Si me hubieran pedido que describiera qué cualidades hacen al escritor, habría respondido que la primera es la necesidad imperiosa de inventar historias. Es decir, de organizar la realidad, a menudo caótica e incomprensible, en el marco de una narración; descubrir en todo acontecimiento los contextos —evidentes y ocultos— que le dan un sentido especial; poner de relieve los rasgos de la «trama» y hacer que emerjan de ella los «protagonistas».
Para mí, el impulso de escribir una historia, inventándola o sacándola de la realidad, es casi una pasión, la pasión por la narración que, para algunos —los que acabarán siendo escritores—, es tan fuerte y primordial como cualquier otra. Por suerte es una pasión que siempre tiene su opuesta, la de escuchar historias.
La necesidad de escuchar historias tiene algo de emocionante. A veces he realizado lecturas desde un escenario. Son actos que generalmente tienen lugar a última hora de la tarde y ante un público ya no joven que asiste después de una jornada de trabajo y de una vida no siempre fácil. Pero cuando levanto la mirada del texto tengo una visión maravillosa: en pocos minutos, de los rostros de aquellas personas han desaparecido el cansancio, las preocupaciones y la tristeza, a veces incluso la amargura, los malestares y los miedos. Entonces, algo delicado y olvidado aparece en sus rostros, y durante unos instantes puedo imaginar —incluso realmente entrever— cómo habían sido de niños.
(Tal vez la necesidad de escuchar una historia tiene algo de infantil —no pueril, sino infantil, primordial—, aunque no menos que la pasión de contarla.)
Entre las otras cosas que hacen de uno un escritor, evidentemente hubiera mencionado también la voluntad de comprender —a través del relato— al mundo y al hombre en todas sus facetas, vicisitudes e ilusiones. Podría añadir la voluntad del escritor de conocerse a sí mismo, de dar expresión a las corrientes que se agitan en su interior. Es dudoso que quien no posea estas ansias y pasiones primordiales pueda —si realmente quiere— dedicar a la escritura la gran fuerza anímica necesaria.
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Pero quiero hablar de una motivación más para escribir que, por supuesto, de una forma u otra está relacionada con lo dicho anteriormente. Una motivación que, con el paso de los años —de vida y de escritura—, cada vez siento con más fuerza y me hace descubrir la necesidad de crear y escribir como forma de vida, como una manera de encontrar mi lugar en el mundo.
Esta motivación de la que hablo es el deseo de renunciar voluntariamente a todo lo que me protege del otro. El deseo de apartar el casi siempre invisible muro que me separa del otro, del individuo hacia el que siento un esencial y profundo interés. La voluntad de exponerme sin defensa alguna —como hombre, no como escritor— ante el otro, ante su interioridad más elemental, no alterada, primigenia.
Pero, inmediatamente, frente a estos deseos se alza un gran obstáculo: porque a fuerza de analizarme y de analizar a las personas en general, cercanas o lejanas, he llegado a una conclusión, en principio sorprendente y frustrante, que me he apresurado a rechazar diciéndome que es una generalización sin fundamento. Sin embargo, cada vez vuelve a mí con más fuerza en innumerables ejemplos y variantes, así que se la voy a exponer. Son ustedes libres de rechazarla completamente alegando que no tiene ni una pizca de verdad.
Me parece que en muchos aspectos, nosotros, los seres humanos —es decir, criaturas sociales que solemos estar ufanas de nuestra relación personal, cálida y afectiva, con la familia, los amigos y la comunidad—, nos defendemos y protegemos de la manera más eficiente posible no solo del enemigo: en cierto sentido nos defendemos y protegemos del prójimo, de la irradiación de su interioridad hacia nosotros, de las exigencias de esta interioridad que fluyen hacia nosotros sin cesar, de lo que aquí llamaré «el caos que impera en el interior del otro».
«El infierno es el otro», dijo Sartre, y quizá precisamente por esto, por el miedo a ese infierno que existe en el prójimo, la fina epidermis que nos envuelve y nos separa de él es a veces tan espesa y maciza como una muralla que sirve de frontera o de muro de separación.
Miremos un momento a nuestro alrededor: más de una vez veremos que, incluso en parejas que llevan años de convivencia —que son más o menos felices, que se aman y cumplen bien su papel como padres y como familia—, puede haber, de forma casi instintiva y absolutamente inconsciente, un acuerdo mutuo, secreto y complejo (¡cuya aplicación, dicho sea de paso, requiere una cooperación perfecta y muy sutil!) en los siguientes términos: más vale no conocer a fondo al cónyuge, no descubrir todo lo que sucede en su interior para no tener que reconocerlo y llamarlo por su nombre, porque en el marco de las relaciones de pareja no hay lugar para esto, podría romperles por dentro y destrozarles, algo en lo que ninguno de los cónyuges tiene interés alguno.
(«De pronto veo muy claro —declara un hombre en Tú serás mi cuchillo, un libro con el que mantuve una relación de pareja complicada— que las relaciones entre mi mujer y yo son tan estables y definidas que simplemente es imposible introducir en ellas un factor nuevo y tan relevante como, por ejemplo, yo.»)
