Bomarzo
Por unos días dejó de revisar con el ímpetu inicial las reproducciones que con aura disciplinada continuaba generando la incansable Montse. Su ocupación extra consistía en unirse a Fátima, río arriba, cuando iba a la huerta. Poco a poco ganaban en agilidad y fortaleza sus doctas piernas, sin necesidad de fastidiar al burro. Incluso acompañaba a Fátima, aunque la verdura traída del monte no estuviera destinada a la despensa de El Palacio, sino para otras casas a las que ella al mismo tiempo abastecía. En los ratos libres que le quedaban examinaba la mancha de humedad que desenvolvía, con el avance de las horas, movimientos semejantes a los protoplasmáticos, realmente imprevistos y, por qué no, bonitos; recordó Font los estudios en fresco al microscopio de las amebas en su remota época de estudiante.
Seleccionó otra pieza para enmarcar, ponía en la ficha técnica simplemente: José, treinta y dos años, espectro autista. Era un lienzo enano, de veintisiete por diecinueve centímetros, pintado al óleo con colores sugestivos. El tema principal eran unas grandes flores, posiblemente girasoles, que en su disco central tenían esbozadas caras que parecían dialogar entre ellas. Por poco llegaban al límite superior de la tela, quedándose sin aire para respirar. Y por debajo, y más atrás, en comparación, de un tamaño muy reducido, pero sin desentonar con el resto de contenidos, se veían casas, un río y animales domésticos, como un perro saltarín, torpemente coloreados. Casi todo el fondo estaba constituido por el cielo, de un color azul nítido. Se le llenaba el pecho de ternura al mirarla. Poseía la simplicidad de un vuelo...
Una tarde que regresó de Madrid, tras pasar unas horas en la facultad y solventar lo más inaplazable, se encontró en su mesa del sótano un envío con su nombre y la dirección de El Palacio, sorprendido le preguntó a Fátima quién había llevado la carta y ella, con absoluta naturalidad, contestó que el empleado de correos, en una moto. Tornó al sótano preocupado, no sin objeto, y abrió el sobre, en una cuartilla podía leerse en letras de molde mayúsculas: «Oye, güerito, ya estuvo bien de cantar por tu piquito». En la noche, contemplando durante horas el oráculo en el que se había transformado la mancha de humedad, entendió el mensaje: El próximo soy yo. Por la mañana le reveló la carta a Orzayun, que estuvo de acuerdo en valorarla como una amenaza. Igual si sabemos que vienen a por mí podríamos anticiparnos, que era lo que tu querías, Pepe; me alarma que puedan hacerle daño a Montse. Especialmente, si vienen, más que a por mí, a por la colección. Tú tranquilo, hablaré con Bustamante... Dicho y hecho, a partir de esa tarde todos los días tenían una pareja de policías de paisano en las inmediaciones de El Palacio.
Dos días más tarde de la llegada del anónimo le telefoneó Magda, disponía de localidades para el estreno de Bomarzo en el Teatro Real y quería que fuese con ella, claro que aceptó. Le avisó que eran del patio de butacas y que debía acudir con pajarita. Al día siguiente, Bustamante, Orzayun y Font, estaban en la tienda Cornejo, alquilando sus trajes de pingüinos. En un café, los dos le exteriorizaron al comisario la importancia del estreno de esta partitura en Madrid, quién era Alberto Ginastera y quién Manuel Mujica Láinez. Se entretuvieron en la figura del duque Orsini... Así no me sorprende que le interese esta ópera a la mexicana, dijo el comisario.
Font la esperaba antes del inicio de la función a la puerta del teatro, llegó en un distinguidísimo Audi negro con un chófer también negro. Al descender desplegó una fragancia de flores lejanas, que dentro se disipó. Estaba despampanante, con un vestido negro muy ceñido y un manto de vivos colores sobrepuesto al dorso y parte proximal de los brazos, encima de la cabeza mostraba un hermoso recogido del pelo con estructura de trenzas que agrupadas constituían un moño de elevada firmeza, tocado con un seductor lazo rojo final. De los lóbulos de las orejas colgaban pendientes de oro y el cuello lo adornaba con un colorido collar, seguramente ancestral y mexicano. Le sacaba con los tacones y el moño por poco media cabeza a él, que se tuvo que aguantar. Tras dejar en el guardarropa su manto permanecieron hasta el inicio de la representación en el hall principal.
¡Vaya revista de modelos que se destapaba! Debido a la forma de emplear el idioma español de los asistentes diríase que se encontraban en una asamblea de dignatarios de la OEA. La fémina que más destacaba era Magda; otras latinoamericanas se embellecían al estilo occidental para velar su origen, y lo lograban, pero a costa de perder atractivo. Ves, Pere, empiezan a considerarnos, nos ponen en nuestro sitio... ¿Porque nos temen o porque nos necesitan? ¡Estás guapísima! Por favor, hazme caso. ¡Ya te lo hago! Al entrar al patio de butacas, tanto embajadores y embajadoras como mandos peninsulares no hacían más que resaltar sin tapujos el esplendor de la americana. Ella, halagada, los miraba fugazmente resbalando en un santiamén sus gatunas pupilas en sus curiosas miradas.
