INTRODUCCIÓN

El 14 de noviembre de 2011 me enteré de que tenía cáncer de mama. Fue la peor noticia que recibí en mi vida. Lo que nunca imaginé es que se iba a transformar en la mejor oportunidad de cambio y sanación. Cuando le conté la noticia a mi terapeuta, Daniel Glikman, me dijo que me pusiera a escribir todo lo que me pasaba como si fuera una pastilla diaria que iba a tener que tomar para curarme.

Empecé a escribir, con regularidad y más seriedad, en el año 2004. Siempre lo hice. Me encantaba llevar diarios, es más, pensaba que todo el mundo lo hacía hasta que una terapeuta me dijo que no. Eso me hizo pensar que tal vez escribir era lo mío. En esa época lo hacía mucho para calmarme, para entenderme, para reírme de mí misma, para quitarme importancia. Encontraba alivio y diversión en la escritura, sobre todo al reírme de mí. A Daniel le encantaba cómo escribía, y me alentaba para que hiciera algo con mi talento. Él confiaba en mí y yo no, y como no me había ido tan bien sin confiar en mí, esta vez le hice caso. Soy muy obediente y disciplinada, cosa que me ayuda mucho en la vida y en ese momento ni que hablar. Así que empecé a escribir. Mientras me ocupaba de los médicos, de las cirugías, del tratamiento, de la tortuosa novedad de saber que tenía cáncer, escribía. Cuanto peor me sentía más escribía. Escribir me calmaba, lo que me llevó a continuar haciéndolo a pesar de todo.

Después de la primera cirugía vino a mi casa una amiga y me dijo: “Ya está, quedate tranquila, estás curada”. Me hubiese encantado creerle, pero pensé: “¡Esto recién comienza!”. En medio de toda la confusión que tenía y el shock, me di cuenta de que tenía que empezar a trabajar duro conmigo para entender qué venía a contarme esta enfermedad y cómo mi cuerpo había llegado a tanto.

Cuando mi papá se enfermó de cáncer yo era muy joven, tenía 27 años. Fue tal mi desesperación con su pronóstico que empecé a leer libros sobre espiritualidad y medicina alternativa, a tener otra mirada sobre la vida y la enfermedad, y a buscar respuestas para poder ayudarlo y ayudarme a soportar el dolor por la noticia de su inminente muerte. Uno de esos libros fue La enfermedad como camino, de Thorwald Dethlefsen y Rüdiger Dahlke, otro, Sanar es un viaje, del doctor Carl Simonton.

Al mes de recibir la noticia de mi cáncer de mama, estábamos una noche con Oscar, mi marido, en nuestra casa de Cardales y le dije que quería consultar el I Ching. A los dos nos encanta el libro chino de las mutaciones. Siempre lo consulto en situaciones límite. Al I Ching no se le preguntan pavadas ni se lo consulta seguido porque te manda a freír churros. Por ejemplo: cuando lo conocí a Oscar le pregunté qué significaba Oscar en mi vida y me dijo que era la gracia, la familia. Clarísimo. Esa noche le pregunté: ¿qué vino a decirme la enfermedad? Ahora me doy cuenta de que fue clarísimo también, pero en ese momento todo era tan confuso para mí que no lo entendí. Me salió el hexagrama “Comunidad con los hombres”. Decía que tenía que entrar en la comunidad con los hombres. Yo pensé: “¿Justo ahora que estoy recién casada?”. Decía también que por medio de lo creativo iba a entrar en la comunidad con los hombres. El hexagrama era mutante al hexagrama “La disolución”. Me decía que para superar el egoísmo separador de los hombres era menester recurrir a las fuerzas religiosas y que así se vencía el egoísmo y la rigidez.

¿¡Yo rígida!? ¿¡Yo egoísta!? ¡Qué dice este libro chino que no me conoce! Me llevó mucho tiempo entender lo que me decía: a través de lo espiritual iba a dejar de ser egoísta y rígida para lograr la disolución. Esa noche anoté todo lo que pude, pero las palabras COMUNIDAD, RIGIDEZ, EGOÍSMO, ESPIRITUAL, DISOLUCIÓN quedaron retumbando en mi cabeza… Ahora me parece obvio lo que me decía el I Ching. ¿Más claro que hablar de disolución teniendo un cáncer? ¡Echale I Ching!