A veces me quedo mirando a una vieja pareja —conozco muchas, y seguramente también ustedes— y hago un pequeño ejercicio intelectual tratando de imaginar cómo serían cuando se comprometieron. Es decir, intento eliminar de ellos las huellas del tiempo, la edad, el cansancio y la rutina, e imaginarles jóvenes, vigorosos y muy ingenuos. A veces incluso es posible percibir cómo —en el momento de su «fecundación» como pareja— se habían puesto de acuerdo, sin palabras, un subconsciente con el otro, con respecto al ángulo bajo el cual se observarían siempre, sellando al momento una especie de pacto vital maravillosamente complejo y con unos mecanismos muy delicados. Y cómo, al mismo tiempo, habían decidido que su amor vencería siempre, costara lo que costara, pero determinando el precio. Porque debe existir un precio para que un ser humano se abstenga de mirar al ser que le es más próximo desde todos los ángulos posibles, desde todos sus lados y sombras.
Naturalmente, lo mismo ocurre entre padres e hijos y viceversa. A veces, especialmente cuando somos muy jóvenes, no es fácil observar a nuestros padres desde un ángulo generoso de verdad. Además, tampoco es fácil aceptar que nuestros padres tienen «derecho» a su propio caos interior. Que papá y mamá no solo tienen alma, sino también —¡cielos!— el derecho a tener su propia psicología, que también tuvieron un padre y una madre, y que, en su momento, les ocurrieron cosas que les causaron heridas y les dejaron cicatrices y secuelas.
Tal vez lo peor es la oscuridad que más de una vez descubrimos en el alma de nuestros hijos, especialmente cuando son jóvenes y débiles. Es difícil admitir que en su tierna e inocente alma pueda abrirse un abismo oscuro del que estallen instintos, impulsos, enajenaciones y locuras que nos aterrorizan. Como padre, puedo certificar que solo el pensar en esto es insoportable, tal vez, principalmente, a causa del sentimiento de culpabilidad que provoca.
Este tabique de separación también puede darse entre amigos, aunque sean los «mejores amigos», los amigos íntimos. A veces, incluso entre las más profundas, fieles y prolongadas amistades, se nota una fina barrera, una especie de falta de disposición a saberlo todo, de protección, transparente pero real, ante la invisible oscuridad que existe en el interior de nuestro mejor amigo.
Recuerdo el diálogo tragicómico entre los dos protagonistas de Esperando a Godot, Vladimir y Estragón. «He tenido un sueño», dice uno. «¡No me lo cuentes!», le suelta el otro inmediatamente. «¿A quién quieres que le cuente mis pesadillas privadas si no a ti?» «¡Que sigan siendo privadas!»
Pensándolo bien, el no estar dispuestos —¿falta de coraje?— a exponernos ante la complejidad de las personas que nos son cercanas no debería sorprendernos tanto, porque la experiencia nos enseña que muchos ni siquiera se apresuran a exponerse ante lo que tienen dentro de ellos.
Podría ser que el esfuerzo que hacemos para no exponernos completamente delante del otro no sea tan distinto del que invertimos —casi inconscientemente— para no dejarnos seducir por los muchos y variados «otros» que tenemos cada uno de nosotros. Para no sucumbir a las opciones existenciales, las tentaciones internas y los senderos que se bifurcan en nuestro interior. ¿Quién sabe el esfuerzo constante que hacemos para salvaguardar estos rígidos marcos internos, los cercos en los que está atrapada —a veces atada— nuestra alma multifacética y llena de artimañas?
Entre paréntesis diré que, más de una vez, la escritura me ha hecho ver el gran esfuerzo que constantemente hago —casi siempre sin ser consciente de ello— para no ceder a las posibilidades, personajes, entidades, caracteres, impulsos e instintos que actúan subrepticiamente dentro de mí y que, aun reprimiéndolos con mucha eficiencia, no dejan de arrastrarme hacia todas direcciones.
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Nos asusta lo que realmente ocurre en el interior del otro. Tenemos miedo del núcleo misterioso, indescriptible, rudimentario, no domesticable socialmente, no dado a ningún refinamiento, cortesía o tacto; instintivo, salvaje, caótico y en absoluto «políticamente correcto»; quimérico y alucinante, abiertamente radical, sexualmente desenfrenado, por lo menos según las definiciones del orden social imperante entre los seres «civilizados» (cualquiera que sea el significado de este término); demente y a veces cruel, a menudo bestial, para bien y para mal; si quieren, el magma, la materia incandescente y primitiva que burbujea en el interior de cada ser humano por el hecho de serlo, de ser el cruce de tantas fuerzas, pasiones, anhelos e impulsos. Normalmente, en la gente sensata —incluso en la más impulsiva—, este magma se solidifica y se «modera» en contacto con el aire, es decir, con los otros, o con las restricciones de la realidad, y acaba convirtiéndose en parte del tejido social «normativo».
Para mí la escritura es, entre otras cosas, un acto de protesta, de resistencia, incluso una revolución contra ese miedo. Contra la tentación de atrincherarme dentro de mí mismo, de erigir una barrera casi imperceptible, amical y cortés, pero sorprendentemente eficaz, entre los demás y yo, en el fondo, entre yo y yo mismo.
