Para un autor israelí, inaugurar el Festival Internacional de Literatura de Berlín no solo es un gran honor, sino también una coyuntura que hubiera sido impensable hasta no hace muchos años. Incluso hoy no puedo permanecer indiferente a su significado.
A pesar de las estrechas relaciones que actualmente existen entre Israel y Alemania —entre israelíes y alemanes, entre judíos y alemanes—, en la mente y en el corazón de uno existe un espacio en el que ciertas declaraciones deben filtrarse a través de los prismas del tiempo y de la memoria, donde se refractan en todo el espectro de colores y matices. Aquí, en Berlín, ante todos ustedes, no puedo sino empezar con estos pensamientos que constantemente se refractan en mí, en ese prisma del tiempo y de la memoria.
Nací y crecí en Jerusalén, en un barrio y en una familia donde ni siquiera se podía pronunciar la palabra Alemania. También les costaba decir Holocausto, y solo mencionaban «lo que ocurrió allí».
Es interesante señalar que en hebreo, en yídish y en cualquier otro idioma que los judíos hablen, cuando se refieren al Holocausto tienden a hablar de «lo que ocurrió allí», mientras que, generalmente, los no judíos hablan de «lo que ocurrió entonces». Hay una gran diferencia entre allí y entonces. Entonces significa «en el pasado», engloba la idea de algo que ocurrió y terminó, de algo que ya no existe. Mientras que allí, en cambio, sugiere que en algún lugar, en la distancia, lo que ocurrió sigue ocurriendo, reforzándose constantemente a la par de nuestra vida cotidiana, y que puede volver a estallar. No ha terminado del todo. Ciertamente no para nosotros, los judíos.
De niño, muchas veces oí la expresión «la bestia nazi», y cuando preguntaba a los adultos quién era aquella bestia, como no querían decírmelo, me respondían que había cosas que los niños no debían saber. Años más tarde, en Véase: amor escribí sobre Momik, el hijo de unos supervivientes del Holocausto al que nunca le explican lo que realmente les había sucedido «allí». Asustado, Momik imagina a la bestia nazi como un monstruo que controlaba un país llamado «allí», donde torturaba a la gente que Momik quería, haciéndoles cosas que les habían dejado heridas permanentes y negándoles la posibilidad de vivir una vida plena.
Cuando tenía cuatro o cinco años, oí hablar por primera vez de Simon Wiesenthal, el cazador de nazis. Me sentí muy aliviado: por fin, pensé, hay alguien que tiene suficiente coraje para enfrentarse a la bestia, ¡y hasta está dispuesto a matarla! Si entonces hubiera sabido escribir, quizá habría mandado una carta a Wiesenthal con preguntas detalladas y prácticas sobre lo que me preocupaba, porque imaginaba que aquel cazador seguramente lo sabía todo de su presa.
Los niños de mi generación, los niños israelíes de principios de los años cincuenta, vivíamos en un silencio espeso y densamente poblado. En mi barrio había gente que chillaba todas las noches por culpa de sus pesadillas. Más de una vez, cuando entrábamos en una habitación donde los adultos hablaban de la guerra, la conversación se interrumpía súbitamente. Captábamos al vuelo un fragmento de alguna frase: «La última vez que le vi fue en la Himmelstrasse, en Treblinka», o «Ella perdió a sus dos hijos en la primera Aktion».
Todos los días, a la una y veinte de la tarde, había un programa radiofónico de diez minutos de duración en el que la locutora, con una voz triste y rítmica, leía los nombres de personas que buscaban a sus familiares perdidos durante la guerra y en el Holocausto: «Raquel, hija de Perla y Abraham Seligson, de Przemysl, busca a su hermana menor Lea, que vivía en Varsovia entre los años... Eliahu Frumkin, hijo de Yoheved y Hershl Frumkin, de Stry, busca a su esposa Elisheva, de soltera Eichel, y a sus dos hijos, Yakov y Meir...». Y así sucesivamente. Durante mi infancia, todos los almuerzos transcurrieron oyendo los sonidos de este suave lamento.
