Arreglar papeles
En la secretaría de la facultad le habían advertido, ya con malas maneras, que debía acudir a las oficinas de la Tesorería de la Seguridad Social. La tramitadora le preguntó si estaba loco o lo fingía. Tuvo apuros para entrar al macrodespacho de docentes porque su tarjeta estaba caducada. En su escritorio ya no existían los pocos objetos que allí poseía. Tanto era así, que estuvo recorriendo las mesas aledañas por si hubiera confundido su ubicación. Un colega encanecido le saludó y le confirmó que sí, que su mesa era la que incansable miraba y remiraba, ocupada por otros tres profesores que estarían dando clase o tomando un café. Por eso la vio tan llena de cosas y descartó que fuera la suya. Ante su pregunta: ¿Y dónde están mis cosas?, el hombre sin levantar la vista de la pantalla de su teléfono móvil hizo la mímica de agitar el aire, como quien quisiera quitarse una mosca de encima. Después de un inicial desconcierto, a Font se le ocurrió mirar en esa dirección, al lado de la pared que servía de límite de la zona de tránsito entre las mesas había una gruesa bolsa negra de plástico, por delante de la cual pasó varias veces y tuvo que hacer por evitarla..., ¿y si allí estuvieran sus pertenencias? Justamente, por debajo de algo de basura, papeles y envases, lo mismo que un resto de bocadillo desechado que olía, estaban sus cosas. Agarró esa bolsa de basura que almacenaba lo suyo. Se despidió del profesor que le informó, pero no le respondió de lo enfrascado que estaba. En la calle, volcó lo inservible en un contenedor y el resto lo dejó en el maletero de su coche. Se orientó hacia Moncloa, el cielo estaba lleno de nubarrones.
En El Corte Inglés de Princesa rectificó su marcha hacia la izquierda para dirigirse a los bulevares. En los soportales de la tienda, ya sobre la calle Alberto Aguilera, vio a una persona no muy mayor, pero que ya podría calificarse como un anciano, sentado solo en un banco mirando a la nada, y que cuando él pasó a su lado, en principio fijó su mirada en los ojos de Font. Pero no le siguió en su desplazamiento, así que él, una vez que le superó, se giró hacia atrás y contempló al individuo que persistía mirando al vacío, en este caso el revestimiento en piedra con el anagrama de El Corte Inglés repetido de forma incontable que existe en esa pared. Al lado del ICADE, el sinfín de muchachos que a uno no le dejan ni circular taponando la acera le recordó que quizás debiera estar dando clases. Como cada pocos días, le llamó Montse desde Barcelona, dándole una alegría: ¿Qué tal sigues, tío Font?
En la glorieta de Bilbao dudó si parar a tomar un tentempié en el cambiado Café Comercial, continuó, seguramente Bustamante le invitaría a algo. Por la calle Fuencarral le alucinó la cantidad de gente que la invadía, así que callejeó por Chueca, otra vez tropezó con miles de almas en Gran Vía. Cortando calles secundarias y Alcalá llegó a Los Madrazo.
Le recibió el comisario con unos aspavientos que no exteriorizaba en vida de Pepe Orzayun. Muy ceremonioso le propuso, en nombre de los máximos jefes ministeriales, la condecoración al mérito policial, y asimiló rápidamente que Font no la aceptase. El comisario expresó: Significarse en cualquier dirección, hoy en día, no es conveniente. El segundo ofrecimiento le pareció más atractivo, pero finalmente de modo parejo lo desestimó. Consistía en hacer por dinero lo que había desarrollado todo este período con ánimo altruista, ser un perito en arte a disposición de la policía; desde la irrupción de Magda ya no se podía ser investigador sin habilitar un apoyo fuerte, definió, de un experto en cuestiones modernas.
Terminaron comiendo con pompa y boato en el mirador que tiene la comisaría en el ático del edificio, para uso exclusivo de oficiales y mandamases, tanto que Bustamante le tuvo que dejar una corbata para que pudiese sortear la entrada al comedor. Se quedó un poco turbado; no sabía si por la orientación del emplazamiento, o por cuestiones más complejas, análogos medios o incluso fines, las vistas desde ese entorno tan distintivo eran poco más o menos superponibles a las que se apreciaban desde el último piso de la casa de Magda, donde pasó una noche en la que creyó ser un habitante más de Tenochtitlán.
Bustamante le trasladó dulcemente a la realidad; no pararon de parlotear de la actividad física como secreto de la supervivencia, eso y una dieta saludable, mientras disfrutaban de unos deliciosos espárragos gratinados. El comisario había corrido ya tres maratones de Nueva York y, para no perder la costumbre, próximamente se operaría de una cadera que le estaba dando la lata. Constituía el pretexto de su vida. Tuvieron otra reunión de trabajo en su despacho, más corta, con el café. En la puerta de la comisaría se despidieron al más puro estilo soviético, con tres besos.
Llegó a El Palacio al atardecer, el sol declinante todavía dejaba rescoldos de calorcito donde incidía, en silencio se fue a sentar al banco de la enredadera al lado de la casa. Las criaturas jugaban en los alrededores, y le pareció que eran bastantes más, como si se hubiesen multiplicado. La tarde iba de insultos: ¡eres una puta!, ¡y tú un maricón!, jajaja. Desde la ventana entreabierta de la cocina oyó hablar a las madres, enaltecían el pastel que saboreaban con un té verde. Algo escuchó de la ampliación de la escuela y en qué condiciones. No interpretó bien, ¿aceptarían a los alumnos en función de a quién votaban en las elecciones los progenitores?, y, patentemente, de su nivel de compromiso con el cambio. En ese momento le resultó meridiano que la mayoría de las veces, cuando dos sujetos no tienen de qué conversar, lo hacen de política. Y, si el aburrimiento es mayúsculo, hasta discuten. Qué lejos le quedaban las etapas en las que vivía ávido de novedades..., ¿cotilleos? Su mente planeó hacia los últimos cánticos de los pájaros y allí se quedó, flotando.
Despertó con la voz de su hija Ester: ¡Ay, papá, qué haces aquí! La noche era cerrada y ya no escuchaba a los chicos, ni a los pájaros. Notó frío. Lo llevó al interior y exclamó para todos, pero dirigiéndose, más que a nadie, a Georgina: Estaba en un banco dormido, como no pille una neumonía. La sopa calentita de verduras que le pusieron realmente le resucitó. Los niños seguían con los juegos y ellas con el negocio. Consideraron que les sería de interés el esfuerzo, además, para bajar de peso. En su saloncito, se durmió otra vez escrutando la mancha de humedad. Apareció su mujer y le acostó, ella, que vestía un batín y debajo el pijama, se tumbó del otro lado de la cama, descansaron sin interferirse.