23. Los Strinkis

 

 

 

 

Pedro Álamo, Matías Rye y Margarita Lambert, como si se hubieran puesto de acuerdo, habían desaparecido. En jerga psiquiátrica, «desaparecido» quiere decir que fallecieron o se suicidaron, lo cual sucede en muy contadas ocasiones, o que siguieron adelante con sus vidas.

El taller de cuentos había terminado a principios de marzo, o eso fue lo que entendió Ardiles por uno de los últimos correos de Rye. Desde entonces, el vínculo pareció romperse, como si desde ese taller se hubiera escrito la historia que los conectaba a todos.

El que menos le preocupaba era Pedro Álamo. Lo imaginaba en su anexo de la urbanización Santa Inés, a cada momento a punto de salir o de ser tragado para siempre por ese laberinto que él mismo había construido. Tanteando letras o combinaciones de palabras que abrieran una puerta hacia una visión más clara del pasado o del futuro.

Había noches, en cambio, que el destino de Margarita Lambert le impedía dormir. Las dos primeras consultas fueron muy provechosas. Las dos últimas fueron alarmantes. Durante el mes que Margarita asistió a la terapia, Ardiles se puso al tanto de su historia familiar, del trauma por la muerte del hermano, del episodio de la cucaracha. Esos fueron los prolegómenos de la presencia que ahora la martirizaba y que se posaba sobre ella como una nube de angustia.

Después de conocer lo sucedido con el señor Paolo, Margarita hizo los ajustes para comenzar de nuevo. Puso en venta el carro de su hermano, convenció a su madre para que se viniera a vivir a Caracas y se inscribió en un centro deportivo donde enseñaban artes marciales y tácticas de defensa personal. Una detallada oferta de metódica violencia que iba desde kárate, kung-fu, judo y taekwondo, pasando por jiu-jitsu brasilero, boxeo, kickboxing, hasta variaciones decorativas como la capoeira.

Margarita recordó una vieja película, Contacto sangriento, con Jean-Claude Van Damme. De niños, ella y Fernando se turnaban para hacer de Van Damme y del malvado chino de turno que siempre salía derrotado. Por ese arrebato de nostalgia, más bien divertido, se decidió por el kickboxing.

A las pocas semanas, en el centro deportivo se supieron dos cosas: que Margarita tenía una habilidad natural para pegar puñetazos y lanzar patadas; y que ella y su entrenador, Gonzalo Paredes, se habían enamorado.

En la calle y en los bares se los veía fundidos en un abrazo de araña, las cuatro piernas y los cuatro brazos entremezclados, moviéndose, avanzando. O bien, separados, hablando y gesticulando con emoción, trazando así los planes futuros.

En la intimidad eran una adaptación de las novelas de Sade. Sexo frenético, varias veces al día, con pausas filosóficas donde reconstruían el camino que los había llevado hasta allí.

La historia de Gonzalo era la de cualquier bala perdida. Una fuerza vital sin dirección que podía terminar pulverizada contra un muro o reventando el cráneo de un desconocido. Huérfano de madre y criado por un padre militar, desde pequeño Gonzalo había sido entrenado para la vida en términos castrenses: el mundo era un campo de batalla, lo distinto es el enemigo, el repliegue es para los cobardes, las fronteras son para conquistarlas, etcétera.

Los problemas de agresividad comenzaron a manifestarse durante el bachillerato. Hacia el final de su adolescencia se encendieron las alarmas: Gonzalo le devolvió a su padre una de tantas palizas recibidas en la infancia. Una corte de psiquiatras y psicólogos logró adormecer, de a ratos, con un moscardón de palabras, la naturaleza irascible del muchacho. Hasta que uno de ellos, viendo el talante y el cuerpo de Gonzalo, tuvo el acierto de sugerirle que canalizara toda esa rabia de manera profesional. Lo recomendó a uno de los dueños del centro deportivo donde terminaría trabajando como entrenador. Este, al verlo, lo saludó de forma campechana, palmeando espaldas y quijadas, aquilatándolo como si estuviera adquiriendo un perro de pelea.

Durante esos años de formación, Gonzalo aprendió a interpretar el amplio pentagrama de debilidades que ofrece un contrincante. Las artes marciales se le daban con la misma facilidad que los instrumentos musicales a un músico nato. No tardó en participar en competencias nacionales e internacionales. Todo hacía prever a un campeón olímpico, pero a Gonzalo los trofeos le parecían lo que en realidad son: una baratija que posterga el dinero.

Escogió la opción menos heroica: convertirse en entrenador. Curtir a hombres que querían dejar de ser cobardes y darles una mínima posibilidad de escape a mujeres cuya pesadilla más frecuente era la violación.