Cuando tenía siete años, tuvo lugar en Jerusalén el juicio a Eichmann, y durante la cena escuchábamos en la radio la retransmisión de las descripciones de los horrores. Podría decirse que los niños de mi generación no solo perdimos el apetito, sino algo más. Se trataba de la pérdida de algo más profundo que entonces, por supuesto, no comprendíamos, y que seguimos descifrando a lo largo de nuestras vidas. Quizá lo que perdimos fue la ilusión de que nuestros padres podían protegernos de los horrores de la vida. O quizá perdimos la fe en la posibilidad de que nosotros, los judíos, pudiéramos tener una vida plena y segura, como la tienen otras naciones. Y quizá, por encima de todo, sentimos la pérdida de la fe natural, la infantil: la fe en el ser humano, en su bondad y en su compasión.
Hace unas dos décadas, cuando mi hijo mayor tenía tres años, en la escuela infantil a la que asistía conmemoraron, como hacían todos los años, el Día del Holocausto. Mi hijo no entendió mucho de lo que se dijo, y volvió a casa confundido y asustado. «Papá, ¿qué son los nazis? ¿Qué hicieron? ¿Por qué lo hicieron?» Y no quise contárselo. Yo, que había crecido entre el silencio y los susurros fragmentados que me causaron tantos miedos y pesadillas, que había escrito un libro sobre un niño que casi pierde el juicio por culpa del silencio de sus padres, de pronto comprendí a mis padres y a los padres de mis amigos, que optaban por callarse.
Sentí que si se lo decía, aun aludiendo cautelosamente a lo que había ocurrido allí, la pureza de mi hijo de tres años quedaría contaminada; que desde el momento en que estas posibilidades de crueldad fueran formuladas en su conciencia infantil e inocente, nunca volvería a ser el mismo niño.
Ya no podría ser un niño.
Cuando publiqué Véase: amor en Israel, algunos críticos dijeron que yo pertenecía a la «segunda generación», que era hijo de «supervivientes del Holocausto». No lo soy. Mi padre había emigrado a Palestina desde Polonia cuando era un niño, en 1936. Mi madre había nacido en Palestina, antes del establecimiento del Estado de Israel.
Sin embargo, lo soy. Soy hijo de «supervivientes del Holocausto» porque también en mi casa, como en muchos hogares israelíes, se había tendido un hilo de profunda ansiedad que se tocaba al hacer cualquier movimiento. Aunque uno fuera muy cuidadoso, incluso evitando cualquier movimiento innecesario, siempre se notaba el constante temblor de una profunda desconfianza en la posibilidad de la existencia. Un recelo hacia el hombre y hacia lo que de él podía surgir en cualquier momento.
También en nuestra casa, en cada celebración, con cada compra de un nuevo mueble, con cada niño que naciera en el barrio, había el sentimiento de que cada acontecimiento era una palabra más, una frase más, en el diálogo intensamente mantenido con el allí. Que cada presencia era el eco de una ausencia, que la vida, la más simple rutina cotidiana, las oscilaciones más triviales sobre «¿Debería permitir que el niño vaya a la excursión de la escuela?» o «¿Vale la pena renovar el apartamento?», de alguna manera eran el eco de lo que había ocurrido allí: de las cosas que habían conseguido sobrevivir al allí y de las que no; y las lecciones de la vida, el agudo conocimiento que se había grabado en nuestra memoria.
Esto era aún más significativo cuando había grandes decisiones en juego. ¿Qué profesión elegir? ¿Votar a la derecha o a la izquierda? ¿Casarnos o quedarnos solteros? ¿Tener más hijos o con uno basta? ¿Tenemos derecho a traer a un hijo a este mundo? Todas esas decisiones y esos actos, pequeños o grandes, constituían un esfuerzo enorme, prácticamente sobrehumano, en el intento de tejer la fina tela de la cotidianidad por encima de los horrores subyacentes. Un esfuerzo para convencernos de que, a pesar de lo que sabemos, a pesar de lo que llevamos grabado en nuestros cuerpos y en nuestras almas, somos capaces de seguir viviendo, de seguir optando por la vida y por la existencia humana.