Me explico: para mí, el impulso primero que motiva la escritura es la voluntad del escritor de inventar y contar una historia, de conocerse. Pero cuanto más escribo más siento la intensidad del impulso que se suma, colabora y completa la voluntad de conocer al otro desde su interior; la voluntad de sobreponerse al miedo que antes he mencionado, de intentar sentir de verdad qué significa ser otro, de conseguir percibir, y no solo por un instante, la fibra de la llama que arde en el interior del otro.
Tal vez sea imposible llegar a él por otro camino. A veces tenemos tendencia a pensar que, cuando nos fusionamos en cuerpo y alma con el otro, llegamos a conocerle mejor que nadie. En hebreo bíblico, para describir el acto sexual se utiliza la palabra «conocimiento»: «El hombre conoció a Eva, su mujer», está escrito en el libro del Génesis (4, 1). Pero en los momentos de exaltación extrema del amor, si no estamos absolutamente centrados en nosotros mismos y no proyectamos nuestros anhelos en nuestra pareja, generalmente nos fijamos en lo que la pareja tiene de bueno, bello, atractivo y dulce. Pero no en su complejidad, en sus facetas y sombras, es decir, no en lo que le hace ser el «otro», en el sentido más profundo y pleno de la palabra.
Pero cuando escribimos sobre el otro, cualquier otro, también aspiramos a llegar al conocimiento de los aspectos no amados, disuasorios e inquietantes que hay en él. Los lugares en los que su alma está rota y su conciencia, desmigajada. La marmita hirviente del extremismo, de la sexualidad y de la bestialidad de la que he hablado antes; la fuente de donde fluye el magma antes de solidificarse y mucho antes de transformarse en palabras.
Aunque en el proceso de la escritura, y de una forma casi inevitable, hagamos una «proyección» de nuestra alma en la del otro sobre el cual escribimos y «utilicemos» al otro para hablar de nosotros, para comprendernos, el anhelo del que hoy hablo precisamente nos lleva, sin querer, en la dirección opuesta: a atrevernos a liberarnos de las cadenas del «yo» para conseguir llegar al núcleo del prójimo como tal, y allí experimentarlo como el que existe en sí mismo y por sí mismo, como si fuera un mundo completo, con su propia legitimidad y su lógica interna.
Es entonces cuando podemos entrever —incluso deteniéndonos un poco— el lugar que generalmente es difícil ver y que muy raramente conocemos del prójimo. El lugar donde se nos descubre el «centro de su crisol», el lugar donde, en el alma de todo individuo, se concretan los sueños, las pesadillas, los fantasmas, los temores, los deseos y el resto de cosas que nos hacen ser humanos.
Es interesante que, cuando precisamente consigo materializar el anhelo de detenerme en el «centro del crisol» del otro, como escritor no tengo la sensación de pérdida subjetiva ni de asimilación con el otro, el sujeto sobre el que he escrito, sino una comprensión más clara de «la forma de ser del otro», de lo que le hace distinto a mí. Se trata de una sensación intensa y adulta de algo que yo llamaría la esencia del otro.
Me parece que cuando leemos un libro así escrito, es decir, cuando el escritor ha conseguido llegar al punto deseado en el que alcanza el conocimiento del otro por dentro pero sigue siendo él mismo, para nosotros, los lectores, es la sensación especial de exaltación anímica, participamos del raro momento de alcanzar un secreto humano preciado, una profunda experiencia existencial. Y esta percepción va acompañada de otra, no menos gratificante y emotiva: la intimidad real con el protagonista del libro que leemos. La sensación de entendimiento y de profunda empatía con él y sus motivaciones, aun sin estar absolutamente de acuerdo con ellas. Porque entonces sentimos una similitud, a veces sorprendente, a veces irritante y amenazadora, entre él y nosotros. Así, aunque se trate de un personaje que nos provoca cierto antagonismo, incluso rechazo y repulsión, esta sensación no nos creará extrañeza ni nos apartará de él. Y nos abstendremos de condenarle sin reservas y sin piedad. O pensaremos que solo de milagro, por pura casualidad, nos salvamos de ser unas criaturas miserables como él, como si la posibilidad de ser como él se agitara en nuestro interior.
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Pero cuando escribimos sobre él, no solo debemos entrar en el alma del otro, sino que debemos meternos en su piel, en su cuerpo, conocer sus límites y sus defectos, su belleza y su fealdad. Con respecto a esto, voy a contarles una anécdota.
Hace unos años se publicó mi libro Véase: amor. Unas semanas después, de tarde, iba en autobús de Tel Aviv a Jerusalén y, como el resto de los pasajeros, escuchaba las noticias de la radio. En el «rincón de la cultura» (la cultura, como es bien sabido, siempre debe dejarse en un «rincón» para que no se desborde y ahogue, Dios nos libre, las noticias más importantes), un actor de teatro leyó un fragmento de mi libro que describe a Gisela, la madre de Momik, sentada ante su máquina de coser, una famosa Singer, y accionando con el pie, hacia arriba y hacia abajo, el pedal que el tío Shimek le había instalado debajo de la máquina.
