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Tutoría de Artaud

Su secretaria le hizo una llamada de teléfono, le aguardaban en el despacho para la tutoría de Artaud, así que dejó la reunión improvisada que mantenía con la becaria peruana, que se acababa de incorporar de su baja, en la que ambicionaba explicarle la trascendencia en la poesía americana de Martín Adán, poniéndole a la altura prácticamente de César Vallejo, esto un poco forzado, pero es que quería entusiasmarla. No sabía si lo obtendría. Creía Font que ella seguía a la defensiva por su fama, más que por sus acciones, que eran decididamente neutras. Con toda la simpatía de la que se sentía capaz le preguntó si había iniciado la lectura de La casa de cartón y Adriana Filipina pretextó seca que había estado enferma.

Los nueve chicos ya estaban a la puerta con la bata puesta, dentro tomaron asiento con modos informales por donde pudieron, en el gran batiburrillo que se había convertido su puesto de trabajo; holgado y luminoso, pero muy desordenado. Sin mediar introducciones empezó a preguntarles por distintos aspectos de la existencia y obra de Antonin Artaud. El esquema era sencillo, todos tenían que saber todo... y punto. No había reparto de parcelas, que de ordinario termina redondeando el inteligente del grupo y a correr, ¡todos, todo! Esa era la excusa por la que su sistema no estaba homologado en España, resultaba una especie de anti-Bolonia, por demás está decir que el estudiante no tiene nada que enseñar al docente, o al menos casi nada. Podía no saber el nombre de pila de sus alumnos, porque no le daba la vida, pero los conocía a la perfección. Le dio la palabra al jovencito norteamericano de origen vietnamita, y le pidió que disertara a propósito de Aldo Pellegrini, ¡ea, lo bien que habla el español para el corto período que habita en Madrid! Él desconectó, por un oído le entraba lo que desgranaba el alumno y atravesaba su cerebro, que de manera veloz y automática medía las palabras interrumpiendo donde se deslizaba un error de interpretación.

La tutoría se transformó en un debate entre compañeros, ya que él impulsó a otros estudiantes a polemizar a partir de Van Gogh y los atrevidos planteamientos de Artaud. Preguntó ceremonioso: ¿Hemos asesinado a Van Gogh?, ¿eliminaremos sistemáticamente a cualquier nuevo Van Gogh? No había compartimentos estancos, con desenvoltura se brincaba a las demostraciones del inconfundible pintor holandés, un chico portaba Cartas a Theo en su mochila con las páginas marcadas en los párrafos que más le habían emocionado. Hizo hincapié en los fragmentos más literarios y sugerentes, evidentemente se asomaba al conocimiento a través de la conceptualización y no de las figuras. La jovencita rubia de trenzas germánicas enfrentó a Van Gogh, cogiendo frases de sus textos, con la fantasía fundada por Artaud. Font soltó otro tema de debate: ¿Puede ser base sustancial de una obra literaria las cartas escritas por el autor?

Natalia, su secretaria, le hizo un gesto para que saliera un minuto, ya lo vio, medio cuerpo de Joaquinito también surgía por la puerta. Se pusieron a departir en voz baja para no interrumpir el coloquio de los alumnos. Se refería a Bustamante. ¡Me vuelve loco!, exclamó, y los chicos rieron de forma sonora, en ese instante hacían una disquisición sobre la enfermedad mental de Artaud. Aunque enseguida retornaron a su conversación comedida. Lo siento, dijo el rector, desde las altas esferas..., ya lo sabes, del ministerio, insisten en que debes colaborar sin limitaciones en sus pesquisas, y yo te lo transmito. ¡Deja estas historias por algún tiempo!, exclamó levantando las manos, o delega en otro profesor. Sabes muy bien que no puedo hacerlo, Joaquinito, le respondió apesadumbrado. Júrame, please..., dijo adoptando la postura del ruego, que le vas a ayudar. Vale, de acuerdo, ¡a ver cuándo se acaba este rollo!, profirió, y volvió con sus alumnos. Aportó a la polémica el escrito de Artaud en torno a Heliogábalo, tal cual pronosticó, los muchachos terminaron recalando en el Teatro de la Crueldad, sus fundamentos y particularidades. Les permitió ir a tomar un café, para continuar inmediatamente después.

Él aprovechó esos minutos para hablar con Georgina, y confirmaron su cita para comer en Argüelles. Llamó asimismo a Orzayun y le contó que le habían pedido que incrementase su apoyo a las fuerzas del orden público y que eso haría, Pepe rio. Se verían pronto en El Escorial. Cuando regresaron los chicos fue a saco con los temas que faltaban por trabajar: su insondable inconformismo, su verdad revolucionaria, la estancia de Artaud en México, su relación con los indios tarahumara, vínculos con el surrealismo y André Breton, otros viajes, obra pictórica, enfermedades médicas y psiquiátricas, ingresos hospitalarios, toxicomanías, Rodez...

