los que te rodean se han vuelto locos y que eres la única persona sana mentalmente en el mundo? Así es como me siento yo en estos momentos. Te lo juro, un par de tipos de mi regimiento se han vuelto locos: si no están borrachos, están completamente fumados o… cosas peores.

Cuando luchamos, tenemos que trabajar juntos y dependemos los unos de los otros para sobrevivir. Pero estos tipos están tan fuera de sí que no puedo confiar en su apoyo. He intentado hablar con ellos, les he dicho que el alcohol y las drogas les están afectando el cerebro y que, si no lo dejan, vamos a morir todos por su culpa. Pero ellos se han echado a reír y me han llamado viejo. Lo único que quiero es que su estupidez no nos cause la muerte.

Perdona, no debería preocuparte con estas cosas. Lo que pasa es que, a veces, necesito desahogarme…

 

Stephanie apretó los labios al leer la palabra «desahogarme». Habría preferido que su padre hubiera elegido otra palabra distinta a la que Wade había utilizado la noche anterior respecto a lo que ella necesitaba. Tras esa reflexión, continuó leyendo.

 

… pero no puedo hacerlo con nadie aquí. Si se lo dijera al teniente, me sentiría como un chivato y, posiblemente, causaría problemas a esos tipos.

En fin, dejemos este tema. Dime, ¿cómo te encuentras? ¿Se te han pasado las náuseas? ¿Cuánto peso has ganado? Y no te preocupes por esos kilos de más, te quiero de todas las maneras. ¿Se te ha ocurrido algún nombre? Si es niño, me gustaría que se llamara William, como mi padre, y lo llamaríamos Will. Y si es niña… siempre me ha gustado el nombre de Stephanie. Tenía una amiga, no una novia, que se llamaba Stephanie y que era muy buena amiga. Stephanie Blair. ¿Qué te parece?

Bueno, será mejor que te deje. El helicóptero va a aparecer en cualquier momento para llevarse las cartas y quiero enviarte ésta.

Te quiero

Larry.

 

Con cuidado, Stephanie dobló la carta y la metió en el sobre. Su padre le había puesto el nombre. Su padre, no su madre, había elegido su nombre. Y, rápidamente, contuvo la emoción que eso le produjo.

Podía hacerlo, pensó enorgullecida de sí misma. Podía leer las cartas sin llorar. Había leído una entera sin sentir que el mundo se le echaba encima.

Convencida de que podía controlar sus emociones, sacó la siguiente carta.

 

Queridísima Janine:

Ayer perdimos a un compañero. Llevábamos dos días sin señales del enemigo y estábamos a punto de marcharnos de la zona cuando, de repente, fue la hecatombe.

Estábamos cerca de un hoyo causado por una bomba y corrimos hacia él para protegernos mientras llamábamos al helicóptero por radio. Logramos defendernos hasta que apareció el helicóptero; pero, justo en el momento en que apareció el aparato, alguien se dio cuenta de que Deek, uno de nuestros compañeros, no estaba en el grupo.

Sólo disponíamos de unos segundos para subirnos al helicóptero y marcharnos de allí. Todavía quedábamos dos en tierra, T.J y yo, cuando, de repente, oímos unos gritos parecidos a gritos de guerra seguidos de disparos. Miré hacia la izquierda y vi a Deek, de pie al borde del hoyo, disparando como si fuera John Wayne. Le grité que se tirara a tierra, pero fue demasiado tarde.

El primer tiro le dio en el cuello y fue ése el que, probablemente, lo mató. Le dispararon unos veinte tiros más y cayó al hoyo. T.J y yo le arrastramos hasta el helicóptero y le trajimos al campamento. Supongo que sus padres ya han recibido la mala noticia. Espero que no se enteren nunca de que estaba completamente drogado cuando murió.

Si Deek me hubiera hecho caso y no se hubiera drogado, quizá estaría vivo. Por supuesto, cabe la posibilidad de que le hubieran matado a tiros de todos modos. Ése es el problema, nunca se sabe si te va a tocar.

