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Auditorio Nacional

Pepe Orzayun se entretuvo más de lo habitual con Felipe después del concierto. Le insistió en que había perdido peso y quiso introducir un billete de cincuenta euros dentro del bolsillo de la delgada chamarra que vestía, absolutamente inadecuada para la agresiva climatología que sufrían en ese momento. Como de costumbre no aceptó. Se las apañaba acudiendo todos los días a casa de sus padres a comer. Con un ánimo que parecía impostado, le informó de los conciertos más interesantes del mes siguiente; él iría a todos, últimamente obtenía entrada para todas las funciones, se entiende que pidiéndola a la puerta del auditorio. Siempre había alguien desparejado ese día, ¡cómo no regalar la localidad a otra alma gemela, amante de lo inasible!

Ocupados con la charla se fueron quedando solos en la boca del metro, cerraría en pocos minutos. Anda, vente conmigo, le invitó Orzayun. No, me voy caminando. Si vamos juntos no te va a pasar nada, aseguró, conocedor del hábito de su amigo de colarse. Felipe, desde algún punto profundo de su anatomía, obtuvo la fuerza suficiente para salir corriendo o, mejor, marchar rápido, ya que renqueaba y ofrecía un espectáculo un tanto triste. Venga, adiós, le dio tiempo a gritar a Orzayun antes de meterse presuroso por la desmesurada boca del subterráneo, una vez que los melómanos se habían disipado. Se le fue en las narices un tren lleno de los últimos rezagados. Tendría que esperar quince minutos a que llegara el próximo. Aprovechó para revisar su agenda, usualmente vacía desde que se había prejubilado. Pensó que lo mismo sus nietas le tendrían muy ocupado. El programa de la sesión que tenía a mano ya se lo sabía de memoria.

El trasbordo en Avenida de América lo sintió desangelado, era ya casi la una de la madrugada, y había obras con andamios por todas partes. Los viandantes raudos se temían, como es normal a esas horas, lo peor, y él..., ¡tonterías!

¡Socorrooooooo! ¡Que me viooooolaaaaaaaaan!

El grito estremecedor hizo que en pocos segundos decenas de personas se escabullesen, presas del pánico, en sentido contrario de donde provenían los alaridos. Un mocetón le golpeó y se desestabilizó, creyó que caería, pero no fue así, en el último instante pudo sujetarse a una viga. Se acercó con pasos decididos al sitio donde se originaba la petición de auxilio. Justamente, al doblar en un túnel lleno de anuncios en el que jamás había reparado, ¡tan difícil es moverse por el metro!, vio a una mujer que era arrastrada del chaquetón por un hombre de contextura gruesa arropado con una cazadora negra. ¡Alto, alto!, gritó. El individuo se detuvo, la joven comenzó a chillar de manera ensordecedora ansiando zafarse, pero no lo conseguía. ¡No es contigo, márchate, gilipollas!, le gritó esgrimiendo un objeto alargado que supuso desde tan lejos que sería un cuchillo jamonero.

Para eso la portaba, así que extrajo de la mariconera su pistola calibre cuarenta y cinco. Gritó con fuerza: ¡policía! El tipo, por la propia inercia que llevaba, hizo el gesto de seguir tirando de ella. Pepe Orzayun se giró lo preciso para no perderlos de vista y efectuó dos disparos al techo, hacia atrás, por temor a que las balas pudiesen rebotar. Hombre y mujer recuperaron de modo súbito la compostura y el silencio... Pero duró solo unas milésimas, él comenzó a hipar de una forma crecientemente exagerada.

De los andamios cayó una tela que intentaba encubrirlos, y de allí surgieron palpitantes profesionales invocando una filmación secreta o anónima, dejando a sus espaldas poderosos reflectores asentados en trípodes y dirigidos al techo, eso explicaría la luz tan especial que en ese rincón se respiraba, de ficción. Pepe no retuvo sus razones, simplemente con un ademán de su muñeca los obligó a levantar las manos. Por lo que tuvieron que abandonar sus cámaras y demás parafernalia, fotómetros, o algo semejante, auriculares y varias gorras de béisbol, ¿en un túnel? Con disimulo se tomó el pulso..., ¡bien! Entre bambalinas aparecieron dos agentes de seguridad privada que le comentaron que se trataba de una videofilmación autorizada y que, en una actitud de cariz cómico y ante la indiferencia de quien portaba el arma, dejaron las porras en el suelo. La por poco violada consolaba a su agresor de cuento, que entretanto lloraba a moco tendido. Otros miembros del equipo de grabación sollozaban sin ocultarlo.

Les sacó al exterior a todos en fila india y con las manos en alto. Frente a la acotación de uno de los detenidos: No podemos dejar las máquinas aquí tiradas sin más, Pepe Orzayun alzó los hombros. En la garita de control de acceso no había nadie, el trabajador había acabado su turno o había huido alarmado. Fuera les hizo apoyarse contra una pared de la calle López de Hoyos. Telefoneó a la central y, luego de identificarse, pidió un vehículo para transportar a los detenidos por alteración del orden público. A los pies noctámbulos que por aquel lugar circulaban, algunos con perros, no les sorprendió la estampa. El que parecía el mandamás insistía en que el programa televisivo tenía autorización de la Jefatura de Madrid, que estaban sufriendo un atropello... No le consintió volver a la estación para buscar el dosier. El furgón, conducido por un cabo, se los llevó a todos una vez ultimado el papeleo. El metro quedó abierto y sin nadie.

Se trasladó en un taxi a la glorieta de Alonso Martínez, había bastante gente y animación. Si no fuese por el retraso que acarreaba, hubiera dado un rodeo como preludio de la llegada a la casa de su hija. Así que se recogió: con su cuidado acostumbrado no despertó a nadie, tomó una fruta, desconectó el móvil y a dormir. Pudo rescatar en su mente, a punto de quedarse traspuesto, los últimos acordes del maravilloso concierto y sintió pena por el ostensible deterioro de Felipe.

A primera hora le despertó Penélope, se iba en seguida a coger el puente aéreo a Barcelona. Él se levantó y preparó a las niñas para el cole, una vez desayunadas las condujo de la mano, cada una a un lado. Las buscaría a las cinco en punto. Como un señor se dirigió al bar de la glorieta y pidió un desayuno completo: zumo de naranja, café con leche y croissant a la plancha con mantequilla y mermelada. Y al acabar conectó su teléfono móvil. Por Dios, cuántas llamadas perdidas. Contactó con Bustamante, quien le mandó presentarse en la comisaría de Los Madrazo de inmediato.

Te lo he dicho veinte veces: si yo quiero, te retiro de la segunda actividad y te pongo en la puerta de un banco o, mejor, en un ministerio, le espetó. Después de unos minutos de discusión más o menos encendida, su jefe reconoció que el día anterior se vulneraron las normas, ya que el particular equipo de televisión no estaba supervisado por un policía de enlace. Pero ¡llevarlos detenidos! He tenido una noche de infierno. Tras una expresión facial que buscaba el aliento de Orzayun, le soltó: He visto la videograbación que hicieron anoche, le ha gustado mucho al productor, quieren ponerla en la tele. En el ministerio dan luz verde. Una sonora pedorreta fue la respuesta. ¿A mi edad, vedette?