Parecido que otras veces notó que Lucía andaba un poco despistada, era guapita de cara y vestía ya como adulta, exponiendo su simpática estampa. Seguro que por eso se fijó en ella desde el comienzo, sus escotes no eran de vértigo, lógico, se trataba de una estudiante, y llevaba la bata..., pero allí estaban; sus párpados insinuaban sombras de un morado tenue. La diferencia con sus compañeras, que eran poco más que adolescentes, resultaba sideral. A ver, Lucía, ¿cómo analiza Fabienne Bradu la relación de Artaud con México? Tocaba discutir de ello y la muchacha todavía no había abierto la boca. Profesor, creo que no tiene mayor interés, más que lo que piensan otros de Artaud, tendríamos que opinar nosotros. ¡Ay, Lucía!, siempre igual... No te olvides que nos aproximamos a nuestras individuales verdades a través de lo que han reflexionado otros. Además, en este caso, ¿podríamos experimentar en primera persona la libertad sexual y el desmadre de Heliogábalo?, ¿o consumir peyote según lo hizo Artaud con los tarahumara? Él tuvo una enfermedad cerebral que le dejó secuelas, y en ese contexto sus vivencias y devenir propios son únicos. Nos ilustran, pero no podremos repetirlos jamás. ¡Es inasumible!

¿Por qué no?, preguntó Lucía tras un breve silencio y sin ruborizarse, le estaba incitando y le emplazaba al juego de la seducción, mitad intelectual y mitad carnal, en el que había caído tan a menudo. Sí, sí, incuestionablemente que podemos, pero tiene una alta dosis de riesgo... Perdone, profesor, le interrumpió, a mí me gustaría vivir en primera persona. Lógico, a todos... El delegado del grupo preguntó muy educado que a qué hora acabarían, ya que luego tenían una práctica y entre medias debían nutrirse. Nada, en seguida, ningún problema. Para cerrar del todo el encuentro eligió el que tal vez es el escrito cumbre de Antonin Artaud, Van Gogh, el suicidado por la sociedad, y leyó el post scriptum de la introducción; en otras ocasiones ya lo había hecho, y pudo comprobar entre los nuevos alumnos con qué ímpetu pulsan las últimas fibras del joven al hablar de libertad cercenada. Una vez que terminó con la frase en la que se menciona la condena del hombre moderno a vivir como un poseído, los muchachos se pusieron de pie aplaudiendo.

Logró frenar el alboroto y recomendó las lecturas de la siguiente tutoría: En el cielo de Octave Mirbeau y Genio artístico y locura de Karl Jaspers. Quedó con ellos en que los convocaría a través de un correo electrónico. Los chicos juntaron sus bártulos y se marcharon. Creyó por fin estar solo en el momento que oyó una voz femenina decir: Espero no haberle molestado, profesor... ya sabe, por lo que dije de Artaud. No, de verdad, vuestra participación siempre la encuentro adecuada. Venga, adiós. Era meridiano que en el pasado las buscaba, pero ellas también a él. De haber sido pillada sin saber nada de Fabienne Bradu, la alumna Lucía pasó a emprender una fuerte iniciativa.

Con Georgina todo continuaba mejorando, quizás el profundo encono que parecía sentir contra él se hubiese desvanecido. Ella había reservado en el Compostela, en la calle Santa Cruz de Marcenado, comieron muy bien, percebes y una dorada. Le estuvo detallando que dentro de nada atendería ella sola el teléfono de socorro a los suicidas, su guía apreciaba que ya había adquirido los conocimientos y habilidades suficientes para acometer esa tarea. Le costó un menor lapso que el habitual, debido a la necesidad perentoria de capacitar a voluntarios, por la significativa cantidad de llamadas recibidas, que no hacían más que aumentar cada mes. Él habló de su trabajo, ese día tenía la ilusión de estar haciendo las cosas acertadamente. Contó el comentario de la alumna: A mí me gustaría vivir en primera persona. Pere, no te das cuenta, ¡te estaba ligando!, dijo con un brillo renovado de sus ojos azules. Puede ser, no sé. Ella, en el café, aludió a las estrecheces que sufrían en Aranjuez. Si estáis de ocupas, ¿no? Claro que sí, contestó ella, ¡pero somos once bocas que alimentar! Y sin ningún ingreso, salvo lo que yo les dé. Por mí puedes suministrarles todo lo que les haga falta, refrendó Font. Tu hija no lo aceptaría. Hazlo como quieras. Finalmente le mostró veinte o más fotos de los asesinatos brutos que circulaban por las redes sociales, él juró que no sabía nada más, no quería comprometerla. Será una banda de locos, remató Georgina Power.

Llegó a El Escorial de noche y tuvo que estacionar lejos de El Palacio. Se estrenaba en el auditorio una composición de Tomás Marco y la gente, por no pagar el parking, se dispersaba por todo el pueblo. Así que cruzaba por unos sombríos jardines cuando le pareció ver a Montse sentada en un banco y muy cerca de ella, sí, pegados, estaba Mohamed. Con naturalidad ella se puso de pie y tras unos segundos lo hizo Mohamed. Se acercó hacia él, primero caminando rápido para lograr el encuentro y después dando gráciles brincos. Hola, tío Font, y le dio dos besos. Intercambiaron pocas frases circunstanciales y después de despedirse otra vez le habló: Tío Font, porfi, no le digas nada a Pepe...