En este momento, el chófer del autobús, que aparentemente no podía soportar más el tono melancólico del relato, giró el dial de la radio y sintonizó una cadena que emitía una alegre música israelí. Me parece que la mayoría de los pasajeros del autobús se sintieron aliviados, pero yo no, yo me sentí incómodo, tanto por la humillación privada —mía y de mi libro— como porque de pronto no comprendí de qué pedal hablaba el texto ni por qué el tío Shimek le había puesto otro pedal. Porque las Singer que yo recordaba tenían un pedal metálico muy cómodo y porque yo no acostumbro a poner accesorios ni aparatos en mis historias sin motivo alguno, porque sí. En resumen, no conseguía comprender por qué, cuando escribí el libro, había añadido aquel accesorio.
Estuve intranquilo durante el resto del viaje. Cuando por fin llegué a casa, inmediatamente abrí el libro para buscar aquel fragmento. Efectivamente, en la continuación de la frase que en el autobús fue interrumpida, descubrí que Gisela no podía llegar al pedal original de la Singer, y en otro lugar del libro vi otro detalle que entonces me había pasado desapercibido: que Gisela era una mujer muy bajita.
Recuerdo que me alegré muchísimo porque de pronto había descubierto algo muy simple y muy profundo de la escritura: si, por ejemplo, en mi casa hubiera una persiana estropeada o el pomo de una puerta que fuera preciso arreglar, seguramente habrían pasado semanas antes de que encontrara el momento de hacerlo. Mi mujer me lo recordaría todos los días y yo dejaría notas por todas partes para acordarme (e inmediatamente me olvidaría), y al final, cuando ya no me quedara más remedio, cuando las protestas de todos los de casa pusieran en peligro mi autoridad como cabeza de familia, de por sí precaria, acabaría cediendo y arreglando los desperfectos.
Pero cuando escribo una historia por la que se pasea una mujer bajita y rechoncha llamada Gisela, poco a poco, a lo largo de la historia me convierto en Gisela. Aunque ella sea un personaje marginal que solo aparece en algunas páginas, necesito, quiero y sueño con ser Gisela. Cuando escribo a Gisela, ando y me alimento como Gisela, y cuando duermo me muevo nerviosamente en la cama, como cuando ella tiene una pesadilla. Corro pesadamente para coger el autobús, como ella, y mido las distancias que debo recorrer como si tuviera sus piernas cortas, regordetas y arqueadas. Y cuando hago sentar a mi Gisela frente a la máquina de coser, casi instintivamente sale de mí el pedal suplementario, porque sin él, ella jamás podría llegar al de la Singer.
Sé muy bien que si no hubiera añadido el segundo pedal a la historia, la mayoría de los lectores ni siquiera lo habrían echado en falta al leer la descripción de Gisela sentada ante la máquina de coser. Es más, ni siquiera yo mismo, al leer este fragmento tiempo después, me habría dado cuenta de que faltaba algo.
Sin embargo, algo faltaba. Un pequeño espacio, de la dimensión de un pedal, se habría deslizado en la historia. Y el pie de la pobre Gisela habría quedado para siempre suspendido sobre el pedal de la Singer, y nunca habría conseguido mover la rueda de la máquina. Cabría la posibilidad de que en otros lugares del libro hubieran surgido pequeños espacios y que, tranquila y discretamente, se hubieran juntado unos con otros, creando en el corazón del lector una molesta sensación de vacío, una vaga sospecha de negligencia por parte del escritor, incluso una sensación de abuso de confianza.
Pero si el escritor se permite el derecho de ser Gisela, en cuerpo y alma, si acepta la insólita y maravillosa invitación de ser Gisela, el pedal suplementario emanará espontáneamente de él junto con las mil y una sensaciones, sutilezas y demás accesorios de la realidad con los que dota al personaje sobre el que escribe.
Se trata de un proceso absolutamente natural del que el escritor no es consciente, como cuando un árbol da frutos. Cuando este proceso existe, el escritor, casi sin darse cuenta, puede dar a Gisela el pedal suplementario gracias al cual el pie le llegará al pedal de la máquina para que pueda accionar el mecanismo, el cual pondrá en movimiento la gran rueda lateral, y la rueda de la historia girará con ella, y el mundo frágil y poco consistente creado del cruce de lo imaginario con la realidad y con las letras impresas en una hoja de papel, se pondrá en movimiento con plena seguridad.
Cuando invento un personaje, quiero saber, sentir y vivir, tanto como me sea posible, su carácter, su estado de ánimo, incluso aquellas cosas a las que es difícil dar un nombre. Por ejemplo, su tono muscular, tanto corporal como anímico; la vitalidad, el dinamismo y la tensión de su ser físico y mental; su vivacidad de pensamiento, el ritmo de sus palabras, los intervalos entre palabras cuando habla y el tono de su voz cuando se ríe; la rugosidad de su piel, el tacto de su cabello, su posición preferida cuando hace el amor o cuando duerme.