La música no parecía que le removiera demasiado, pero el personaje le fascinó, tal vez por su despliegue siempre al límite. Le apretaba el brazo con fuerza en las escenas de recrudecida fiereza. En el descanso todos se volcaron hacia los puestos de avituallamiento del hall. Magda pidió, para sorpresa del camarero, champán, no le apetecía el cava, y un aperitivo a base de anchoas del cantábrico, él pagó sin inmutarse con su tarjeta bancaria. Cuando finalizaban su consumición les abordaron Bustamante y Orzayun y presentó al comisario a Magda, por la actitud de ambos discurrió Font que de igual modo la hallaban muy elegante. La conversación derivó al tema que ese día parecía obsesionar a más no poder a su amiga, el de la reconquista de la península, pero esta vez desde Latinoamérica. Bustamante, en plan policía experimentado, trató de esclarecer las motivaciones de semejante pretensión... Orzayun y Font se distrajeron glosando las cualidades musicales de la composición de Ginastera y las vicisitudes que arrastró a lo largo de los años, incluida su prohibición en Buenos Aires. Orzayun desde luego que conocía otras obras del maestro argentino.
¡Eres mi reina!, exclamó con voz potente desde varios metros de distancia y repetidas veces Nerval. Su reclamo casi pasó desapercibido a terceros en medio del bullicio y apelotonamiento que allí acontecía. Al posicionarse al lado de ellos hincó la rodilla y besó la mano de ella. Se incorporó de tan forzada postura con marcada limitación y gracias a la decidida intervención de Orzayun en forma de sostenimiento. Relató que hacía dos semanas que le habían realizado una operación de reducción de estómago, que del peso no había notado nada, pero de la tensión arterial sí, por poco se va al infierno después de la cirugía de lo que le bajó, estuvo en la UVI y todo. Al sonar la advertencia de tres minutos para el reinicio de la función se separaron amablemente y volvieron a sus asientos. Se despidió Nerval de su soberana con aspavientos de tipo hidalgo. Bustamante ya no entró a la sala, solo le dio tiempo para comentarle a su colaborador que no entendía ni jota de aquello que expresaba la mexicana, y se marchó con prisas. Al finalizar la función, ella asimismo dio la nota al gritar con insistencia ¡bravo!, que rápido trocó por el aún más distinguido ¡bravíssimo!
Dejaron el teatro con algo de frío en la atmósfera, sin mediar palabra, agarrados del brazo, se encaminaron por la calle Arenal hacia Sol; los viandantes, nativos o turistas, se giraban para verla mejor. En la Puerta del Sol pareciera que reclamaba menos la atención en medio del popurrí que allí reina habitualmente. Además, la gente cruza esa plaza tan castellana, huérfana de árboles, a toda velocidad, como si estuviera siempre a punto de perder un transporte. Llegaron a Jacinto Benavente y luego a Tirso de Molina, en ambas plazas Magda recuperó su protagonismo, incluso eran seguidos por muchachillos y otros ya mayores, probablemente con el ánimo de robarle sus pendientes. Lo que ignoraban los pobres incautos era que la policía secreta a su vez les pisaba los talones. En Tirso bajaron por la calle Lavapiés. Preguntó radiante si le apetecía un restaurante mexicano y él asintió.
Se arrimaron a un portal con videoportero y Magda apretó con insistencia el llamador, un sordo clic y penetraron a lo que tenía el aire de una finca particular. Tras diez metros transitando un corredor iluminado alcanzaron un patio interior rodeado de altas paredes de edificios colindantes que no tenían abiertas ventanas hacia él. Aunque tenue, existía una claridad que se acrecentaba a medida que se movían al núcleo, donde estaba dispuesto un chiringuito de porte mexicano levantado a base de madera y bloques de paja, con vistosas hojas de palmera atravesadas por el techo y las ventanas. Se sentaron uno enfrente del otro en una larga mesa corrida. A los pocos segundos salió una mujer latina muy grande y gorda que ofrecía en una bandeja unos combinados que parecían margaritas, diligente encendió una estufa de gas tipo seta y el ambiente se caldeó de golpe. La familiaridad con la que se dirigía la camarera a su amiga y la ausencia de otros comensales le confirmó en su hipótesis de que era la casa de ella.
Con el segundo margarita, acompañado de maíz frito, encontró aún más encantadora a Magda, que con llamativa soltura le arrancaba carcajadas por todo. En un instante de silencio supo que algo raro acontecía, ya que ella se lo quedó mirando con una expresión singular, tanto tierna como un pelín atrevida, él tras corresponderla comprendió, sus pantalones a la altura de la bragueta se abultaban, y notaba una presión por sobrado espacio retardada.
