ESCOMBROS Y RECONSTRUCCIÓN

There were rooms of forgiveness
In the house that we share
But the space has been emptied
Of whatever was there.

To search for perfection is all very well
But to look for heaven is to live here in hell
After today, consider me gone.

Sting, Consider me Gone

Dicen que el próximo será un verano infernal, que la temperatura alcanzará la sensación térmica más alta de hace no sé cuántas décadas, que algunas especies animales no habituados a condiciones extremas podrían morir. Que el planeta no va a resistir los cambios climáticos. No estaré para comprobarlo, eso también dicen.

Me gustan las frases con Dicen, ¿no te pasa? Enseguida me pongo alerta: ¿Dicen quiénes? Sujeto tácito cargado de anonimato. Ya eso solo da pie a una novela: Dicen (ellos, ellas, misterio). Luego viene el rumor, la sospecha, el suspenso. Intercalar un Dicen en una oración es como meter una lagartija entre las sábanas. Tiene un efecto eléctrico.

Dicen que va a llover esta noche. Dicen que Leila tuvo algo con Martín.

Dicen que habrá tormenta por la madrugada. Dicen que Martín era un vecino, para mal de males el marido de su amiga y padre de una nena a la que Leila quería como a una sobrina. También Dicen que no pudo ser nada serio. Pero Dicen que tal vez sí.

Lo apasionante de Dicen son sus carencias: en esas dos simples sílabas no caben las dimensiones de tiempo y espacio ni la identidad. Dicen por ahí, en un presente perpetuo, lo Dicen todos. Se presenta movido por una turba poderosa, un ciempiés capaz de atropellar. Por eso está envuelto en un aire profético. Son precisamente su desaparición y esa muchedumbre agazapada las que atraen, las que incitan a investigar: ¿quiénes?

Ahí está el germen de toda ficción para mí.

Quisiera contarte mi lado de los hechos ahora: serán las venecitas faltantes en el mural que hayas ido componiendo. Esos huecos que quedan sin color, color cemento rugoso, entre las opiniones de unos y las de otros. Orificios que no pudiste rellenar porque eras chica para entender ni te pudieron completar los demás por la razón que sea.

Así me voy sabiendo que vamos a adorarnos en paz, sin sombras que pongan en duda la sinceridad de nuestra relación. Tendrás motivos para enojarte, criticarme, seguro, muchísimos, pero por debajo de todo eso, en la base, te tranquilizará la certeza de que a vos no te escondí nada. Ni a vos ni a tu papá.

Nuestras cuentas quedarán blanqueadas.

(A propósito, no te olvides de hacerte blanqueamiento de dientes cada tanto. Sos un poco descuidada y en el ámbito donde te movés, sobre el escenario o dando entrevistas, es importante que cuides ese tipo de detalles, ¿me oís? No pienses sí, sí, mamá, y después te presentás en la tele con los dientes color zanahoria. Color carota, diría la abuela. Me hace juego con el pelo, vas a contestar, muy graciosa).

(Desde este borde del precipicio, aprovecho para decirte algo novedoso. Me asomo al pasado y compruebo que no todo en Granny es tan negativo como mucho tiempo consideré, al contrario. Fue alguien que me brindó lo que pudo. Y no lo hizo mal. Lo hizo a su modo, que es uno de todos los posibles. Es uno auténtico. Lo mismo vas a pensar vos de mí. Espero).

Hola, soy Charo. Charo Almeida.

Gracias por estar hoy acá. Que me acompañen en este estreno es un honor y sé que entre el público se encuentran algunas de las personas más importantes de mi vida.

Quienes han visto otras obras mías sabrán que no suelo hacer este tipo de apariciones, nunca antepongo o mezclo mi persona con los personajes. Pero esta vez es distinto. Si leyeron la descripción, sabrán qué tiene de inusual dentro de mi repertorio. Es la primera vez que voy a interpretar un tema real profundamente íntimo.

Esta obra está basada en los diarios que me dejó mi mamá antes de morir hace seis años. Diarios que me marcaron. Hubo momentos en que celebré el hecho de que me los hubiera dejado a mí y la oportunidad que me estaba dando de descubrirla desde otro lugar. Lo agradecí incluso después de haberme sensibilizado hasta extremos pocos recomendables, con raptos de llanto, risa arrancada al llanto, depresión severa luego de la risa, ataques de risa o de llanto en lugares o situaciones inapropiados. En ciertos tramos no fue nada placentero seguirle los pasos mientras se internaba en dilemas tan delicados de mi, su, nuestra vida, y me forzaba a seguirla. Me arrastraba a pesar de mí, con ella además ausente, sin posibilidad de repreguntarle, cuestionarla. Puro silencio allá y un vacío tan pleno acá. Se pareció a querer hablar con alguien de papel. No se imaginan la impotencia. Lloré, hubo días en que lloré un montón, de rabia, de añoranza, de arrepentimiento por no haber aprovechado esto o lo otro con ella, por no haber podido ser grande cuando era chica, así habría tenido la oportunidad de compartir con ella de una forma distinta, más pareja, desde su altura y no desde la mía, acceder a esa pequeña región del igual a igual, como adulta, que es lo que posiblemente hubiera pasado si ella no hubiera... Ser la amiga y hasta la madre de una madre, quién no lo considera, quién no se siente incompleta por no haber tenido la suerte de ocupar ese rol una vez.

El problema es que heme aquí pinchando un suculentísimo hubiera inflado de agua o de pus o de lo que sea que llena esa gangrena llamada irrealidad. Hay herencias de las que uno no se desprende por más que reniegue y reniegue de ellas. Esa ambición de imposible es un rasgo principal de esta historia.

Como sabés, tu padre y yo nos conocimos accidentalmente en un congreso de psicoanalistas en el que Fernando entrevistaba a una colega británica y yo hacía la traducción simultánea encerrada dentro de una cabina. Seguramente sabés la historia casi de memoria pero el hecho de que esté escrita te permite revisarla todas las veces que quieras, sin sentir que los detalles se desintegran o se evaporan.

Después él me confesó que nunca había asistido a una traducción tan original. Fue elegante cuando dijo “original” y no “loca” pero me pareció que se contenía para no reírse. En nuestro anecdotario íntimo pasó a figurar que yo había dicho, supongamos, no sé, algo así como apegamiento en lugar de apego y perversivo en lugar de perverso, paranoiquismo donde debía haber mencionado paranoia, balanceada cuando quise decir mareada o confundida, entre otras. Es posible, porque vos y todos saben que yo hablo así, distorsionado (escribo bien pero oralmente invento vocabulario; es un problema que jamás pude resolver y que, encima, te pegué a vos). Igual creo que, como toda leyenda personal, la fuimos agrandando. Por supuesto la médica inglesa no se enteró y suponemos que los oyentes tampoco, ya que toda la sala aplaudió y nadie levantó la mano para cuestionar o decir no entiendo (a Fernando le causó gracia pensar que la gente anotó obediente esas raras palabras mías en sus libretas).