Porque para la gente como yo, nacida en Israel en los años posteriores al Holocausto, el sentimiento primordial —sobre el que no podíamos hablar en absoluto y para el que entonces tal vez no tuviéramos palabras— era que para nosotros, los judíos, la muerte era el interlocutor inmediato. Que la vida, a pesar de estar llena de las energías, de las esperanzas y del potencial de fructificar de un joven país recientemente revivido, seguía entrañando un enorme y constante esfuerzo para escapar del temor a la muerte.
Alguien podría decir, con toda la razón del mundo, que de hecho es esta la condición humana básica. En efecto, así es, pero para nosotros había hechos cotidianos y apremiantes que nos lo recordaban, heridas abiertas y cicatrices recientes, y representantes vivos y tangibles, con sus cuerpos y sus almas aplastados.
En el Israel de los años cincuenta y sesenta, y no solamente en épocas de desesperación extrema, sino precisamente cuando la gran conmoción de la «creación de la nación» se desvanecía, cuando nos sentíamos un poco cansados, solo un instante, de ser un milagro de renovación y de renacimiento, en los momentos del crepúsculo del alma, tanto personal como nacional, inmediatamente podíamos sentir, de la forma más íntima, el cerco de hielo que súbitamente rodeaba nuestros corazones y nos decía, tranquila pero firmemente: Qué rápido se marchita la vida. Cuán frágil es todo. El cuerpo, la familia. La muerte es verdadera, todo lo demás es ilusión.
Desde el momento en que supe que sería escritor, también supe que escribiría sobre el Holocausto. Creo que fui consciente de ambas convicciones al mismo tiempo. Quizá también porque, desde muy joven, tuve la sensación de que la mayoría de los libros que había leído sobre el Holocausto no me habían dado respuesta a algunas preguntas muy simples, pero básicas. Tenía que hacerme estas preguntas y responderlas con mis propias palabras.
Al hacerme mayor, cada vez me daba más cuenta de que no podría comprender verdaderamente mi vida en Israel, como hombre, como padre, como escritor, como israelí y como judío, hasta que escribiera sobre la vida que no viví allí, en el Holocausto. Y sobre lo que me habría ocurrido si hubiera estado allí, como víctima y como uno de los asesinos.
Quería conocer ambas cosas. Una no era suficiente.
Es decir: si hubiera sido un judío bajo el régimen nazi, un judío en un campo de concentración o en un campo de exterminio, ¿qué podría haber hecho para salvar algo de mí mismo, de mi identidad, en una realidad en la que las personas no solo eran despojadas de su ropa, sino también de sus nombres, para convertirse —ante los demás— en números tatuados en un brazo? Una realidad en la que les arrebataban su vida anterior: familia, amigos, profesión, amores y talentos. Una realidad en la que millones de personas eran relegadas, por otros seres humanos, a la más baja condición posible de la existencia: a ser solo carne y sangre destinadas a la destrucción con la máxima eficacia.
¿Qué había dentro de mí que yo pudiera esgrimir ante este intento de anulación? ¿Qué podría conservar en mí la chispa humana, en una realidad absolutamente dirigida a extinguirla?
Uno puede responder a esta pregunta solo sobre sí mismo, en privado. Pero tal vez yo pueda sugerir un posible camino hacia la respuesta. En la tradición judía existe una leyenda, o una creencia, según la cual cada uno de nosotros tiene en su cuerpo un huesito llamado «luz»8 que está situado en el extremo superior de la columna vertebral y que contiene la esencia de nuestra alma. Este hueso no puede ser destruido. Aunque el cuerpo sea destrozado, aplastado o quemado, el hueso «luz» no perecerá. Almacena la chispa de singularidad de la persona, la esencia de su identidad. Según la creencia, este hueso será la fuente de la resurrección del hombre.
