Paseo a Zarzalejo
A primera hora de la mañana Pere Font acudió a la sesión de su departamento en la facultad, no la perdonaba nunca, todos los miembros de su equipo debían estar allí, en el salón de actos, a las ocho en punto; al que no le gustase madrugar no entraba en la facultad o, si estaba previamente, ya habría logrado expulsarle mucho tiempo atrás. Una pena, estudiantes asistentes ninguno, lo de la facultad ya no era lo de antes. Llegarían a sus clases si acaso a las nueve, pero más pronto... ni de coña.
Siendo martes la discusión versó sobre el curso de los proyectos en proceso de publicación por el departamento en revistas del más alto índice de impacto. Los profesores en eso se implicaban como saetas, sabían que Font se las agenciaría para despedirles de la facultad si no cumplían con sus exigencias... Y lo que más les molestaba a los díscolos era que él debía ir invariablemente en el primer puesto entre los firmantes del artículo. Ya lo había explicado en reiteradas ocasiones: su nombre era un sello de prestigio que abría el corazón de los referees más exigentes. Le echó la bronca a Jesús, se atrevió a dudar de la admisión de una carta al director a propósito de una singular observación clínica sin más. Tradúcela, por favor, verás que sí la cogen.
Salía con prisas en el momento que el chófer de la facultad, Martino, le cortó el camino. Se acababa de incorporar después de unos días de baja y quería que Font viera sus informes, él era el único psicólogo de la facultad que además era médico. En la resonancia magnética le habían visto múltiples hernias discales, Font le tranquilizó: Imagínate las que tendré yo. Si no tenía dolores insoportables, a funcionar y nada de operarse, le convenía la natación.
Llevaba una época escaqueándose cuando podía, no aguantaba la chatura de la facultad. Y, sobre todo, el estado de sublevación continua, y por cualquier razón, de sus subordinados. La baja prolongada de Georgina Power, su mujer rusa, por una dolencia de los huesos, le desmotivaba más aún si cabe. Por lo menos con ella hablaba en ruso por los pasillos de las instalaciones y la gente le miraba con agradables pupilas que centelleaban de respeto. Ahora, ni eso. Sí, una vieja gloria, pero muy aislado.
En la plaza de toros de Valdemorillo esperó la llegada de Pepe Orzayun, seguramente su único amigo. Recibió un mensaje mientras se cambiaba de ropa en el cuarto de baño del supermercado: Lo he perdido, llego en el de las once. Así que Font, ya convertido en paseante de la naturaleza, con gorra de camuflaje y todo, se metió al bar a tomar un café. Ojeó la prensa enganchada a una larga guía de madera que evita a cualquiera la tentación o el despiste de portarla.
Al igual que en las películas, de toda la vida los psicólogos que son medio psiquiatras, como él se sentía, se precian de atesorar beneficiosas relaciones con policías, por eso de las personalidades anormales, algunas veces criminales. Pero su relación iba más allá de eso, Orzayun es un aficionado tremendo a la música clásica, y él, aunque fue a diversos conciertos en Moscú, donde son fanáticos, ha conseguido entusiasmarse últimamente y de verdad junto a Pepito Orzayun. Ambos configuran un equipo singular con Felipe, otro incondicional, este sí con una necesidad por la música como del oxígeno para vivir; un sometimiento que no le permite sustentar rollos íntimos. Los tres desde hace años proyectan un viaje a Bayreuth para escuchar a Richard Wagner en el teatro de ópera diseñado por él, para su música única; les fastidia el plan, cada vez que vuelven al tema, la resistencia de Felipe a ir con todo invitado. Insiste en que, con su próximo trabajo, que nunca surge, es farmacéutico y eso ya pasó de moda, todos son simples dependientes, y para otras ocupaciones su currículum exclusivo le perjudica, se pagará él mismo, al menos, el billete a Alemania.
