«Aquí yace aquel que
nunca compró azúcar»
sería un epitafio divertido
y un tanto radical,
pues iría sin nombres, sólo fechas,
que son inapelables,
sin nada más que hablar.
«Nació en la aturullada Zaragoza,
leyó unos cuantos libros y murió
en un sitio con mar»:
ése estaría bien, lo tiene casi todo,
pero falta la infancia,
antes de comprenderme ya salvado.
Sufrir me da pereza desde niño:
por eso, sobre todo, nunca lo hago
(sólo hubo una excepción, hace diez años,
y fue revelador, por suficiente,
sin ser nada dramático en verdad,
una pequeña prueba que aprobar
–saqué un notable alto–.
Amar es empatar, darse la vuelta
para reconocerse…:
sólo pasó esa vez, no pasa nada).
Yo siempre me he reído de la muerte,
pero, por descontado, de la mía,
jamás de la de otros.
El mundo sobreactúa, pero la vida no,
mientras la gente miente.
Hace bastante frío en el futuro:
qué ganas tengo de que sea lunes.
«Let there be light», proclama el lema
de la Universidad de California,
donde nunca he estudiado
y ya no estudiaré. Se caen allí los árboles
cuando el viento es violento.
No aspiro a ser feliz
ni a parecer alegre,
prefiero estar contento, simplemente.
Yo no puedo perder mi soledad,
es lo mejor que tengo:
cuando no tenga nada seré libre:
son tiempos de ir descalzo,
y hoy he visto pasar catorce trenes
a la hora del café:
es todo lo que ya no esperaremos
de aquello que tenía que volver.