Por supuesto, no todo estará en el libro: siempre es mejor que en él solo aparezca la parte visible del iceberg, la décima parte de lo que el escritor sabe de su personaje. Pero el escritor también debe conocer y sentir las nueve partes restantes que quedan debajo del agua. Porque, sin ellas, lo que vemos encima del nivel del mar no tendría valor de verdad. Pero cuando esos elementos están en la conciencia del escritor, irradiarán el valor de su verdad en el relato, le servirán de caja de resonancia y de base, y le darán consistencia a los ojos del lector.
Debo reconocer que, cuando llego a ese conocimiento íntimo del otro —hecho que no me ocurre siempre, ni con todos los personajes, cosa que lamento—, cuando llego a este punto en la historia que escribo, experimento uno de los mayores placeres de la escritura: la posibilidad de permitir que mis personajes sean ellos mismos dentro de mí. Entonces el escritor se convierte en el espacio donde sus personajes pueden hacer realidad sus caracteres, deseos y hazañas, y dar rienda suelta a los impulsos, tonterías, locuras y conductas afectivas, de los que el escritor es incapaz porque es un hombre específico (es decir, con un «final», con límites y restricciones) y porque estas propensiones, deseos y hazañas le amenazan o, en cierta manera, le contradicen y, a veces, incluso le desmienten.
¡Qué gran felicidad y qué dulce recompensa son los momentos en los que, al escribir sobre determinado personaje, el escritor es escrito por él! O cuando una opción desconocida de su carácter que estaba muda, latente, rechazada, de pronto se expresa, rescatada por uno de los personajes, y sale a la luz, en la más simple acepción de la expresión.
Por experiencia sé lo maravilloso que es cuando uno de mis personajes me sorprende así, o incluso cuando me traiciona, es decir, cuando actúa en contra de mi conciencia, de mi carácter y de mis miedos, más allá de mis horizontes. En momentos así siento un extraordinario placer, físico y anímico; como si una esencia fuerte y que no conozco bien, ascendiera de mi interior junto conmigo y me obligara a salir de mi piel.
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Y ahora llegamos a un tema que se desprende de lo dicho anteriormente y está estrechamente relacionado con él. Quiero añadir algunas palabras sobre el significado de la escritura literaria para quienes, como nosotros, desde hace ya un siglo vivimos en una región que puede calificarse, sin temor a exagerar, de catástrofe.
No tengo la intención de hablar de «política» en su sentido estrecho y limitado, sino de los procesos íntimos e interiores que se producen en la gente que vive en esas regiones. Y también del lugar que ocupan la literatura y la escritura en un clima nocivo como el nuestro.
Vivir en una región de catástrofe significa, en primer lugar, sentirse encerrado, física y moralmente. Como si los músculos del cuerpo, tensos y siempre un poco contraídos, estuvieran preparados para recibir un golpe o para huir. Quien vive en una situación así lo sabe: no solo el cuerpo, también el alma da un brinco, como si se preparara para la próxima explosión o para el siguiente boletín de noticias. «Quien se ríe es porque no ha escuchado las terribles noticias», escribe Bertolt Brecht —otro experto en regiones de catástrofes— en su poema «A las futuras generaciones». Cuando se vive en una realidad así, descubres que estás constantemente en guardia. Todo tu ser está preparado y tenso ante el próximo dolor, ante la futura humillación.
Es difícil determinar en qué momento empezó el cruel cambio de rumbo; a partir de qué momento deja de tener sentido la cuestión de saber cuándo llegarán el dolor y la humillación, porque, de hecho, ya estás profundamente inmerso en ellos, aunque sigan estando solo en el umbral de la posibilidad. En realidad, los creas en tu interior. Te creas una rutina de vida que está impregnada de humillación por el miedo constante que tenemos de ella. Generalmente, ni siquiera te das cuenta de hasta qué punto vives en el miedo al miedo. Ni de con qué intensidad el miedo cambia y distorsiona lentamente tu naturaleza —como individuo y como sociedad— y te arrebata la alegría de vivir y el gusto por la vida.
Me doy cuenta del gravoso precio que, tanto la gente que conozco como yo mismo, debemos pagar por culpa de una situación de guerra continua: la limitación de la «superficie» del alma que está en contacto con el mundo exterior, violento y amenazador; la acotación de la facultad y de la predisposición a identificarse con el dolor de los demás; la suspensión del juicio moral y la impotencia de no comprender lo que realmente pienso en una situación tan aterradora, decepcionante y compleja, desde el punto de vista tanto moral como práctico. Sin embargo, tal vez sea mejor no pensar ni saber, dejar la labor de pensar, actuar y fijar las normas morales en manos de los que ciertamente «saben más».
Y especialmente no sentir demasiado, por lo menos hasta que pase la ira, y si no pasa, por lo menos habré sufrido un poco menos, habré desarrollado una insensibilidad útil y me habré protegido de mí mismo tanto como habré podido con la ayuda de un poco de indiferencia, de inhibición y de ceguera deliberada, y un mucho de autoanestesia.