Gonzalo quería hacer dinero. Tenía en mente la creación de una especie de gimnasio donde la gente pudiera aprender a matar y a verse bien. Nunca lo decía de esta manera. Puede que, de hecho, nunca llegara a pensarlo con claridad. Pero en su cabeza la experiencia del poder, la posibilidad de humillar y martirizar al otro, de ser lo que se dice un monstruo, se conectaba con la belleza.

Ya tenía algunos contactos. Gente que le había prometido un espacio ideal para lo que él quería. Conocidos que, de hacer una compra grande en equipos, le harían unos descuentos increíbles. Solo necesitaba un poco de suerte y dinero.

En cada rellano del amor, Gonzalo iba perfeccionando los trazos de su proyecto. Margarita lo escuchaba embobada, imaginándose junto a él, ayudándolo. Gonzalo insistía en que solo con algo de suerte, con buenos contactos y un poco de dinero podía empezar. Bastaba con encontrar a alguien que creyera en él y en sus ideas, que le prestara un pequeño monto, el cual le sería devuelto pronto y con intereses.

A la madre de Margarita nunca le gustó Gonzalo. La única vez que él pisó el apartamento de La Pastora, hubo un cruce de miradas que bastó para sellar el rechazo mutuo y marcar el terreno. No había manera de que Gonzalo se bajara un momento y pasara un rato con ellas. Margarita intuía el motivo y por ello, cuando no estaba afuera con él, se encerraba en su cuarto a recordarlo.

Estando así, en su cuarto, Margarita tuvo una revelación. La idea le pareció tan evidente que se avergonzó por no haberla pensado antes. Hacía poco había vendido a muy buen precio el carro de Fernando. Como no tenía ningún plan específico para ese dinero, lo colocó a un plazo fijo de cuatro meses para que ganara más intereses. Solo tenía que esperar a que se cumpliera el plazo para poder retirar el dinero y prestárselo a Gonzalo.

—Yo lo coloqué a mediados de marzo. Hacia mediados de julio se libera el plazo, y entonces podremos usar el dinero —le explicó Margarita la primera vez.

Gonzalo se opuso. Ella barajó razonados argumentos, pero Gonzalo cortó el tema.

Es demasiado bueno y orgulloso, pensó Margarita.

Durante algunos días, se replegó. Luego, poco a poco, retomó la conversación. Esta vez comenzó a conjugar la primera persona del plural. «Deberíamos», «si tuviéramos», «nos convendría», expresiones que fueron transformando el proyecto en un patrimonio común para el que era innecesario delimitar quién aportaba qué, o dónde comenzaban y dónde terminaban los privilegios del otro.

Con asombrosa sincronía, Margarita logró convencer a Gonzalo en el mes de julio.

—Usted se volvió loca —dijo la madre cuando se enteró de los planes de Margarita.

—Usted nunca le ha dado una oportunidad a Gonzalo, mamá. Él es muy bueno conmigo. Es un hombre con grandes ideas, solo que nadie lo ha querido ayudar.

—Ese hombre es un aprovechador. Después no diga que no se lo advertí.

Gonzalo invirtió el dinero en el alquiler de un galpón en la zona industrial de La Urbina, que llevaba tiempo abandonado. El dueño se lo estaba ofreciendo a un precio muy barato, con la condición de que pagara seis meses por adelantado. Con el problema de las lluvias, el hombre tenía miedo de que los damnificados le invadieran la propiedad. O de que el Gobierno se la expropiara. Con la sede de lo que sería su gimnasio, podría sacar los papeles de la empresa, comprar los equipos y ubicarlos.

Fueron días tensos pero solidarios. Gonzalo la levantaba en vilo de pura emoción, imaginando el escenario del próximo año. Margarita sintió que había tomado las decisiones correctas. El kickboxing la ayudó a dominar el miedo que, después de la muerte de Fernando, sentía hacia los demás. Con la musculatura ganada y las técnicas aprendidas, se construyó un cerco imaginario que la protegía. Era cierto que se había enamorado y que el amor era una puerta secreta que conducía a debilidades irremediables. Por fortuna, fue de Gonzalo de quien se enamoró y Gonzalo era, estaba segura, el más fiel de los centinelas.

Por eso Margarita no entendió nada de lo sucedido. Ni los hechos en sí mismos ni la reacción de Gonzalo.

—Esa mierda estaba invadida. Les reventé la cara a dos de esos hijos de puta, pero aparecieron más, armados con palos, y tuve que salir corriendo.

—¿Cuándo se metieron?

—Estaban ahí.

