«Para nuestra alegría personal o nuestra desgracia, las contingencias de la realidad tienen una gran influencia sobre lo que escribimos», dice Natalia Ginzburg en su libro È difficile parlare di sé, en el capítulo donde habla de su vida y de su escritura tras haber pasado por un drama personal.
Sí, es difícil hablar de uno mismo. Por ello, antes de referirme a mi experiencia de escritura actual, en este momento de mi vida, quiero decir algunas palabras sobre la influencia que una situación traumática, catastrófica, ejerce sobre una sociedad, sobre un pueblo.
Inmediatamente me vienen a la memoria las palabras del ratón en el relato corto de Kafka «Una pequeña fábula». El ratón, mientras la trampa lo encierra y el gato lo acecha por detrás, dice: «¡Ay! El mundo cada día se hace más estrecho».
En efecto, tras muchos años de vivir en la situación extrema y violenta de un conflicto político, militar y religioso, puedo decirles, con tristeza, que el ratón de Kafka tenía razón: efectivamente, el mundo se estrecha y se reduce de día en día.
También puedo hablarles del espacio vacío que muy lentamente se abre entre el hombre, el individuo, y la situación externa, violenta y caótica en la que vive y que condiciona su existencia en casi todos los aspectos.
Este espacio nunca permanece vacío, sino que se llena rápidamente de apatía y de cinismo y, por encima de todo, de desesperanza. De una desesperanza que es el combustible que hace posible que las situaciones distorsionadas persistan durante años, incluso generaciones.
Desesperanza ante la imposibilidad de que la situación pueda cambiar, de librarse de ella.
Y una desesperanza aún más profunda: la desesperanza ante el hombre, ante lo que esta situación distorsionada pueda revelar, a fin de cuentas, de cada uno de nosotros.
La gente que me rodea y yo mismo —esto es lo que siento— pagamos un precio muy alto por culpa del estado de guerra permanente: la disminución de la «superficie» del alma que entra en contacto con el mundo violento y amenazador del exterior; la limitación de la facultad —o voluntad— de identificarnos, aunque sea mínimamente, con el dolor ajeno; la suspensión de todo juicio moral y la desesperación ante la imposibilidad de entender lo que realmente pensamos en esta situación aterradora, engañosa y compleja, tanto moral como prácticamente. Por esto tal vez creemos que es mejor no pensar ni saber, que es mejor dejar la tarea de pensar, actuar y establecer normas morales en manos de los que seguramente «saben más».
Y especialmente no sentir demasiado, por lo menos hasta que pase la ira, y si no pasa, por lo menos habré sufrido un poco menos, habré desarrollado una insensibilidad útil y me habré protegido de mí mismo tanto como habré podido con la ayuda de un poco de indiferencia, de inhibición y de ceguera deliberada, y un mucho de autoanestesia.
En otras palabras: debido al miedo permanente —y absolutamente real— que tenemos al sufrimiento, a la muerte, a una pérdida insoportable, incluso «solo» a una dura humillación, todos y cada uno de nosotros, ciudadanos y prisioneros del conflicto, restringimos nuestra vitalidad, nuestro diapasón interior, mental y cognitivo, y nos envolvemos en múltiples capas protectoras que acaban asfixiándonos.
El ratón de Kafka tiene razón: cuando el depredador nos acecha, el mundo se hace más estrecho. Lo mismo ocurre con el lenguaje que lo describe.
Por propia experiencia puedo decir que el lenguaje con el que los ciudadanos de un conflicto prolongado describen su situación, es tanto más superficial cuanto más prolongado es el conflicto. Gradualmente se va reduciendo a una secuencia de clichés y eslóganes. Empieza con el lenguaje creado por las instancias que se ocupan directamente del conflicto: el ejército, la policía, los ministerios y otras; rápidamente se filtra a los medios de comunicación que informan sobre el conflicto, dando lugar a un lenguaje todavía más retorcido que pretende ofrecer a su público una historia fácil de digerir (creando una separación entre lo que el Estado hace en la zona oscura del conflicto y la forma en que sus ciudadanos prefieren verse). Y este proceso acaba penetrando en el lenguaje privado e íntimo de los ciudadanos del conflicto (aunque lo nieguen enérgicamente).