Porque si es cierto el supuesto según el cual, en una situación insoportable, «el que es más sensible sufre más», paulatinamente esto se traducirá en «el que es sensible sufre», y punto. Dicho de otra manera: debido al miedo permanente —y absolutamente real— que tenemos al sufrimiento, a la muerte o a una pérdida insoportable, todos restringimos nuestra vitalidad, nuestro diapasón interior, mental y cognitivo.
Y, por favor, no me digan que aquí la vida es más o menos normal y tolerable, que, en cierta manera, ya nos hemos acostumbrado a las guerras periódicas y cíclicas, ni tampoco que hemos aprendido a sacar el mejor partido de la existencia en esta cruel región. Es imposible habituarse a una situación tan distorsionada sin pagar un alto precio. El más alto de todos: el de la propia existencia, de la sensibilidad, de la humanidad, de la curiosidad y del libre albedrío. El precio del miedo y de la repugnancia que nos inspira estar realmente frente al otro, no solo frente al enemigo, sino frente a todos los otros.
Decir estas cosas despierta en mí el temor de que, después de tantos años en los que hemos invertido nuestras fuerzas y nuestra sangre, nuestros pensamientos, atenciones e ingenio para defender las fronteras exteriores, fortificarlas y salvaguardarlas cada vez más, tal vez estemos cerca de convertirnos en una armadura en cuyo interior no hay ningún caballero, ningún ser humano.
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Pero volvamos a la literatura.
El objetivo de la literatura se encuentra en el extremo opuesto del proceso que acabo de describir: porque en la escritura literaria hacemos todo lo posible para salvar a los personajes de nuestra historia de la singularidad y del anonimato, de los estereotipos y de los prejuicios. Cuando escribimos una historia, luchamos —a veces durante años— para conocer todas las facetas de un personaje, sus contradicciones internas, sus móviles y sus inhibiciones, aquel magma en ebullición al que me he referido antes.
Con una dulzura casi maternal, el autor moviliza sus sentidos, su conciencia y su subconsciente, sus sueños y su estado de vela, para escuchar las emociones y los sentimientos de los personajes que ha creado. La disposición del escritor a entregarse sin reservas al personaje sobre el que escribe —yo diría que está en comunión con él—, conlleva cierta desnudez, una forma de exhibicionismo y de abandonismo.
Escribir una novela significa, en gran medida, tener la responsabilidad absoluta de decenas de personajes. Nadie se brindará a escribirlos para nosotros. Nadie les dará vida a cada momento. A veces imagino que es como un hombre que, en tiempos de guerra, oculta a su inmensa tribu, compuesta por decenas de hombres, mujeres y jóvenes, de ancianos y de niños, en un sótano oculto debajo de su casa. Este hombre debe bajar por lo menos una vez al día al sótano para llevarles comida y agua. De vez en cuando, es conveniente que hable de su situación con los que están escondidos, que intente apaciguar las tensiones, resolver las peleas, sugerir soluciones prácticas a los conflictos inmediatos. También sería bueno que les hablara de lo que sucede en el mundo, que prestara atención a sus historias y recuerdos, que les recordara lo que les está permitido soñar, extrañar, para que olviden por un instante el sofocante agujero en el que se encuentran.
Y, tras haber hecho todas estas cosas buenas y nobles, deberá recoger los orinales llenos para vaciarlos. Salvo él, nadie puede ocuparse de estos menesteres, nadie puede hacerlo en su lugar.
Esta es exactamente la relación entre el escritor y sus personajes: con todas sus fuerzas, su talento y su empatía, debe ocupar el amplio espacio de ellos, cubrir todos los rangos de las actividades humanas, desde las que tienen lugar en las altas esferas del intelecto hasta las más materiales. El escritor debe estar absolutamente atento a todas las necesidades de los personajes, y dedicarse a ellas por completo.
Si alguna cosa me gustaría esperar que los políticos y los dirigentes aprendieran de la literatura, sería esa entrega a la situación y a las personas que son prisioneras de ella. (¿No son ellos los que tienen la no despreciable responsabilidad de haber creado esa trampa y de la difícil situación de los que en ella están atrapados?) Y si no están dispuestos a entregarse realmente, nosotros debemos, por lo menos, exigirles que escuchen y presten atención, porque solo ellos pueden ayudar a resucitar al hombre que está dentro de la armadura.
Porque quien acepta la ordenanza de escuchar y de prestar atención, en realidad también acepta recordar permanentemente algo muy simple y banal, pero muy fácil de olvidar y negar: que detrás de la armadura hay un hombre. Tanto detrás de la nuestra como de la de nuestro enemigo. Detrás de la armadura del terror, de la indiferencia, del odio y de la limitación del alma; detrás de todo lo que se ha extinguido en cada uno de nosotros durante estos difíciles años, detrás de todos los muros fortificados, de los bloqueos de caminos y de las torres de vigía hay un hombre.
Porque detrás de la naturaleza y de la esencia de una situación violenta está la voluntad de hacer de los hombres unas criaturas sin rostro, unidimensionales, sin voluntad propia. Las guerras, los ejércitos, los gobiernos y los extremismos religiosos siempre intentan emborronar los matices que constituyen la singularidad personal e individual, el milagro único de cada ser humano, convertir a los individuos en masa, en populacho, para que se «ajusten» más a sus objetivos y a la situación.