En cierto modo, tengo que agradecerle a Deek algunas cosas. Verle morir ha cambiado mi vida. Pasé la mayor parte de la noche en vela, pensando en los errores que he cometido en la vida, y se me ha ocurrido que, en el futuro, no voy a tardar tanto en decir a las personas lo que pienso de ellas. Voy a abrirme más a nuevas ideas y voy a intentar no juzgar a aquéllos con los que no estoy de acuerdo. Nunca se sabe cuándo se te va a acabar el tiempo para rectificar.

Te quiero, Janine.

Larry.

 

Stephanie se quedó mirando a la pared, atónita por la escena que su padre había descrito. No quería ni imaginar los horrores que su padre había visto en Vietnam. La muerte de Deek, probablemente, era uno sólo entre muchos.

Pensó en el efecto que, según su padre, la muerte de Deek le había producido. De haber sobrevivido, ¿qué clase de hombre sería su padre? Sin duda más sabio de lo que había sido, a juzgar por las lecciones que había aprendido. Sin embargo, nunca tuvo la oportunidad de demostrarlo.

Pero ella sí. Ella sí podía hacer suyo el aprendizaje de su padre e incorporarlo en su vida. Sería una forma de honrar a su padre. Sería una forma de hacerle vivir en ella.

 

 

Wade se quedó quieto en el umbral de la puerta, observando a Stephanie en silencio. No estaba llorando, lo que era una buena señal; pero tampoco estaba dando saltos de alegría. Parecía pensativa.

–¿Has terminado de leer las cartas?

Ella se sobresaltó al oír su voz y luego lanzó un suspiro.

–No te había oído entrar.

Wade se quitó el sombrero y se adentró en la estancia.

–Lo siento. Bueno, ¿qué tal?

Evitando sus ojos, Stephanie alzó los hombros y volvió a atar el grupo de cartas.

–Supongo que bien. Sólo he leído dos.

–¿Dos? –repitió él mirándose el reloj–. Debían ser muy largas, ha pasado casi una hora.

–No eran largas, pero sí concentradas.

–Ah.

–Sólo tenía veintiún años cuando murió y, sin embargo, debía haber visto mucho más que cualquier hombre que le doblara la edad.

–Sí, lo imagino.

Stephanie alzó la cabeza y lo miró a los ojos.

–En la segunda carta que he leído, habla de la muerte de un compañero suyo –parpadeando, Stephanie sacudió la cabeza–. Ha sido muy duro leerlo. No quiero ni imaginar lo que debió ser vivirlo.

–La guerra es así. Si no, pregunta a cualquier veterano.

Stephanie bajó los ojos de nuevo.

–Siento admitirlo, pero lo que sé de la guerra es lo que he leído en los libros de Historia. Tampoco leo libros de guerra ni veo películas de guerra. Supongo que soy como los avestruces, que entierran la cabeza en la arena.

Wade pensó en su hija, en los problemas que estaba teniendo con ella, y sacudió la cabeza.

–No. No es fácil ser inocente en nuestros tiempos. Teniendo en cuenta los medios de información, la televisión, el cine… considero un milagro que conserves parte de tu inocencia.

–¿Inocencia? ¿Yo? –Stephanie sacudió la cabeza y lanzó una carcajada–. Creo que perdí la inocencia a los seis años, cuando Tammy Hones me dijo que Papá Noel no existía.

–Por favor, no me digas eso –dijo Wade con voz suplicante llevándose una mano al corazón.

Ocultando una sonrisa, Stephanie dejó las cartas a un lado y subió las piernas hasta sentarse en ellas.

–Yo no he dicho que Papá Noel no exista, sólo he repetido lo que Tammy me dijo.

Wade se pasó una mano por la frente con un exagerado gesto de alivio.

