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Saludar al misterio

En una sobremesa un tanto neblinosa Font notó desde el ventanal de su apartamento que uno de los nuevos huéspedes, el gatito Cofi, se asomaba a un pozo, situado a ras del suelo, en teoría tapado por dos hojas de chapa unidas por el centro con un candado que las conservaba indefectiblemente cerradas. Alarmado, una vez fuera le mandó alejarse con un ¡chu, chuuu!, lo consiguió, y al llegar a la boca del pozo comprobó que la tapa estaba en su sitio, entre las dos hojas quedaba un resquicio de no más de cinco centímetros por donde era improbable que se colara alguien, ni Cofi. Tampoco nadie podía engancharse en esa ranura, ya que el pozo estaba alejado de cualquier senda del jardín. De manera que se retiró a su vivienda. Más tarde, tuvo la precaución de mirar otra vez en dirección al pozo y en ese momento vio agazapado, en idéntica localización en la que estuvo antes Cofi a Tuiti, el regordete gato de angora que hacía las delicias de los críos si se ponían tiernos. Especuló que sería un emplazamiento de caza de lagartijas, pajarillos o cualquier otra presa. Sin embargo, ninguno de los dos se movía o hacía por sacar algo del pozo introduciendo las patitas. Luego, ya no estaba Tuiti.

Al otro día, también en la sobremesa, surgió un fenómeno similar, en esta nueva ocasión primero se asomó Tuiti. En las proximidades estaba Cofi, como esperando la vez, y cuando Tuiti se cansó de mirar por la hendidura y se marchó, ocupó su lugar; quiso interesarse por la curiosidad de los gatos y, para su sorpresa, a Cofi, usualmente huidizo y temeroso, no le importó que Pere estuviera observándolo a no más de medio metro, el gato se mantenía inmóvil, mirando más allá de la tapa del pozo. Creyó que perdía el tiempo y volvió a su mesa confiando haber pillado algo de inspiración para su escrito. Se levantó de la misma en blanco y observó la mancha de humedad unos minutos. En busca del crecimiento del cielo, se asomó al exterior a través del ventanal. ¡Caramba!, se quedó ojiplático, un gato que no conocía de nada estaba allí posicionado, era de color pálido con franjas grises que le atravesaban por completo. A los pocos minutos, el desconocido se retiró con un eventual andar meditativo para no reaparecer más ese día, ni él, ni Cofi, ni Tuiti. Evidentemente se correspondía con una rareza concurrente en unos intervalos definidos.

Un nuevo mediodía le tocó acabar la fruta con prisas y regresó a su apartamento. No bien asomó Cofi lo espantó con un escobón, se puso él a cuatro patas y quiso ver en la oscuridad, de manera que se tumbó directamente en el suelo y orientó la mirada a la rendija. Inicialmente no descubrió nada, sin embargo, a poco que sus pupilas se acrecentaron para ese dominio de luminosidad muy reducida, empezó a recrearse con unas extrañas iridiscencias multicolores que se movían de izquierda a derecha, aunque, a veces, se frenaban y echaban atrás para otra vez envalentonarse. El agua del pozo no la veía, al menos él, no podía decir si estaba a un metro, a dos o si se encontraba cabalmente seco. Volvió a fijarse en las espléndidas luces de movimientos ondulados, las imágenes tenían un carácter líquido, sereno, únicamente se echaba en falta el tenue e inconfundible murmullo del agua en movimiento. Era semejante a participar de un cine imaginario, viendo una película en la que el espectador podía poner el argumento si esa era su voluntad. Un poco tal cual sucede con la música. Sintió un bicho en la mejilla y, en el momento que se lo fue a retirar, se dio cuenta de que se trataba de los pinchudos bigotes de Tuiti, que lo tenía a su lado echando un vistazo también a las recónditas profundidades del pozo. Por el rabillo del ojo pudo ver a Cofi y un poco más lejos al intruso, aguardando. No le importó, quiso disfrutar con un tono egoísta de los últimos rayos reflejados del sol.

Despertó del ensueño por aquello que oyó, viniendo por poco de ultratumba, doctor de Louisa, así lo requería Abdul en la época que vivía, aunque no era su voz; nuevamente, doctor de Louisa, más fuerte todavía. Tuvo que rotar el cuello y comprobar que quien le reclamaba era un ser humano real, un vivo, Mohamed. ¿Se le ha perdido algo, doctor?, ¿quiere que le ayude? No, qué va, no te preocupes, dijo a la par que, una vez incorporado con cierta dificultad, se sacudía con las palmas de las manos la ropa de las briznas que se le habían pegado en el pantalón y el jersey; en uno de esos ademanes descendentes siguió a los dedos la mirada y, cabreado, advirtió como los tres gatos miraban por la rendija, habiéndole birlado su butaca. Cuando levantó la vista hacia Mohamed, este habló: Doctor, tengo ya varios kilos del fruto del madroño. ¿Qué?, preguntó Font deslumbrado. ¿No se acuerda que rodeé los madroños con mallas para que los pájaros no se comieran el fruto? Ah, sí, sí. Pues que ya los he recogido, pero la señora Ester no los quiere. ¿Y eso? Dice que emborrachan... Si está de acuerdo, se los paso a Fátima para que haga mermelada. ¡Has tenido una idea excelente!