La literatura —no una obra determinada, sino el método de escucha que crea una literatura auténtica— nos recuerda nuestra obligación de reivindicar —dadas las circunstancias de la «situación»— el derecho a la individualidad y a la unicidad. Nos ayuda a recuperar parte de lo que esta «situación» intenta requisarnos y nacionalizar: una tendencia probada, sutil, hacia el individuo que está atrapado en el conflicto, sea de los nuestros o un enemigo; los complicados matices de las relaciones entre miembros de distintas comunidades; la precisión en las palabras y las descripciones; la flexibilidad de pensamiento; la capacidad y la fuerza de cambiar de vez en cuando nuestro punto de vista inmóvil (a veces realmente petrificado). El convencimiento profundo, vital, de que es posible —que debemos— comprender cualquier situación humana desde puntos de vista diferentes.
Entonces quizá podamos llegar al punto en el que puedan coexistir —sin anularse, sin que una sobresalga más que otra— historias absolutamente opuestas de individuos distintos, de pueblos distintos, incluso de enemigos encarnizados. Solo si llegamos a este punto —y solo si el enemigo llega al mismo—, podremos por fin comprender que, en una negociación política auténtica, nuestras aspiraciones deberán encontrarse con las del enemigo, deberán reconocer su derecho y su legitimidad, admitiendo que sean fundadas y legítimas. Es el momento en el que todos nosotros —es decir, las partes presentes— notaremos la difícil «crisis de la adolescencia» que siempre acompaña a las desilusiones, al hecho de saber que la posibilidad de crearnos una realidad total y absolutamente coincidente con nuestras necesidades tiene un límite.
Es el momento en el que sentiremos y comprenderemos de verdad el significado de lo que anteriormente he denominado la esencia del otro, cuyo significado profundo es, si quieren, su derecho a la existencia (como también a su historia, sus males y sus esperanzas). Se trata del punto arquimediano, y solo si llegamos a él podremos empezar a derribar las barreras y los detonadores que nos impiden resolver el conflicto.
Porque en cuanto conozcamos al otro por dentro —aunque ese otro sea el enemigo— ya no podremos ser totalmente indiferentes a él. Algo en nuestro interior estará en deuda con él o, al menos, con su complejidad. Nos resultará más difícil negarle, ignorarle como si fuera «no humano». Ya no podremos desentendernos, con nuestra habitual facilidad y habilidad, de su dolor, de su legitimidad y de su historia. Tal vez incluso seamos también un poco más tolerantes con sus errores, que entonces entenderemos como parte de su tragedia. Y si todavía nos queda un poco de fuerza y de generosidad, incluso podremos crear las condiciones necesarias para que el enemigo pueda liberarse de sus trampas interiores. Y de esto también sacaremos provecho.
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Escribir sobre el enemigo significa, en primer lugar, pensar en él. Esta es, por supuesto, la obligación de cualquiera que tenga un enemigo, aunque esté tan absolutamente convencido de su razón como de la maldad, la crueldad y el error del enemigo. Pensar (o escribir) sobre el enemigo no significa justificarle. Por ejemplo, no puedo imaginarme escribir sobre un nazi justificándole, aunque en Véase: amor tuviera la necesidad —incluso la obligación— de escribir sobre un oficial nazi para poder comprender cómo un hombre normal y corriente pudo convertirse en un nazi, cómo este justifica ante sí mismo sus actos y mediante qué procesos mentales.
Dice Sartre en el ensayo «¿Por qué escribir?»: «Nadie podría imaginar ni por un momento que pudiera escribirse un libro ensalzando el antisemitismo, por ejemplo. Nadie puede exigirme, desde el momento en que siento que mi libertad está indisolublemente ligada a la de todos los demás, que utilice esta libertad para estar de acuerdo con la esclavitud de algunos. Así pues, el escritor —tanto si es ensayista, panfletista, artista o novelista, como si habla exclusivamente de los sentimientos del hombre como individuo o se opone al régimen social—, un ser libre que se dirige a otros seres libres, tiene un único tema: la libertad».
Sartre tal vez pecaba de ingenuo al afirmar que «nadie podría imaginar ni por un momento que pudiera escribirse un libro ensalzando el antisemitismo». Libros así se han escrito y parece que se seguirán escribiendo. Pero tenía toda la razón con respecto al «único tema» que es el fundamento de la escritura y la esencia del acto literario: la libertad. La libertad de pensar de otro modo, de mirar de manera distinta las situaciones y las personas, aunque sean nuestros enemigos.
Así pues, reflexionar sobre el enemigo. Con seriedad y prestando mucha atención. No solo odiarle o temerle. Considerarle como una persona, una sociedad o un pueblo, distinto de nosotros, de nuestros miedos, esperanzas y creencias, de nuestra forma de pensar, de nuestros intereses y heridas. Permitir que el enemigo sea el prójimo, con todo lo que implica. Desde la perspectiva militar, la de los servicios secretos, asumir el hecho de «conocer al enemigo por dentro» podría ser una ayuda, y a nosotros nos podría servir para modificar la realidad, de manera que, paulatinamente, este enemigo deje de serlo.