Ponchi, la enorme mujer, les trajo de primero aguacate con langostinos y una salsa de cebolla picada buenísima, él escudriñó sus ojos buscando el reconocimiento de una falta o al menos una pillería, pero sus miradas no se cruzaron, ella atendía la mesa de forma muy experta y poco más. De hecho, a un lado, le puso a Magda, y tácitamente solo para ella, un aperitivo que eran insectos fritos de olor dulzón, que mojaba con fruición en un reducido cuenco que contenía un líquido espeso amarillo intenso que sería picante.
¡Anda, mira mi horóscopo para hoy! Font agarró el periódico, cuya cabecera no reconoció, latino sí, pero no ponía de dónde: Para las señoritas en busca de algo exclusivo ¡prepárense! Todas las posibilidades están abiertas... No se enteró bien desde qué momento preciso, pero mientras tomaban el ceviche Magda ya estaba a su lado y le pasaba el brazo por el cuello; igual desde toda la vida, desde hacía una eternidad. Se puso seria y expuso muy ceremoniosa: Fuiste un adelantado a todo. Te busco desde siempre y tú tan esquivo, remató dándole un corto beso en los labios. Font se explicó: Por un tema familiar viví la experiencia del arte en el trastorno mental y a partir de entonces todo fue estudiar y poco más... Ya, ya, quién no tiene conocimiento de vainas, pero muy pocos pueden más adelante articular las circunstancias en busca de... no sé, objetivos. La mano inocente de ella se albergó directamente en sus genitales, que mantenían su fortaleza sin presentir ansiedad anticipatoria alguna. Ponchi renovó las cervezas y retiró los vasos, descifró el mensaje al ver a Magda beber directamente del botellín. En seguida apareció con un cuenco de líquido opaco y dijo: Esto es para el caballero. Qué cara, de susto, pondría Font que ella intervino: No seas bobo, amor, es el jugo del ceviche, ya sabes, es solo para los chicos. Tras una risotada tal vez grotesca lo ingirió de un trago. Limitó su ardor esofágico trincando la mitad de un botellín de golpe, a morro.
Vinieron los nachos con carne, excesivo todo. No llegaron a terminarlos porque ya se abrazaban y besaban de manera desenfrenada. Sin preaviso Magda se agachó y atacó su entumecido miembro con los labios y la boca. Asomó Ponchi que traía no se sabe qué y cuando vio el panorama se dio media vuelta. No aguantó y eyaculó arriba de su fino y ceñido ropaje negro. Ella se sentó a su lado y en una especie de estado de trance contempló su pechamen embadurnado, con el índice lo extendió y también se frotó con él las mejillas, frente y labios. Después mordisqueó en el cuello a un todavía suspirante Font. Lentamente, casi desganados, volvieron sobre la carne picada y de postre, ya algo más resueltos, se deleitaron con unas crepes con dulce de leche flambeadas. Se le hizo muy raro ver su fluido, poderoso según notó, esparcido por el cuerpo de su interlocutora, luego menos, a medida que se secaba. Ella se retiró un par de veces, supuso él que a limpiarse, pero regresaba en ese sentido sin modificaciones de su aspecto. En esas pausas especuló con que el anónimo le perteneciera a ella, le quería con sinceridad y le informaba del peligro al que estaba expuesto. Se enterneció.
Como si fuesen pareja desde veinte años atrás le leyó la mente, y al unísono ella reinició el tema de los artistas brutos: ¿Qué te pareció la última vaina? Sí, dijo, hay un progreso indudable. Me refiero a la técnica. Pero, es suficiente..., ¿no? Qué dices, replicó Magda, es imparable, además no depende de mí. Vaya iluso. Y Giorgio De Chirico, ¡genial!, ¿verdad? Sí, está bastante integrado, asintió Font. Estuvo ella un rato justificando la rebelión en ciernes con una naturaleza un poco aturullada. Hacía referencia continuadamente a la exigencia de distribuir mejor la riqueza en el planeta, pero igual que a las posibilidades de acceder a la felicidad, y aquí incluía de modo cardinal en su proyecto el arte. ¿Y necesariamente con violencia? ¡No, amor, estás muy equivocado! Esto solo es el comienzo para enderezar las conciencias. Pronto todo sucederá con un andar más suave, normal, como es la vida diaria. Insistió porfiadamente Magda en la obligación de abstraerse y proyectarse al futuro. Le solicitó de manera directa que se integrara en la organización, obviamente que como cabeza pensante. Exclamó Font: Ya tendréis unas cuantas, ¿no?, ¿de dónde proceden? Hay de todo, profesionales, políticos, sociólogos..., algún psicólogo. Nos dan las premisas, los apoyos. Ya te digo que tampoco mandan, al final cada uno actúa a su criterio. Ya lo has ido viendo. Toda obra es distinta de la anterior y eso es innegable.