Los que quieran encontrar su propia respuesta a la cuestión, al volver a casa pueden reunir sus pensamientos y preguntarse: ¿qué es lo que dentro de mí es la verdadera raíz de mi alma? ¿Cuál es la cualidad, la esencia, la chispa final que permanecerá en mí cuando todo lo demás se haya extinguido? ¿Qué es lo que tiene un poder tan grande y concentrado para que yo pueda volver a crearme a partir de ello, en una especie extremadamente privada de big bang?
De vez en cuando, pregunto a personas próximas a mí qué creen que es su «luz», y sus respuestas son muy variadas. Algunos escritores y artistas en general me han dicho que es la creatividad, la pasión de crear y el impulso de producir. La gente religiosa, los creyentes, normalmente dicen que es la chispa divina que sienten en su interior. Un amigo me respondió después de pensarlo un buen rato: ser padre, la paternidad. Una amiga me dijo inmediatamente que su «luz» era su añoranza de las cosas y personas que echaba de menos. Una mujer que tenía aproximadamente noventa años cuando se lo pregunté, me habló del amor de su vida, un hombre que se había suicidado hacía más de sesenta años: él era su «luz».
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La segunda pregunta que me hice cuando escribía Véase: amor está íntimamente relacionada con la primera, y en cierta manera incluso se deriva de ella. Me pregunté cómo una persona normal y corriente —como eran la mayoría de los nazis y de sus partidarios— puede llegar a formar parte de un aparato de asesinatos en masa. En otras palabras, ¿qué es lo que debo relegar en mí, apagar o reprimir para poder colaborar con un mecanismo de asesinato? ¿Qué debo matar dentro de mí para ser capaz de matar a otra persona, o a un pueblo, para desear la destrucción de todo un pueblo o aceptarla sin decir nada?
Tal vez debería presentar la cuestión de una forma más mordaz: ¿acaso estoy colaborando, consciente o inconscientemente, activa o pasivamente, a través de la indiferencia o aceptando en silencio, en algún proceso destinado a causar estragos en otro ser humano o en otro grupo de personas?
«La muerte de un hombre es una tragedia —dijo Stalin—, pero la muerte de millones es solo una estadística.» ¿Cómo se convierten las tragedias en estadísticas para nosotros? Evidentemente, no estoy diciendo que todos seamos unos asesinos. Por supuesto que no. Sin embargo, parece que la mayoría de nosotros somos capaces de vivir absolutamente indiferentes al sufrimiento de naciones enteras, cercanas y lejanas, y a la aflicción de cientos de millones de seres humanos que viven en la pobreza, hambrientos y enfermos, que son débiles, tanto en nuestros propios países como en otras partes del mundo. Somos capaces de desarrollar apatía y alienación hacia el sufrimiento de los extranjeros que vienen a trabajar para nosotros, hacia la miseria de un pueblo sojuzgado —por nosotros, por otros— y hacia la angustia de miles de millones de personas que viven bajo cualquier forma de dictadura o de esclavitud.
Con asombrosa facilidad creamos los mecanismos necesarios para distanciarnos del sufrimiento ajeno. Intelectual y emocionalmente conseguimos desprendernos de la relación causal entre, por ejemplo, nuestra opulencia económica —la de los países occidentales, saciados y prósperos— y la pobreza de los otros. Entre nuestros lujos y las vergonzosas condiciones de trabajo de otros. Entre nuestra calidad de vida climatizada y motorizada y los desastres ecológicos que provoca.
Los «otros» viven en unas condiciones tan horrorosas que ni siquiera son capaces de hacerse las preguntas que yo me planteo aquí. Después de todo, no solo un genocidio puede erradicar el «luz» de una persona; el hambre, la pobreza, las enfermedades y el estatus de refugiado pueden vejar y matar lentamente el alma de un individuo y, a veces, la de todo un pueblo.
