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Muerte de Nerval

A pesar de todo, también del frío que en ese momento ya se hacía notar con fuerza, perseveraba en su afán por remontar el río cada vez en menos tiempo, y así entraba en calor. De modo extraño se dirigió rumbo a la huerta a continuación de comer, de manera que a la vuelta ya atardecía, tiraba de la bestia cargada con entusiasmo y resignación a mitades superpuestas. En un remanso del río en el que pierde el considerable desnivel que lo aviva desde la cima, escuchó que le gritaban: ¡Font, Font, aquí! En dirección a un discreto alto al que no llegó, por ser impracticable con el burro y por temor a que se le escapara, inquirió quién era desde abajo. Asomó un envarado Nerval arriba de un gigantesco pedrusco y mirando hacia él exclamó solemne: Soy yo, ¡Nerval! A pesar de la semioscuridad que reinaba le reconoció, estaba delgadísimo. Se alarmó profundamente: ¿Qué haces aquí? Me envía Magda, quiere que te avise que corres peligro, que desaparezcas... Al estilo de un arcángel, dando un tranco hacia atrás se desvaneció entre las pocas luces blancas que rebotaban aisladas por cualquier sitio. Los requerimientos de Font, ¿por qué?, ¿qué pasa?, no recibieron respuesta. Se giró hacia el burro que le miraba extrañado, o eso juzgó él. Con prisa aceleró la marcha hacia El Palacio; el cuadrúpedo, a pesar de estar muy forzado, no oponía resistencia y le seguía el ritmo.

Diez o a lo máximo quince minutos más tarde, y no más de quinientos metros más abajo, contra una alta pared de piedra construida en el borde justo del barranco, señalada por un foco solitario ubicado en lo más alto, vio balancearse un bulto. Sintió pavor, pero era el único camino. Cuando prácticamente superaba el cercado osó levantar la mirada y entre chumberas que crecían hacia arriba, como si de una ligera enredadera se tratase, reconoció en la mole ondulante a su amigo Nerval, suspendido del cuello, muerto... y desnudo. Colgajos de piel pendían de su cuerpo, del abdomen y de los glúteos, de manera que los genitales se ocultaban, igual que las piernas hasta casi las rodillas. La máscara protectora de su organismo obeso se había quedado sin sostén. Soltó al burro y echó a correr, de no ser por su entrenamiento hubiese reventado de un infarto. Caramba con la estupidez de no coger en los paseos el teléfono móvil.

Entre las penumbras distinguió la entrada a una finca parecida a El Palacio que tenía perfectamente identificada de sus recorridos diurnos. Ascendió como pudo y zarandeó la verja de acceso pidiendo auxilio: ¡Le han matado, por favor, socorro! La respuesta fue un silencio sepulcral, valoró saltar la reja y alcanzar la civilización. ¡Dios!, un foco de aquella mansión se encendió y asomó un tipo que fue inclemente a sus ruegos y empezó a aproximarse con una potente linterna, parecía no perturbarse por sus gritos y de hecho no respondía nada. En el vaivén de su ancho cuerpo, con la linterna que en sintonía se balanceaba, pudo distinguir que en la otra mano portaba una garrota, sería un extranjero incapaz de comprenderle. Descendió la pista trastabillando y corrió con toda su fuerza hacia El Palacio, debía ponerse a resguardo y advertir del peligro. Sintió una extrema impotencia al ver deslizarse por arriba de su cabeza puentes cargados de vehículos y no poder informar de lo que acababan de hacer con Nerval, gritar no tenía sentido en ese aturdimiento. En su desesperada carrera, más que viendo, recordando los tropiezos, terminó dándose un topetazo con algo impreciso que bien podía ser un humano, aunque no soltó ningún improperio, así que se escabulló entre la maleza y las zarzas reinantes, quizás provocándose cien raspaduras. No oyó voces, decidió reptar por los márgenes del sendero para superar el impedimento del trayecto..., ¡es el burro! Velozmente le superó y continuó su cabalgada enloquecida buscando el ramal que llevaba a El Palacio.

Antes de llegar ya notó el aroma de su leña, que quemada y aplastada por la atmósfera descendía al cauce para guiarle. Comparable al olor que desprende el ser querido. Múltiples detonaciones le retumbaron, no podía retroceder, debía estar con su gente, así que, tragando saliva, se encaminó a la casa con la mayor celeridad de la que fue capaz.

Irrumpió en el salón justamente en el segundo en el que entraba por la puerta de delante Orzayun, tirando de una pierna de la que sangraba profusamente, se dejó caer con todo su peso en un sofá. Asentó su pistola a un lado y tuvo el aplomo de hablar por teléfono con serenidad: ¡Ahora, mandadlo todo, nos atacan! Mientras Font le hacía un presuroso torniquete en la húmeda y tibia extremidad, con un mantel burdamente enrollado y anudado en la ingle, que enseguida se tiñó de oscuro, le contó lo de Nerval: Le han matado allí abajo. Y aquí los escoltas están reventados, dijo revisando su cargador. Instintivamente hicieron silencio, Montse estaba sentada a la mesa, el incidente la sorprendió trabajando y en aquel lugar seguía paralizada, y Fátima agazapada en una esquina. Tenían motivos para quedarse helados, sintieron pasos en la planta de arriba, Orzayun le facilitó el arma a Font y le señaló el hueco de la escalera, murmuró: Asoma y dispara, al ver su mueca de espanto añadió, solo es para que sepan que nos vamos a defender. La detonación le dejó amedrentado, restituyó la pistola, que le quemaba.