A la salida, me alcanzó y me tocó el hombro, sentí terror cuando giré y lo identifiqué como el conferencista, porque nunca nadie se acercaba en esos casos salvo que fuera para pagarme o retarme por los errores y ya me habían pagado con un cheque, así que solo restaba una opción. Lo percibí grande en todo sentido —altura, edad, porte, profesión, títulos, conocimientos, seguridad sobre un escenario, carisma, humor, un espectacular sentido del humor inteligente—, no hace falta que te describa a tu padre, para vos es tan “enorme” como para mí, pero sí quiero que sepas cómo lo vi siempre yo: inmenso. Estaba convencida de que me iba a recriminar tantas palabras equivocadas que me iba a dejar llorando. Sin embargo, él se mostró agradecido —divertido dijo dos veces— con mi performance. Quiso una tarjeta mía. Comentó que le impresionaba la función del intérprete, le intrigaba cómo hacía una mente para pensar en dos idiomas a esa velocidad. Con mi torpeza habitual le respondí lo primero que se me cruzó por la cabeza: “Igual que ustedes, dije, que pueden pensar en simultáneo como personas y como psicólogos”. Sus ojos se desparramaron hacia atrás para dar lugar a una sonrisa ojival. Ojos no fácilmente conformables. Toda su cara era maciza, como si adentro le cupiera un universo entero (después comprobé que sí). Intenté corregirme, expliqué algo todavía más torpe como: “Quiero decir que ustedes, los psicólogos, también manejan dos idiomas, el que usamos a diario las personas para comunicarnos y el que pasa por nuestra cabeza o nuestro cuerpo sin que nos enteremos. Ustedes traducen también, ¿no?”.

No sé qué me respondió pero, según me aseguró cuando ya teníamos confianza, eso último definió que me invitara a salir.

Lo que más le apasionaba en la vida a mamá era leer y escribir, esa es la herencia que me dejó. La contrapasión o el calvario dentro de ella fue no poder publicar más que unos cuentos dispersos en revistas culturales. Lo extraño es que tenía planes de publicar, escribía con esa intención, pero una vez que terminaba las historias no se animaba a llevarlas a un editor ni defenderlas. Las dejaba asfixiarse en cajas de cartón amontonadas unas con otras, adentro de algún armario o baulera. No eliminaba los archivos de la computadora. Han salido de todas partes como cucarachas al prender la luz desde que ella murió y nos propusimos revisar.

Las veces que le pregunté, la noté reacia y respondió cosas elusivas como: “Me lo impidió esta autoestima líquida como un yogur bebible. Por eso vos debés comer esos yogures firmes con extra calcio o hierro. Crecé fuerte y metele para adelante”.

A lo largo de sus diarios presentí que quería ser publicada por lo menos una vez, aunque fuera después de su muerte. Mejor precisamente después de su muerte, porque así no sufriría la parte del embudo en la que quedaba atascada: sentirse expuesta. Pasar por los rechazos de las editoriales, los comentarios malignos de algunos lectores, el fracaso o las malas críticas. Ida ya, sin tener que enfrentar ese tipo de consecuencias, se animaría. Y en particular si lo ejecutaba yo. Leila tenía claro que yo iba a poder, porque ya había iniciado mi propia carrera, y porque sé cuánto significa en su caso alcanzar la marquesina de autora, rodeada, iluminada con bombitas de fiesta. O sentir pleno derecho de anotar, en el casillero en que te piden ocupación, escritora. Después de dudarlo unos segundos, se resignaba y escribía “traductora”, algo que en el fondo debía ver como un ordenanza o valet de las letras. Para ella todo eso era definitivamente más valioso que para mí (yo, además, jamás anotaría “ocupación: dramaturga” porque genera más preguntas que reverencias, muchos no entienden bien qué es, así que pongo actriz).

Leila sabía que a través de mí su camino era posible. Por eso me dejó los diarios. No daba puntada sin hilo, es cierto. Como su madre. Y no es en absoluto una crítica, me resulta un rasgo bastante admirable.

Siempre sospeché que en mi cabeza los conductos deben seguir la forma de un laberinto. La información más básica se desvía, se estanca, desparece o se distorsiona. No te preocupes, he sido feliz así. Muy. Hubiera odiado con toda mi alma tener una mente con cañerías rectas y desagües perfectos. Yo necesito que la canica se pierda y vaya a los tumbos adentro de mí. Como en un flipper. Rebota contra las paredes de la máquina, va y viene enardecida, hace recorridos impensables: el resultado es una lógica diferente, intuitiva y una vida menos previsible. Vaya que sí, lo vas a verificar enseguida.

Tiendo a pensar que en mí todo resultó un poco casi, seudo, in medias res, en medio de, a punto de, camino a, desde, hacia, un inicio. Soy la calle interrumpida. Solo alcancé a convertirme en escritera, según me llamaste vos una vez de chiquita, por error, y yo me quedé ahí dando vueltas, pensé qué acertado, alguien que por la modificación de una letra no consigue ser lo que anhela. Alguien que escribe y escribe pero no es publicado. Un tormento, es cierto, y no sé cuánto pero creo que en buena parte eso pudo ser la razón de mi enfermedad: el fracaso.

O soy la literatura misma, que nunca acabará de escribirse.

O soy la literatura. Que da vueltas sobre sí misma.

Fernando, con su sentido del orden, su inteligencia horizontal, su gran predisposición para guiarme a través de mis conductos torcidos, su paciencia, su amor majestuoso, fue indispensable para mí. Le debo quizás demasiado a sus iris detectivescos, al modo en que la sonrisa le asoma por los ojos de solo mirarme, a la risa contagiosa cuando se me escapa una barbaridad, a ese resto de perfume del día en su cuello, donde la piel se fue poniendo blanda, donde la barba se fue volviendo blanca, donde las arrugas trenzaron nuestra historia, como si su cuello fuera el tronco de un árbol. Ese es mi lugar.

Fernando es el punto de cierre en mi frase larga, tan necesario para poder respirar.

A pesar de los períodos de gruesas nevadas como tiene cualquier pareja, entre él y yo el idilio creció intacto. Quizás tendríamos que inventar otra estación del año para ilustrar lo que sentimos sin sonar azucarados, algo que detesto. Los dos detestamos. Incluso desprecio la palabra amor o expresiones como te amo. Pero la verdad es que “el amor” (o como sea que se llame ese pacto cuando es sincero) entre él y yo se parece a un día formado por una mañana de verano, con un mediodía de primavera, seguido por una tarde de otoño, sellado en una noche de invierno enroscados en un único cuerpo. Todo consecutivo en un solo escenario. El nuestro es un día bordado a mano.