–¡Menos mal! Me habías asustado. Le he pedido a Papá Noel que me traiga un tractor por Navidad.

–¿Un tractor? –repitió ella alzando los ojos al techo–. Los hombres y sus juguetes.

–Un tractor no es un juguete, es una máquina –le informó él.

–Lo que tú digas.

–Muy bien, lista. ¿Qué le vas a pedir tú a Papá Noel estas navidades?

Stephanie parpadeó como si la pregunta le hubiera sorprendido; después, los ojos se le llenaron de lágrimas.

Wade contuvo un gruñido al darse cuenta de que, ahora que Bud no estaba, serían las primeras navidades que Stephanie iba a pasar sola.

Se agachó delante de ella y le cubrió las manos con las suyas.

–Lo siento, Steph. He sido muy torpe.

Ella sacudió la cabeza.

–No, no ha sido culpa tuya. Yo… no se me había ocurrido pensar en eso todavía.

–Escucha –dijo él con intención de animarla–, como castigo por haber sido un bocazas, te concedo una hora de trabajo como esclavo. Puedes mandarme lo que quieras.

Tras pensarlo unos segundos, ella contestó:

–Está bien. Pero no olvides que ha sido idea tuya, no mía.

 

 

Stephanie no sabía por qué había aceptado la oferta de Wade… o quizá sí.

«Nunca se sabe cuándo se te va a acabar el tiempo para rectificar».

Era una de las cosas que su padre había dicho en la carta, uno de los cambios en su vida. Uno de los cambios que Stephanie iba a hacer suyo por la memoria de su padre.

Pero… ¿podía perdonar a Wade? ¿Perdonarle de verdad?

Sacudió la cabeza mientras metía una bandeja en una caja, no segura de si sería capaz de perdonarle.

–¿Dónde pongo esto?

Stephanie alzó el rostro y vio lo que Wade tenía en las manos.

–¡Vaya! Hacía siglos que no veía eso –dijo Stephanie extendiendo las manos para agarrar el círculo de escayola.

–¿Qué es? –preguntó Wade agachándose a su lado.

–Ya veo que no entiendes nada de arte –comentó ella con una sonrisa traviesa–. Lo hice en el colegio. La profesora nos hizo plasmar nuestras huellas en escayola.

–Es diminuta –dijo él sorprendido.

–Tenía cinco años. Ahora tengo las manos más grandes.

–De todos modos, las mías son más grandes que las tuyas –dijo él en tono desafiante–. Vamos a compararlas.

Stephanie titubeó unos segundos, temerosa del contacto físico, antes de poner la palma de la mano contra la de Wade. Lo primero que le sorprendió fue el calor, seguido de la fuerza que sintió bajo la piel. Cerró los ojos al temblar de placer de pies a cabeza.

–¿Lo ves? La mía es mucho más grande –presumió Wade. Pero, al mirarla a los ojos, frunció el ceño–. Steph, ¿te pasa algo? Tienes la cara muy colorada.

Naturalmente, quiso decirle ella. Se sentía como si la hubieran prendido fuego al recordar lo que las manos de Wade podían hacerle a una mujer.

Respirando profundamente, Stephanie forzó una sonrisa.

–No, me pasa nada. Sólo estoy un poco mareada. Supongo que he estado trabajando demasiado estos días.

Stephanie intentó retirar la mano, pero Wade entrelazó los dedos con los suyos, impidiéndoselo. Perpleja, ella lo miró a los ojos y… vio en ellos el mismo deseo que la estaba quemando.

–Steph…

Stephanie ladeó el rostro y sacudió la cabeza.

–No. No, por favor. Yo…

–¿Tú, qué?

Tragándose las lágrimas, Stephanie lo miró a los ojos.

–No quiero que me beses. No puedo olvidar… lo que pasó.

Vio el enfado que cruzó su mirada.

–¿No puedes o no quieres?

–Da igual –dijo ella bajando los ojos–. Da igual, el resultado es el mismo.

