Cesárea
Son las ocho de la tarde y en el metro, que está a tope, en la estación de Sol, no desentona. Circula entre una patrulla de policías antiterroristas apostados con armas largas. Él tiene su billete en orden, lo ha ticado hace una media hora en Almendrales. Desde que el sistema lo ha puesto en su punto de mira, por la muy miserable de su señora, no quiere fallar, al menos hasta que lo suyo se archive, y no le queda demasiado. Una vez que acabe el curso con el psicólogo, será nuevamente libre. Conforme dice: sin rencores, sin violencias. Aunque sus compañeros no tienen esa serenidad, muchos no se cansan de criticar al gobierno y juran que en el momento que les retiren la pulsera y puedan volver a portar una navaja la clavarán entre los ojos de sus remotos seres queridos, hoy causa de enconado resentimiento, cuando no de franco odio. Tanto dar para recibir esto. En su caso, traer a la familia entera junto a él y ser tratado como un perro, más bien peor, al llegar sus horas bajas de falta de trabajo y enfermedades. Mark se ha dado cuenta de que el psicólogo suele tomar nota si los intervinientes se revuelven contra la ley y sus designios. Estos tienen la libertad más distante.
Orgulloso, regresa a casa luego de un día de duro trabajo, nadie le puede hacer reproches. Se mantiene solo, y con dignidad. Trae puesta su bata de trabajo azul, con unas manchas de color oscuro que bien pueden representar gotas de aceite, o sangre si fuera un carnicero, y sonríe para sí mismo. Apoyado en el suelo, al compás de las ruedas del vagón, el maletín con la herramienta de rigor que le permite sacar adelante cualquier tipo de reparación, claro, por eso pesa lo que pesa. Cuántas veces ha considerado dar el salto de calidad que sus habilidades de entendido le hacen merecedor. Por mil euros podría agenciarse un vehículo que le permitiese no tener que ir deslomado con su maletín, y ni se diga si debe trajinar calefactores, máquinas de aire acondicionado o lo que el día le mande. No aguanta pedir favores. Y le disminuyen los beneficios. Y estacionar, ¡qué! Lo lógico es que se lo recargue al cliente, pero no todos tienen dinero. Esta vez más que nunca se siente orgulloso: nadie, en toda la ciudad, podría haber hecho lo que viene de realizar. Su fama no para de crecer. Los familiares de la mujer estaban a muy poco de hacer lo último, lo peor, y todo gracias a él, que lo ha podido evitar.
Sí, le prestaron el aparato de rayos X portátil por una hora, pero fue él quien sin ninguna ayuda llegó al diagnóstico de niño atravesado viendo la radiografía. Lo demás fue sencillo y la chica, joven y fuerte, aguantó sin problema, bebiendo varias ampollas de Nolotil seguidas. El edificio estaba decididamente destartalado y tuvo que compatibilizar su trabajo con el arreglo de una cafetera que se había plantado a media mañana, justo cuando se servían los desayunos, la muy cabrona. Ya que estás por aquí, Mark, ¿le echarías un ojo a la Rosita, que arrastra tres días de parto para nada? Le preocupó el caso, el vientre era muy voluminoso, llamó a Rockefeller, quien llevó su aparato de radiografías. Los familiares no querían pagar los cuarenta euros de Rockefeller; si acaso, soltaban eso por todo y se negó en redondo. ¡Él es un técnico! Lo suyo iba separadamente.
Con maestría fue capaz de introducir la aguja por el cuello del útero y, una vez perforado, vaciar el desmedido cráneo del feto para que fuese eliminado ya con fluidez íntegramente, y así fue para alegría de todos. Aunque sin dilación tuvo que enfrentarse a la cafetera, según es usual: cables recalentados... Eran las cinco en el momento que acabó y le dieron de comer, la sazón de la doña es exquisita. Arroz, frijoles y pollo. A la enferma no le permitió alimentarse en todo el día. En su maletín localizó unas tabletas de Clamoxyl entre la tornillería. Lo peliagudo fue el importe: no tenían plata, un hijo de la doña se hallaba enfermo en su país. Eso sí, el bar estaba lleno. Lo ordinario con sus paisanos, malos pagadores. Más ratos discutió su dinero que lo que le había originado la intervención. Por lo menos, les quitó cincuenta euros y por la cafetera dejaron aplazados veinte euros más, que recogería el sábado siguiente.