¡Pero en todas hay sacrificados!, exclamó él con rabia súbitamente liberada. Has elegido la palabra justa, porque no es otra. Se elevan a un plano superior..., para que todos podamos realizarnos el día de mañana. ¡Esto suena a mesianismo! Qué va, estás despistado. Ya sé, dijo Font dando una palmada en el aire, detrás está el mito del Inkarri, el inca rey, por eso decapitasteis a Juan Bautista y escondisteis su cuerpo, aseguró presuntuoso. Vale, si quieres te doy la razón, sí. A ti no te dice nada porque eres blanco, pero para los mestizos restablecer el orden perdido es primordial. ¡Estamos en un Pachakutik, ha llegado el cambio!, ¿no lo ves? Por fin, después de tanta espera, ¡carajo!
Por el amor de Dios, intervino Font casi deletreando las sílabas, son mitos, pura literatura, ¡si han pasado quinientos años de la muerte de Atahualpa! Y bastantes más de doscientos de la de Túpac Amaru..., y resulta que buscáis ahora su cabeza, concluyó gesticulando una expresión de completo desconcierto. Podría ser una lectura, objetó contenida, que no se te olvide que los mitos son sabiduría, ¡eh! No dudo de que te haces pajas, ¡intelectuales!, se entiende, con los mitos griegos, pero los mitos indígenas americanos te la traen floja, ¿a qué sí?, ¡menudo librepensador que eres!, finiquitó. ¡No fastidies!, exclamó Pere. Si el inca era un gobernante igual de arbitrario que el rey español o la misma iglesia católica. Es cambiar mocos por babas. Esto fue un invento del idealista José María Arguedas. ¿Quién es ese?, preguntó Magda para desdecirse de inmediato, no me lo cuentes, que me da igual. Lo vital es poner en marcha el cambio, y en seguida. Ya, tal cual Sendero Luminoso, dijo ágil Font. No, señorito, aplicamos una innovación estratégica esencial, la insurrección la trasladamos hasta aquí, a las entrañas del puto imperio, que, aunque hayan trascurrido décadas, no es inocente, porque él sí se sirve incluso en la actualidad de nuestra buena fe. ¡Puf!, soltó Font, para sí mismo rumió que el próximo espectáculo de los pintores brutos podía inspirarse en Fernando de Szyszlo, pero prefirió no dar señales.
¡Está todo esto más trillado que ni sé! Será para ti, guapo, explícaselo a los cientos de millones de marginados de la gloria burguesa, verás de qué manera en diez minutos te han echado a la cuneta de la historia. A los míos les va la vida en lo que profesen. Tendrías que leer a Mariátegui. Claro que lo he leído, exclamó cabreado. Atención Pere: con el corazón, no con el cerebro. No es una simple vaina decorativa, ¡joder! Doctor, usted lo sabe mejor que yo: el delirio es un tipo de resistencia, puede ser la vía del reencuentro de la salud. Font torció el morro en actitud escéptica. ¡No nos dejáis otra elección!, exclamó ella, que superados unos largos segundos tragó saliva y apartó su conducta beligerante, el rostro se le apaciguó, susurró que mejor si no discutían y con un cubierto golpeó tres veces un cristal. Ponchi se presentó con una bandeja en la que portaba los licores. Él dijo que se sentía anegado de alcohol y que, por favor, le apetecía algo muy suave. ¡Un zumo de frutas!, soltó convencida Magda. Cuando Ponchi lo trajo, Font le preguntó: ¿Estás segura de que únicamente tiene fruta exprimida?
Lo encontró rico, muy refrescante para aplacar el fuego que tenía entonces en el vientre. Le propició a oír con serenidad el discurso que, con su botella de tequila al lado, le estaba dando Magda: La presión demográfica se terminará imponiendo, es solo cuestión de tiempo, en estos barrios, en otra época tan castizos, un día veremos exclusivamente a nuestros amigos. Ocurrirá, quieras o no, ¡somos una avanzadilla! ¡Estás borracha!, prácticamente gritó con brío y justo volvió a percibir el ensanche previo. Qué va, recuerda tú lo que era esta ciudad en la época que llegamos, este país entero, no tiene nada que ver... Por favor, haz un ejercicio, por cuánto multiplicarías la presencia de nuestros paisanos que existe ahora por la que habrá dentro de veinte años. Tal vez hasta tú y yo lo veremos, vamos a ser mayoría, dijo con una enorme sonrisa en los labios, y se podrá cambiar todo a través de la farsa de la democracia, pero no hará falta, te lo juro, porque el mundo ya habrá prosperado entonces. Para eso trabajamos, buey. Nuevamente Font, enchispado: La revolución tú te crees que es copiar nuestros horribles países, pero de lindo folclore, en este polo norte de los cojones. Magda le explicó que precisamente por eso debía él integrase en la estructura, era necesaria gente que inventara el futuro y lo programara. Esto se lo dijo asiéndole con las palmas sus dos mejillas pretendiendo hipnotizarle para que soltara una respuesta positiva. Le besó introduciéndole la lengua con energía. Ruidos de intensidad creciente provenientes de la puerta les impulsaron a parar y torcer los ojos.