No lejos de nosotros pasan muchas cosas terribles de las que no estamos dispuestos a responsabilizarnos, ya sea a través de una participación activa o manifestando empatía. Lo que nos va bien, por lo que respecta a la carga de la responsabilidad personal, es formar parte de una multitud sin rostro ni identidad, aparentemente libre de responsabilidades y absuelta de culpa.
Tal vez solo en el contexto actual de una realidad global, en la que gran parte de nuestra vida discurre en una dimensión de masas, podemos ser tan indiferentes a la destrucción de masas. Se trata de la misma indiferencia que la vasta mayoría del mundo manifiesta repetidamente, ya sea durante el Holocausto armenio o el judío, en Ruanda o en Bosnia, en el Congo, en Darfur y en muchos otros lugares.
Así pues, quizá la gran pregunta que la gente que vive en esta época deba plantearse implacablemente sea: ¿en qué estado, en qué momento, me convierto en parte de una multitud sin rostro, en parte de «la masa»?
Hay distintas formas de describir el proceso a través del cual el individuo es engullido por la multitud o acepta ceder partes de sí mismo al control de la masa. Puesto que quienes estamos aquí somos personas del mundo de la literatura y del lenguaje, elegiré la más cercana a nuestros intereses y forma de vida: me convierto en parte de las «masas» cuando renuncio al derecho de pensar y formular mis propias palabras, en mi lengua, y acepto, automáticamente y sin críticas, las formulaciones y el lenguaje dictados por otros.
Me convierto en «la masa» cuando dejo de formular mis propias decisiones y las concesiones morales que hago. Cuando dejo de formularlas una y otra vez, con palabras nuevas y frescas, con palabras que todavía no se han erosionado en mí, que no se han congelado en mí, de las que no puedo desentenderme ni defenderme, y que me obligan a afrontar y a pagar el precio de las decisiones que he tomado.
Las masas, como sabemos, no pueden existir sin un lenguaje de masas; un idioma capaz de consolidar a la multitud e incitarla a actuar de cierta manera, formulando justificaciones de sus actos y simplificando las contradicciones morales y emocionales que puedan encontrar. En otras palabras, el lenguaje de masas es un idioma destinado a liberar al individuo de ser responsable de sus actos, a disociar temporalmente su juicio, privado e individual, de su sana lógica y del sentido natural de la justicia.
Para ilustrar el encuentro entre un individuo —un ser notablemente excepcional, con un lenguaje exclusivamente personal— y el «lenguaje de masas», o entre la tragedia y las estadísticas, me serviré del caso del escritor judío polaco Bruno Schulz. Me refiero a la historia de su asesinato durante la Segunda Guerra Mundial en el gueto de su ciudad, Drohobycz. Se trata de un episodio muy conocido, probablemente inexacto y que tal vez sea solo una leyenda, una anécdota ficticia surgida durante los años en los que el «mito Bruno Schulz» estaba siendo creado por sus admiradores en todo el mundo.
Pero, aunque sea una anécdota ficticia, ocupa un lugar profundo y real. «Las anécdotas son esencialmente fieles a la verdad —escribió Ernesto Sábato— precisamente porque son ficticias, inventadas hasta el más pequeño detalle, hasta que se corresponden exactamente con cierta persona.» Incluso si este relato particular de la muerte de Bruno Schulz no es cierto, lo que evoca es esencialmente fiel a la verdad, desde luego es fiel a la verdad irónica y trágica de Schulz, y al horror del encuentro entre el «individuo» y la «masa». Lo contaré tal como lo escuché por primera vez.
Durante la guerra, en el gueto de Drohobycz, había un oficial de las SS que explotaba a Schulz y que incluso le obligó a pintar unos murales en su casa. Un adversario de este oficial, un comandante nazi que estaba peleado con él por una deuda de juego, un día se encontró con Bruno Schulz por la calle. Desenfundó la pistola y mató a Schulz de un disparo para causar daño a su protector. Dicen que después se fue a ver a su rival y le dijo: «He matado a tu judío». A lo que el oficial replicó: «Muy bien. Ahora yo mataré al tuyo».
