Capítulo 11

Pirro desliza una mano por el mango de la dory, que fue un regalo de nuestro padre adoptivo, antes de señalar hacia la punta de la lanza.

—La mayoría de los enemigos se centrarán en esta amenaza. Sí, está más afilada que la lengua de Ligeia y es más implacable que Ares, pero el verdadero peligro de esta lanza radica en la parte inferior.

Me inclino para verlo, con los ojos como platos. Aún no he cumplido ocho años, y Pirro acaba de cumplir los doce. Ha empezado a entrenar con el paidónomo y ya se cree que lo sabe todo.

Estamos en el patio, sentados en el borde de un mullido kline. Pirro tiene el pelo aún más largo que yo, unos radiantes rizos pelirrojos penden sobre sus ojos porque se niega a que Ligeia se lo corte.

—Si aplicas la fuerza suficiente, puedes partirle el cráneo a un enemigo con esta parte. —Da unas palmaditas sobre la base de la dory—. También pudes partirle la rodilla o una costilla, o ejecutar un barrido para derribarlo.

Me quedo alucinada con todo ese abanico de posibilidades. Alkaios, que luce un aspecto tan impoluto como siempre, se asoma por encima del hombro de Pirro y refunfuña.

—El bronce se agrietaría si intentaras golpear a alguien en la cabeza con eso. Lo mejor sería una sucesión rápida de ataques con la punta de la lanza.

—Aun así, le dolería —protesta Pirro—. Vete. ¡Estoy dando la clase yo!

—¿Y por qué no una espada? —Imito el gesto de blandir una, aunque con poco acierto, y estoy a punto de caerme de la silla—. ¿O un arco? ¿No puedo abatir a un enemigo antes de que me alcance?

Alkaios y Pirro tuercen el gesto, y el mayor de los dos dice:

—¿El arma de los cobardes? ¿Empañarías el honor de nuestra familia por miedo a encararte con un enemigo?

—Yo no tengo miedo —protesto.

—Ten cuidado con lo que dices delante de estos espartanos —dice Alkaios, frunciendo el ceño—. No hacen más que buscarnos debilidades. No les des motivos para pensar que eres una cobarde.

—Y no lo soy. —Cruzo mis bracitos y hago un puchero.

—Lo sabemos, querida Dafne. —Pirro me da una palmada en el hombro—. Pero los espartanos tienen razón. Nunca te fíes de alguien que prefiera al arco antes que la espada. El paidónomo Leónidas dice que un hombre dispuesto a derramar la sangre de los demás, pero no la suya propia, carece de honor.

—Y un hombre sin honor —añade Alkaios— es alguien en quien no se puede confiar.

Emerjo de ese recuerdo cuando Lykou me lame la palma de la mano. Con una mueca, la aparto.

—¿Qué pasa?

—Estabas babeando sobre su pelaje. —Apolo deja caer un trozo de pan y unos higos sobre mi saco de dormir—. Si has terminado de soñar conmigo, tenemos que encontrar un barco que nos lleve hasta Creta antes de que se marchen todos, impulsados por los vientos del sur. No será fácil encontrar marineros dispuestos a viajar hasta la isla cuando queda tan poco para la ofrenda, pero seguro que tiene que haber algún comerciante en este condenado lugar.

Hemos acampado a las afueras de Maronea, con intención de buscar un modo de embarcarnos por la mañana. Aunque no he tenido pesadillas, no he descansado del todo bien, no he parado de pensar en mis hermanos y en mi hogar. Debí de quedarme dormida otra vez sobre el saco de dormir después de que Apolo me despertara. Me froto los ojos para espabilarme y pregunto:

—¿La ofrenda?

—Siempre olvido lo aislados que vivís los espartanos frente al resto de Grecia. —Apolo niega con la cabeza—. Cada año, las ciudades portuarias griegas deben sacrificar a ocho niños a Creta o padecer la ira de la flota del anax Minos.

Apolo no exagera. Esparta está muy aislada del resto de Grecia. Libres de conflictos armados durante más de cien años, y con un comercio limitado principalmente a Troya, Misia y Micenas, no perdemos el tiempo con las penurias ajenas. Aunque eso no me impidió acribillar a Ligeia con preguntas sobre el resto de Grecia.

