Conferencia Arte y primitivismo
Parecía que el cabreo se les había olvidado un poco a los polis. Otra vez la facultad estaba engalanada, los estudiantes de blanco y sus profesores destilaban una distinción muy superior a la usual, el pantalón vaquero había sido descartado por norma, a veces la dignidad debe verbalizarse para saber en qué consiste. La sociedad volvía la mirada al campus de la Complutense, falta le hacía. Gracias a las nuevas relaciones de Font y a la creciente actualidad del tema se había tenido que habilitar para esa sesión del ciclo Ramón y Cajal el vetusto auditorio, en el que cincuenta años atrás se forjaban las funciones del efímero teatro universitario. En la trastienda del destartalado local había descubierto desechada la utilería empleada para La cantante calva o Esperando a Godot.
Estaban convocados figuras en activo del mundo de la farándula y otros que no tanto, con algo más de contenidos formales, para que participaran en una destacada conferencia, Arte y primitivismo, organizada al estilo de las comunicaciones orales de los congresos científicos, sobre las aportaciones de lo oscuro o descabellado al privativo universo artístico. Los espectadores, y desde el estrado se veían muchas batas blancas, habían trocado las equilibradas reflexiones técnicas de los encuentros sesudos por aplausos o simples onomatopeyas, incluso gritos de gooooool... u ¡olé!, ante locuciones que se estimaban muy atinadas. Las confesiones de viejas glorias fueron desconcertantes, la mayoría de los ponentes reveló trucos asombrosos para instalarse lejos de ellos mismos en los momentos de culminante intensidad creativa, desde el consumo de variados psicofármacos y drogas, la constante intoxicación etílica, al onanismo paroxismal.
Era como si en la atmósfera se respirara una nueva aurora y nadie quisiera dejar de estar entre los primeros, la vanguardia, conforme le diría Font a Orzayun. Existe una rara mezcolanza entre el miedo a ser reprimidos por los tradicionalistas y el anhelo de ser compensados, con creces, en no excesivo tiempo, por la flamante estética que saca las narices de entre una pestilente ciénaga y balbucea. En un aparte el rector Joaquinito le brindó una efusiva felicitación y le abrazó con espíritu sincero. Dijo: La universidad debe estar al lado de su pueblo, si no, ni es universidad ni es nada. Por fin, otro reconocimiento. Distinguió entre la concurrencia a Bustamante y sus colaboradores fotografiando a todo quisque, sin duda con el empeño de echar el guante al brazo armado, por definirlo de alguna forma, de esta ebullición de los sentidos.
Font estaba en Babia, en mitad de una burbuja que no sabía si era exactamente aquello que buscaba. Si lo que perseguía era estar en el puro meollo, desde luego que lo había logrado. Mientras atendía las peticiones de la prensa vio a Magda esperándole pacientemente a que terminara una entrevista con una emisora de radio perdida de algún pueblo de España, o Europa, porque el interés por el fenómeno iba in crescendo. A la vez ella había conseguido lo que quería, ya que él se había retorcido, entre una cosa y otra, en portavoz de sabe Dios el qué. Después de saludarse, y ventilar Font lo urgente que le informaba su secretaria, fueron dando un paseo por la avenida Complutense, bajo un sol tibio y con algo de viento, hasta Moncloa.
A Magda le apetecía una paella, así que se encaminaron lentamente, deleitándose, por la calle Benito Gutiérrez a la Casa de Valencia, situada en el paseo del Pintor Rosales. No habían reservado, pero siendo día de semana dispusieron de una mesa muy confortable libre en la arrocería. Qué iba a ser sino una paella valenciana y de primero unas gambas al ajillo..., con cerveza bien fría. Disfrutaba con la figura estilizada de su acompañante, aunque le echaba un poco para atrás el abundante vello facial que poseía. Si bien, tal vez lo que más recelo le infundía era su inteligencia. En fin, la halló como otros días: rara. Ella no disimulaba su interés y una vez en el restaurante no paró de cogerle la mano con cualquier excusa, incluso frotársela de manera reiterada, le estaba provocando.