Conocí esta historia poco después de haber terminado de leer por primera vez unos relatos de Bruno Schulz. Recuerdo que cerré el libro, salí de casa y me puse a dar vueltas durante horas, como si estuviera metido en un banco de niebla. Mi estado de ánimo era tal que, sencillamente, no tenía ganas de vivir. No deseaba vivir en un mundo donde estas cosas eran posibles. Y esta gente. Y esta forma de pensar. Un mundo en el que fuera posible un lenguaje que permitiera expresar monstruosidades tales como aquella frase.
«He matado a tu judío.» «Muy bien. Ahora yo mataré al tuyo.»
Escribí Véase: amor, entre otras cosas, para recuperar mis ganas de vivir y mi amor por la vida. Tal vez también para curarme del insulto que sentí en nombre de Bruno Schulz; el insulto por la forma en que su asesinato había sido descrito y «explicado». La descripción inhumana y cruda, como si los seres humanos fueran intercambiables. Como si solo fueran una pieza de un sistema mecánico, o un accesorio, reemplazables por otros. Como si solo fueran estadísticas.
Porque, con Bruno Schulz, cada astilla de realidad está llena de personalidad; cada nube que pasa, cada mueble, cada maniquí de sastre, cada cuenco de fruta, cada cachorro o rayo de luz... cada entidad, hasta la más insignificante, tiene su propia personalidad y esencia. Y en cada página y en cada párrafo de sus escritos, la vida está repleta de contenido y de significado. Se convierte en algo digno de tal nombre, un esfuerzo colosal que se da simultáneamente en todos los niveles de consciencia y de inconsciencia, de ilusión, de sueño y de pesadilla, y en todos sus matices, en todos los recipientes del lenguaje, la sensación y la emoción. Cada línea de Schulz es un desafío a lo que él llamaba «el muro fortificado que se cierne sobre los significados», y una protesta contra el terror de la insipidez, la banalidad, la rutina, la estupidez, el estereotipo, la tiranía de lo simplista, las masas.
Cuando uno lee a Bruno Schulz, dispuesto a exponerse a la visión integral del mundo impresa en cada una de sus páginas, puede de repente sentir cada fenómeno fluyendo de vuelta a sus raíces, a su significado inicial, a su pulso de vida más auténtico y osado. A su hueso «luz» —y al nuestro— al leerle. Y entonces queremos más. Sabemos que podemos querer más. Que la vida es más de lo que muere con nuestro ser efímero.
Cuando terminé de leer el libro de Bruno Schulz, me di cuenta de que, con su obra, me estaba ofreciendo una de las claves para escribir sobre el Holocausto. Para escribir no solo acerca de la muerte y la destrucción, sino acerca de la vida, acerca de lo que los nazis destruyeron de una manera tan rutinaria, industrial, masificada.
Recuerdo también que, con la arrogancia de un joven escritor, me dije que quería escribir un libro que temblara en el estante. Que la vitalidad que contuviera fuera equivalente a un parpadeo en la vida de una persona. No la «vida» entre comillas, la vida que solo es un momento que languidece en el tiempo, sino el tipo de vida que Schulz nos ofrece en sus escritos. La vida de los vivientes. Una vida en la que no solo nos abstenemos de matar al otro, sino en la que le proporcionamos una nueva vida, revitalizando un momento pasado, una imagen vista mil veces, una palabra pronunciada mil veces.
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Puede que el mundo en el que vivimos no sea tan abierta e inequívocamente cruel como lo fue el creado por los nazis, pero hay ciertos mecanismos activos cuyos principios subyacentes son similares. Unos mecanismos que desdibujan la singularidad humana y eluden la responsabilidad por el destino de otros. Un mundo en el que las fuerzas fanáticas y fundamentalistas parecen ir en aumento de día en día, mientras otras van perdiendo poco a poco cualquier esperanza de cambio.