He oído historias sobre la ofrenda, pero daba por hecho que solo eran rumores.

—Creta no podría resistir frente al resto de Grecia.

Apolo guía a los caballos fuera del bosque y yo le sigo, mientras Lykou corretea junto a mí.

—Es posible. Pero cuentan con el respaldo de la diosa Pasífae. Es el ojito derecho de Poseidón, antaño fue anassa de Creta y es madre de todos los hijos de Minos. Sirviéndose del poderío de su flota, la ofrenda se entiende como una especie de impuesto, por decirlo así. Las vidas de ocho niños, o la flota naval de tu reino arderá en llamas. Todos los reinos que se han resistido hasta la fecha han caído. Acontisma, Neápolis, Mileto, Egina y Paros, por nombrar unos pocos. —Apolo los va enumerando con sus largos dedos—. Todos han sido borrados del mapa o han quedado sometidos al control de Minos. Aunque la ofrenda es una forma de asegurar el dominio de Creta sobre el Egeo, en realidad fue idea de Pasífae para calmar el hambre insaciable de su vástago más horripilante: el Minotauro.

Siento un escalofrío. Por más recluidos que estemos en Esparta, yo también he oído rumores sobre el Minotauro, una criatura mitad humana y mitad bestia que se dice que posee la estatura de tres hombres y aglutina la fuerza de más de una docena. Dicen que su piel está hecha de hierro y que su mirada puede convertir a los hombres más fieros en piedra.

—Si Minos está casado con la diosa Pasífae, ¿no sospechará ella que vamos hacia allá? ¿Por qué querría esconder la fuente del poder olímpico en Creta, cuando su propio poder también depende de ello? —pregunto.

—¿Recuerdas que te dije que el Olimpo está dividido? —Pasamos junto a la primera fila de casas de Maronea y, aunque sus habitantes aún se están despertando, Apolo baja la voz—. Pasífae y sus hermanos se cuentan entre los que no vieron con buenos ojos las decisiones de mi padre. Ningún dios ha cruzado los muros de Cnosos desde que Pasífae y Minos comenzaron su reinado, y ella no ha regresado al Olimpo desde hace más de un siglo. Sin embargo, se ha visto separada de su esposo desde hace muchos años y se rumorea que vive exiliada en las Cícladas. También se dice que el temperamento de su hijo se ha vuelto aún más violento desde su marcha.

—¿Eso significa que Minos no tiene ni idea de que nos dirigimos hacia sus costas?

—Lo dudo. Si conoce la importancia de los bienes sustraídos que tiene ahora en su poder, también sabrá que Zeus tomará medidas para vengarse. Estará esperando un ataque por parte del Olimpo.

Tengo un mal presentimiento. En Esparta nos entrenan para el campo de batalla y nos preparan para las penurias de la guerra, no para el engaño. ¿Cómo voy a sorprender al rey Minos si ya espera mi llegada? Mi ingenio no da para tanto.

Varios barcos mugrientos se alinean junto al puerto, preparados para interceptar los vientos del sur, tal y como predijo Apolo. Casi todos se niegan a embarcarnos, pues no quieren tener un lobo a bordo.

—Los Anemoi tienen el ánimo cambiante últimamente —le dice un marinero a otro cuando pasamos junto a ellos, refiriéndose a los dioses del viento, mientras desenredan las redes. Después arroja al agua los restos del pescado seco que estaba desayunando, asqueado—. Y toda la comida sabe a ceniza y sal. Me dan ganas de quedarme en tierra.

Su compañero se ríe.

—Bueno, según el capitán, se te daría mejor criar cabras que navegar por alta mar.

Mientras Apolo prosigue la búsqueda de un barco con destino a Creta, yo vendo nuestros caballos. Es poco probable que encontremos un barco dispuesto a llevarnos a los tres y a los caballos, y el dinero no nos vendrá nada mal. Aun así, me duele tener que separarme de mi yegua. Ha estado en los establos de mi padre desde hace diez años, y recuerdo las múltiples veces que la he cabalgado junto con mis hermanos.