—¿Y por qué lo alquiló así? ¿El tipo ese no dijo que lo iba a alquilar para que no lo invadieran?

Gonzalo se quedó callado.

—No me diga que lo alquiló sin verlo. ¿Ah, Gonzalo? Respóndame.

—Quédate quieta, que yo resuelvo.

—¿Qué le dijo el dueño?

—No responde el teléfono —dijo Gonzalo, como aguantando la respiración—. Ni siquiera sé si en verdad es el dueño —terminó de decir.

—Nos jodimos, Gonzalo. Nos robaron.

—Yo lo resuelvo.

—¿Usted lo resuelve? ¿Qué va a resolver? No se puede ser tan pendejo, Gonzalo. No se puede.

Gonzalo explotó.

—No me llames pendejo. ¡No me llames pendejo! —dijo Gonzalo, pasando del murmullo al grito.

Margarita quedó paralizada. Quizás, en medio de la mudez y la inmovilidad, pudo entrever la trampa en que había caído. Gonzalo le había enseñado muchas cosas y aún podía enseñarle más, pero nunca podría enseñarle a protegerse de él mismo.

El idilio cumplió su plazo fijo y empezaron los problemas.

Margarita le contó a su madre lo de la estafa. Esta se lamentó y la abrazó. No hizo ningún comentario sobre Gonzalo. Margarita se lo agradeció pasando más tiempo con ella en la casa y menos tiempo dentro de su cuarto.

Gonzalo empezó a perderse durante la semana por el lapso de dos o tres días. Le decía a Margarita que debía trabajar el doble, para recuperar algo del dinero. También lo habían dateado: el hombre que lo estafó seguía en Caracas. Margarita le rogó que dejara eso así, o que pusiera la denuncia en la policía. Gonzalo le dijo que no, le dijo, ahora con calma, que confiara en él, que las cosas no se quedarían así.

Lo ambiguo de su agenda, que lo convertía por turnos en un obrero resignado y en un mafioso vengativo, hizo que se distanciaran un poco. La vida que tan rápido habían construido juntos pasó a ser, de un instante a otro, como esos lugares de la ciudad donde se ha sido muy feliz y que el tiempo, la ausencia o los cambios vuelven ajenos.

En esos meses, Gonzalo lidió con gente muy extraña. Algunos resultaron ser viejos conocidos, amigos incluso del padre de Gonzalo, que por razones inciertas se habían distanciado. Pero existía otro tipo de personaje que perturbaba a Margarita: hombres o mujeres, a veces muy jóvenes, a veces ancianos decrépitos y a veces personas no muy mayores pero envejecidas, a quienes Gonzalo acababa de conocer y con los que establecía una especie de pacto.

De aquel reparto demencial surgieron los Strinkis.

Los Strinkis no eran gemelos pero se comportaban como gemelos. Les gustaba decir que eran hermanos y reírse, cuando en realidad eran hermanos. Había algo en la disposición natural de las cosas, de ellos en su relación con el mundo, que les provocaba risa. Un algo rodeado de una densa nube de marihuana.

Eran artistas de calle. Lo que equivale a decir que eran patineteros, grafiteros, DJ, artistas plásticos y fotógrafos. Un todo y nada simultáneo que era la marca de los tiempos. Tenían tatuajes en distintas partes del cuerpo, diseñados por ellos mismos; piercings en la nariz, o en las cejas o en el cuello; portaban gorras cuyas dimensiones hacían prever un ataque de hidrocefalia; pantalones de tela de jean, muy anchos o muy pegados, pero siempre en la línea ecuatorial de la mitad del culo, amarrados con una trenza de zapato.

Margarita los conoció en La Pizzería de Isabel. Se acercaron a su mesa a saludar a Gonzalo. Lo hicieron con mucho respeto. A ella apenas la miraron. Sin pedir permiso, se sentaron a la mesa y pidieron cervezas y pizza. A los cinco minutos de conversación, Margarita desistió de tratar de comprender. Y sabía que Gonzalo tampoco comprendía nada. ¿Qué podían tener en común Gonzalo y esos niños? Cuando acabaron la pizza, se embucharon la cerveza que les quedaba y se mudaron a una mesa en la otra esquina del local, no sin antes darle un fuerte abrazo, cada uno, a Gonzalo.

—¿Quiénes son esos niños? —preguntó Margarita.

—Los Strinkis. Son unos niños, pero deben de tener sus treinta años.

—¿Qué es eso de los Strinkis?

—Así los llaman.

—¿Por qué?

—No sé.

—¿De dónde los conoces?

—De aquí. Un par de borrachos los querían joder el otro día y yo los ayudé.