Algunos Dicen que la maldición llegó cuando, por mis dispersiones, por mi ser eternamente insatisfecho, tiré de una punta apenas suelta en ese cuadro bordado y la arrastré hasta medio desdibujarlo. Confío en que no fue para tanto.

Entendí que más allá de un testimonio y una confesión, mamá me dejaba un encargo. Me había pedido que rescatara y luego destruyera fotos, esperaba que entendiera cosas incongruentes que le habían pasado, sobre todo que pudiera perdonarla por decisiones que tomó o errores que cometió. Listó consejos para mí de toda índole: desde cuidados cutáneos a personajes literarios que debo llevar a escena.

Había algo que no enunciaba, un silencio pespunteado a lo largo de los diarios, que sin embargo intuí y empecé a rastrear. Olfateaba como los perros policiales que persiguen droga. Veía cómo se iba definiendo un pedido oculto, cada vez más perceptible.

En una nota final, de escritura ya menos legible, cansada, se disculpa por no haber podido darle un cierre más prolijo a la despedida. Dejo mi historia inconclusa, Charo, porque no puedo más. Quizás se te ocurre a vos qué hacer con todo esto, yo tengo la sensación de que pudo haber sido mi novela si me hubiera animado. Vos fijate.

Eso último me confundió: Vos fijate. Que pudo haber querido ser: ¡Pero vos fijate, qué pena! En plan lamento. O muy distinto: Vos fijate (a ver qué podés hacer).

Fue entonces que, después de dejar decantar mis emociones, puse su historia en orden y la llevé a un editor, con todas las consecuencias familiares que eso suponía. Hace un año se publicó como novela y hoy en mi cuerpo la traigo para ustedes.

Lo único que queda por aclarar es qué pasó entre Martín Vilendi y yo, cómo ocurrió que semejante tontera terminó en disparate.

Fue un período de desarreglo severo para mí. Me deprimí. Coincidió con las crisis de haber pasado los cuarenta, de acusar algunos signos de vejez, las primeras canas y arrugas más inocultables, el hecho de que la flacura ya no se queda igual de angosta, el cuerpo se te va poniendo como las colchonetas de agua a medio desinflar; esos signos que sigilosos como hormigas se van cargando ínfimos trocitos de lo que fuiste. Los cuarenta son una bisagra, lo fueron para mí. En ese contexto apareció la idea de tener otro hijo. Un poco por la conciencia de que se acaban las posibilidades físicas. Y porque un bebé, cuando empezás a sentir la cuenta regresiva de la edad, se te aparece como un voucher para un viaje de rejuvenecimiento. No entiendas que trato con liviandad la idea de un hijo, pero ya sabés que uso esas comparaciones cuando toco algún tema profundo. Detesto decir las cosas como son, literales, sobre todo la sensiblería, así que de mí no esperes nada similar.

Después de la pérdida de su bebé, Gloria se había vuelto alguien irreconocible. Y lo creas o no, me sentí culpable. Por haberla envidiado tanto. Como si mis celos, sin querer, hubieran perjudicado ese nacimiento. Martín y Gloria se llevaban fatal: cuando ella volvía de Europa, el griterío era un aquelarre. A vos no tengo que recordarte, lo vivías a diario. Ella venía cultivando teorías sin fundamento sobre la relación entre Martín y yo. Cuanto más intentaba reparar las dos relaciones, con él y conmigo, más nos agredía. Perder el embarazo la desquició por el dolor pero también porque era el último lazo posible para retener al marido. En paralelo, él me contaba sus conflictos con Gloria y me hablaba todo el tiempo de querer separarse. Si no lo hacía, era por Vicky, como tantos matrimonios. Hacia uno y otro lado, yo insistía en ayudarlos a salvar la situación, pero debo admitir que, cuanto más violenta se ponía Gloria, más nos blindábamos Martín y yo contra sus necedades. Mientras tanto, todo este vodevil de cuarta me resultaba súper funcional, de nuevo, para no avanzar con la escritura y reconfirmarme como una fracasada.

Martín —no lo supe hasta un tiempo después, muy de casualidad— había tomado la costumbre de desaparecer de la casa cuando Gloria estaba en Buenos Aires (ese verano, durante el embarazo, ella no pudo viajar porque ponía en riesgo al bebé y en ese período fue cuando Martín se declaró muy demandado por “el trabajo”). Buscaba todas las excusas para no cruzársela y empezó a ausentarse de una forma evidente. Ella estaba convencida de que, en esos espacios inciertos, su marido se rajaba conmigo. Pero no. No todo el tiempo. Eso lo supe no por ella ni por él, lo escuché en la barahúnda que chorreaba desde la ventana de su baño al mío.

Martín intentó algunas veces muy pero muy sutilmente sugerirme, deslizar, digamos, avanzar un poco más allá de lo que viene en el sobre de la amistad. Parecido a querer intercalarme un par de galletas Amor en el paquete de las Rumba o las Melliza. No lo puso en palabras, se le notaba cuando estábamos solos y delante de otras personas. Hasta ese momento socialmente había mantenido un perfil discreto, nada protagónico, ubicado, más bien tirando a seco sin dejar de mostrarse como alguien generoso y agradable. Pero llegó un momento en que no pudo disimular la necesidad de ostentar nuestra amistad. Le gustaba, qué sé yo, mandarse la parte de que yo confiara en él como amigo, de que compartiéramos los libros, de lo que había mejorado como lector gracias a mí. Me llamaba maestra, adrede. Mi maestra esto, mi maestra lo otro, maestra, ¿me pasa el chimichurri? Absurdo. Me incomodaba, hacía como que no lo escuchaba y trataba de no mirarlo ni darle lo que me pedía. Mucho menos sonreír. Especialmente frente a los demás: tu padre, su mujer, las otras personas del edificio. No terminaba de darme cuenta a quién quería provocar; sabía que tenía un blanco entre los presentes, un objetivo, pero no llegaba a discernir cuál. O no supe en ese primer momento, ahora que lo repaso, sí, desde ya. No era a Gloria. Muchísimo menos Fernando.

En cierto punto vi que lo había dejado acercarse demasiado, con las ganas que yo sí tenía de darle bronca a tu papá y a Gloria, me había dejado llevar más allá de lo justo. Me atraía esa suerte de seducción juvenil, la complicidad que muchas veces se mezcla con un cierto aflojamiento de lo sensual. Revivir un poco los cimbronazos de la adrenalina. Con tu papá, por ejemplo, el día previo a vernos la primera vez tuve fiebre. Después de muchos años juntos, algo se extraña de esos periodos. Con Martín apareció un tipo de histeria ligera. Eso fue hasta ahí. No más, lo juro. Sin embargo, hubo un momento en que vi sufrir a tu papá —no voy a darte detalles innecesarios— y decidí frenar el juego. Empecé a ver menos a Martín, intenté limitar el fluido de libros, recetas, favores, mensajes.