Repasaron la magnífica jornada, luego dijo Magda que estaba ocupándose del trabajo de Giorgio De Chirico. ¿Cómo se articula el contacto físico, puede que necesario, de la nueva vivencia artística con sus enormes soledades? Se irá viendo, alegó ella, vanidosa. ¡Ya lo tengo!, exclamó Font, mejor serían rostros ciegos, inermes, ¡pero cuantiosos! Casi, casi, respondió ella con una sonrisa pícara. Ya se podría volar más, aseguró Font. ¿Y cómo? Piensa en tu país, tienes una mina, Orozco, o mejor que nadie Frida, ¡eso seguro! De acuerdo, le daré una vuelta, pero ya te digo, estoy con De Chirico. Sirvieron las apetitosas gambas que chuperretearon hasta el final. Font remarcó su melancolía por tornar a América una vez que se jubilara. Magda dijo que a ella todavía le quedaba mucha mili. Sin contar otras obligaciones, ¡claro!
Dejaron el comedor pasadas las cinco de la tarde enganchados del brazo. Bajaron por Rosales hacia la plaza España y al llegar a Marqués de Urquijo ella avisó precipitadamente para que se detuviera un taxi, sin lugar a dudas quería dar esquinazo a la pareja que les pisaba los talones desde que dejaron la facultad, varias horas antes. Le rogó al taxista que acelerara, a la altura de la glorieta de San Bernardo le dio un sobre vacío que debía entregar en una dirección inventada del barrio de Salamanca, en la calle Lagasca, y le extendió un billete de cincuenta euros para que marchara a toda prisa, una vez que descendieron del vehículo este se alejó echando leches. Ellos se escabulleron jadeantes por las calles de Malasaña, seguían cogidos del brazo. En la ya animada plaza del Dos de Mayo se sentaron en una terraza cerrada a beber una copa. Insistió en que se tomara una pastilla que le convidaba, él dijo que no funcionaría, pero finalmente cedió. A las siete solicitaban una habitación en un hotel de la calle Manuela Malasaña, el que está emplazado arriba del teatro Maravillas.
En cueros le repitió que no podría, realmente, daba una imagen patética sentado al borde de la cama y un tanto mareado. Empleando dos mullidas almohadas se recostó en ellas y le fue aminorando el malestar. Magda trató de encaminarle, cierto que parecía tener bastante deseo. Ella se resignó a que simplemente la toquetease, pero no pudo alcanzar el clímax. ¡Solo eso sabes hacer!, le espetó. Se levantó de golpe y se dirigió al cuarto de baño, contemplaba sus más que aceptables espaldas cuando la vio girarse y volver hacia él para posicionarse encima, se asustó, creyó que le rompería en dos. Magda percibió su miedo, porque se semiincorporó afirmándose en sus brazos y después de un fugaz beso en los labios le dio un sinfín de manotazos no muy fuertes en la cara y el pecho. Font solamente atinó a protegerse con las manos y los antebrazos. Mientras se duchaba, él se vistió y se asomó a la ventana para observar la entretenida cola de gente que buscaba entrar al espectáculo. Con el pelo mojado, ella abandonó el hotel como si hubiese desplegado una tarde entera de amor y orgasmos, su simpatía era en ese plazo arrolladora.
