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Avenida Séneca

No aguantaba su despacho. Parece que pendiese sobre él alguna adversidad. ¿Superior aún? ¿Cómo es eso de que ningún cagado se huele? Sus colaboradores, que continuamente le bailaban el agua, le evitan. Bueno, además será la edad. Tantos años de hegemonía, suena inverosímil.

Salió a dar una vuelta por el campus, de golpe, fuera de la facultad, era una persona anónima. Ni siquiera profesor, podría ser un alumno de estos que estudian disciplinas estéticas una vez que se jubilan... Su inconsciente buscó la querencia y se vio atravesando la avenida Séneca; por allí paró una temporada antes de que viniera Georgina a España. Mira por dónde se dio de bruces con Joaquinito, que justo salía del colegio mayor Guadalupe. Hola, rector, le saludó Font, en un tono algo irrespetuoso. El rector lo cogió del brazo: Caramba, si quería conversar contigo. ¡Ya estamos!, se dijo Font. Tras andar las aceras de los colegios mayores de su juventud terminaron por el Puente de los Franceses; dando un agradable paseo llegaron a un bar, detenido en otro ciclo, a orillas del río Manzanares. Varias señoras, con sus carritos de la compra aparcados contra la barra, disfrutaban de un café un par de mesas más allá. Eran enemigos, se habían alternado en el rectorado en múltiples ocasiones, pero, por delante que eso, compañeros psicólogos, aunque para Font, un anodino y, peor, un envidioso. Se interesó por Georgina, y él le soltó un parco bien.

Como cada vez que se metía en harina, al rector le mudó el brillo de los ojos. Le contó en un tono frío, figuradamente sincero, que su facultad era un polvorín. Diferentes catedráticos se repartían ya las funciones y cargos que él había acumulado durante años. El mundo académico se sueña a sí mismo sin nosotros. Nos empujan, exactamente igual que en su día hicimos nosotros con los veteranos. Ya lo sé..., con otras excusas, ¿más justas?, permíteme que lo dude. Por favor, no compares, exclamó Font cansado de escuchar supuestas mentiras. Nuevamente tomó la palabra Joaquinito: Bueno..., se justifican, que si lo digital, lo múltiple y simultáneo, que si estamos desfasados. ¡Convéncete, esto se acaba! Y una mierda, dijo sereno, yo al menos voy a resistir. Daré batalla. De inmediato le contrarió con su ironía: Sí, el último combate de la momia, y continuó. No te hagas el francotirador, que ahora son ellos los que apuntan hacia nosotros. Y somos culpables, de no haber sido autocríticos nunca. Nos ha matado la complacencia. Nos creímos los aplausos. De manera que, salvo nuestras estúpidas rencillas, todo iba de cine. ¡No seas inocente! Inocente tú, inquirió Font, que pretendes mitigar la grave falta en la que incurren, ¡es un motín! ¡Anda, ya..., por favor! A ti los bolcheviques te fastidiaron el coco. Font no dio más explicaciones, sino que durante unos segundos eternos observó con detenimiento la enorme cabeza de su interlocutor, en la que ya había reparado más veces. Se detuvo en los dispares estragos de la calvicie en su cráneo y en una incipiente torcedura de la comisura bucal. ¡Qué viejo está! Se propuso no ofuscarse con la discusión, no le fuera a dar al pobre una trombosis.

El rector le informó de que, si no daba un paso a un lado por su voluntad, seguramente que el próximo curso le conminarían. ¡Quién coño! La que se puede montar aquí si me echan, aseveró para sí. A Joaquinito le costó, pero se lo soltó: Varias profesoras, si no te marchas, te piensan poner una denuncia colectiva por acoso, oye bien, ¡en el parlamento! Están locas, dijo Font balanceando la testa. No entiendo lo que pasa. Sorbió un trago de café con elegancia y añadió: Ninguna fue forzada a nada. Ya..., pero tus métodos, poco ortodoxos, actualmente son perseguidos.