Abstraído le amedrenta la mano de Pepe Orzayun en su hombro, y, tras el riguroso apretón de manos de cada vez que se encuentran, se dirigen al camino de Zarzalejo. No es exigente, pero sí largo, es de los que le interesan a Font, sin asfaltar obliga a los coches y vehículos de labranza a practicarlo muy lentamente; la polvareda levantada les molesta en su andar, el día es seco. La charla parece vacía, pero los dos están cómodos, hablan de la familia y poco más, Orzayun es viudo, pero ya se acostumbró, han pasado varios años. Cuando le conoció, la mujer sufría dolores despiadados por un cáncer de mama que le invadió la columna, estuvo entonces visitándoles en su chalé de Jara Beltrán. Llegó a creer que estaba trastornado. Le invitó a subir a lo más alto de la casa y desde una mansarda con un fusil automático provisto de mira telescópica dijo que, si quería, podía arruinar a todo el vecindario. También le mostró un silenciador. Font tuvo el arma en sus manos y no le pareció tan pesada. En aquél tiempo estaba en activo y pidió, no precisamente él, la policía, su consejo como psicólogo en relación con los nuevos agentes que se revelaban muy precavidos a la hora de apretar el gatillo en sus enfrentamientos con los delincuentes. Font se pasó un par de tardes en la oficina de reclutamiento de Carabanchel y después de analizar los exámenes de ingreso de los últimos años concluyó que la cuestión era cultural: cuanto más exigente la evaluación, menos lanzado el guardia. Recomendó no seleccionar a los mejores en las pruebas teóricas y no quiso que le abonaran nada. Los jefes de Orzayun pusieron el grito en el cielo, pero al final vía subterfugios le hicieron caso, incrementando el peso de las pruebas físicas en la nota final para el ingreso a la academia. Y sanseacabó la controversia.
Mira, para allá vamos, le dijo Orzayun. Font veía a lo lejos solamente un vago picacho del macizo, tirando a plano, más ancho que alto. Orzayun le hizo distinguir las distintas tonalidades en sus laderas y le explicó que lo más oscuro, que parecían zonas en sombra, no lo eran, que se trataba de bosques, y que su aspecto variaba en función de la hora del día y la estación del año, la luz trazaba contornos inaprensibles. Font mantuvo unos minutos de silencio que rompió: ¡Como La montaña de Santa Victoria de Cézanne! ¿Y eso? Igual que si estuviera con sus alumnos, le expuso las innumerables veces que Cézanne coloreó su cordillera preferida y cómo, de tanto darle vueltas, transfigurándola, se estima que trabó la vía hacia la pintura abstracta. El sendero de lo cierto y fehaciente, de mucho transitarlo, se desdibuja, tornándose en agua que se escurre. Agua teñida del color de nuestra alma en ese momento. Y La catedral de Rouen, de Monet, es semejante, hombre. Nuevas dilucidaciones que Pepito Orzayun escuchaba con interés y preguntas usualmente inteligentes.
Rebasaron una colosal cantera que parecía desatendida, pero que generaba un ruido ensordecedor proveniente seguramente de máquinas perforadoras. Personas solitarias, a modo de espectros tapados con telas sucias incluyendo las molleras, recorrían el perímetro. Un camión larguísimo que conmocionaba la tierra a su paso trasportaba a saber cuántas toneladas de piedras recién arrancadas al interior de la sierra. Si fueran terneros que se alejan, las vacas estarían mugiendo desesperadas. Exacto que cada vez que atravesaban comarcas muy despobladas o, como en este caso, con habitantes extraños, buscó impensadamente con la mirada la mariconera de su compañero. Él se dio cuenta y sonrió: ¿Serás memo?, son trabajadores.
Orzayun estuvo discurseando sobre el estado de la naturaleza según le diera la gana al señor humano. Aquí no crecerá nada en varias decenas de años, hasta que se aposente una cantidad suficiente de polvo africano para, con esa costra, iniciar el milagro de un bosque. En cambio, mira, y señaló una finca próxima abandonada, llena de maleza, vegetación invadida por más vegetación sin orden ni concierto. Pasto inmejorable para las llamas, aseveró. Aproximadamente a la hora de paseo entraron en una cuidada dehesa. Con frondosas encinas separadas y la hierba a ras del suelo. El ganado suelto pastaba indolente. Esto te gustará, científico Font: El campo trocado en puro orden. Y soltó una carcajada.