–Puede que a ti no te importe, pero a mí sí. ¡Por favor, Steph! Aquello pasó hace mucho tiempo. ¿Por qué no puedes olvidarlo?

–Porque aún me duele –dijo ella, también furiosa–. A pesar de los años que han pasado, me sigue doliendo.

Wade se la quedó mirando fijamente.

–Todavía… te importo –murmuró él como si acabara de enterarse.

Ella sacudió la cabeza e intentó soltarse la mano de la de Wade.

–No. No puede ser…

–Puede que no quieras, pero no puedes negar lo que estoy viendo. No puedes negar lo que sientes.

Una lágrima resbaló por la mejilla de ella.

–¡Ah, Steph! –dijo Wade con tristeza–. No quería hacerte daño. Te pedí que me perdonaras y tú no lo hiciste… aunque quizá te pidiera demasiado. Es posible que siga siendo pedirte demasiado. Sé que, después de lo que te hice, es imposible que volvamos a estar juntos, pero… ¿no podríamos ser amigos por lo menos? Por favor, Steph, ¿te parece que es pedir demasiado?

Ella, desesperadamente, quería decirle que sí, que era demasiado pedir, pero no pudo. Y no se debía tanto al efecto que la última carta de su padre había tenido en ella que a la forma como le afectaba el sincero ruego de Wade.

Sin embargo, no podía exponerse a que Wade volviera a hacerle daño. No podía. Intentaría ser su amiga, pero nada más.

–Supongo que puedo intentarlo.

Wade dejó escapar un prolongado suspiro.

–Bueno, es un comienzo –soltándole la mano, agarró el disco de escayola con la huella de la mano de ella–. ¿Qué hago con esto?

Stephanie parpadeó y frunció el ceño mientras observaba el trozo de escayola. Encogiéndose de hombros, indicó el montón de objetos para tirar.

–Puede que me arrepienta en el futuro, pero déjalo con las cosas para tirar.

–Si quieres, puedo guardarlo yo.

Stephanie sacudió la cabeza y agarró una taza de porcelana para envolverla.

–Ya tengo demasiadas cosas para guardar.

–Pero si es algo especial…

–Ése es el problema, todo es especial –Stephanie indicó con una mano la estancia entera–. Todo lo que hay aquí es especial, todo objeto es un recuerdo de algo.

–En ese caso, lo que uno debe hacer es comprarse una casa más grande o almacenarlo en algún sitio alquilado.

Stephanie frunció el ceño cuando vio a Wade agarrar un trozo de papel y empezar a envolver el disco de escayola.

–¿Qué estás haciendo? Te he dicho que lo tires.

–¿Que tire semejante objeto de arte? De ninguna manera. Esto no tiene precio.

Los ojos de ella se llenaron de lágrimas una vez más. La negativa de Wade a tirar aquel recuerdo de su infancia la enterneció.

–¿Qué hora es? –preguntó Stephanie, decidida a no dejarse llevar por los sentimientos.

Wade se miró el reloj.

–La una y treinta y cinco minutos.

Stephanie metió la taza que había envuelto en una de las cajas y se incorporó.

–Lo que significa que ya has cumplido con tu hora de esclavitud.

–Si quieres, puedo quedarme un rato más.

–No –Stephanie le dio un empujón hacia la puerta–. Te lo agradezco mucho, pero sé que tienes mucho trabajo.

–Sí, es verdad –dijo Wade volviéndose a mirar el reloj.

En la puerta, Wade se detuvo y volvió la cabeza para mirarla.

–Steph, me alegro de que volvamos a ser amigos.

Ella tuvo que tragar saliva para contener la emoción.

–Sí, yo también.

***

 

 

Stephanie no podía dormir.

Sabía que Wade había querido besarla y eso era lo que la mantenía despierta. Porque ella aún quería sus besos. ¡Cómo podía ser tan tonta! ¿Qué mujer, con dos dedos de frente, querría exponerse a volver a sufrir lo que ella había sufrido?

