Entierro digno
Es media mañana y Mark estaba enfrascado en una de sus sesiones de descanso, el día anterior tuvo que hacer de vulgar albañil, con carretilla, pico, pala y toda la parafernalia de rigor durante poco más o menos catorce horas, ¡vaya mierda!, con todos sus conocimientos y experiencia, ¡horror de desperdicio! Parece que se mejora, ha desayunado y vuelto a su habitación sin ventana, a no más de trecientos metros de la glorieta de Atocha. Enana, pero inmejorablemente localizada. Evoca de modo reiterado una de sus narraciones preferidas, está bajo los cocoteros de una playa paradisíaca con una moza posiblemente no muy guapa, pero con un cuerpo espectacular, de diez puntos. Para perderse en cada rincón, piensa. El sol no arde, es tibio. Pueden elegir entre la playa o el riachuelo del manglar para remojarse y tornar a las toallas, en las que tendidos no paran de contemplarse, incrédulos de su suerte, y juguetear. Se aproxima un mortal y les informa que la comida está lista, de la mano acuden al chiringuito y degustan un menú incomparable a base de pescado a la brasa, arroz, frijoles y plátano frito. Cervezas y al lado zumo de frutas. Pagar y volver al retozo sin fin. Los dos orgullosos el uno del otro. Y recordando ese día de por vida y en multitud de oportunidades, al menos una contundente realidad en el caso de Mark.
¡Bummm!, un portazo. ¡Mielda, qué bullangueros son mis compatriotas! A los pocos minutos se encuentra nuevamente en el sitio del relato en el que saborea el pescado con la piel tenuemente tostada que empuja con la estupenda cerveza fresquita. Le interrumpe el doctor Font. ¡Aquí Cabo Cañaveral! Claro que sí..., voy para allá. Maldice su destino de no poder librar un solo día. A pesar de ello, se demora en la cama un tiempo más, recuperándose... Si mantiene abiertos los párpados demasiados instantes plantará del todo sus ensoñaciones.
Le entra otra llamada telefónica. Le dicen que por fin se ha muerto. Se trata de un mínimo de cien euros, sin calcularlo dos veces sale disparado rumbo a Usera. La casa es grande y está atestada de habitaciones que dan a minúsculos patios, a pesar de la hora los vecinos todavía se están desperezando. El anciano está tumbado en la cama y atado a la misma. ¡Demonios!, si no está muelto. Él no vuelve a venir por idéntica historia. Todo el popurrí de medicamentos que dejó a la familia no ha podido doblegar al abuelo, que desde hacía unos días no paraba de chillar con los tonos más enojosos, sin respetar reposo alguno. Pide muy digno que le dejen a solas con el enfermo, quiere explorarle. Directamente coge la sucia almohada, de vómitos resecos, retirándola de debajo de la calabaza y la pone por encima de la cara. No hace movimientos de brazos, pero emite ruidos pectorales acuciantes, que poco a poco menguan. Nuevamente el teléfono.
Me excuso, doctol, no voy a podelil. Me han avisado pol una ulgencia..., una fuga de agua a lo bruto. Al colgar la comunicación se descubre presionando con fuerza una almohada apoyada en el rostro de un anciano, que una vez retirada constata que está finado. De su maletín de herramientas rescata un viejo fonendo que se pone al cuello. Notifica el desenlace a la familia y sale a contactar por teléfono a Rockefeller mientras adecentan al difunto. Negocia el alquiler del furgón, no puede sacarlo por más de cuarenta euros, entre medias ya han empezado los sollozos del vecindario. Tras el parsimonioso despertar, casi sin paréntesis, se ha mutado a un estado de excitación derivado de la temprana mezcla del café con el anís... ¡Qué afán de darle besazos al abuelo!, había que limpiarle la baba, que en contra de lo esperable no era suya, después de cada visita.