¡Te joden mis éxitos!, exclamó airado Font. Joaquinito esbozó una media sonrisa: De eso nada, algunos me han causado bastante gracia. El que más la comunicación que se ocupaba de la escrupulosidad y la neurosis, ¡nada menos que en Berlín!, y rieron con ganas, de manera tal que se giraron las mujeres que desayunaban. Aparte, te digo, solo quiero jubilarme, estoy muy enfermo. Respondiendo a la mirada apenada de Font especificó: Lo de siempre, la maldita insuficiencia cardíaca. Desde que me operaron ya nada es parecido. Se puso de pie y dejó encima de la mesa un billete de cinco euros. Volvieron al campus juntos, sin cruzar palabra. El parque del Oeste estaba esplendoroso y vacío.

Su más grande enemigo le había exteriorizado la mayor verdad. Se encaminó a su coche. Quería huir. Sin saber a dónde. Recordó que había quedado con el dueño de la inmobiliaria en acercarse para dialogar del estado de El Palacio, Ismael Portillo domina el tema al dedillo.

La estirpe de los últimos que le reclamaban El Palacio están todos muertos. ¡Esa casona espléndida es tuya! Otra cosa es que le tengas manía. ¡Cédemela y verás! Fueron interrumpidos por el chaval que conoció el día de la ocupación de la vieja casa, Antonio Rosado, le saludó con gentileza, pero él calculó que no le había reconocido, ese día era de noche y él parecía muy cansado. Requería una firma de su jefe. En cuanto al jardinero, Portillo le había echado a la calle lo menos cinco veces, ya está legalmente jubilado, pero no se va ni con agua caliente, comentó.

Sabiendo que estaba lejos de El Palacio decidió dar un paseo. En su teléfono no tenía llamadas perdidas ni mensajes. Paró en el japonés Yamaoka de la zona alta del pueblo, tenía hambre y comió sushi. Dos cervecitas le hicieron ver el mundo con otros ojos. El marroquí que le atendía quiso excusarse por encontrarse el comedor vacío: Abajo, al lado del monasterio, tenemos otro local que ahora está lleno. Retomó sus últimas meditaciones sobre el para qué de tanto enredo. Además, disponía de una propiedad que podía costar varios millones, según Portillo. Tras un rico café vagabundeó por El Escorial como si fuera un parado, echó en falta sus piernas de joven, se detuvo solo en la explanada de la clausurada plaza de toros, le pareció preciosa. ¿Qué pasa con España que descuida lo propicio? Se sentó en un banco intentando recordar cómo era antaño la encrucijada en la que se hallaba en ese momento. Al lado de la plaza de toros había unas cocheras de autobuses, más acá un edificio tradicional reconvertido en biblioteca, y en incondicionalmente toda la ladera de la montaña, hasta donde su mirada alcanzaba a ver, bloques y más bloques de pisos nuevos. El situado más próximo era una obra reciente gigantesca de múltiples cuerpos, casi destruida por el fuego y el gamberrismo. «Edificio okupado», podía leerse en una pared escrito en letras de molde con pintura roja. Su curiosidad le permitió comprobar que solamente en una vivienda de la primera planta estaban reparadas las ventanas rotas por doquier. Como si desde el interior le hubiese estado observando apareció en ese instante, y se asomó a una terraza, un hombre que profería un español con fuerte acento, parecía originario de un país del este: Hola, ¿puedo ayudarle, se ha perdido? Estaba sin afeitar y acariciaba un mullido gato que parecía disfrutar bastante más que el amo de los mimos. Entrecruzaron unas pocas frases y se despidieron.