Con un gruñido, se tiró del pelo en un esfuerzo por dejar de pensar en Wade. Pero, al no conseguirlo, bajó de nuevo los brazos y se quedó mirando al techo.

Runt lanzó un ladrido y ella se puso tensa, aguzando el oído. Al no oír nada, se incorporó hasta sentarse en la cama y miró a la alfombra donde Runt estaba tumbado.

–¿Qué pasa, Runt? –preguntó ella en un susurro–. ¿Has oído algo?

El animal se incorporó y fue hasta la puerta.

Stephanie se levantó de la cama y se acercó al perro.

–¿Hay alguien ahí fuera? –le susurró a Runt.

Runt levantó una pata y, con la pezuña, arañó la madera de la puerta.

–Si lo que quieres es que te saque de la casa para hacer pis, me voy a enfadar muchísimo contigo –le advirtió Stephanie.

Runt volvió a lanzar un ladrido.

–Por favor, Runt, no me hagas esto –gimió ella.

Pero al ver que Runt continuaba ladrando y arañando la puerta con las pezuñas, Stephanie se armó de valor y, muy despacio, abrió la puerta una rendija y se asomó al pasillo. Al no ver nada extraño, abrió de par en par. Runt salió corriendo y ladró violentamente. Y a ella se le heló la sangre al pensar, de repente, en ladrones y asesinos.

De pronto, Stephanie recordó la escopeta que Bud guardaba detrás de la puerta del cuarto donde estaban la lavadora y la secadora, y se dirigió hacia allí. Al cruzar la cocina, susurró con impaciencia:

–Espera un momento, Runt –le dijo al perro, que estaba arañando la puerta posterior de la casa.

Tras hacerse con la escopeta y asegurarse de que estaba cargada, Stephanie volvió a la cocina y agarró el pomo de la puerta posterior de la casa.

–Tú primero –le dijo al perro y abrió la puerta.

Runt salió de la casa a la velocidad del rayo, ladrando sin parar. Ella corrió tras él.

Espesas nubes cubrían el cielo, negando la luz que pudiera proyectar la luna. Estremeciéndose, Stephanie apoyó la culata de la escopeta en su hombro y empezó a caminar despacio hacia el establo, con el dedo en el gatillo.

Un relámpago iluminó el firmamento, seguido de un trueno. Jurando estrangular a Runt si resultaba ser algún capricho del animal, aceleró el paso.

Cuando estaba a unos quince metros del establo, Runt, de repente, dejó de ladrar. Frunciendo el ceño, Stephanie se puso tensa, aguzando el oído, pero no oyó nada. Por fin, de puntillas, se acercó a la entrada del establo.

Una vez allí, gritó:

–¡Salga con las manos arriba!

–¿Steph?

Al oír aquella voz de hombre, el susto la hizo dar un salto.

–¿Wade? –preguntó ella con incredulidad–. ¿Eres tú?

–Sí, soy yo.

Las luces del establo se encendieron y ella parpadeó, momentáneamente cegada por la luz. Por fin, vio a Wade avanzando hacia ella, seguido de Runt.

Stephanie dudó entre apretar el gatillo y dispararles a los dos por el susto que le habían dado o lanzar el más profundo suspiro de alivio de su vida. Tras decidir que no era capaz de cometer un asesinato, bajó la escopeta y eligió su lengua como arma.

–¿Qué demonios estás haciendo aquí en mitad de la noche? –le gritó a Wade. Pero, antes de que él pudiera contestar, volvió la cabeza hacia Runt–. Y tú comportándote como si estuviéramos rodeados de ladrones. Se supone que tienes que protegerme, no asustarme.

Wade acarició la cabeza del animal.

–No es culpa de Runt, sino mía. Debería haber supuesto que me oiría y que armaría un escándalo.