Los valores y horizontes de este mundo, la atmósfera que prevalece en él y el lenguaje que lo domina, los dictan en gran medida los denominados «medios de comunicación de masas». Este término fue acuñado en los años treinta, cuando los sociólogos empezaron a referirse a la «sociedad de masas». Pero ¿somos conscientes de la importancia que hoy en día tiene el término y del proceso por el que ha pasado? ¿Tenemos en cuenta el hecho de que, en gran medida, actualmente los «medios de comunicación de masas» no son solo medios diseñados para las masas, sino que en muchos aspectos también convierten a sus usuarios en masa?
Lo hacen con la beligerancia y el cinismo que emanan de todas sus manifestaciones; con su lenguaje vulgar y superficial; con la supersimplificación y la autocomplacencia con las que tratan complejos problemas políticos y morales; con el kitsch con el que impregnan todo lo que tocan: el kitsch de la guerra y la muerte, el kitsch del amor, el kitsch de la intimidad.
Un vistazo rápido revelaría que, de hecho, este tipo de medios de comunicación se centran más en determinadas personas que en las masas. Más en el individuo que en la colectividad. Pero se trata de una ilusión peligrosa: aunque los medios de comunicación realcen al individuo, e incluso le santifiquen y parezcan conducirle cada vez más hacia sí mismo, en realidad le dirigen solamente hacia sí mismo, hacia sus propias necesidades, sus intereses claros y estrechos. En una infinita variedad de formas, tanto manifiestas como ocultas, le liberan de lo que él ya está dispuesto a quitarse de encima: la responsabilidad por las consecuencias de sus actos con respecto a los demás. Y en el momento en que anestesian el sentido de la responsabilidad que hay en él, también apagan su conciencia política, social y moral, moldeándole y convirtiéndole en una materia prima convenientemente sumisa para sus propias manipulaciones y las de otras partes interesadas. En otras palabras, lo convierten en parte de la masa.
Estos medios —escritos, electrónicos, en línea, a menudo gratuitos, de fácil acceso y gran influencia— tienen una necesidad existencial de mantener vivo el interés del público y de estimular constantemente la avidez de sus deseos. Así, incluso cuando ostensiblemente traten temas de importancia moral y humana, aun cuando ostensiblemente asuman un papel de responsabilidad social, el dedo con el que señalan los nidos de corrupción, de injusticia y de sufrimiento parece mecánico y automático, sin ningún interés sincero por los problemas que ellos mismos ponen de relieve. Su verdadero propósito —aparte de generar beneficios para el propietario— es azuzar constantemente un estado de «condena pública» o «exoneración pública» de algunos individuos que cambian a la velocidad de la luz. Este intercambio vertiginoso es el mensaje de los medios de comunicación de masas. A veces da la impresión de que para los medios de comunicación lo más importante no es la información, sino simplemente su ritmo de cambio. El pulso neurótico, codicioso, consumista y seductor que genera. El Zeitgeist: el mensaje es el zapeo.
En el mundo que he descrito, la literatura no tiene representantes con influencia en los centros de poder, y me parece difícil creer que la literatura pueda cambiarlo. Pero puede ofrecer diferentes modos de vivir en él. Vivir con un ritmo y una continuidad internos que satisfagan nuestras necesidades emocionales y espirituales mucho mejor de lo que los sistemas externos nos imponen violentamente.
Sé que, cuando leo un buen libro, experimento una aclaración interior: mi sentido de singularidad como persona se vuelve más lúcido. La voz mesurada y precisa que me llega del exterior estimula otras voces en mi interior, algunas de las cuales podían haber estado mudas hasta que esa voz, o este libro en particular, las despertara. Incluso si miles de personas están leyendo el mismo libro que yo, y en el mismo momento que yo, cada uno de nosotros está solo frente a él. Para cada uno de nosotros, el libro es una especie de prueba de fuego absolutamente diferente.