Un día había llovido o habían estado limpiando el piso del pasillo en las cocheras y me patiné. En la caída solté un libraco de Granny sobre estilos de arquitectura inglesa, tapa dura y lomo grueso, que no sé por qué había ido a parar a la casa de Martín, acababa de devolvérmelo. Cuando me enderecé, después de verificar que rodillas y muñecas estuvieran soldadas a su sitio de origen, vi a Silvina. Me preguntó si estaba bien. Había levantado el libro mientras yo me reincorporaba con bastante vergüenza, me había dado flor de golpe y me sentía medio destartalada. Una vez que estuve en pie, me llamó la atención la manera en que hojeaba el libro, la tapa, las primeras páginas, las repasaba con la punta de los dedos como quien reconoce un tesoro milenario, con un embelesamiento tan inusual en ella. Nunca le había visto esa expresión —no hay otra forma de decirlo sin recurrir al lugar común— libre de la armadura del guerrero que habitualmente le encorsetaba las facciones. Ni bien se dio cuenta, cerró el libro, me lo devolvió apurada, casi excusándose por haberlo abierto. La tranquilicé, le dije está perfecto, miralo.

—Los libros son para eso: para tocar, compartir, ¿si no, qué sentido tendrían?

—Vos leés mucho, ¿no es cierto? —preguntó con timidez.

—Sí, pero este se lo presté a Martín porque es, o fue en otra época, arquitecto.

—Ah, yo también, quiero decir, estoy terminando la carrera de arquitectura, me atrasé unos años. Martín Vilendi estudió en otra universi… —antes de terminar la frase, bajó la cabeza y entendí que se había arrepentido, que estaba diciendo algo que no le convenía decir—. Bueno, me lo comentó una vez en la mesa del jardín, así nomás. Que tiene el título pero no ejerció porque se dedicó a la inmobiliaria.

Nosotras ya habíamos tenido un primer acercamiento la mañana esa en que ella me fue a rescatar de la lluvia porque me había puesto a plantar en plena tormenta. Aquel día lo hacía para torturar a tu papá, obviamente, pero cuando Silvina apareció, por un lado me sentí grotesca y por otro tuve que reconocer que estaba muerta de frío. Su actitud —sobre todo la delicadeza con que me habló y casi me forzó a dejar la pala en la tierra y acompañarla adentro— fue una invitación al desarme, a poder bajar la guardia en un clima donde todo el mundo parecía haberse vuelto tenso, ofensivo y defensivo. Me dejé tentar con un té y hasta le acepté algo de ropa por la simple razón de que estaba empapada y no iba a volver a casa a cambiarme. Una vez que entrara en casa, vos o papá iban a interceptarme y yo iba a tener que dejar a la mujer plantada con su té y su hospitalidad, aunque una parte de mí desconfiaba de ambas cosas. Creo que olí el té antes de tomarlo por miedo a que le hubiera metido algún polvo raro. Estuve un rato corto, hablamos algo, dejé entrever una ínfima porción de lo que me pasaba: me parece que solo mencioné el deseo de otro embarazo y la negativa de tu papá. Le pregunté si ella planeaba tener hijos en el futuro, lo pensó, dijo quizás, no estaba segura. Intuía que para poder ser madre primero había demasiadas cosas que necesitaba madurar de sí misma. Todavía sos joven, le dije, calculo que para esa época tendría alrededor de treinta y pico. Después, excepto por algún encuentro en el jardín, no volvimos a conversar así, una a una.

Meses más tarde nos encontramos en la cochera, con el libraco de Granny. Le ofrecí prestárselo, aunque la abuela venía reclamándomelo firme. No debe haberlo leído nunca, ni ella ni papá, pero la irritaba el hueco en la biblioteca, no toleraba ver el espacio ahí todos los días ni el título anotado en la libreta de prestados como faltante (sí, eso de anotar los préstamos y los gastos también lo copié de ella). Necesitaba poder tacharlo como devuelto, después de qué sé yo cuánto de tenerlo ahí titilando como desaparecido, prófugo, fugitivo, secuestrado.

—No, no, no, de ningún modo —contestó Silvina y sacudió las manos como si le estuviera ofreciendo una pirámide en Egipto.

—Por favor, en serio, llevalo, si en casa está de adorno. Lo mirás, si querés sacás alguna fotocopia que te venga bien, después me lo das. Tranquila, sin apuro.

—¿Segura?

—Pero, mujer, por dios, te lo doy encantada.

Te soy sincera, hubo algo en su forma de nombrar a Martín además de cierta familiaridad con el libro que me llamó la atención. ¿Lo conocía, lo había visto antes? Convengamos que no es la clase de libros que andan circulando por ahí, todo lo contrario, era una edición exclusiva, importado y antiguo… en inglés.

Voy a ser muy breve porque me canso y esto es de verdad difícil.

Para agradecerme, unos días después, Silvina —totalmente fuera de lo esperable en el guión que uno escribiría para ella— me llamó o me mandó un mensaje para proponerme tomar un café en su casa, en el horario que yo prefiriera. Me desconcertó pero también pensé que quizás estaba necesitando ayuda: me invita porque está tocando fondo y le hace falta hablar con alguien. Así como la otra vez le conté sobre mi malestar, quizás esta vez precisaba que alguien la escuchara a ella. Pasé el umbral.

El departamento no reflejaba nada en particular, era mayormente blanco, límpido, con algunos pocos muebles grises, frío y lavado como parecían ser ellos dos a simple vista. Vos lo viste (si es que viste algo más allá del cuerpo, ese último día). Pero el detalle de una mesa puesta en el living con mantel de broderie y tazas de porcelana fina del siglo pasado me hicieron sentir como atrapada en el mundo de Alicia en el País de las Maravillas. Faltaba el conejo. Quizás el conejo relojero era Darío, que pasaba muchas horas trabajando, día y noche, corriendo, llegando tarde, medio desencajado, pendiente de exprimir a fondo cada hora facturable. Me lo confirmó ella cuando le pregunté cómo estaba él, hacía rato que no lo veía. En los meses de otoño y de invierno pasaba eso porque no salíamos al jardín. Dijo que era un poco adicto al trabajo; yo pensé, no solo un poco y no solo al trabajo.