–¿Que oiría qué? –gritó ella–. Yo estaba despierta y no he oído nada… A propósito, ¿dónde está tu camioneta?

–En casa. He venido andando.

–¿Que has venido andando hasta aquí?

Wade se metió las manos en los bolsillos del pantalón y encogió los hombros.

–No podía dormir y se me ocurrió venir a ver a una vaca que está a punto de parir. Es una vaca muy joven y Bud tenía miedo de que tuviera problemas al parir –explicó Wade.

–Has venido andando –repitió ella, aún incapaz de creerlo.

–No está tan lejos si se viene a través del bosque.

Stephanie sacudió la cabeza.

–No puedo creerlo. Además, hay un montón de animales salvajes ahí metidos.

Wade contuvo una sonrisa.

–No se me ha cruzado ningún oso ni ningún puma.

Stephanie frunció el ceño.

–No me sorprende, ya que esos animales están extintos por estas tierras. Pero hay coyotes y serpientes de cascabel –le recordó ella–, y son peligrosos.

Como Wade se la quedó mirando sin responder, Stephanie alzó los ojos al techo.

–¡Hombres! Con los cerebros de varias docenas quizá se pueda conseguir un cerebro que medio sirva.

Un relámpago volvió a iluminar el cielo seguido de otro trueno, y Stephanie se sobresaltó.

Con unas suaves carcajadas, Wade le quitó la escopeta y la tomó del brazo.

–Vamos. Será mejor llevarte a casa antes de que la tormenta se nos eche encima.

Ambos echaron a andar hacia la casa seguidos de Runt.

–¿Y tú? ¿Cómo vas a volver a tu casa?

–De la misma forma que he venido. Andando.

Stephanie se detuvo, haciéndole parar.

–¡Te vas a empapar!

Wade se encogió de hombros y echó a andar otra vez, tirando de ella.

–No será la primera vez ni la última. No me voy a derretir.

Apenas pronunció aquellas palabras las nubes descargaron en una lluvia torrencial.

Wade le agarró la mano y gritó:

–¡Corre!

Stephanie no necesitó que le insistieran. Cuando llegaron a la puerta posterior de la casa, él la abrió y ella entró primero y encendió las luces, seguida de Runt. Wade entró después, dejó la escopeta recostada contra la pared y cerró la puerta.

–¡Dios mío! –exclamó él pasándose una manga por la frente–. ¡Qué tormenta!

Stephanie sacó un par de trapos de cocina de un cajón y le tiró uno a Wade antes de agacharse para secar a Runt.

–De no ser por ti y por tus estúpidos ladridos, ahora los dos estaríamos secos en vez de empapados –le dijo ella al perro mientras le secaba.

Wade se agachó a su lado y le quitó el trapo.

–Dame, ya le seco yo. Y no le eches la culpa a Runt, he sido yo.

Bufando, Stephanie se puso en pie y se cruzó de brazos.

–No voy a llevarte la contraria –respondió ella, volviéndose para encaminarse al cuarto de lavar donde había dejado un cesto con ropa limpia y seca–. Voy a cambiarme de ropa.

Rápidamente, se quitó el camisón, se secó con una toalla que había en el cesto de ropa limpia y luego sacó una camiseta y unos pantalones cortos. De la secadora sacó una camiseta de su padre y volvió con ella a la cocina.

Allí, le ofreció la camiseta a Wade.

–Puede que te quede pequeña, pero está seca.

–Gracias.

Con una sonrisa, Wade aceptó la camiseta y comenzó a desabrocharse la camisa.

Involuntariamente, Stephanie lo miró y pronto descubrió que era incapaz de apartar los ojos del pecho de Wade cada vez más expuesto. Por el verano que habían pasado juntos, sabía que Wade, con frecuencia, trabajaba con el torso desnudo; en consecuencia, lo tenía tan bronceado como el rostro y el vello que rodeaba sus pezones era muy rubio.