¡Ya están aquí las niñas!, gritó Ponchi. Se acercaron a la mesa dos jovencitas con andares de colegialas, efectivamente, vestían falda plisada y calcetines largos, menos sugería en esa dirección la cazadora algo motera que tenían por encima. Eran rubias y monas, al hablar, sobre todo una, lo hacían con un manifiesto acento francés. Dijeron, en un tono de voz candoroso, que no podía ser muy tarde porque habían venido en metro. Magda se quejó: Justo hoy que os pedí que, por favor, llegaseis pronto... Se puso de pie y sin más preámbulos le arreó un bofetón a la que tenía más cerca, que trastabilló y cayó al pavimento junto con su mochila de tonos etéreos. Se interpuso Ponchi, quien extendiendo sus brazos en cruz trasladó a las chicas, resentidas, hacia la casa, semejando un perro pastor, y como si no quisiera que se produjese escándalo. Magda se sentó y gritó: ¡Castigadas, carajo! Sin más comentarios retomó el tema que les ocupaba: las trascendentes modificaciones que se avecinaban. Y prueba de ello era el estreno de Bomarzo. Por cierto, ¡qué pánfilos que son esos polis! Jamás descubrirán nada de nada. Y bastante menos el jefe, ese es gilipollas, ¿no? No respondió. Le sirvió más del jugo refrescante, al que ya Font atribuía ser la gasolina de su nuevo motor. Se acurrucó contra su pecho y comenzó a sobarlo y él a ella. A pesar de los arrumacos el frío ya no podía ser mediatizado por la estufa y decidieron pasar dentro.
Recorrieron el pasillo de un rato atrás y antes de alcanzar la puerta de la calle doblaron a la izquierda a través de un acceso que de golpe les enfrentó a una inmensa mampara de cristal que daba al exterior, aunque iban del brazo él la condujo hasta que prácticamente tocaron con sus narices el vidrio. Se veía la calle de Lavapiés, en ese momento llena de transeúntes, una pareja estaba abrazada y reclinada un poco más allá en el cristal, él la aguijoneaba con fuerza. ¿No nos ven? No, es parecido al cristal de los gorilas, nosotros podemos espiarlos, pero nadie nos percibe, y aprovechó ella, subrayando sus palabras, para darle un achuchón con su fuerte mano a su crecido pene. Mirando otra vez afuera le preguntó: ¿Te entretiene el circo? Él buscó los labios de ella con los suyos. ¡Ay, tonto!, exclamó, y continuaron su entrada a la vivienda.
¡Si aquí están las prostitutitas! Giró Font y vio a las dos colegialas, cada una enfrentada a una esquina, opuestas al gran cristal de la habitación blanca y casi sin mobiliario, desnuda, en la que se hallaban. Se liberó Magda del brazo de él y convertida en pantera cayó en una esquina en la que prendió a la chica de la coleta y le soltó manotazos por todo el cuerpo sin parar hasta que sus chillidos se hicieron notorios. Incómodo, orientó lentamente la mirada hacia la calle, nadie interrumpía su rumbo, no los podían ver; los que unos instantes atrás se daban el lote se habían marchado. Respiró tranquilo. A la otra muchacha le introdujo por atrás el dedo medio de la mano extendido como si la estuviese empalando, y la levantó entera estrujándola contra el rincón, se detuvo con sus resignados lamentos. ¡No hay derecho! Ya te digo, son unas putitas. ¡Venga, inspección Madrid!, chilló con fuerza. Y las dos chicas, que de verdad parecían púberes, sin dejar de dar la espalda y en silencio se quitaron las bragas y las depusieron en una mesita baja. Primero pilló una Magda y la aproximó a la bombilla disponible más potente para examinarla, además la olió. La tiró al suelo con una ostensible desaprobación y en seguida pateó en el trasero a la dueña de la prenda, lo hizo con torpeza, porque mantenía su calzado con tacones, la jovencita rio. Vale, tú ríete, musitó, al instante que cogía la otra braga y se la alcanzaba a su compañero para que se implicara, él la olió con esmero y solapadamente, mientras ella se dedicaba a insultarlas, se la guardó en el bolsillo. Una vez que Magda, muy recta, se volteó a preguntarle a Font: ¿Tú cómo las castigarías?, él no lo dudó, se bajó los pantalones y primero con una y luego con la otra, emulando canes, estuvo un ratillo dale que te pego. Tenían culos enanos... Paró al notar una mano que oprimía con intensidad creciente sus retraídos testículos, ladeó el cráneo y se topó con el rostro de Magda que le susurró al oído: Ven, no pierdas el tiempo... y la fuerza. Deja algo para los demás. Como un resorte se incorporó, pero no tuvo el automatismo de vestirse. Así pues, sin pantalones ni calzoncillos Font, siguieron a paso lento adentrándose en la morada.