Cuando pidieron la cuenta, el mesonero les dijo que ya los muchachos la habían pagado. Al salir, Gonzalo tomaba de una mano a Margarita. Con la otra se despidió de los Strinkis. Estos agitaron los brazos y uno de ellos le hizo una seña, de auricular, para indicarle que en los próximos días iba a llamarlo.

La segunda vez que Margarita vio a los Strinkis fue en su casa. Vivían en un penthouse en la octava transversal de Los Palos Grandes. Gonzalo le dijo que los habían invitado a una fiesta, aunque Margarita nunca supo ni preguntó cuál era el motivo.

Había mucha gente, pero el espacio era tan grande que solo se formaban pequeñas islas de jóvenes arrumados en un puf o en un mueble bajo, de las que salían como exhalaciones muchachas alocadas que necesitaban con urgencia ir al baño, o servirse un trago, o pedir un cigarro. Después de dar muchas vueltas, de cruzar pasillos y subir escaleras, los consiguieron alrededor de una mesa en la terraza, desde donde se veía la noche de buena parte de la ciudad.

Se sentaron con ellos y de nuevo Margarita hizo el esfuerzo de seguir la conversación. Los Strinkis le recordaban a una serie que veía cuando niña, los Teletubbies. Gracias a la asociación comprendió que no había nada que comprender. Aquello era un juego de estímulos, sin una conexión interna. Una frase provocaba otra, una risa provocaba otra.

Lo que en realidad le desesperaba era su propia presencia allí. ¿Por qué había aceptado Gonzalo la invitación? ¿Qué podía compartir con ellos? Viéndolo tan compacto, tan seguro en su silencio, tan desconectado, en realidad, de lo que los Strinkis pudieran decir o dejar de decir, sintió que el contraste entre su novio y sus nuevos amigos era insoportable. Al lado de ellos, Gonzalo, más que un amigo, parecía un guardaespaldas. Y eso era, quizás, lo que más le incomodaba, porque los guardaespaldas siempre están como fuera de lugar, olfateando el peligro.

Margarita se levantó para ir al baño. Uno de los Strinkis le indicó el camino. Tenía que bajar las escaleras y regresar casi hasta la entrada del apartamento. Al salir del baño, vio una larga pared forrada de libros. La recorrió con morosidad hasta el final y encontró una habitación idéntica a la sala principal, con más libros. En esta, las estanterías se interrumpían en oasis de paredes blancas moteadas por pequeños cuadros. Allí sorprendió a un muchacho guardándose un libro dentro de la chaqueta.

—No vayas a decir nada, porfa —dijo el muchacho. Llevaba una chaqueta verde olivo, pantalones muy pegados y zapatos Converse—. Esos carajos ni saben las joyas que tienen aquí.

—¿Cómo tienen esta biblioteca? —preguntó Margarita.

—Es de sus viejos.

—¿Y dónde están?

—Se fueron del país poco después del 11 de abril. Les dejaron el apartamento y chao. De resto, les forran las cuentas cada mes.

Margarita se alejó unos pasos del muchacho y comenzó a revisar una de las repisas. Tomó un volumen. Se trataba de una recopilación de la correspondencia entre Sigmund Freud y Wilhelm Fliess.

—Llévatelo —dijo el muchacho.

Margarita dudó.

—En serio. Llévatelo. Va a estar mejor en tus manos. Mira esto, para que veas.

Le mostró una ristra de hojas de una transparencia verdosa, amontonadas sobre unos libros y un control de videojuego.

—¿Viste?

—¿Qué es?

—Una serigrafía numerada de Carlos Cruz-Diez. ¿Tienes idea de lo que es esto? ¿De lo que vale esto?

Margarita se despidió con el libro en la mano. Era una edición de bolsillo y la pudo tapar con su cartera. Cuando se acercó a la mesa de la terraza, Gonzalo y los Strinkis no repararon en ella. Parecía que por primera vez estuviesen hablando de algo concreto.

—No sería algo fijo —dijo uno de los Strinkis.

—Solo cuando te necesitemos, te llamamos —dijo el otro de los Strinkis.

—No hay problema —dijo Gonzalo.

Gonzalo no habló en el trayecto hasta su casa. Entraron con el sigilo habitual, aunque sabían que a esa hora el padre de Gonzalo estaba durmiendo. Las pocas veces que se lo habían encontrado, los había saludado con un gruñido o una mirada rápida.

En el cuarto, semidesnudos, Margarita le preguntó sobre la conversación con los Strinkis.

—De trabajo —dijo Gonzalo.

—¿Y?

—Voy a trabajar para ellos. Solo de vez en cuando.

—¿Haciendo qué?

—Necesitan un guardaespaldas.