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Autobiografía

En la hora del balance se demuestra el valor, al igual que la inteligencia. De niño si algo salía mal mi madre me decía: ¡Pero qué inconsciente! Desde luego, valor me faltó para no destruir las cartas enviadas a través de sus padres a un compañero de juegos que sufrió un terrible accidente. Una vez superado el problema, en los días que retornó del hospital, algún hermano las divulgó entre la chiquillería del barrio y, por primera vez, surgió la visión de una debilidad en las emociones. ¡No a las etiquetas por adelantado! Al final, un largo cúmulo de situaciones explican el hoy y, cómo no, el cercano fin.

El constante presente devoró mi vida. La ciudad de la que provengo no era pequeña, pero sí avara en aquello que a sus jóvenes les ofrecía. Lo peor que entonces se podía tener era caspa. Siendo adolescentes, nos molaba que la insignia de nuestro centro escolar, que estábamos obligados a portar en un lugar visible de la indumentaria, fuese de quita y pon con broches de presión, para poder retirarla en solo segundos de nuestros uniformes en la vaporosa calle y no ser jamás identificados. ¡Extraordinaria libertad!

Todo costaba dinero, y en mi familia, no porque no lo tuvieran, sino por ahorrar, decidieron enviarme a Moscú antes que a Nueva York, donde había que desembolsar una notable cantidad de dinero para que un chico llegase a ser alguien de valor. Ni que decir tiene que para el hábito de la benignidad del clima la mudanza fue brutal, aunque a esas edades uno se acostumbra a todo. Y así seguía Pere Font un rato largo con generalidades cuando se vio apremiado a confesar: Unos cuantos americanos organizamos una camarilla de impresentables protegidos por el paraguas de nuestros apellidos, hasta que aprendimos el ruso tras tres años de juergas interminables. Recuerdo con terror, ahora, al profesor Vólkov, tutor de los latinos, que nos introdujo a los compinches y a mí en el placer inconfesable de llevar a cabo prácticas... ¿miserables?, con mujeres recientemente fallecidas; su excusa fue que ambicionaba estimularnos para afrontar el estudio de la anatomía humana tantas veces suspendida. Nos animó también, maldito imbécil, en la durísima asignatura de anestesiología, y con su vulgar estilo; tranquilamente nuestros genes serpentean incansables el esplendoroso metro moscovita. Una vez descubiertos por educadores más sensatos se nos impuso, al mismo tiempo que una multa de una cuantía nada desdeñable, atletismo incluso por las orejas, para enfriar las hormonas. Más adelante, aprendimos a prometer a encantadoras jovencitas que, una vez médicos, nos casaríamos con ellas, para poder disfrutar de sus favores.

Hay que enunciarlo sin ambages, la sombra de Papa Font fue perjudicial, toda su bondad para con los desheredados no me permitió de forma natural discernir el mundo y aquello que yo anhelaba por mí mismo. Por su consejo lejano y, en su voluntad de que continuara formándome, ya que bien que sabría de mi incompetencia para la medicina, lógica de un alumno que lo aprobó todo con cincos raspados, estudié psicología, y reconozco que algo más cómodo me sentí. Tal vez simplemente por irme haciendo mayor.

En un hospital me enamoré de Georgina Power, guapísima y muy dulce enfermera con debilidad por los italianos, y para ella yo era una especie de italiano. Era descendiente lejana de un oficial británico aventurero de las guerras napoleónicas y su familia estaba emparentada con Alexander Luria. Verdadero mentor de mi desarrollo profesional, el primer ser humano que me manifestó lo que yo en aquella época era y nadie me verbalizaba: ¡un inútil! Pero bien que se cuidaba de decírmelo siempre en intimidad. En público yo era un eminente neuropsicólogo americano o español, según le diera. Él hizo de mí una persona de provecho, solo él. Su destacado legado fue el ejemplar de La mente de un mnemonista que me firmó: Sin duda mi mejor libro, para un buen amigo de España. A quien le queda mucho por aprender. ¡Y no tengo duda de que lo conseguirá!

Los vericuetos de la política, junto con un designio del Partido Comunista, me encauzaron como profesor universitario a Madrid, sin haber puesto un pie en esa ciudad anteriormente; sí, español, pero exclusivamente por la sangre... y nada más. ¡Política, política!, menuda forma de insertarse en la vida y, seguro un poco, de desperdiciarla también. ¿Y la ideología?, auténtico filtro y soporte de la pureza mental. Tantos años después de haber atravesado semejantes obstáculos, sucede que mi hija Ester vive implantada a la par, a modo de un fuerte pino, en la realidad política, y se plantea mil desafíos ¿intelectuales? La particular opinión sobre lo que acontece como nueva frontera del misticismo, mejor, de la religión.

Tu propia mentira te aleja más que nada y que nadie de la verdad, me dijo mi maestro y únicamente ahora lo comprendo. Y de eso él sabía bastante, ¿a qué mentira se refería?, la social y política, la científica, la emocional. ¡Todas, al final todas! Y las limitaciones cambian en el tiempo, evolucionan, como las muletillas... El jardín familiar, remanso de paz, era una quimera, y solo anidaba en mi sentimiento. Volvamos un poco atrás, ¡cuántas féminas!, investigadoras o no, a todas las traté de aupar y todas ven en mí en esta hora a un monstruo, un poco por eso igualmente es que quiero poner tierra, mejor mar, de por medio. Las vicisitudes de la carrera académica, definitivamente inútil, pero para decirlo tengo que encontrarme en este hoy, antes todo me lo creía, y en todo estaba en juego mi integridad, qué risa, por favor.

La muerte de mi hijo, el supremo espanto de todos, la de Orzayun, Mark, revoloteando seguramente todavía en sus recuerdos imborrables, y por qué no la de Magda. Como el otro singular libro, personal, humano, de mi maestro Alexander Luria, salgo de este lío con la mente devastada. Y me dirijo a un sitio que nada más existe en mi interior, luego de los años transcurridos, seguramente que ya desapareció como tal de la realidad.