Alargó su simpática caminata y llegó a las proximidades del monasterio, paralelamente en aquel lugar los constructores se habían empleado a fondo. Vio turistas, pero tampoco muchos. Más que a callejear se dedicaban a bajar de los autobuses, visitar lo ineludible y marcharse. La parte más señorial de El Escorial de grandes casonas abrigadas por calles estrechas y pobladas de copioso arbolado, le gustó. Se entretuvo mirando, al pálido sol que aún brillaba, el nombre de las fincas: Francisca, La más querida, Granada, Sierra bendita... La frondosa vegetación protegía la intimidad de los edificios, sin embargo, en varias casas podía advertirse su majestuosidad desde la acera. Predominaban las de estilo serrano, construidas con enormes piedras de granito que conceden al morador el calor en invierno y el frescor en verano. Algunas con divertidos detalles modernistas, ya sea la escalera de acceso, cierto mirador, canalones y bajantes fabricados con hierros repujados o, aún más, las recargadas rejas de entrada a las suntuosas parcelas y sus cancelas. Auténticas mansiones italianas que no tienen nada que envidiar a las miles que hay en la única Palermo. ¡El Palacio!, caramba, sin pretenderlo había llegado a su dominio. Se interesó por determinar fielmente dónde estaba ubicada, se sorprendió de que estuviera a no más de cuatrocientos metros del Monasterio, en una franja de casonas aceptablemente mantenidas, aunque unas cuantas era indudable que habían devenido en pisos para viviendas, deducción a la que llega por la cantidad de vehículos estacionados a la entrada. Empujó la puerta igual que hizo el policía para avisar a los ocupas y se abrió. El otro día, los jóvenes, al volver El Palacio de su exclusiva pertenencia, la tenían bloqueada.

La mansión se entreveía levemente de lo ensanchados que estaban los árboles y los arbustos. Siguió una especie de sendero sinuoso hasta llegar a una explanada que probablemente en su día estuviera destinada a los carruajes. Limpia de malas hierbas y con un banco milagrosamente preparado, ¿le aguardaba desde siempre? Sintió un escalofrío y lo tocó, su tacto era suave, no solo estaba lijado y reparada la madera de la humedad, sino que a su vez había recibido una mano de aceite protector recientemente. Levantó la mirada y ante sí observó la casa de cuatro plantas, toda de piedra, llena de musgos y por cachos invadida por una pertinaz enredadera que con corta diferencia llegaba al tejado. Los postigos, o las propias ventanas, se encontraban en estado ruinoso, las que se conservaban, porque otras directamente estaban ausentes, como si un fuerte viento las hubiese arrancado de cuajo. En el suelo no había restos desprendidos de la fachada, el edificio parecía emplazado en una especie de altar. La puerta de acceso a la vivienda no se apreciaba, era el punto donde la fantasmagórica enredadera cogía el impulso necesario para trepar la pared. En un lateral del edificio limpio de maleza, y con la tierra removida, se veían cuatro o, lo más, cinco rosales enraizados con fuerza ostentando un frente de piedra multicolor, ¡vivo! Giró la cabeza y concluyó que todo lo demás estaba abandonado.

Doctor de Louisa, era el jardinero, que tras una gesticulación un tanto simiesca continuó, tengo buena mano... o eso creyó que dijo. Y así era, había logrado con sus manos preservar ese recodo del fin del mundo. Le extendió la llave de la casa y le indicó que debía acceder por el sótano, era obvio que la puerta señorial con ese pedazo de hiedra no se podía practicar. Le entregó igualmente un bastón, cuyo fin pronto constató Font: decenas de baldosas estaban sueltas. Una vez atravesado el dintel de la puerta del sótano, el jardinero Abdul dio el automático de la luz que estaba bajado, de forma brusca todo relució. Sí, quien fuera la persona que quitó por última vez la corriente, lo hizo habiendo dejado los interruptores conectados. Quizás fue él, a saber cuándo.

Al poco de recorrer el sótano confirmó que era gigantesco y prácticamente sin divisiones. Lo recordaba muy vagamente, en un rincón tropezó con cantidad de cachivaches de los niños que acabaron en esta especie de trastero universal: bicicletas de todos los tamaños, incluso triciclos, motos, mesas de pimpón..., en otro lateral había leña para aburrir, además de todo tipo de bártulos y bombonas de gas. También existían mesas y sillas de todas las dimensiones y consistencias, plástico, madera o metal. No tocó nada por miedo a los bichos que tendrían allí su antiguo escondrijo. Las ventanas parecían más o menos herméticas, en oposición a las de los pisos superiores. Ya en la planta principal la sombra que lo rondaba, del jardinero, desapareció de su vista. Todo lo que tenía de agobiado el sótano, aquí lo ganaba en diafanidad. En el vestíbulo de entrada a la casa cientos de diminutos cristales delicadamente dispuestos en una puerta de hierro permitían ver al trasluz la enredadera que la aprisionaba. Dejando la escalera que provenía del sótano a la derecha se hallaba una estancia espaciosa, con una chimenea de dos por dos metros, ¡dimensiones para un castillo! A su lado había una mesa de madera. Una maraña de cuarterones que tropezaban entre sí abocaría al porche de atrás, pretendió recordar. Otro salón más reducido que el anterior, pero de unos cuantos metros cuadrados, estaba atiborrado de cajas de cartón y distintos objetos inclasificables, grandes y de geometrías caprichosas, burdamente envueltos en papel acartonado y atados con soguilla. Ojeó las cajas, estaban rotuladas simplemente con apellidos, o ni eso. No tenía ni idea de qué contenían, por un momento elucubró que Portillo, quien normalmente guardó las llaves, estuviera empleando la vieja casona de depósito.