Ahí comenzó mi Trabajo Personal, mi búsqueda. Sabía que tenía que ocuparme de mi mente, de mi cuerpo, de mi espíritu, pero no sabía por dónde empezar. Leía mucho, buscaba información. Mientras, lo escribía todo.

Lo primero que llegó a mis manos por medio de mi amiga Chivy, fue el Resumen de La Nueva Medicina Germánica del doctor Ryke Geerd Hamer, que dice que uno es responsable de su propia enfermedad; que no es un error de la naturaleza ni una falla del cuerpo humano. La enfermedad es un programa inteligente de la madre naturaleza encaminado a decirle a las personas: “Esta situación que estás viviendo no te conviene”. ¡Cuando leí esto me puse histérica y me enojé! ¿¡Encima que tengo cáncer tengo la culpa!? Él no dice culpa, dice responsabilidad, pero yo soy judía…

Pensaba que no iba a poder entender y que el trabajo que tenía por delante era imposible de difícil. No sabía por dónde empezar, pero sintonicé bien las antenas. Empecé a escuchar y a ver todas las señales. Entonces leí en el diario una nota de un médico, discípulo del doctor Hamer, que me condujo al doctor X. Lo fui a ver con mi hermano Seba porque en el estado en el que yo estaba necesitaba alguien que escuchara desafectadamente. Después de hacerme algunas preguntas, no muchas, me dijo: “Hasta que no cumplas con la misión que viniste a hacer en la Tierra para ser feliz no te vas a curar. Andá a caminar por la calle, ponete en marcha”.

Me dijo todo tan seguro y tan rápido que lo detesté. Salí furiosa de su consultorio. ¿¡Cumplir con la misión que vine a hacer en la Tierra!? ¿¡Por qué no deja de hacerse el enigmático y por los mil pesos que le pagué me dice cuál es!? ¿¡Caminar!? ¿¡Ponerme en marcha!? En ese momento estaba haciendo radioterapia y no me quedaba energía más que para respirar. A mí me pegaba así. Pero seguí escribiendo, leyendo y buscando… y me compré un buen par de zapatillas que usaba cuando podía. Mientras, terminaba los rayos y empezaba con la hormonoterapia (tamoxifeno). Las dos cosas me caían bastante mal, a pesar de que todos los especialistas insistían en que no podía ser, que era yo. ¡Y sí, era yo! ¡Chocolate por la noticia! Cada uno es único e irrepetible. Me descomponía seguido y como consecuencia del tratamiento, más el shock postraumático, empecé a tener ataques de pánico, estaba muy desarmonizada, estresada, nerviosa y angustiada.

Un día llamé a un conocido que sabe de estas cosas pensando que me podía ayudar y muy vehementemente me dijo que tenía que cambiar toda mi alimentación. “Nada de animales, ni lácteos, ni azúcares, ni harinas blancas, ni alcohol, ni alimentos procesados. Sólo vegetales, frutas, semillas, granos integrales, frutos secos.” ¡Me puse muy mal! Entré en una crisis nerviosa: “¿¡Cambiar toda mi manera de comer ahora!? ¿¡Para qué voy a vivir sin comer nada rico!? ¡Si tengo que vivir comiendo frutitas, verduritas y semillitas prefiero morirme!”, le dije alteradísima a mi marido en un restaurante comiendo un plato de papardelles con tuco y albóndigas. Pero poco a poco, sola, empecé a indagar en el tema porque se ve que sus palabras, a pesar de haberme enojado, no me parecieron tan desacertadas. Fui comprendiendo que la alimentación tiene una relación directa con la salud, que había un mundo de conocimientos, de información que los médicos no me daban, y empecé a cambiar mi manera de comer. No fue de un día para el otro, primero necesité ponerme a estudiar y a probar. Hoy en día una ensalada de vegetales de todos los colores, quínoa y semillas, para mí es un manjar de los dioses aunque suene exagerado. Ya ni se me ocurre volver a comer esos papardelles, que eran muy ricos pero me caían como una bomba expansiva.