Quiero aclarar que no estoy hablando de «amar al enemigo», no puedo vanagloriarme de tan noble generosidad (cuando oigo esta frase, siempre me parece un poco sospechosa). Me refiero al esfuerzo real de intentar comprender al enemigo, sus móviles, su lógica interna, su visión del mundo y la historia que él mismo se cuenta.
Evidentemente, no es fácil ni sencillo ver la realidad a través de los ojos del enemigo. Pero todavía es más difícil y aterrador renunciar a nuestros mecanismos de defensa sofisticados y concebir el conflicto, la lucha —en una palabra, la idea que él se hace de nosotros—, con la sensibilidad del enemigo. Se trata de un verdadero desafío a nuestra confianza en nosotros mismos y en nuestra justificación. Entraña el peligro de la destrucción de nuestra «historia oficial», que generalmente es la única versión permitida y «legítima» que un pueblo aterrado, en guerra, se explica.
¿No podríamos invertir la última frase y decir que, a menudo, un pueblo se encuentra en estado de lucha continuada porque, a veces durante generaciones, ha sido prisionero de la «versión oficial» de la historia?
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El esfuerzo de observar la realidad desde el punto de vista del enemigo tiene otra clara ventaja.
Porque el enemigo nos atribuye, a nosotros, el pueblo que tiene enfrente, todo lo que suele decirse del adversario: crueldad, agresividad, brutalidad, sadismo, autocompasión e hipocresía. Y nosotros no siempre somos absolutamente conscientes de lo que «proyectamos» en el enemigo y, en consecuencia, en los que no lo son y, al final del proceso, en nosotros mismos.
Más de una vez nos decimos que adoptamos determinadas normas de conducta, o que utilizamos la violencia o la brutalidad, única y exclusivamente porque estamos en guerra, que cuando esta termine dejaremos de emplearlas y volveremos a ser el pueblo ético y noble que siempre habíamos sido.
Podría ser que el enemigo, con el cual nos comportamos con tanta hostilidad y violencia, y que se convierte en la víctima eterna, comprendiera, mucho antes que nosotros, hasta qué punto nuestros comportamientos son ya una parte inseparable de nosotros, como pueblo y como sociedad, y hasta qué punto se han infiltrado en lo más profundo de nuestros principios. También podría ser que cambiar el punto de vista y adoptar el del pueblo al que sometemos, por ejemplo, hiciera sonar la alarma y comprendiéramos, cuando todavía estamos a tiempo, la profundidad de nuestro debilitamiento, nuestra degradación y nuestra ceguera. Entonces comprenderíamos de qué debemos salvarnos y lo vital que es para nosotros un cambio fundamental de la situación.
Porque cuando conseguimos leer el texto de la realidad con los ojos del enemigo, de la realidad en la que nosotros y nuestros enemigos vivimos y trabajamos, de pronto esta se vuelve más compleja y real, y esto nos permite recuperar las partes que habíamos quitado de nuestra representación del mundo. A partir de este momento, la realidad ya no sería solamente la proyección de nuestros miedos, deseos e ilusiones: cuando somos capaces de ver la historia del otro desde su perspectiva, tenemos un contacto más sano y válido con los hechos. Aumentarían considerablemente nuestras posibilidades de evitar los errores fatales y los conceptos egocéntricos, crispados y estrechos.
Y entonces, a veces, seríamos capaces de comprender —de una manera que hasta ese momento no nos habíamos permitido— que esos enemigos mitológicos, amenazadores y demoníacos solo son personas tan asustadas, torturadas y desesperadas como nosotros. Para mí, comprender esto es el principio indispensable de cualquier proceso de desintoxicación y de reconciliación.
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Estas son, en resumen, algunas de las cualidades que la literatura puede otorgar a los dirigentes y a los políticos, en el fondo, a todos los que se enfrentan a una realidad arbitraria y violenta. Tal vez estos principios puedan parecer inconsistentes y «abstractos» ante los clamores de guerra y de destrucción circundantes, pero pueden aplicarse tanto a la escritura de una novela como a las relaciones humanas o al esbozo de políticas, ya sean de paz o de guerra.
Esta conducta hacia nosotros mismos, el enemigo, el conflicto en general y nuestra existencia en él, una conducta que aquí, generalizando mucho, he calificado de «literaria», es para mí, en primer lugar, un acto consistente en volvernos a autodefinir como seres humanos en una situación intrínsecamente de deshumanización. Esta conducta también podría devolvernos algo de la humanidad de la que hemos sido desposeídos durante un rápido y violento proceso del que no siempre somos conscientes. Ser tenaces en esta concepción del mundo podría, paulatinamente, elevarnos hacia la vía del diálogo auténtico con nuestros enemigos, un diálogo que nos llevaría, ¡ojalá así fuera!, a una auténtica reconciliación y a la paz.
Comunicación presentada en el Congreso Nacional
de Bibliotecarios, Tel Aviv, enero de 2006