Al salvar un umbral todo fueron lobregueces, las luces enfocaban obstinadamente de manera indirecta, ya sea el techo o los muros, incluso el solado. Las paredes normales de una casa madrileña habían sido sustituidas por una suerte de duplicado de murallas de templos mesoamericanos. Erguidas con piedras de colores oscuros talladas de modo pertinaz, tanto con motivos de humanos como de animales variados. Incontables serpientes y aves siniestras, que una vez vistas la primera vez perdían su capacidad para inducir pavor. Parecía que la mexicana hubiese tenido en esa casa esclavizados a unos cuantos de sus artistas brutos esculpiendo únicamente para ella durante años. La música que sonaba de fondo, a base de flauta y percusión, simulaba una obra contemporánea, por lo imprevisible y el poco ritmo que tenía. No sabía Font que las composiciones del primitivo México, de eso juzgó que se trataba, se habían adelantado a Arnold Schönberg en más de quinientos años. Nuevamente, límpidos vidrios traslucían el exterior silencioso, pero con un importante bullir de gentes en la vía pública, que ni miraban las muy bien reconstruidas ruinas por las que ellos se movían.
Subieron por una escalera de caracol, y los cascabeles se fueron acallando para dar entrada a una música que desde sus más lejanos volúmenes trasladó a Font a una cadencia y melodía de alegría: ¡el presente! Arribaron a una estancia de unos veinte metros cuadrados, sin ventanas ni cristales antigorila, que estando en penumbra en sus paredes se veía un sereno movimiento de aguas con brillantes resplandores de luz solar que laceraban la mirada equivaliendo a agujas. ¡Cuidado!, exclamó ella, debían soslayar un remedo de puente a través de un espejo de agua para llegar a una barca que, con evidencia de ser artificial, reproducía a la perfección, a través de artilugios mecánicos, la sensación de balanceo sobre una laguna, el mar no, sino un agua calma. Así pues, plácidamente sentados en una especie de góndola, y recostados el uno en el otro, vieron con qué parsimonia se acercaban pesadas barcazas, hasta por poco colisionarlos, con fuertes y bigotudos varones de pantalones y camisas ceñidos que constituyendo agrupaciones musicales entonaban preciosas rancheras mirándolos a los ojos, como El rey o Cielito lindo. Su vigor en el rasgueo de las cuerdas de las guitarras les profería un impulso vital único. Las barcas se sucedían incansables proyectadas en las distintas paredes con ritmos cada vez más dulces y románticos, siendo fácil caer nuevamente en los abrazos. Sin querer, tornó su mirada al techo: el cielo era luminoso, y con aisladas nubes blancas elevadas. A través del arte y la tecnología se soñaban inmersos en unos de los parajes, seguramente, más bellos del universo: ¡Xochimilco! Sacado de la nada, Magda le convidó a fumar algo cuyo aroma no le halló ni remotamente conocido, le dejó un regusto picante en la lengua. ¡Ahora no te pongas pesaroso!, le suplicó. La música revirtió gradualmente hasta instalarse de lleno en el dodecafonismo.
Su barca estaba cada vez más solitaria y desde una lejana perspectiva se allegaban a un canal que bien recordaba él del lago de Xochimilco. Los gigantescos árboles de la orilla se llenaron de exvotos colgando de las ramas que se adentraban en la laguna: muñecas y otros juguetes rotos de niños, igual que piernas ortopédicas o groseros sostenes que portaban burdas prótesis mamarias. Todo prendido de ramas secas con una cualidad que buscaba el esperpento, al parecer de Font, y que no podía ser fruto de la casualidad. ¡Vete al carajo!, prorrumpió sin decirlo y, haciendo ojos ciegos, se abalanzó hacia ella con una rudeza que bloqueó en seco el vaivén de la barca.
¡Serás bruto! Fue peor que dijera eso, ya que la enganchó con una mano del cabello, pero como ella de inmediato se incorporó, al arrastrar su mano por la espalda quiso asirla del vestido negro y solamente logró desgarrarlo. Salió por una puerta baja de la que Font no se había percatado, se puso de pie y resbaló sin llegar a caer al pisar el agua de la laguna, que apenas tendría unos pocos centímetros de profundidad. ¡Mierda!, exclamó. Convertido en una criatura nueva, sin tirones ni molestia alguna avivada por el traspié, persiguió a Magda.