Tenía muchos rubros cubiertos, menos el más importante: espiritualidad. Y un día dije: “Necesito una profesora de yoga”. Y apareció en mi vida Lucía, mi maestra de yoga y maestra espiritual. Todavía me río cuando me acuerdo de mí en el vestidor de mi casa tratando de seguir las indicaciones de Lucía, que me encantaban, pero me parecían ridículas. De repente abría los ojos y observaba la situación sin saber si ponerme a reír o a llorar, pero enseguida los cerraba y me entregaba a ella, a los mantras, a las respiraciones, a los movimientos y poco a poco fui entrando en el mundo sutil que todos somos y al que todos pertenecemos aunque no seamos conscientes, y empecé a cambiar mi vida. Lucía me ayudó a juntar todas mis partes: cuerpo, mente y espíritu para encarar la sanación; me ayudó a recuperar mi espiritualidad y a recordar quién soy y de dónde vengo; me ayudó a recuperar mi fe en la existencia de la dimensión espiritual y a fortalecer mi creencia en que somos seres espirituales viviendo una experiencia humana, como dice el doctor Wayne Dyer. ¡Lo mejor que me enseñó la enfermedad!

Empecé a meditar, a respirar, a usar el piso para acomodar mis huesos. Lucía venía casi todos los días. Cuando tocaba el timbre, Oscar decía: “Llegó Dios”. Como verás, Lucía es un ser muy especial.

Fueron pasando los meses y a pesar del bienestar que me brindaba Lucía, yo me sentía cada vez peor, enferma como nunca antes en mi vida me había sentido, como consecuencia de los rayos y del remedio preventivo que tomaba, el tamoxifeno, un proceso muy largo que detallo en mi libro Enfermé para sanar. Hasta que una noche, con la piel de color gris verdoso y seis kilos menos por culpa del remedio, que me quitaba el apetito (soy flaca, no me pongo contenta con 6 kilos menos), recibí a cenar en casa a una amiga de mi marido que también tomaba el mismo remedio, pero desde hacía cuatro años. Me contó que le pasaba casi todo lo mismo que a mí, con la salvedad de que ella ya se había separado del marido y yo estaba recién casada.

Esa noche, mientras me limpiaba la cara, me miré al espejo y me dije: “Basta para mí”. Al día siguiente llamé a mi oncólogo, el doctor R, y le dije que lo tenía que ver urgente. Cuando me vio tan flaca y demacrada coincidió conmigo en que no podía ser peor el remedio que la enfermedad. Me dijo que descansara por tres meses y después veríamos cómo seguir. Pero yo salí de su consultorio decidida a no tomarlo más. Aunque empezaba a comprender de qué se trataba este lío de haberme enfermado así, y sabía que el remedio sólo no era la solución para evitar una recidiva, y a pesar de lo mal que me había sentido esos nueve meses, me dio mucho miedo dejarlo. Pensé: “¿Y ahora quién me cuida?”. Fue Daniel, mi terapeuta, quien me ayudó a hacerme cargo de la decisión que yo le había hecho tomar al oncólogo.

Además de sacar drásticamente todos los estrógenos de mi dieta, para no seguir sumando más a los que ya tenía, apareció la salvación: conocí a Anita Moorjani y su libro Morir para ser yo. Anita Moorjani, con su experiencia cercana a la muerte, fue quien me ayudó a perder el miedo. Su experiencia, sumada a la mía, me enseñó a ver la vida de otra manera, a entender la importancia del amor incondicional hacia mí misma. 

Empecé a desintoxicar mi organismo de los remedios comiendo de manera muy saludable y junto con eso a estar en un estado de gracia como nunca había vivido jamás. Me sentía flotando a dos centímetros del suelo de la felicidad. No caminaba. ¡Volaba!

Me gusta lo que dice Eckhart Tolle: “El ego se quema, se derrumba por el miedo y es ahí cuando se crece, se ilumina. O todo lo contrario, se puede fortalecer: ¿por qué a mí?, ¿mí?, ¿mí?”.