Por fortuna repentinamente entró con decisión un sujeto uniformado gritando con fuerza ¡Guardia Civil!, y Orzayun, empuñando su arma, le indicó la escalera. Nuevamente, tras unos segundos, se produjo un brutal intercambio de tiros. Tío, tiito, dijo Montse con voz de pito y actitud de sobresalto, mostrándole a Orzayun, con un evidente temblor, una de las fichas del catálogo de los artistas brutos. Volvió el agente diciendo: Ese no joderá más la marrana. ¿Cómo se encuentra, señor?, preguntó acercándose de forma taimada, con el arma presta y una gesticulación adusta pretendió ver su herida. Muy bien, agente Gumersindo, dijo Pepe Orzayun, antes de que la expresión de honda sorpresa del rostro del falso guardia civil llegase de manera cabal a su cerebro, estaba muerto, porque le descerrajó un tiro en toda la cara que le hizo dar un brinco de deportista fallido. Sin solución de continuidad se escuchó otro tiroteo en el exterior de la casa. En escasos instantes más, todo se llenó de policías y asistencias sanitarias.

Font no paraba de gritar ¡un médico, un médico!, y de seguido, ¡es Pepe Orzayun, es policía! Por fin le atendieron y le montaron sin pérdida de tiempo en una ambulancia. Fátima y Montse lloraban abrazadas. En el cruce de descargas a la entrada de El Palacio cayó abatida Magda, no se sabía si por disparos de Pepe o de los agentes que llegaron a continuación, la cuestión es que con potentes focos como que reanimaban su inerte cuerpo, precioso, boca arriba, con un brazo extendido sobre el suelo y una pierna mínimamente flexionada, y muy resaltado con el disfraz que vestía de motorista de la Guardia Civil, mallas ajustadas y oscuras contenían sus músculos. Su larga y estilizada figura, favorecida por unas botas negras calzadas hasta las rodillas, que acababa en su cabellera recogida debajo de un delicado casco quitamultas, la tornaban muy singular, al menos para él. Estaba entera, imposible saber por dónde le entró la mortal bala, y charco de sangre no existía ninguno, el fondo de su imagen únicamente lo constituía, quizás a posta, gravilla blanca. No se pudo contener y le hizo fotos con su móvil, igual que todos los congregados. En un momento, a sabiendas de que estorbaba, se pegó todo lo que pudo a sus facciones, tenía los párpados entreabiertos y miró unos ojos inexpugnables..., ¿como de animal? En un operativo con helicópteros quisieron dar caza a los terroristas que huyeron por detrás de El Palacio, pero los agentes solo inmovilizaron al burro, consiguiendo así liberarle de su peso.

A primerísima hora, con una imperceptible claridad, se presentó Font en la UVI del hospital de El Escorial para visitar a Orzayun, que había sido intervenido quirúrgicamente de urgencia la noche anterior. En vez de hacerle pasar con el enfermo, le atendieron en un frío cuartito en el que el médico de servicio le informó que acababa de fallecer. Las explicaciones le fueron llegando de lejos, apenas las oía, incluso cada vez menos: Se puso a sangrar nuevamente y desarrolló un shock, usted sabe, eso tiene mal arreglo. Se le metió otra vez en el quirófano, se amputó la pierna y ya saliendo le dio una parada..., ¡qué queremos!, a sus años. Cuando volvió al uso corriente de su memoria se percibió llorando de impotencia en la sala de espera de la UVI. Al poco se personó un turbado Bustamante: ¡Coño, no puede ser posible! Se abrazaron y lloraron unidos. Musitó hipando: Americano de los cojones...

Afuera vio el manto desvaído de la nevada caída en la ladera del monte Abantos. En los bordes de la carretera la flora tenía una elegancia fantasmal con su túnica clara. ¡Y la impecable música!, ¿dónde está?, aquella que le dijo su amigo que debía seguir sonando en la época que falleció Sergio. No oía nada, si acaso eso, la lejanísima armonía, por poco un susurro, del helado silencio y la soledad. ¡Endemoniada partitura! Presintió lo irremediablemente mustios que se quedarían los centenares de cactus pertenecientes a Pepe Orzayun. Mirando al sur ya había amanecido, desde abajo, del llano, la oscura bóveda de negras nubes de El Escorial se teñía de tonos naranjas en grandes extensiones. Se juntaban el invierno y el verano. El sentido de lo que en aquel momento le dijo Pepe no cesaba de tintinear en su mente. En el tanatorio fue piadoso con la hija de Orzayun, Penélope, que acudió con su marido. Manifestó que lo conocía bien y que Pepe vivía completamente persuadido de que ella, tras una tregua, le comprendería y todo volvería a su cauce.