En su casa, Silvina parecía mucho más normal, por llamarlo de algún modo, una chica común. No se tapaba con todas esas capas de velos, mantas y sombreros, usaba ropa corriente, dejaba en evidencia lo preciosa que era. Detrás de su misterio, alrededor de esos ojos inclasificables, daba vueltas una especie de sensualidad honda, hipnótica. Todo en ella producía aspecto de delicado y a la vez, ignoro cómo ni por dónde, reflejaba fortaleza; pienso que lo hacía sentir, precisamente, a través de sus ojos, de esa mirada insolente. Cierta forma de fijarlos a lo lejos, en la nada, el mentón hacia arriba, provocativa, una semisonrisa autosuficiente, la mostraba como alguien que podía prescindir del mundo entero y, por esa razón, generaba impotencia no poder desentrañarla, o poseerla. En inglés se diría mesmerized, esa palabra que me gusta tanto. Cautivada, que en español se utiliza poco: Silvina te hacía sentir cautivada.

Alguna vez le pregunté qué complejo tenía para cubrirse tanto. Me confesó que ella no se gustaba, que detestaba su cuerpo, porque de chica. Ahí se quedó, ese día no dijo más, desvió la conversación. Fue después, más adelante (sí, Charo, por ahí voy, hacia allá me dirijo, hubo un más adelante), en otros encuentros (y hubo un plural de encuentro), que volvió a salir el tema y se animó. Esto es lo horrible que, pobrecita, ocultaba: de chica, un novio de su abuela abusaba de ella, un espanto. Duró unos cuantos años. Se había sobrepuesto aunque no totalmente, dijo ella; se sobrepuso apenas, se sobrepuso sin sobreponerse, diría yo.

Empecé a visitarla. Por favor, no trates de entender por qué, yo no entendí nunca ni pude respondérmelo. Y ahora qué valor puede tener. Para qué serviría. Quizás encontré dónde poner algo de la insatisfacción que había acumulado en ese tiempo: con tu papá, con Gloria, con las obligaciones domésticas, los reparos hacia Martín, la trabazón para escribir, o más bien para animarme a dar un paso adelante y publicar. Pasaba el tiempo, año tras año, y era consciente de que nunca iba a ser escritora. Estaba embroncadísima conmigo. Veía en los diarios cómo escritores muchísimo más jóvenes que yo eran entrevistados por sus nuevas publicaciones o por sus premios. Entraba a las librerías para notar cuánto se había multiplicado la obra de este o aquel nombre…

Y si lo pienso ahora, si miro hacia atrás, fijate qué imbéciles podemos ser las personas. Estaba ofuscada por todo lo que tenía y la oportunidad de todavía poder mirar hacia delante. ¿Cómo debería sentirme ahora que lo voy a perder? Todo. Que lo voy a perder todo. Es así, somos así. Ahí es donde arranca la retahíla de hubieras para gente como tu abuela, también para vos y para mí. Te cuento esto precisamente para que de una vez aprendas: el hubiera, como dijo Gloria alguna vez, es un tiempo verbal de pelotudos.

La pregunta puntual sería qué vi en Silvina, qué me atrajo hacia esa criatura tan ensimismada. John Berger dice en un cuento que la admiración, el deseo, son lo más parecido al sentimiento de inmortalidad que puede existir. Sentirse deseado o admirado por alguien de una manera distinta a la de siempre te hace ilusionar con algo similar a volverte invencible. Interpreto que eso me pasó gracias a la devoción que demostró por mí Silvina. Mientras que todos en mi entorno ya habían elaborado un inventario larguísimo de mis virtudes, mis defectos, mis actos predecibles, mis respuestas aburridas, mis miedos, me conocían de memoria; yo los conocía de memoria; yo conocía de memoria cómo me conocerían ellos de memoria a mí…

Si no podía volverme inmortal como escritora, por ahí, desde esa manera que ella de repente tuvo de mirarme, de hacerme preguntas, de tratarme como a una pitonisa y una madre (fui bastante eso también: yo quería otro hijo y ella precisaba una madre presente, interesada)…, digo por esa manera de verme como a una mujer venerable, madura, inalcanzable, se disparó cierta conexión del engranaje más invisible de la psiquis, un mecanismo antes estático del ego se destrabó; me rejuvenecía incluso, recordá que Silvina tenía unos cuantos años menos que yo. Nada de esto circuló por mi cabeza en esos días, nada, lo que sea que sucedió fue irracional. Las deducciones aparecen ahora cuando me pregunto todas las cosas del derecho y del revés. Y porque lo conversamos largamente con tu papá, que sabe leer el Braile de la inconciencia.

Para esa chica me convertí en su, digamos, orquídea Drácula, una de las flores más exóticas del planeta. No hay nada intencional en el nombre, quizás sí en su forma física. Buscala en internet, así me evitás poner en palabras una descripción que decido omitir y que la flor expresa por sí sola. Primero porque sos mi hija y con un hijo no se tocan esos temas. Segundo porque me resulta desagradable en general, no entiendo cuando las personas hablan de su intimidad carnal, sea con un hombre o con una mujer, da igual.

Fue algo tonto y breve, pero con ella se concretó lo que con Martín siguió siendo un paquete de Rumba y uno de Mellizas, los dos abiertos sin terminar.

Yo confío. Con una madre escribiente y un padre psicólogo, deberías estar suficientemente armada para escuchar una revelación así. Reitero. Se produjo algo corto y absolutamente insustancial. Ni siquiera me interesa darle trascendencia. Ya está.

Le había avisado a Silvina que vos, Charo, solías espiarla a través del vinilo de la ventana. Entonces yo nunca entraba en su cocina, la esperaba en el living o a lo sumo me asomaba a la puerta mientras ella iba y venía preparando lo que pensábamos tomar o comer. Una de esas veces en que me quedé sola en el comedor, me puse a repasar un estante de libros largo como mi antebrazo. Era todo lo que había de lectura en esa casa, fuera de un montón de revistas en una canasta. No sé si esto que voy a decir no es más sonrojante ahora que antes. Encontré un libro que yo le había prestado a Gloria: Marqués de Sade, colección Sonrisa Vertical, tapa rosa. Vos que conocés de editoriales y colecciones, sabrás todo lo que contiene esa descripción. Para otra gente, claro, a simple vista no significará nada: ni el autor, ni el título, ni el color de la tapa. Para nosotros es una alarma. Literatura erótica. Se lo había dado hacía muchísimo para ver si eso la impulsaba a Gloria con Martín, a ver si los inspiraba. ¿Entonces qué hacía ahí, en la casa de Silvina? Comprobé que era el mío cuando lo abrí y en la primera página vi el sello impreso que le estampaba a todos nuestros libros: Familia Almeida.

Silvina volvió trayendo una bandeja con café, todavía me acuerdo el modo en que me miró cuando vio que yo sostenía ese libro. No le dije una palabra, solamente lo sacudí como preguntando ¿y esto qué? No porque fuera el Marqués, sino porque era mío y yo no se lo había dado. O bueno, las dos cosas. Quiso mentir, no sé qué atinó a decir.