Yo sentí haber resucitado después de tanto sufrimiento. No podía parar de agradecer mi vida sana. Y de golpe sentí que me amaba, me respetaba, me adoraba. Haber sentido que perdí toda mi energía vital y luego recuperarla, me hizo tocar fondo y salir a la superficie como cuando uno se tira de palito en una pileta.

Cuando empecé a sentirme bien, tan sólo quince días después de haber dejado el remedio, me puse a trabajar más seriamente en el diario que venía llevando y que luego se convirtió en mi primer libro. Oscar me empujó para que lo hiciera y así lo hice. También el escritor y filósofo Santiago Kovadloff insistió y me ayudó para que lo publicara, así que me puse las pilas y me empecé a mover. Si ellos me alentaban era porque el material valía la pena. Pero al principio las cosas no sucedieron como esperaba y un día le dije a Oscar que no estaba en condiciones de frustrarme otra vez, como me había pasado en otros tiempos con mi deseo de ser una actriz reconocida. Estaba feliz y en ese momento sentía que escribir el libro me había hecho muy bien y hasta pensé en editarlo yo misma para regalárselo a la familia y los amigos como me sugirió mi hermano Seba. En ese momento, con toda mi apertura espiritual y mis antenas muy bien sintonizadas me dije que si el Universo quería que el libro existiera se iba a encargar de hacérmelo saber. Y así fue: a los pocos días estoy en la peluquería y aparece Ludovica Squirru. Nos abrazamos después de muchísimo tiempo de no vernos y cuando terminó de preguntarme por todo el zoológico familiar, me preguntó qué estaba haciendo y la puse al tanto. En ese mismo momento me dio el contacto con su editorial. Al día siguiente llamé y al poco tiempo todo el material de meses de escritura se convirtió en mi libro: Enfermé para sanar.

Al final tanto Daniel como el doctor X y el I Ching tenían razón. Tenía que entrar en la comunidad con los hombres (que casi siempre son mujeres), a través de lo creativo y cumplir con mi misión para ser feliz. Y acá estoy mejor que nunca escribiendo el segundo libro.

La autoestima no era lo mío, pero con la enfermedad cambió todo en mi vida. Aprendí a amarme. Ahora me adoro. Ya no me critico. Me perdoné por todo lo que me juzgaba duramente y me perdono cada vez que siento que hago algo que no me gusta. Me comprendo pensando que hice lo mejor que pude, como dice Louise Hay. Perdoné y practico todos los días la gratitud.

Estoy muy agradecida a la vida por todo lo que tengo y cuanto más agradezco, más tengo. Ya no me quejo. Veo el vaso medio lleno.

Si mientras estaba enferma hubiera tenido toda la información que te voy a compartir en este nuevo libro, estoy segura de que otra hubiera sido mi historia. Pero como todo es como tiene que ser y nada pasa porque sí, es ahora cuando sé todo lo que sé. Parece un trabalenguas pero no lo es.

Lo importante que te quiero decir es que conocer, aprender, saber, nos da poder para tomar decisiones y así ayudarnos a la hora de sanar. Así me cuido yo, este es mi camino y te lo comparto, pero vos tenés que hacer el tuyo.

Somos un todo: cuerpo, mente y espíritu. No hacemos nada con bombardearnos con todos los remedios, quimios y rayos del mundo si no hacemos algo para cambiar nuestras creencias, nuestra manera de pensar, que impactan directamente en nuestras células.

Como siempre digo, el médico te cura pero no te sana. Sanar es un Trabajo Personal. El médico te saca el tumor, por ejemplo, pero no sabe qué lo originó. Averiguarlo es nuestra tarea. Comprender por qué nos enfermamos depende de nosotros. Cada uno de nosotros tiene el poder de sanarse.

Este libro es la respuesta a muchas preguntas propias y a las de todos los que leyeron mi libro anterior y que, como yo, sienten la necesidad de saber cada vez más.

Este libro es el resultado de muchos años de lectura e investigación y cuarenta y nueve años de experiencia personal; es la construcción de mi guía personalizada para llevar una vida saludable. Desde ahí te comparto mis aprendizajes. No tengo la verdad. Tengo mi verdad. Te invito a que busques la tuya. Espero que te sirva para armar tu propia guía en función de tu estado de salud.

Arranquemos…