Un buen libro —y no hay muchos porque, evidentemente, la literatura también está sujeta a las seducciones y los obstáculos de los medios de comunicación— individualiza y extrae al lector individual de las masas. Le da una oportunidad de sentir cómo contenidos espirituales, recuerdos y posibilidades existenciales son capaces de emerger de su interior, de lugares desconocidos que son solo suyos. Los frutos distintivos de su personalidad. El resultado de sus sutilezas más íntimas. Y en la cultura de masas de la vida cotidiana, en la contaminación generalizada de nuestras conciencias, es muy difícil que estos contenidos espirituales emerjan de lo más profundo del alma y cobren vida.
A lo sumo, la literatura puede unirnos al destino de otros, distantes y desconocidos. A veces puede crear en nosotros una sensación de asombro por haber conseguido escapar por los pelos del destino de esos desconocidos, o de la tristeza por no estar realmente cerca de ellos. Por no poder extender la mano y tocarles. No quiero decir que este sentimiento nos mueva de inmediato a emprender algún tipo de acción, pero sin él no puede ser posible ningún acto de empatía, de compromiso o de responsabilidad.
A lo sumo, la literatura puede ser amable con nosotros: puede aplacar ligeramente la sensación de sentirse insultado por la deshumanización que nos endilga la vida en las grandes sociedades globalizadas y anónimas. El insulto de describirnos en un lenguaje tosco, en clichés, en generalizaciones y estereotipos. El insulto de convertirnos, como dijo Herbert Marcuse, en «hombres unidimensionales».
La literatura también nos proporciona la sensación de que hay una forma de luchar contra la cruel arbitrariedad que decreta nuestro destino: aunque al final de El proceso, las autoridades ajusticien a Josef K. «como a un perro»; aunque Antígona sea ejecutada; aunque Hans Castorp acabe muriendo en La montaña mágica, nosotros, que les hemos seguido a través de sus dificultades, hemos descubierto la capacidad del individuo para ser humano hasta en las más duras circunstancias. Leer —literatura— restaura nuestra dignidad y nuestro rostro original, humano, el que existía antes de verse empañado y difuminado entre las masas. Antes de que fuésemos expropiados, nacionalizados y vendidos al por mayor al peor postor.
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Cuando terminé de escribir Véase: amor, me di cuenta de que lo había hecho para decir que quien destruye a un hombre, a cualquier hombre, en último término está destruyendo una creación que es única e ilimitada, que jamás podrá ser reconstruida, y que nunca podrá haber otra como ella.
Durante los últimos cuatro años he estado trabajando en una novela que desea decir lo mismo, pero desde un lugar distinto y en el contexto de otra realidad. La protagonista de mi historia, una mujer israelí de unos cincuenta años, es la madre de un joven soldado que va a la guerra. Ella teme por su vida, siente que la catástrofe acecha e intenta luchar con todas sus fuerzas contra el destino que le espera a su hijo. Esta mujer lleva a cabo una larga y ardua marcha, atravesando más de la mitad del país y hablando de su hijo. Es su forma de protegerle. Es lo único que puede hacer en esos momentos, conseguir que la existencia del joven sea más real y sólida: contar la historia de su vida.
En el pequeño cuaderno que lleva consigo en el camino, escribe: «Miles de momentos, de horas y días, miles de acciones, un sinfín de actos, de intentos, de errores, de palabras y pensamientos, todo ello para formar a una persona en el mundo».
Y luego añade otra línea: «Una persona que es tan fácil de destruir».
Queridos amigos:
Esta noche, en la inauguración del Festival Internacional de Literatura de Berlín, nos está permitido recordarnos, incluso con algo de orgullo, que el atractivo secreto y la grandeza de la literatura, sobre lo que reflexionaremos durante estos días, el secreto que nos sigue impulsando a ella una y otra vez con el entusiasmo y el anhelo de encontrar refugio y sentido, el secreto es que la literatura puede redimir para nosotros repetidamente la tragedia de un solo individuo entre las estadísticas de millones. Del individuo sobre el que se escribe la historia, y del individuo que la lee.
«Individual Language and Mass Language»
Festival Internacional de Literatura de Berlín,
4 de septiembre de 2007