La Salpe, cáncer de páncreas y cactario
Se había iniciado, o mejor, por no faltar a la verdad, reiniciado, después de muchos años, el ciclo de Sesiones Ramón y Cajal con un notable éxito de público. Mayormente, por su repercusión social, los alumnos lo designaban La Salpe, en honor a las famosas lecciones impulsadas por Charcot en el hospital de La Salpêtrière. La sociedad en su conjunto, conforme soñaba Font, se replanteaba conceptos que parecían periclitados. La creación constituida en escapismo, y la propia enfermedad mental a su vez como escapismo, que cuando se organiza de manera sólida abre las puertas del delirio...
Todo este conocimiento, un tanto alternativo, y en las manos del pueblo, tiene un tufillo alborotador, según le ha reconocido el comisario Bustamante. ¡A ver si de golpe todos nos haremos porreros! ¡No está desacertado, comisario!, piense en Baudelaire, Artaud o Michaux. Para fantasear a menudo necesitamos empujoncitos. Además, imagínese usted a la humanidad sin ese potente sedante que es el alcohol, ya nos hubiésemos exterminado mil veces. Bustamante se encontraba más sereno porque los asesinatos habían parado. En oposición, y esto decía no molestarle, se habían incrementado las bromas pesadas a los pintores consagrados. A uno muy estrambótico y bebedor le había llegado por correo urgente una bolsa llena de orejas humanas, al parecer recabadas del departamento de anatomía de una universidad privada. A otros les habían dibujado con espráis en las fachadas de sus residencias bosquejos de obras pertenecientes a sus más directos competidores. En fin, todo más manejable. Bustamante había liberado los fondos necesarios para acometer el estudio del material que atesoraba Font en El Escorial y pronto llegaría a Madrid Montse, la sobrina de Orzayun.
Por otro lado, Font tenía un tremendo desencanto por el proceso de Martino: tras cien vueltas y el escáner que por fin le habían hecho, resultó que padecía desde el inicio un cáncer de páncreas. ¡Y estaba a punto de jubilarse! Y nunca mejor dicho, porque dentro de nada estaría retirado completamente de todo. La enfermedad la tenía tan extendida que ni le iban a operar. Al comienzo de conocer el diagnóstico acudía a trabajar por una autoimpuesta normalidad y todos hacían por verle, aunque fuera de modo supuestamente casual, con el interés de examinar con sus ojos un muerto viviente. Es que él, salvo los dolores de la espalda que se irradiaban al pecho, se encontraba perfecto. Habían iniciado un procedimiento de quimioterapia y radioterapia exclusivamente para contentarle, contaba la familia, ya que no tenía remedio, les habían dicho que por dentro estaba totalmente lleno de metástasis.
¿Y si nosotros a la par, a falta de solo una prueba, estuviéramos ya invadidos por la enfermedad final? Todo lo empujaba a la depresión, pero Martino se resistía. Como si se tratara de poco, el desdichado volvía a estar pendiente de un ultramoderno estudio de inmunidad que se lo iban a realizar en idéntico sitio que el anterior, en el hospital Ramón y Cajal del metro de Begoña. Le habían dicho que ahora todas las enfermedades se relacionan con el sistema inmunológico y él insistía en que no tenía infección alguna. El cáncer no sería un mal contagioso, pero sí algo extraño frente a lo que hay que poder defenderse. No le pudo razonar, porque se le quebró la voz, en el lapso que le preguntó cómo el cuerpo puede fabricar algo ajeno a sí mismo. ¡Era obvio, las mutaciones! Le tenían engañado con la palabra mágica que le salvaría de su particular biología: los interferones...
Quedó en acercarse a la casa de Orzayun antes de ir a El Escorial. Le invitó a pasar al cactario, donde por fin podía atender a sus plantitas, ya que Bustamante le había traído un poco desquiciado. Se fijó en los árboles exteriores al cactario, estaban raros, mermados. Orzayun le confirmó que, ciertamente, con la sequía o, mejor, con el calor, porque él gastaba una fortuna en regar su parcela, los grandes árboles pierden las ramas superiores, que él podaba por antiestéticas, y les crecen otras desde la tierra. ¡Se están transformando en arbustos!
Se retiró unos minutos a por un par de botellines y al tornar sorprendió a su amigo llorando a moco tendido. Reconoció que fue allí, en el cactario, donde tomó conciencia de la desaparición de su hijo. Dijo hipando: ¡Es todo tan frío! Cuando se le pasó, el dueño de la casa contó que el cactario era para él casi un santuario. En la época que vivía su esposa les visitaba todos los días una gata y las dos se entretenían unos minutos jugando, a veces ella terminaba sacando una latita de alimento para gatos que comúnmente se cuidaba de tener reservada en la cocina. Al morir ella la gata dejó de ir, hasta que un día lo hizo, siendo así Orzayun le sacó la susodicha latita y la gata no la comió. Aconteció algo similar en tres ocasiones más, no la cataba.
Llevándose las manos a la frente y asentando los codos en la mesa de trabajo chilló: ¡No quería la comida!, ¡joder!, ¡la buscaba a ella! Los dos lloraron con profunda tristeza. Luego, le reveló los secretos de los cactus y que, indudablemente, almacenan savia, con un devenir más lento del que estamos acostumbrados a advertir, pero que se puede aprender a percibir. Aunque es verdad que multitud de ellos malviven solo para llegar a la primavera. ¡Y toda la vitalidad que hay en derredor, ni te imaginas! Le sacó una lupa. Las arañas con sus trampas, las lagartijas y lagartos. ¡Y las flores!, ahora no hay ninguno que esté dando flor, eso te juro que lo hacen. Pueden ser únicas, gigantescas, bellísimas. O darlas por centenares, enanas. Son muy evanescentes, incluso se marchitan en veinticuatro horas.