—¿Cómo llegó esto a vos?

Apoyó muy despacio la bandeja sobre la mesa con cuidado de que no se le cayera nada, aunque en realidad creo que estaba haciendo tiempo para pensar qué contestar.

—No sé, debe ser de Darío —pensemos que haya dicho.

—Pero tiene el sello de mi familia y yo a Darío no se lo presté. Es más, te voy a dar otro dato. Se lo dejé a Gloria hace meses, hasta me animo a pensar que gracias a esto logró quedar embarazada. Los Vilendi se toman su tiempo para devolver y como además últimamente casi no tengo trato con ella…

—Tal vez me lo dio Gloria.

No pude evitar soltar una carcajadota. Por dentro oí reventar mi furia. Gloria no registraba a Silvina, ella y el fantasma de la ópera eran una sola entidad en su consideración. Eso te habla de lo mal que tenía orientada su desconfianza la esposa de Vilendi. Detesto las mentiras, aunque yo misma estaba presa de una falsedad feroz, con ella, en su casa, procurando quedar lejos de la ventana de la cocina para que mi familia no me descubriera. No tenía argumentos para saltar con un discurso moralista, por eso me callé. Pero me invadió toda esa conciencia junta, como si hubiera roto un panal de abejas. Y me quise morir.

—¿Se le habrá caído a Martín afuera, lo recogiste y te olvidaste de devolvérselo…? —le pregunté. Me fui, la dejé hablando sola, ni me molesté en cerrar la puerta.

No me acuerdo o no me importa acordarme cómo siguió la cuestión. Entendí. Até cabos. La señal del libro de arquitectura me llevó a las permanentes desapariciones de Martín de las que se había estado quejando Gloria (en sus gritos de aire y luz); coincidía con las ausencias que yo misma había notado últimamente de él en relación a mí. Y de ahí sin escalas a la evidencia del libro erótico en manos de Silvina.

Los días siguientes la evité a toda costa. Lo mismo hice con Martín. Sin embargo, cada vez que podía, espiaba por nuestra ventana para ver si los veía en la cocina de enfrente, juntos. Una vez apareció otra figura al lado de ella, la de un hombre, pero no distinguía si tenía la forma física de Darío o de Martín, aunque si solo hablamos de contorno, eran parejos. Estaba tan perseguida de que Silvina hubiera estado jugando a dos puntas con Martín y conmigo (no porque le tuviera tanto cariño, sino porque ya me sentía demasiado imbécil en todo ese rollo como para encima saberme burlada), que hasta sospeché si no podían ser tu papá o Julián. Esto fue el colmo. Aunque te cueste creerlo y te rías bárbaramente de mí, sabelo, sí, con las dos manos me impulsé y subí una rodilla a la mesada de casa, empujé el resto del cuerpo y miré por encima del vinilo de su ventana. La cresta de pelo más rubio, pajizo y un jopo alto me indicó que era Darío, con una mezcla de alivio y sinsabor hacia mí misma. Pero con tal mala suerte que al intentar bajar primero una pierna, tocar el piso con la punta del pie, para después bajar la otra, me dio un calambre espantoso en ese pie que estaba por apoyar, me quedé dura de dolor, desesperada intenté volver a subirlo para masajearlo pero rocé con el codo una pila de ollas lavadas listas para ser guardadas en el cajón, que se cayeron en masa, con semejante estruendo que no solo se enteró el edificio, sino también la tía Dorothea en Yorkshire. Me quedé agachada, hecha una bolita, para que Silvina y Darío no se asomaran y me vieran, inútil porque igual él abrió la ventana y pegó un alarido: ¿Leila, están bien por ahí? Me incorporé despacito, pensando que entonces me había visto aunque enseguida deduje que no, que preguntaba en general, ya que en nuestra cocina la luz estaba apagada. Corrí un milímetro de vidrio y contesté con el mejor tono de superada que pude darle a mis ganglios contraídos por la vergüenza: “Sí, no fue nada, todo bien, gracias”.

Otras veces vi sola a Silvina ir y venir por la cocina con una agilidad que yo reconocía, y me imaginé que, oculto del otro lado, hablándole por detrás del marco de la puerta, Martín tomaría la misma precaución que yo de no dejarse ver.

Cuando Martín me presionó para ir a tomar un café y charlar, acepté. Lo obligué a contarme exactamente qué historia tenía con Silvina y desde cuándo. Llevaban varios meses, mucho más que yo, pero él tampoco sabía de lo mío hasta que ella se lo contó a raíz del episodio con el libro rosa. Me indignó que Martín me lo hubiera escondido. Él podía, si quería, recriminarme lo mismo, pero ni lo intentó. Un par de semanas después de ese café, Silvina se mató. A Martín le dijo que desde que yo me había desilusionado de ella, había vuelto a caer en una depresión que no soportaba. Andaba como dopada y tomaba mucho de nuevo. Creo que a vos te quería en serio, me aclaró él. Quedó fascinada con vos, Leila, insistió y entendí que en el fondo pensaba que a él le hubiera pasado o quizás le pasaba algo parecido conmigo, así que cambié de tema. Con su trazo grueso para decir las cosas sin darse cuenta cuánto afectaba a otros, Martín me acababa de sumergir un ancla en el vientre: ¿quién iba a sacarme de la cabeza, a partir de entonces, que la muerte de Silvina era mi responsabilidad? No tengo palabras para decirte cuánto me pesó el mundo desde ese día y por muchas charlas largas y analíticas que sostuve con tu papá, nunca levé ancla del todo, me quedé de algún modo detenida en ese punto fijo, con la culpa yendo y viniendo como el agua cuando golpea contra el muelle, hasta enfermarme.

Lo que desesperaba a Martín eran las averiguaciones policiales. Los investigadores nos rondaban y nos rondaban a todos en el edificio, por turnos, caían a cualquier hora sin avisar; incluso fueron a verlo a Germán unas cuantas veces porque en el barrio se decía que era de esos tipos piroperos que no tienen ojos más que para las piernas y los trastes de las mujeres, entonces desconfiaban de él. También había fuertes sospechas de que Darío estuviera implicado. A medida que se acercaban, Martín tuvo un miedo pánico de que nos vincularan con esa muerte. Y yo que para ver monstruosidades puedo ser Edgar Allan Poe, subite a mi terror y paseate un rato en mi tren fantasma, estaba espantada.

—Nosotros no hicimos nada —le suplicaba a Martín, como si ya me estuvieran juzgando, como si pataleara prendida a la chaqueta del sheriff, mojando con mis lágrimas la estrella dorada de sus méritos. De la nada me invadían escenas en las que me imaginaba mirando tu carita desde los barrotes de la cárcel. Fantaseaba que venían vos, tu padre y tus hermanos a presenciar mi juicio… Conocés hasta dónde puedo volar.