—Cuide de ella —digo, con un nudo en la garganta. Cuando el comerciante se marcha con los caballos, me doy la vuelta hacia Lykou—. Vamos a buscar comida.

Mientras inspiro el aroma de un puñado de semillas de granada y un trozo de queso feta —para tratar de serenar mis sentimientos—, una mujer se acerca hacia mí. Lykou apenas la olisquea brevemente, está más interesado en mi comida, y gruñe cuando me meto el último pedazo en la boca.

No parece mucho mayor que yo, pero tiene la piel y el rostro cubierto de cicatrices. Tiene la tez oscura y el cabello largo, recogido en una trenza de ébano que pende sobre uno de sus hombros, que también está cubierto de cicatrices. Se le marcan los músculos de los brazos y las piernas con cada paso que da hacia nosotros, sin dejar de mirarme a los ojos. A pesar del sofocante calor estival, lleva puesto un peto de cuero y una clámide de color carmesí que ondea a su espalda.

Es una mercenaria.

Pienso en la espada que llevo colgada a la cintura, en Praxídice, que pende sobre mi espalda, y en las dagas que llevo ocultas bajo el quitón. Sus ademanes son tranquilos, quizá demasiado, hasta que se detiene frente a mí. Apoya una mano sobre la empuñadura de su ronfalla.

—He visto que tu compañero va por el puerto preguntando por un barco con rumbo a Creta —dice a modo de saludo. Su voz es más cálida y melosa de lo que cabría esperar por su apariencia.

—Sssí —respondo, mientras mastico un trozo de feta. Me ruborizo y me apresuro a tragar el bocado—. Sí, así es. ¿Conoces alguno?

Lykou, que ya se ha olvidado de la comida, se ha puesto a examinar detenidamente a la recién llegada. La observa de arriba abajo con los ojos entornados, pero no ladra ni enseña los dientes, así que no ha debido de percibir nada amenazante en ella. La mujer ignora al lobo y señala hacia el este.

—En el otro extremo del puerto, un capitán está preparando su barco para partir. Heraclión, la ciudad portuaria de Creta, es una de sus paradas. Tu amigo está yendo en dirección contraria, así que he pensado en acercarme para avisarte.

Cuando se da la vuelta y está a punto de marcharse, recuerdo al fin mis modales.

—Espera —la llamo—. Gracias… ¿Cómo te llamas?

La mujer se da la vuelta hacia mí y capta de un solo vistazo todas mis armas. Estoy convencida de que ha advertido incluso los puñales que llevo escondidos.

—Puedes decirle al capitán que vas de parte de Lita.

Cuando desaparece al doblar una esquina, me giro hacia Lykou.

—¿Crees que podemos fiarnos de ella? No olía a deidad ni nada parecido, ¿verdad?

Lykou intenta lamer los restos de feta que me quedan en los dedos. Cuando aparto la mano, resopla, se da la vuelta y echa a correr en dirección a Apolo.

—Aunque no te haya dado nada de comer no es motivo suficiente para lanzarme en brazos de una mercenaria que bien podría matarme —exclamo.

Pero Lykou ni se inmuta.

Alzo la mirada y veo a una mujer entrada en años que me observa desde el umbral de una casa. Sí, supongo que le habré parecido una loca al verme hablar con un lobo inmenso. Tuerzo el gesto y le digo:

—Lo siento, es que mi perro tiene mucha personalidad.

La mujer me escruta con la mirada, comienza a formar una sonrisa con sus finos labios.

—¿De verdad los dioses merecen tu ayuda, chiquilla?

—¿Cómo dice?

Me giro para mirarla de frente. Tiene unos ojos oscuros que resaltan sobre su rostro pálido y arrugado.

—¿Por qué habría que devolverles sus poderes, si lo único que hacen es utilizarlos para atormentar a los mortales?

—Porque… —comienzo a decir, sin saber muy bien cómo reaccionar ante las atrevidas preguntas de esa mujer—, porque son dioses, y así es el orden de las cosas.