Fue a primera hora a El Escorial, estaba contento. El encuentro con Magda, aunque visto en superficie fue un fiasco, a él le dejó un agradable sabor de boca. Montse había adelantado con empuje la tarea, de manera que se pasó la mañana encerrado en una minúscula habitación especialmente habilitada con un ordenador y oscurecida con persianas para que él viera el material fotografiado, eran centenares de fotos, cada una poseía una reseña mínima acerca del autor, la técnica empleada, el soporte y el tamaño de la obra. Muchas de las piezas Font las percibió extraordinarias y juraría que las estaba viendo por primera vez. Prácticamente no le sonaba el nombre de ninguno de los pacientes. Estimó para sí que con certeza de joven uno acapara de más ilusionado con que de todo sacará una ganancia, en este caso, de no ser por la ola de crímenes, jamás habría vuelto a ocuparse de esta valiosísima colección. Cuánta lucha por la vida y del mismo modo cuantísima belleza, ¡gratis!, solo para sus ojos. Su mente fue más allá y se planteó qué hacer con el fondo una vez se esclarecieran los homicidios, se lo donaría al museo Reina Sofía, pero ¿lo aceptaría? Especuló que no, o sí, pero jamás lo expondría. Se planteó seriamente arbitrar con su dinero un mecanismo para que no cayera todo en saco roto. Resultaba duro, pero posiblemente la mejor solución, y con garantías, era ponerlo en un camión y enajenarlo fuera de España. Allí sí lo valorarían, sin duda.
Fue interrumpido por Montse, que le llevó de tentempié un zumo de naranja natural. ¡Excelente trabajo! Si el asesino es uno de estos artistas, con perseverancia daremos con él. Además, ¡hay dibujos fantásticos! Tío Font, si quieres, los que me digas los aparto, y Mohamed y Mark verán el procedimiento más económico de enmarcarlos. Nos vendrán bien, porque la casa está con las paredes muy vacías... ¡Hecho!, pero tendréis que hacerlo con cristal. Es la pega de los papeles pintados, si no, se deterioran. Con el vidrio quedan fríos y habrá brillos si la iluminación es directa, pero así contamos con garantías para su conservación. Vale, pásame los números de archivo de las piezas que desees ver en su formato original. Fue hacia atrás examinando lo ya visto y se detuvo en una obra que anteriormente le gustó. Ponía en la ficha: sin nombre del autor, ni edad, crayón sobre papel, cien por cincuenta centímetros.
El argumento era una especie de nacimiento, en mitad del soporte había dibujada una mesa, similar a la de la última cena, pero dispuesta con una orientación perpendicular en vez de transversal, con evidentes fallos del escorzo, según corresponde a una obra inventada por un creador sin conocimientos técnicos. Encima de la misma, un niño, que no era Jesús, sino un chiquillo cualquiera que podía ser de la actualidad; miraba a la par a derecha como a izquierda en un tic que recordaba al remolino de un vórtice, a la manera de un cómic, era de lo más logrado de la pieza, ya que estaba en el núcleo de la obra pictórica y le confería una grandísima vibración. A la derecha del infante, ya talludito, o de edad indefinida, que podía ser incluso un adulto aniñado, estaba Dios, personificado al estilo de Zeus con un sinfín de vigorosos rayos brillantes que salían de su corona, aunque predominaban los que se irradiaban al centro superior del papel. A su izquierda un horrible diablo del que colgaban, insertados desde su cintura hacia abajo, hasta los tobillos, múltiples penes en distinto grado de erección, varios flacidísimos, lo mismo que velludos testículos con el aire de sufrir una abominable enfermedad. El largo tridente que sujetaba su mano derecha convergía arriba con los principales rayos de luz que emanaban de la aureola de Dios, fundiéndose el color dominante de este, el amarillo, con el del diablo, el rojo, generando en el encuentro algo indescriptible: ¿un crepúsculo? Y debajo se completaba un auténtico pesebre que contenía a un chaval mayor con la cabeza hecha un nudo. Aunque ya de por sí el dibujo revelaba un pujante mensaje, además, el autor tuvo la paciencia, más bien obsesiva, de rellenar todos los espacios libres entre Dios y el margen derecho del papel con representaciones beatíficas, no miniaturas, pero con corta diferencia: misales, rosarios, crucifijos, exvotos, hipotéticos jovencitos de rodillas rezando frente a un altar, una pareja de recién casados y otras imágenes bucólicas, como avecillas. A lado del diablo lo antagónico: figuras de guerra, sexo explícito, competiciones deportivas o monolíticos edificios con el nombre en su cúspide de Colegio, Banco o Ministerio. Estas diferentes escenas estaban encarnadas flotando en áreas independientes, al modo de El Bosco. Siguió un rato, no tanto buscando un asesino en serie como escrutando composiciones de arte que valiese la pena encuadrar, la idea le pareció genial.