En realidad se trata de un proceso absolutamente comprensible: en efecto, la riqueza natural del lenguaje humano y su capacidad de alcanzar los más finos y delicados matices y fibras de la existencia, pueden resultar profundamente dolorosas en tales circunstancias, porque nos recuerdan incesantemente la opulencia de la realidad de la que somos expoliados, con su complejidad y su sutileza.
Y cuanto más insoluble parece la situación y más superficial se vuelve el lenguaje que la describe, más se difumina el discurso público que tiene lugar en él. Al final solo quedan las eternas y banales acusaciones entre enemigos o entre adversarios políticos de un mismo país. Solo quedan los clichés con los que describimos al enemigo y a nosotros mismos, es decir, un repertorio de prejuicios, de miedos mitológicos y de burdas generalizaciones en las que nos encerramos y atrapamos a nuestros enemigos. Sí, el mundo cada vez es más estrecho.
Mis reflexiones no son solo relevantes en el conflicto de Oriente Medio. Actualmente, en muchas partes del mundo, miles de millones de personas se enfrentan a algún tipo de «situación» en la que su existencia, sus valores, su libertad y su identidad están más o menos amenazados.
Casi todos tenemos nuestra propia «situación», nuestra propia maldición. Cada uno de nosotros siente —o puede intuir— cómo su particular «situación» puede transformarse rápidamente en una trampa que le arrebatará su libertad, su sentimiento de hogar en su país, su lenguaje personal, su libre albedrío.
Esta es la realidad en la que nosotros, novelistas y poetas, escribimos. En Israel, en Palestina, en Chechenia, en Sudán, en Nueva York o en el Congo. A veces, durante mi jornada de trabajo, después de escribir durante varias horas, levanto la cabeza y pienso: en este mismo momento, otro escritor a quien ni siquiera conozco, en Damasco, Teherán, Ruanda o Dublín, se dedica a este oficio extraño, rebatido y maravilloso de crear en el seno de una realidad que contiene tanta violencia, alienación y limitaciones. Tengo un aliado distante que ni siquiera me conoce, pero juntos tejemos una telaraña abstracta que, sin embargo, posee un poder increíble, el poder de cambiar y de recrear el mundo, el poder del doblaje del lenguaje de los mudos y el del tikún, la reparación, en el sentido profundo y cabalístico del término.
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En cuanto a mí, en los libros de ficción que he escrito durante los últimos años, casi expresamente he dado la espalda a la ardiente realidad de mi país, la de los últimos boletines de noticias. He escrito sobre esta realidad en libros anteriores, pero ni siquiera en estos últimos años he dejado de referirme a ella, de tratar de comprenderla, en artículos, ensayos y entrevistas. He participado en decenas de manifestaciones y de iniciativas de paz internacionales. Me he reunido con mis vecinos —algunos enemigos míos— cada vez que he considerado que había alguna posibilidad de diálogo. Pero por una decisión consciente, casi como protesta, últimamente no he escrito sobre las zonas de catástrofe en mi narrativa.
¿Por qué? Porque quería escribir sobre otros temas, no menos importantes, pero para los que cuesta encontrar el tiempo, el sentimiento y los cuidados necesarios cuando la guerra casi permanente retumba a tu alrededor.
He escrito sobre los celos obsesivos de un marido hacia su esposa, sobre los niños sin techo de las calles de Jerusalén, sobre una pareja que trata de inventar un lenguaje privado, casi hermético, dentro de una ilusoria burbuja de amor. Sobre la soledad de Sansón, el héroe bíblico. Sobre las frágiles y complejas relaciones entre madres e hijas y, en general, entre padres e hijos.