Hacia las doce ya dispone Mark de la caja para el traslado, es de una lavadora, y antes de que se ponga tieso le introducen en ella doblado y con una vistosa corbata. Le sacan de la vivienda entre adioses y la meten, no sin dificultad, en la pequeña furgoneta que ha conseguido Mark. Pone por los cuatro costados con letras mayúsculas «AIRES». Dentro, por separado de la caja, anclada según establece la normativa del trasporte, en dos bancos corridos, uno a cada lado, van los deudos, a los que les ha dado tiempo de ponerse de luto riguroso. Enfrente del hospital Doce de Octubre le detiene la policía municipal, da a la chapa situada a su espalda los tres golpes que se traducen por ¡silencio! Y para la cháchara. Debido a la seguridad de la respuesta cuando le pregunta por lo que transporta y responde que equipos de refrigeración, el guardia no estima pertinente una inspección ocular del contenido del vehículo. Aun así, le ponen denuncias por exceso de carga e incumplimiento de la ITV.
Cuarenta minutos de carretera y llegan al término bautizado como Nuestro Pueblo; en la mitad del campo castellano una ridícula verja, que se retira y una vez que penetra el automóvil se vuelve a colocar, delimita la entrada a una suerte de formidable embajada, indiscutible territorio liberado, donde descansan un poco de las rígidas normas españolas para con ellos, a diario buscándoles las cosquillas. Es el trozo central de la que fue una extensa finca de labranza, transformada en campo para el pastoreo de reses, las cuales, a través de las vallas, son mudos testigos con su inocencia de enormes ojos vacíos del sinfín de infracciones que en ese entorno se cometen. Las cuatro o seis casas que existen se han convertido en un hotel denominado con trasfondo jocoso de cuatro luceros, dos bares, una discoteca y una especie de nave multiservicio, que en esta coyuntura hará las veces de templo religioso para la ceremonia de despedida, una vez que el difunto haya sido depositado en una caja de aglomerado como Dios manda. Todo el ingenioso, y muy necesario, complejo lo administran un par de familias que allí viven de alquiler. Por dondequiera, no para de sonar la bachata semejando un mantra. La presencia del cadáver no impone restricciones. Al revés, se trueca en impulso de gozo para todos, una vez que seguramente se ha reencontrado con sus progenitores.
Mark trata de darle velocidad a las tareas, ya que en caso contrario puede no volver a Madrid hasta quien sabe cuándo. Ciertamente, se integra entre los miembros de servicio de la casa para atender lo mejor posible a los deudos, vamos, servirles harto de ron. Aprovechando así las horas algo le caerá al final, con apariencia de una botellita o un par de kilos de aguacates. De Toledo llegan unos cuantos hombretones en una furgoneta más voluminosa en la que pone «DESATASCOS». Y para la hora de la comida el pueblo está lleno. Eso busca la mayoría de los asistentes. Gente, infinidad de gente. Solo por un euro puedes alquilar un elegante Mercedes y dar rodeos por las cuatro calles del poblado sin que ningún guardia te detenga para pedirte los papeles cada vez que transitas por sus narices. Si eres negro, en Madrid no puedes conducir un Mercedes, continuamente recelan que es robado. Si acaso, debes ir a los mandos de furgonetas destartaladas con las guanteras llenas de multas impagadas, tal vez así te dejan en paz.
En el restaurante en el que se encuentran los deudos, desde las otras mesas les convidan a rondas de aguardiente que son correspondidas por los afligidos comensales. El alimento tiene una calidad más que aceptable, sobre todo es abundante, y así lo puede verificar Mark. El pastor reza en la nave varias oraciones por el muerto, que es enterrado en un margen del poblado indicado con un cartel de «Cementerio», que no se atisba desde el prado de las vacas. Mark hace también de sepulturero, todas son monedas para su bolsillo. Los deudos regresan al bar a tomar el último café, y trago, para luego montar en el vehículo que los trasladará a casa. Con el trabajo ya ultimado es el periodo del regateo, largo, complejo y sinuoso. La negociación de los allegados con los enterradores y administradores del restaurante no tiene vuelta de hoja. Mark, como prueba para la mejora de sus honorarios, arguye la asistencia continuada prestada al fallecido en sus postreros días previos al irremediable final. ¡Los muy vivos pretenden que todo sea fiado! ¡Inadmisible! ¿Y la deuda que tiene con Rockefeller?, al menos debe quitarles eso. Se marcha cabreado y con todos los parientes borrachos, directamente tumbados de modo desordenado en el piso de la furgoneta. Él lo sabe, le terminarán dando lo que pide, porque si no a quién demonios van a recurrir la siguiente vez. Los del bar le regalan una bolsa con ricas yucas y una botella de vino extraído de una damajuana.