La puerta baja era la boca de un túnel que al comienzo Font practicó erguido, pero que a medida que progresaba, al achicar sus dimensiones, tuvo que agacharse para finalmente ponerse a gatas, la claridad era muy tenue y más que por ella por el roce que experimentó con sus paredes tuvo la curiosidad de palparlas, pudo determinar que a trechos tenían salientes escultóricos que entre la penumbra y las yemas de sus dedos pudo inferir que se trataba de penes, cabezas, ¡por Dios!, ¿corazones? o simples oquedades. No terminó de dilucidar el arte simbolizado porque vislumbró a Magda, a pocas decenas de centímetros de él, firmemente dispuesta a cuatro patas. Dio dos zancadas con los miembros superiores y pretendió situarse a su altura con el afán de besarla, pero la reducción del túnel se lo impedía, así que, sin dilaciones, decidió montarla por detrás, se dejaba hacer, pero en pocos instantes, tras un quejido, se alejó nuevamente de él.
Rendido se tumbó en el suelo, que era de tacto amable, y fue a buscar su teléfono móvil para alumbrar y ver el laberinto en el que estaba recluido, nada de nada, sin pantalones su teléfono estaría extraviado por cualquier rincón del nuevo continente. Logró percibir su órgano palpitante, no obstante, muy desentumecido. Amor, ¿dónde estás, amor...?, ella se aproximaba de frente. Él se incorporó en lo que le fue posible y chilló, como si existiesen muchas posibilidades: ¡Aquí, aquí!
La estancia relució con las caricias de Magda y la lumbre de aquello que le dio a fumar otra vez. Remontó el vigor y asumió que consistía en un juego, tarde o temprano se llegaba a un sitio del reducido pasadizo en el que uno podía plegarse e invertir la posición reproduciendo lo que hizo ella, una estancia para dos. La perdió de vista, a pesar de lo cual siguió progresando, el giro que se le imponía trajo a su mente la estructura de las viviendas masáis que también describen una espiral oscurecida que imposibilita la llegada al núcleo de la casa, a la zona habitada del calor, la comida y los seres queridos, de las, por esos lares, omnipresentes moscas. Avanzó, y de golpe su testera chocó con la grupa de Magda y empezó a lamerla, tras olisquearla, en toda su plenitud. En el estrecho túnel escultórico fue capaz de posicionarse, sin hacerse demasiado daño con los resaltes, para penetrarla. ¡Volvió a escabullirse! Parecía que huía espantada, pero si él se retrasaba, ella aminoraba la carrera. No le quedó más salida que galopar en la espiral que cada vez contorneaba un semicírculo más corto. Sintió que su miembro había crecido con tal intensidad que, apoyándose en el suelo, a semejanza de una nueva pierna, le permitía dar zancadas más largas todavía, era cuestión de segundos que diera con ella, el redondel se contraía. Los cascabeles se habían vuelto más intensos, o simplemente crecieron en su conciencia. Sí, era una variedad de simio que corría detrás de Magda. Llegó al centro del laberinto y, sin más, encontró el rastro del olor a ella.
Una escalera vertical, ¿de bomberos?, con mayor intensidad luminosa de sus adminículos, le llevó a una estancia superior. La empleó con inseguridad, pero para allá fue. Asomó por una especie de escotilla ya abierta, proviniendo, poco más o menos, de las honduras del Atlántico. Estaba en un recinto mucho más grande todavía, de estos de los edificios antiguos en los que los pisos superiores, últimos, se unifican constituyendo grandes dimensiones, corrientemente destinadas, por la insuperable calidad de su luz, a estudios de poderosos creadores. Los ventanales que tenía en frente eran imponentes, de una altura no menor a los ocho o diez metros, y empezaban a nivel del suelo. Contempló las vistas. Era un Madrid de ensueño, esclarecido por sus singulares luces que daban brillo oblicuamente al cielo. Los edificios más emblemáticos los tenía a sus pies, el Banco de España, el Instituto Cervantes, el Cuartel General del Ejército, el majestuoso Círculo de Bellas Artes y un poco más distante el hotel Suecia. Concibió la muy desordenada ciudad, edificada a partir de interminables añadidos. El único equilibrio, cuasi matemático, lo brindaba el reparto de las farolas del alumbrado público. Le dio vergüenza examinar la capital carente de ropa, se miró para abajo y observó que tenía un tamaño normal, ¿ridículo? Instintivamente se volteó. Al levantar la mirada, se quedó totalmente absorto.