Hasta que vio un enorme «VILLECHENOUX», trazado con mayúsculas. ¡Si ese chaval era un genio! Ya está, lo recordó, todo ese tinglado pertenecía a la colección de artistas no convencionales que reunió en la facultad a lo largo de varios años y que, un buen día, en una de sus fases bajas, fue eliminada con ánimo de fastidiar de los sótanos de la facultad en los que se exponía, porque quisieron ir contra él y sus proyectos y, por otro lado, porque la universidad decidió alquilar esos ambientes a la multinacional Ágora and Sport Life, que todavía tenía allí sus infraestructuras. Se promocionaban a modo de puesto predilecto para aunar inteligencia y cuidados físicos. Y en realidad devino un mercado de sustancias dopantes, para que los alcoholizados estudiantes se asemejaran a tarzanes. Al menos le permitieron a Pere Font adquirir el material por una peseta, porque de principio la intención de la institución fue tirar todo a la basura, sin más. No recordaba haber trasladado la colección a El Escorial, ni de qué manera lo hizo, ni si estableció él que se colocase de la forma en la que estaba organizada. Lo que tiene vivir deprisa. Tras el hallazgo, un mundo de aplicaciones prácticas de sus conocimientos sobre el art brut, al margen de la universidad, que sin duda ya no le quería, emergía a sus ojos y su corazón.

No abrió las puertas que, lógicamente, darían acceso a la cocina o los baños. Subió a la planta segunda, percutiendo con su bastón los peldaños antes de pisarlos. Vio un sinfín de habitaciones de tamaño mediano, igual que en la tercera planta. Las que habían perdido los cristales de las ventanas tenían el parqué estropeado por el agua de la lluvia o de la nieve, que había entrado inclemente durante años. Casi no había mobiliario. Algún camastro desahuciado y sillas desvencijadas. En una de las habitaciones se llevó un susto morrocotudo al escapar volando, cuando entró, una veintena de pájaros, se agachó y cerró los ojos, no llegó a determinar si eran palomas, o... murciélagos. Se encontraba llena de ramas y de otros elementos reasentados allí para constituir nidos. La cuarta planta no tenía viga alguna, ni tabiques, y las puertas o ventanas se hallaban retranqueadas a más de dos metros de la fachada. En las terrazas de esos áticos existieron bellas plantas, pero en ese momento todos los tiestos rebosaban de arbustos y hierbajos del campo. En las macetas de la terraza de la fachada noble, las ramas de la enredadera del portal habían pactado un alto para absorber algo de savia y seguir el ascenso más arriba aún. La panorámica del sur le dejó atónito, ya era de noche y muy remotamente se veía un Madrid iluminado, con sus cuatro torres dominantes que pretendían configurarse en el pantano de Valmayor. La vista estaba flanqueada por unos pinos de no menos de treinta metros de alto, de una silueta sanísima a pesar de su edad, ¿cuántas veces centenarios? Al partir quitó el automático de la luz y cerró tras de sí la puerta del sótano. Como la reja de la calle. Transitó el pueblo siendo noche cerrada. Las estaciones de autobuses y trenes arrojaban trabajadores cansados con su maletín a cuestas. Le sorprendió la mutación experimentada por el pueblo: ya era una extensa ciudad dormitorio. Por cierto, se había llenado de coches y atascos por doquier. La competencia por las plazas de aparcar era a cara de perro.