Cuando Wade se desabrochó el último botón de la camisa y tiró de sus faldones para sacársela de los pantalones, Stephanie tenía la garganta completamente seca. Avergonzada de sí misma y temerosa de que Wade notara el efecto que estaba produciendo en ella, se dio media vuelta precipitadamente. En el momento de hacerlo, las luces se apagaron.

–¡Vaya, estupendo! –exclamó Stephanie en voz baja–. Ahora nos hemos quedado sin luz.

–Hay una vela en el estante a la derecha del fregadero.

Acercándose al estante, Stephanie contestó:

–Sé perfectamente dónde están las velas.

–Perdona.

Stephanie encendió una cerilla y con ella la vela. Al volverse, alzó la vela y miró a Wade, que estaba poniéndose la camiseta de Bud.

–¿Cómo sabes tantas cosas del funcionamiento de esta casa?

–Que tú decidieras no querer saber nada de mí no significa que tus padres hicieran lo mismo.

–¿Quieres decir que tú… que ellos…?

–Sí, eso es exactamente lo que quiero decir –Wade se agachó para recoger el trapo con el que había secado a Runt y luego, al ponerse en pie, lo hizo delante de ella–. Tu madre tardó más en perdonarme que Bud; pero, por fin, se dio cuenta de que había hecho lo único que un hombre decente podía hacer en semejantes circunstancias.

Stephanie dejó la vela encima de la mesa y se llevó una mano al estómago como si, de repente, se sintiera mal.

–Nunca me dijeron nada. Ni siquiera mencionaban tu nombre delante de mí.

Wade tiró el trapo al fregadero.

–Porque sabían que te disgustaría.

Stephanie se cubrió el rostro con las manos.

–No puedo creerlo. ¿Cómo pudieron hacerme eso?

–Vamos, Steph –dijo él con suavidad–. No te hicieron nada malo. Sabes que tus padres te querían y que por nada del mundo querían hacerte daño.

Wade le bajó las manos de la cara para obligarla a mirarlo.

–¡Pero te perdonaron! –gritó ella–. A pesar de saber lo que me habías hecho, te perdonaron.

–Lo uno no quita lo otro –respondió Wade.

Cuando ella abrió la boca para protestar, Wade la silenció con una mirada.

–Me perdonaron lo que yo hice –dijo Wade–, pero no el sufrimiento que te causé. Creo que eso nunca me lo perdonaron.

–¿Qué otra cosa podían perdonar?

–Dejar embarazada a una mujer y tenerme que casar con ella sólo por eso.

Perpleja, Stephanie se lo quedó mirando, incapaz de creer que aquellas palabras le acabaran de causar el mismo daño que le causaron tantos años atrás.

No le dio tiempo de llevarse las manos a los oídos para evitar oír una sola palabra más al respecto, Wade se las sujetó, obligándola a escucharle.

–Nunca estuve enamorado de Angela. No es algo de lo que me enorgullezca, pero es la verdad. Estaba enamorado de ti, Steph; te quería con todo mi corazón. Tus padres lo sabían y también sabían lo que me costó renunciar a ti, perderte. Pero no les eches en cara que se portaran bien conmigo. Sin ellos… no sé si habría logrado sobrevivir.

Tras lanzar un suspiro, Wade le apretó las manos unos segundos y luego se volvió.

–En fin, será mejor que me vaya para que puedas acostarte –Wade se agachó un momento para acariciar la cabeza de Runt–. Llévate un par de velas a la cama, puede que la luz no vuelva hasta mañana.

Stephanie le vio cruzar la cocina. El nudo que tenía en la garganta le impedía casi respirar.

«Estaba enamorado de ti, Steph; te quería con todo mi corazón».

Eso era lo único que le importaba de lo que Wade le había dicho.

Wade llegó a la puerta y, en ese momento, Stephanie recuperó la voz.

–Yo también te quería.

Los ojos se le llenaron de lágrimas.

–Y me destrozaste el corazón –añadió Stephanie.