Ante sí se alzaba una pirámide que ascendía a lo más alto del contorno. Arriba del todo estaba Magda ataviada a manera de gran sacerdotisa, delante de unas potentes lámparas que hacían las veces de soles. A cada lado tenía Font a las dos francesitas, con faldas de piel de felino, unas simples chanclas y nada más, los pechitos le resultaron incitadores, resplandecientes los pezones por los fulgores de la ciudad. Se reinició la música, impetuosa y muy seria, y fue transbordado, ensayando unas empinadas escaleras, hacia arriba, agarrado de cada brazo por las chicas. En una explanada intermedia, antes de llegar a la más alta, apareció una señora mayor y con franco sobrepeso con unos pechos flácidos que le llegaban más abajo de la cintura, igualmente arreglada con una falda corta de piel de jaguar. ¿Le apetece un zumito? Reconoció la voz de Ponchi. Bebió sin miramientos lo que le invitó. Continuó subiendo los peldaños observando a su lado a las muchachas, que muy formales ni pestañeaban. Ya sí llegaba a distinguir la plataforma elevada de la pirámide, no existía una piedra sacrificial con la inseparable obsidiana según en algún tramo supuso, sino un lecho nupcial. Besó a una mujer que tenía el moño descompuesto con pasión, y rápidamente quedaron tumbados en la cama disfrutando del prodigio del amor.
Por la mañana le despertó la voz grave de ella que hablaba por teléfono, excusaba su asistencia a una actividad en el trabajo porque refirió sufrir en esas horas una inoportuna migraña. Todo parecía de cartón piedra, ya no era Tenochtitlán. Volvieron a adormilarse y retozaron media hora más. Ella quiso enrollarse, pero Font no lo estimó prudente. El cuarto de baño era muy amplio y daba al espacio de atrás de la vivienda, se quedó helado al reconocer, con una claridad prístina, desde allí, a través de la ventana, por lo próxima que estaba, la habitación en la que hallaron al primer asesinado del nuevo aquelarre. La pintura de la pared que otorga carta de nacimiento al impresionismo había sido concienzudamente borrada. La casa estaba sin muebles y una conocida firma inmobiliaria había pegado en el ventanal un cartel de «Se vende»en tonos fosforescentes.
La combinación de la belleza del arte, evocada a través de la pieza ya ausente de Claude Monet, con su última noche en Tenochtitlán, le dejó turbado. Pasó Magda que entraba a ducharse: Por favor, no te comas el coco, ¿vale?, dijo en un tono que podía interpretarse de reproche al verle mirando la ventana del difunto.
Desayunaron fuerte, como se hace en México. De forma precipitada ella, con indumentaria de calle, dijo que tenía que hacer una diligencia y se esfumó. Al rato él también se marchó y, antes de abandonar el barrio de Lavapiés, estuvo viendo con detenimiento la calle de la casa de Magda y los descomunales ventanales, sin insinuarse detrás de ellos nada de lo que en aquel lugar acontecía. Únicamente reflectaban silencio. Se metió la mano al bolsillo de la chaqueta, notó una tela suave en su interior, tuvo la prudencia de no extraerla sin más, sino que en esa área escasa fue capaz de desplegarla en todos sus planos: ¡una braga francesa!
El ardor de sus partes iba en aumento y se le hacía insoportable, así que se dirigió a una farmacia en la plaza donde se ubica el Monumento a los Abogados de Atocha. Estuvo unos minutos esperando y al no salir nadie a atenderle decidió marcharse. Al atravesar el dintel de la puerta escuchó un débil: Oiga, no se vaya. Se giró y no vio a ninguna persona, en seguida sí, detrás de una columna surgió un hombre muy mayor y de corta estatura con una bata de farmacéutico de un modelo raro, seguro que del siglo veinte. Cuando le explicó su molestia, el señor le hizo acceder del otro lado del mostrador y, en una muy arrinconada habitación donde había un sillón con pinta de utilizarse exclusivamente para dormitar las noches de guardia, le mandó bajarse los pantalones y exploró sus genitales, sintió preocupación y vergüenza de solo pensar que después de tan particular noche con esos tocamientos pudiese reactivarse, pero, por fortuna, permaneció doblegada. Todo el miembro se encontraba hinchado con numerosas heridas lineales tenuemente sangrantes. Él se fijó por primera vez que tenía el traje de alquiler de Cornejo hecho unos zorros. El profesional le lanzó una mirada de fríos ojos azules que no supo desenredar, ya que toda su musculatura facial se empeñaba en delimitar la rica cartografía de las arrugas sin más.
Al salir, detrás del mostrador se hallaban dos mujeres malencaradas de edad media con bata, posiblemente habían vuelto de desayunar y dejaron a su padre sin compañía meramente unos minutos, pero lo suficiente para liarla. Lavados locales con trementina y reposo, mandó el farmacéutico. Las boticarias no pudieron evitar verle subrepticiamente con expresión de asco. Tras adquirir el producto, Font se despidió dándole la mano y con un efusivo ¡gracias, doctor! Se quedó a la puerta del establecimiento unos instantes y pudo oír la discusión que entablaron los de dentro. ¡Te tenemos dicho veinte veces que no explores a los enfermos, joder! ¡Y menos a estos guarros! El anciano replicó sin levantar la voz: Iros a la mierda.