La mujer se acerca tanto que percibo el olor a lavanda del jabón que debe de utilizar para hacer la colada o lavarse el pelo. Desde esta distancia sus ojos parecen del mismo color que un charco de sangre en mitad de la noche, pero debe de ser un efecto óptico.

Ensancha su sonrisa al verme tan incómoda, revelando una hilera de dientes podridos.

Trago saliva, de repente se me ha quedado la boca seca.

—¿Acaso los dioses no te han arrebatado ya suficientes cosas? ¿De verdad crees que Apolo no sabe nada sobre la muerte de tu madre? —Me da unas palmaditas en la mejilla. El olor a lavanda me abruma, me lloran los ojos y se me nubla la visión—. Quizá sea el momento de que los mortales decidan su propio destino. No tienes por qué seguir soportando los caprichos de los dioses, Dafne.

El olor abrumador a lavanda se disipa de repente, pero yo aún sigo aturdida cuando por fin puedo volver a abrir los ojos. La mujer ha desaparecido.

Encuentro a Apolo curioseando en un tenderete con joyas. Está inclinado sobre un collar dorado salpicado de perlas y rubíes, con los dedos apoyados en la barbilla.

—Al contrario de lo que piensas, el rojo no te favorece —digo, acercándome por detrás—. ¿Y no deberías estar buscando un barco que vaya a Creta?

—Todos los colores me favorecen. Además, este es para ti, para que puedas arrojar al mar ese horrible colgante con forma de cuervo. —Se acerca y desliza un dedo sobre el cuervo que pende sobre la base de mi garganta. Me roza el cuello con el pulgar, produciéndome un escalofrío—. No tienes de qué preocuparte, kataigída. Ya he conseguido un pasaje.

—¿Cómo es posible? Lita me dijo que estabas yendo en dirección contraria.

—¿Lita? —Apolo me mira fijamente—. Dafne, soy un dios. ¿Crees que no me ha dado tiempo a ir de un extremo al otro del puerto mientras tú te atiborrabas de comida?

Tras ponerme más colorada que los rubíes del mostrador, aparto a Apolo de un empujón.

—Vete al infierno. ¿No deberíamos embarcar ya, antes de que cambie el viento?

Apolo observa las nubes que se arremolinan por el cielo.

—El capitán opina que nos irá mejor si partimos por la tarde, y yo estoy de acuerdo. Poseidón y los Anemoi han estado discutiendo últimamente, aunque lo habitual es que templen sus ánimos a última hora del día, al menos en el reino mortal.

Ligeia me ha contado historias sobre los Anemoi —los cuatro vientos— y su carácter voluble.

—¿El tiempo pasa de un modo diferente en el Olimpo?

—No tengo ni la menor idea. —Apolo le da al joyero una moneda de oro, pero no compra nada. Prosigue su camino por el muelle con paso relajado.

—¿No necesitamos ese dinero? —le pregunto en cuanto nos alejamos lo suficiente del tenderete.

—No tanto como ese vendedor —replica Apolo, ladeando la cabeza—. Tiene diez bocas que alimentar en su casa.

En el siguiente tenderete se pone a regatear el precio de unas granadas hasta que lo echan de allí, pero no sin que antes le meta disimuladamente un par de monedas en el bolso al mercader cuando le da la espalda.

Sonriendo, compro esas granadas con un par de monedas de cobre —un precio mucho menor que el que el vendedor le ofreció a Apolo— y sostengo una en alto delante de él, sin molestarme en disimular una sonrisita de satisfacción.

—Que conste que al tipo ese lo ablandé previamente. —Apolo saca pecho mientras acepta la granada—. O eso o lo cegaste con tu belleza.

Abre la granada con una mano y le observo, embelesada, mientras se desliza un puñado de semillas en la boca. Muy a mi pesar, detengo la mirada sobre sus labios. Apolo alarga un brazo para apartarme un mechón de la cara, pero me alejo. Aparece un brillo en sus ojos que no logro interpretar, seguido de una sonrisita.

—Ya veo que tú tampoco eres ciega.