Hace unos cuatro años, cuando mi segundo hijo, Uri, estaba a punto de empezar el servicio militar, ya no pude permanecer como estaba. Un sentimiento casi físico de urgencia y de ansiedad no me dejaba descansar. Entonces me puse a escribir una novela sobre la difícil realidad en la que vivo; en ella describo de qué manera la violencia externa y la crueldad de la situación general del país penetran en el tierno e íntimo tejido de una familia y acaban haciéndolo añicos.
«En el momento en que uno se pone a escribir —dice Natalia Ginzburg—, milagrosamente se olvida de las circunstancias concretas de la propia vida, pero nuestra felicidad o nuestra desdicha nos empujan a escribir de determinada manera. Cuando somos felices, nuestra imaginación tiene más fuerza. Cuando nos sentimos desdichados, gana la fuerza del recuerdo.»
Es difícil hablar de uno mismo. Haré lo que pueda teniendo en cuenta mis actuales circunstancias.
Escribo. La conciencia del drama que ha sido para mí la muerte de mi hijo Uri durante la segunda guerra del Líbano, está presente en cada momento de mi vida. El peso del recuerdo es enorme e intenso, a veces incluso paralizante. Sin embargo, el simple acto de escribir también me crea una especie de «espacio», un espacio mental abierto que antes jamás había experimentado y en el que la muerte no es solamente la negación absoluta y unidimensional de la vida.
Los escritores presentes en esta sala lo sabemos: cuando escribimos, sentimos que el mundo se mueve, es flexible y está lleno de posibilidades. Ciertamente no está congelado. Dondequiera que haya existencia humana, no hay congelación ni paralización; de hecho, tampoco hay statu quo (aunque a veces erróneamente creamos que sí, aunque algunos estén muy interesados en hacérnoslo creer).
Escribo y el mundo no se cierra sobre mí ni se estrecha: hace movimientos de apertura hacia un posible futuro.
Imagino. El simple acto de imaginar me hace revivir. No estoy petrificado ni paralizado ante el depredador. Invento personajes. A veces me siento como si sacara a los personajes de debajo del hielo con el que la realidad los ha envuelto, pero quizá, más que otra cosa, es a mí mismo a quien estoy desenterrando.
Escribo. Siento la profusión de posibilidades que existen en cualquier situación humana. Percibo mi capacidad de elegir. La dulzura de la libertad que creía haber perdido. Gozo de la riqueza de un lenguaje auténtico, personal e íntimo. Recupero el placer de respirar correcta y plenamente cuando consigo escapar de la claustrofobia del eslogan y del cliché. De pronto empiezo a respirar a pleno pulmón.
Escribo y siento que el uso correcto y preciso de las palabras a veces cura una enfermedad. Que es un medio para purificar el aire que respiro de la suciedad y de las manipulaciones de los timadores y violadores del lenguaje. Cuando escribo percibo cómo la relación tierna e íntima que mantengo con el lenguaje, con sus distintos niveles, con el erotismo, el humor y el alma que posee, me devuelve al que yo había sido, a mí mismo, antes de que el «mí mismo» fuera nacionalizado por el conflicto, por los gobiernos y ejércitos, por la desesperanza y la tragedia.
Escribo. Me libero de uno de los talentos naturales característicos del estado de guerra en el que vivo: la capacidad de ser, pura y simplemente, un enemigo. Escribo y hago cuanto puedo para no hacer oídos sordos a la justificación y al sufrimiento de mi enemigo. A la tragedia y al enredo de su vida. A sus errores o crímenes, a la conciencia de lo que yo mismo le causo. Ni a, dicho sea de paso, las sorprendentes semejanzas que descubro entre él y yo.
Escribo. De pronto ya no estoy condenado a la dicotomía absoluta, falaz y asfixiante, a la inhumana elección de «ser la víctima o el agresor» sin tener una tercera alternativa más humana. Cuando escribo, puedo ser un ser humano en su totalidad, con conexiones naturales entre sus distintas partes; un ser humano que tiene partes en las que se siente próximo al sufrimiento y a la legitimidad de sus enemigos, sin renunciar por ello ni a un ápice de su identidad.