Se acercaban al paraje donde Orzayun había reservado una mesa para el almuerzo. En el desvío de acceso a la finca se oía rebuznar a los asnos, pretexto del empresario para su negocio. Tras unos cinco minutos de un trayecto flanqueado por formidables fresnos arribaron a la mansión, situada en una tímida colina, a cuya puerta había cuatro todoterrenos aparcados. Font opinó al ver los ventanales más altos de la edificación brillando: De espaldas al sol puedes ver sus reflejos. Orzayun rio. No entendió por qué, luego sí.
Entraron a las dependencias del chalé reconvertido en restaurante sin sorprenderse de ver a numerosos guiris almorzando de manera tranquila en un porche. Todos lindamente ataviados de camuflaje no siendo cazadores, bueno, sí, de estampas de pájaros de la península. El dueño les atendió a ellos con especial mimo, porque con los extranjeros no podía cruzar ni media palabra. Café con leche, una barra de pan, tomate picado y la sorpresa de su amigo: una docena de chuletillas de lechal a la brasa. Se les enrolló con la crónica de los borricos que a nadie le importaban, ciertamente, les dijo, seguro que vosotros no os habéis desviado a pesar del destacado cartel «Visita a los burros». Ambos negaron con la boca llena. Qué lo sepáis, están en peligro de extinción, en China su piel se emplea a manera de afrodisíaco. Dentro de nada no van a quedar burros en el mundo, ¡terrible!
Cuando se marchaban, y ya se habían ido los británicos, el patrón, balanceando sus considerables caderas, les arrastró a los corrales de los cuadrúpedos, los alquilaba para películas. Son animales longevos, y aseguró que Clint Eastwood había montado una de las burras, que no era necesariamente un portento. La broma fácil de Font no se hizo esperar, ¡pues sí que son estimulantes!, espetó. Rieron. Al llegar a la bifurcación de la vía no logró sacarles el dinero adicional para evitar la venta de los burros a los chinos, pasta que sí obtuvo de los forasteros gracias a su impresionabilidad.
A escasos mil metros de Zarzalejo, Orzayun, a través de un desvío vallado y con múltiples avisos de «Prohibido el paso» que hubo que sortear, llevó a Font a un sitio que definió de peculiar. De lejos parecía un entorno bello: en mitad de un área despejada del bosque se veía lo que aparentaba ser una pequeña laguna de aguas sombrías. En los márgenes, juguetones insectos zumbaban al albur de los rayos de sol que se colaban entre el ramaje de encinas, enebros, madroños y espigadas adelfas. A medida que se aproximaban el olor reinante iba in crescendo, al comienzo dulzón, en la orilla francamente pestilente. Los bordes de la charca estaban constituidos directamente por basura de lo más diversa. Transformada, con la evolución de las estaciones, en lodo por la acción enzimática del agua marronácea como si de jugos digestivos se tratara. Ven, ven, le dijo Orzayun, para mostrarle un gigantesco neumático, mordisqueado y atravesado por ratas en sus bordes. Gaviotas, que vendrían de la costa gaditana, circunvolaban la enorme y pútrida charca. No le hizo falta averiguar por qué le había guiado a ese muladar. La vida o se coge entera o no existe. Al alejarse, remató Orzayun que los de Medio Ambiente habían saneado el río borrándolo del mapa.
Asomaron por la parte de atrás del pueblo y tras afrontar una empinada calle alcanzaron la desértica plaza del ayuntamiento. Un taxi los devolvió a la plaza de toros de Valdemorillo en diez minutos. Luego Font dejó a Orzayun en Jara Beltrán y partió disparado hacia la facultad. Su gente aún trabajaba.