Nuevamente le interrumpió la sobrina de Orzayun para avisarle que ya estaba servida la comida. Se sentaron a la formidable mesa un poco solitarios, Montse, Fátima y él. Había cuscús. Por allí revoloteaba Mark, pero no le aguardaron porque dijo que no tenía hambre. Ojipláticos escucharon una disputa que mantuvo a través de su móvil desde el baño en el que reparaba una avería relacionada con una instalación que había rematado hacía nada. Hola, princesa... No te preocupes, princesa..., te puedo llamal como yo quiera. Al poco de un tenso diálogo en el que parecía que una operadora de telefonía móvil le reclamaba unos cuartos, Mark ya chillaba: Pues denúnciame, pol mí no hay problema, ¡princesa, hija de puta...! Bien, bien. Ya nos veremos en plaza Castilla. Si crees que vale la pena pol estas cantidades de dinero. Sí, ¡embálgame!, y soltó una carcajada irreal. Por fin gritó: ¡Ladrooooona! ¡Gonorrrrreaaaa! Posteriormente silencio total y al acabar con la chapucilla que le ocupaba entonó con voz melodiosa: «Nadie igualará tu obra de arte...»
Por la tarde siguió durante horas examinando pinturas en la pantalla del ordenador, paró solamente al dejarse ver Orzayun, además estaba ya agotado. A su pregunta de: ¿Y?, replicó negando con la testa. No había descubierto todavía nada convincente que pudiese relacionar a los artistas brut de su colección con los homicidios. Quiso mostrarle la obra que había seleccionado para enmarcar, pero en ese momento se fue la corriente. Mark comentó no entender qué pasaba, porque había acoplado en la caja eléctrica un diferencial superinmunizado. Cuando Font le preguntó que qué era eso, contestó: Vamos, doctol, no fastidie, que se defiende de todo. Se repitió la avería y dijo que lo que ocurría era que había un aterrizaje en la cocina. Será un cortocircuito, puntualizó Orzayun. Exactamente eso. Aprovecharon para subir al ático y contemplar Madrid de noche. El poli soltó: ¡Buena la hiciste ayer! No pongas esa carita, bien que lo sabes. A Bustamante no le gustó nada... No me digas. Ese cada día me cae peor. Es el típico con el que te relacionas justo hasta donde él quiere y nada más. ¡Cómo si fuera tan simple! Hombre, intervino Orzayun, es muy castellano. ¡No le justifiques!, eso qué quiere decir, que es muy práctico, concreto, interesado... ¿o gilipollas?
Volvió hacia Pozuelo con Mark, que le ofreció todos los fármacos del mercado, incluso los más nuevos, para combatir la disfunción eréctil. Crecía entre ellos la amistad, o eso le pareció, ya que le prometió una comisión del diez por ciento si le conseguía clientes entre los profesores de la universidad. A los que certificó que les vendría de miedo. Presumió Mark de haber probado los remedios y daba fe de su calidad: Si ellas tienen deseo, pol qué no, ¿veldad? En respuesta a una mirada de Font por el rabillo del ojo, Mark añadió: ¡No se crea, doctol, que soy un ninfómano! Al poco de la dulce expresión que perfiló Font en sus labios oyó el poderoso resuello de Mark. Recordó lo que le aseguró su padre una eternidad atrás: A partir de cierta edad se folla más con la cabeza que con el rabo.