A veces, cuando escribo, puedo recordar lo que todos sentimos en Israel aquel insólito momento, cuando el avión del presidente egipcio Anwar al-Sadat aterrizó en Tel Aviv tras decenios de guerra entre los dos países: de pronto descubrimos cuán pesada era la carga que habíamos llevado a cuestas toda la vida: una carga de enemistad, de miedo y de sospecha. La carga que nos obligaba a estar permanentemente en guardia, la pesada carga de ser un enemigo, siempre.
Qué placer supuso entonces quitarnos por un momento la pesada armadura de la sospecha, del odio y del estereotipo, qué placer casi aterrador supuso entonces quedarse desnudo, puro, y ver surgir de pronto un rostro humano de la visión unidimensional y estrecha con la que nos habíamos observado mutuamente durante años.
Escribo y doy mis nombres más íntimos y privados a un mundo externo y extraño. En cierto sentido, lo hago mío. Regreso a casa desde el lugar en el que me sentía exiliado y extranjero. Cambio un poco lo que antes me parecía inmutable. Y cuando describo la más hermética arbitrariedad que determina mi destino —tanto si viene de un hombre como de la fatalidad—, de pronto descubro en ella sutilezas y nuevos matices. Descubro que escribir sobre la arbitrariedad me permite cierta libertad de movimiento con respecto a ella. Que enfrentarme a la arbitrariedad me da libertad, tal vez la única libertad que un hombre pueda tener frente a cualquier arbitrariedad: la de expresar lo trágico de su situación con sus propias palabras. La de expresarse de una forma diferente, nueva, frente a todo lo que amenaza con encadenarle y atarle con las definiciones limitadas y fosilizadas de la arbitrariedad.
También escribo sobre lo que no se puede hacer volver. Y sobre lo que no tiene consuelo. Pero entonces, aunque todavía no sepa cómo explicármelo, las circunstancias de mi vida no se cierran sobre mí hasta paralizarme. A diario, muchas veces, sentado ante mi escritorio, toco el dolor y la pérdida como quien toca la electricidad con las manos desnudas, pero no muero. No sé cómo se produce este milagro. Cuando termine de escribir esta novela quizás intente entenderlo. Ahora no. Es demasiado pronto.
Y escribo sobre la vida de mi país, Israel. Esa tierra torturada, víctima de una sobredosis de historia, de un exceso de emociones humanamente incontenibles, de un exceso desmesurado de acontecimientos y de tragedias, de ansiedad y de contención paralizante, de memoria, de falsas esperanzas, de un destino único entre las naciones; un lugar que a veces parece un relato de dimensiones míticas, un relato tan «imponente» que llega a deteriorar su relación con la vida misma y con nuestras posibilidades, la de los israelíes, de poder llevar alguna vez una vida normal y corriente, ser un Estado como los otros, una nación entre las naciones.
Nosotros, los escritores, pasamos por épocas de desesperación y de menosprecio hacia nosotros mismos. Nuestra tarea consiste, esencialmente, en desglosar la personalidad, en desbaratar algunos de los mecanismos de defensa humanos más eficientes. Trabajamos voluntariamente con los aspectos más duros, repugnantes, dolorosos y en crudo del alma. Nuestro trabajo nos lleva, una y otra vez, a reconocer nuestras limitaciones, como seres humanos y como artistas.
Sin embargo, he aquí el gran misterio y la alquimia de nuestras acciones: en cierto sentido, desde el instante en que cogemos la pluma o pulsamos las teclas del ordenador, dejamos de ser la víctima indefensa de todo lo que nos sometía y restringía antes de ponernos a escribir.
Escribimos. Somos muy afortunados: el mundo no se cierra sobre nosotros. El mundo no se estrecha.
Conferencia Arthur Miller «Libertad para escribir»,
Festival del Pen Club Internacional,
Nueva York, 24 de abril de 2007