—No tenemos nada que ver desde un punto de vista técnico con la muerte en sí —repetía Martín casi tan desorientado como yo—. Pero seguro van a tratar de descartar si alguien pudo haberla inducido. Vos psicológicamente, porque ella estaba enamorada, hay que ver si se lo comentó a alguien más que a mí. Acordate, además, que dejó esa maldita carta, no sabemos qué dice. Yo, porque fui el último en verla con vida. Nuestras huellas digitales están estampadas en toda la casa. Y hasta puede que en el cuerpo, no sé.

—¿Qué? ¿En el cuerpo después de tantos días? Bueno, de mi parte al menos, tantos días. ¿Me querés decir que no se bañaba? ¿Ni siquiera un baño polaco?

Ahí fue creo donde él me aclaró que la había visto la noche anterior al suicidio y me quedé mirándolo como quien ve la resurrección de un animal embalsamado. ¿Y si él realmente estaba involucrado y yo lo estaba encubriendo sin intención?

—Bueno, no sé, Martín, ese ya es un problema tuyo. Jodete.

—Agradeceme el buen tino de haberle pedido el libro rosa, para devolverlo a mi casa. De paso le pegué una buena limpiada, por si la inspección policial alcanza nuestras habitaciones.

Eso me aumentó el susto porque recordé que el libro de arquitectura inglesa sí había quedado en la casa de esa chica, pero Martín me aseguró que no me hiciera problema, que era compatible con la carrera de Silvina, los pocos libros o revistas que tenía ahí eran sobre ese tema, no iba a despertar sospechas. Después de todo, en cuanto vecinos y gente que compartía almuerzos, era razonable entrar a las casas de otros y prestarse cosas. ¿Qué podía tener de grave?

Manteníamos esas conversaciones crispadas en el auto, en lugares donde nadie pudiera vernos ni escucharnos. Dijimos tantas idioteces superlativas. Armamos y desarmamos tantos escenarios infernales. Te juro que me acuerdo de esas escenas y me tiento de nuestra subnormalidad. Fue un radioteatro centroamericano decadente.

Mientras tanto, Gloria —apesadumbrada por el suicidio, sensibilizada porque venía de España, ajena a todo— había vuelto a acercarse a mí, a los dos más bien. Se la notaba más suave, controlaba mejor sus palabras, ya no vociferaba como el Cid Campeador en un torneo de justas al momento de ensartar al enemigo.

A esa altura yo era un desperdicio de culpas. Culpa por haber envidiado el bebé de Gloria, culpa por haberla reemplazado por Martín, culpa por haber alejado a tu papá, al que tenía olvidado ochenta y cinco sobre cien, igual que a ustedes, culpa por no haber arreglado las cosas con Silvina y haber dejado que se fuera a la deriva sola, destrozada. Culpa fundamentalmente por vos que te habías mezclado directamente en la escena de la muerte, como te expliqué, por la imagen de madre estrepitosamente fallada que veía de mí. Me sentía como el aborto de un ornitorrinco, así.

Le conté todo a tu papá. Lo único que necesitaba que entendiera, él más que ninguna otra persona, era que entre Martín Vilendi y yo no existía ningún intercambio de otra sustancia más que la tinta de los libros. Tu papá, después de un disgusto importante, de tomarse un tiempo para pensar, de distanciarse, de preguntar y repreguntar, aceptó, me perdonó, si bien no entendió del todo, aceptó por dejar pasar. Le llevó algunas semanas y unas cuantas parrafadas de explicaciones con muchas palabras freudianas, pero lo resistió. Fue de pies a cabeza tu padre, ese hombre fornido de sonrisa detectivesca con un alma grande como el olimpo de los griegos.

Lo que no habíamos previsto es que Gloria nos encontrara esa noche en la escalera, cuando creyó que nos estábamos besando. El asunto fue así. Esa noche, Martín me había pedido encontrarse unos minutos para devolverme el bendito libro rosa que se había llevado de la casa de Silvina y comentarme algo sobre los avances de la policía. Así desterrábamos por completo ese libro de la escena del suicidio. Martín desconocía que yo se lo había prestado a Gloria, sino que lo encontró en su casa, interpretó que yo se lo había dado a él y quiso compartirlo con Silvina. Todo un enredo de depravaciones, ya ves. Yo se lo di a Gloria para que lo usufructuara con Martín y Martín pensó en ponerlo en práctica con Silvina.

La policía no encontró motivos para seguir escaldando a los vecinos con interrogatorios ya que había varias pruebas sólidas de que Silvina había determinado su propia muerte y no había rastros de ninguna inducción al suicidio de parte de otra persona. Por un lado lo confirmaba en las cartas a la madre y a Darío, dentro un sobre estaban las dos; por otro, el testimonio de los diversos psiquiatras que la habían tratado en distintas oportunidades avalaba con su historia clínica un desequilibrio emocional que peligraba cada vez que ella se negaba a medicarse como correspondía. Y al parecer, según los últimos registros médicos, llevaba meses sin cumplir con el tratamiento.

Cuando se supieron los resultados, esa noche Martín me agarró efusivamente la cara con las dos manos y me enchufó un beso en la nariz. Todo llegaba a buen fin.

Ahí, justo ahí se oyó el alarido selvático de Gloria. George of the Jungle.

Gritó y subió dando unos zapatazos con esos taco aguja de tigra. Se nos vino encima mientras no dejaba de aullar. Empezó a darle carterazos a Martín, a mí me gritó todo un abanico de improperios, de los más desagradables que puedas recrear. No nos dejaba hablar, explicar, contestar, era más que nunca el vendaval Gloria.

Tsunami, tormenta, huracán. Tempestad, ciclón, tromba. Tornado, tifón, temporal.

Mirá, hija mía, enumero en este punto de tanto estrés todo lo que se me antoja.

Apareció tu hermano e intermedió para separarla de nosotros. Yo me ligué un chichón de cartera en un ojo. Cuando Julián logró frenarla y alejarla de la escalera, ella se fue llorando en el ascensor. Se llevó a Vicky —pobre criatura había sido testigo— diciendo que se iba, que no íbamos a ver a ninguna de las dos nunca más, que nos iba a demandar por perjuicio a la paz de dos familias enteras, y adulterio doble, y etcétera. Intenté subir a su casa, le toqué varias veces el timbre, llamé por teléfono, pero no atendió. Durante días que se hicieron años no respondió. Quería explicarle —confieso que especialmente por Vicky, por lo mucho que yo la quería pero sobre todo porque ningún chico se merece algo así— que Martín y yo éramos amigos solamente. En cambio a Martín le resbalaba todo, dijo que era la tasa de impuestos mínima que debíamos pagar por los acontecimientos. El tax de la aventura extraconyugal de cada uno. Un precio ridículamente barato, dijo, ya que íbamos a perder a Gloria de todas formas en algún momento. Ahora que miro para atrás, pienso qué fría era esa gente, no sé a quién salió Vicky.

Charito, mi reina, entonces retomo ya con nada de resto en el pulso y te pido disculpas por última vez. Como uno de tus personajes de teatro, te metiste sin querer en ese escenario siguiéndome a mí. Tal vez no hayas asociado cómo se fueron dando las cosas pero ahora, después de todo esto, lo vas a entender. Tu intuición te llevó detrás de mis pasos. Entraste a la casa de Silvina buscándome, porque habías olido algo. Y no me refiero al gas. Me refiero a lo extraño, a lo prohibido, a lo que intentábamos disimular. Fuiste ese día a lo de Silvina movida por una pesadilla. Lo dijiste después en alguna de las terapias, o indagatorias de la policía. Habías soñado que yo estaba en peligro, en una parte del sueño parecía que me moría y el cielo estaba gris furia, entonces te despertaste. Seguro no te acordás, es el tipo de recuerdos que uno desdibuja y desecha. Como era un sábado no tenías escuela. Me seguiste sin saber que me seguías. Me buscaste por la casa sin encontrarme. Abriste la ventana de la cocina para ver si en la cochera estaba nuestro auto. Te dijiste para vos misma que si papá dormía y el auto estaba en su lugar… Entonces, por esa ventana, te llegó una punta del olor a gas que confundiste con las hierbas que quemaba Silvina. Impulsiva como sos, abriste la puerta para explorar el pasillo, de noche nunca cerrábamos con llave. Pensaste que yo podía estar afuera. Pensaste que quizás en el jardín, con las plantas. Pero te preocupó ese olor desagradable, más fuerte que el de otras veces, más raro. Caminarías tambaleándote por el peso del cielo de plomo y mi supuesta muerte que te había dejado el sueño pero además porque todavía estabas dormida. En lugar de dar la vuelta para buscarme en donde me hubieras encontrado —inhalando y exhalando la primera luz de la madrugada en una primavera que se estaba dejando sentir antes de lo esperado—, seguiste de largo hacia la casa de la vecina. La casa de los vecinos, aunque Darío no estaba, lo supiste porque su auto sí faltaba, y Darío era así, de volver los fines de semana ya muy avanzada la mañana. Me seguiste de manera totalmente ingenua, adonde no tenía sentido que fueras, ningún sentido mucho menos cuando la atmósfera se había teñido de un amargo olor irrespirable. Pero para vos sí, por el sueño y el olor a peligro. Como el del huracán que se lleva a la chica del Mago de Oz, explicaste después, ese huracán se llevaba a mi mamá, era horrible.

Yo había bajado un rato antes al jardín, me había enroscado una manta de polar en las piernas, sobre una reposera, y tenía mi libreta para escribir. Escribía y miraba las plantas, el cielo translúcido, los edificios lindantes, ajena al gas que llenaba los pasillos y tus pulmones a medida que te internabas descalza. Yo en el jardín respiraba sol recién nacido. Es tan increíblemente purificadora esa sensación. El perfume del pasto húmedo por el rocío, mezcla de frío y tibieza, la sensación de un agua que no moja sino que es como la de un bautismo, te da la bienvenida a algo intangible. Estaba en el jardín escribiendo, tratando de poner en orden mi vida, esperaba desde la escritura alguna solución digna. Había probado todo: salir a caminar durante horas, volver a terapia, tirarme las cartas, tomar medicación para la ansiedad y el insomnio, llorar, había probado llorar como quien se provoca un vómito y no podía. Pero en ese clima así a la madrugada, tan revitalizante como a veces se siente en la playa, creí que alcanzaba cierta claridad, sabía lo que tenía que hacer, estaba más fortalecida.

Las sirenas. Desde chica te alarmaron las sirenas: por qué suenan, quién está enfermo, a quién llevan, por qué tienen esa luz. A vos te impresionaban y a mí esa vez me produjeron algo similar; al principio no les presté atención y de repente deduje que llevaban demasiado tiempo encendidas, sonaban exageradamente cerca.

Vos habías pensado en mí y yo, lo creas o no, pensé en vos. Sudé en frío. Otra vez el instinto, esa unión entre las dos, me hizo correr adentro. Literalmente corrí. Dejé caer sobre el pasto mojado el cuaderno y la lapicera, más tarde vi cómo el rocío había deformado la letra. Mi letra, las decisiones inamovibles de segundos antes. Esa letra donde decía que me estaba recuperando, que ya estaba lista para volver a la normalidad. Quería con todas mis ganas reencontrarme con vos, con los chicos, con Fernando. Sobre todo con Fernando. Irnos de viaje, pasar un buen tiempo los tres o los cinco solos. Vos habías logrado traspasar la puerta de la casa ajena. La encontraste abierta. Buscándome. Y yo la encontré abierta, buscándote, solo que cuando llegué ya unos médicos te sacaban en andas, desvanecida. De entre una nube de gas a la que solo se podía acceder con máscara o barbijo, vos con tu palidez, sin ninguna protección de nada, los brazos y las piernas sueltos en el vacío, en pijama y descalza, los pies se veían color violeta, las luces de la ambulancia rebotaban contra la puerta de vidrio, de calle, entreabierta, los policías querían sacarme del medio pero me puse loca, desquiciada, histérica, hasta que llegó tu papá y él también se desesperó. Te llevaban con inmensa preocupación hacia la ambulancia. Casi no me dejaron tocarte. Pudo haber sido un desastre.

Hasta acá puedo llegar. El resto me lo guardo para abrazarte durante horas y llenarte los ojos de besos hasta que no me queden más fuerzas.

Mirá, Charo, siempre que dudes de quién fui, te invito a repasar estas líneas. Estoy convencida de que cada vez que las releas vas a descubrir algo diferente:

La vida no es sueño. La vida es juego.

Y la literatura es un cubo mágico,
es todos los juegos en un juego.

Eso es lo que las vuelve tan adictivas.

A la literatura y a la vida.

Pero a vos te quiero más que a esas dos.

Mamá.

Mamá…*

Sí, Charo, dale dormite, dejá de dar vueltas.

Tengo miedo.

¿De qué?

De que te mueras, de que te pase algo, de quedarme sin vos.

No me voy a morir.

Si todas las personas se mueren, ¿cómo vos no?

Yo no, porque soy tu mamá y no te voy a dejar sola.

¿Y cómo vas a hacer? ¿Acaso sos invencible?

Por supuesto que me voy a morir, pero no mientras vos me necesites.

Es que yo te voy a necesitar siempre.

Vas a ver que no. Acordate de las mariposas: ellas solo se mueren una vez que saben que sus crías están seguras. Ahora dormite.

Mamá…