Capítulo 13

Al igual que la maldición de Midas, que gira y gira sobre mi pecho, una intrincada maraña de gallos y serpientes tatuados se desplazan por el cuello y el musculoso pecho del recién llegado. Los tatuajes han sido confeccionados con tinta de color azul oscuro, a juego con su holgado quitón.

Lykou ladra a modo de advertencia y los caballos relinchan con inquietud. El desconocido alarga un brazo y me arranca la caliptra de la cabeza, junto con varios mechones de pelo.

Intento recuperar el velo, pero el desconocido chasquea los dedos y lo hace desaparecer. Se sacude las hebras de mi cabello en los pliegues de su quitón y me mira con las cejas enarcadas. El gallo que lleva tatuado en la frente trata de mantener el equilibrio, batiendo las alas a toda velocidad.

Frunzo el ceño, pero me froto la cabeza y retrocedo un paso. Aunque sería gratificante darle su merecido, no vale la pena granjearse otro enemigo por un puñado de cabellos.

—Hermes —masculla Apolo, apretando los puños.

Entonces advierto que tienen los mismos ojos azules, pero, mientras que los de Apolo despiden un fulgor intenso, los de Hermes lucen un destello pícaro, aderezado con cierta expresión maliciosa. Mientras que Apolo representa el calor intenso del sol de mediodía, Hermes me recuerda a las volubles sombras, imposibles de contener.

Noto un escalofrío. Hermes es el embaucador que ha frustrado muchos de los planes de Apolo. Mantienen una rivalidad que a menudo desemboca en tragedia.

«El dios de los heraldos y los ladrones es propenso a dar con una mano mientras sustrae algo con la otra. Aliarse con Hermes puede suponer un beneficio o un lastre, en función del provecho que pueda sacar de ti».

—¿No vas a presentarnos? —Hermes hinca la punta de su cetro dorado sobre el pecho de su hermano. La serpiente que lleva tatuada en la base del cuello le suelta un bufido a Apolo. Hermes ladea la cabeza y sus rizos negros despiden un destello cuando se fija en el colgante con forma de cuervo—. Es clavadita a ella. ¿De dónde has sacado a este bellezón, Apolo?

Apolo me agarra de la muñeca para que no me separe de él. Ese gesto posesivo me hiere el orgullo, pero el sentido común me incita a guardar silencio. Tal vez, si Hermes me convierte en un árbol de laurel, Apolo tenga la amabilidad de devolverme a la normalidad.

—¿Qué haces aquí? —inquiere Apolo con brusquedad, con el cuerpo en tensión.

—Sigues sin aprender modales. —Hermes reprende a su hermano, pero sin quitarme ojo.

—Vaya, entonces, ¿siempre ha sido tan insufrible? —pregunto, forzando una risita—. Apolo es un fastidio, más que una ayuda. Si le requieren en el Olimpo, por favor, no dudes en llevártelo contigo.

—Me gusta esta chica. —Hermes camina despacio a mi alrededor. Le guiña un ojo a Apolo—. Desde luego, es tu tipo.

—El único prototipo de Apolo es él mismo —murmuro.

—Y seguro que ha intentado seducir a su propio reflejo. —Hermes se inclina hacia delante con un gesto cómplice—. Entre tú y yo, tendría más probabilidades de éxito con su reflejo que con un pez.

—Seguro que ya lo ha intentado.

—Sí, sin duda. —Hermes me apunta con su cetro dorado y me entran ganas de soltarle un manotazo—. Hermano, ¿no vas a compartir tu nueva mascota conmigo? Me gustan las jovencitas con carácter.

A pesar de mi indignación, reconozco ese cetro gracias a las enseñanzas de Ligeia. Tiene el tamaño aproximado de mi brazo y está hecho de oro puro. La parte superior está adornada con dos largas alas desplegadas que centellean bajo la luz del sol, mientras que el mango está rodeado por dos serpientes plateadas entrelazadas. Es el caduceo, y Hermes podría utilizarlo para fulminarme de un solo golpe.

Apolo se cruza de brazos y mira con altivez a su hermano, con un gesto pétreo.

—Te lo preguntaré una vez más, Hermes: ¿qué estás haciendo aquí?

—Hades informó a nuestro padre de tu fugaz paso por el inframundo, así que me envió a comprobar cómo te encuentras. Al parecer, con nuestros poderes truncados, no eres mejor que un semidiós.

Percibo un deje de aversión en las palabras de Hermes. Con un suspiro dramático, me apunta con el caduceo y esboza un gesto de fingida solemnidad.

—¿Sigues sin querer presentarnos? Esta es la chica que te quitó la vida, ¿verdad?

¿Qué motivo podría tener Apolo para no querer decirle siquiera mi nombre? Al percibir la tensión de mi acompañante, me cruzo de brazos. Las historias sobre el carácter caprichoso de Hermes no deben de andar muy desencaminadas.

—¿Qué haces aquí? —repite Apolo, articulando cada palabra con rabia.

—Lo sabes de sobra. Es obvio que lo preguntas para que lo sepa la mortal. —Hermes me señala con un gesto desdeñoso. Pero es un gesto un poco forzado. Yo diría que le remuerde la curiosidad—. No pensarás que nuestro padre permitiría que te embarcaras en tu pequeña aventura sin echarte un vistazo de vez en cuando.

Cuando Hermes vuelve a lanzarme una mirada penetrante, noto un cosquilleo en las manos.

—Y, ahora, ¿quieres hacer el favor de presentarme a tu encantadora compañera de viaje? Me muero de curiosidad.

—Soy Dafne de Esparta. —Ignoro el carraspeo que profiere Apolo y me apoyo una mano sobre el corazón, después señalo a mi lupino amigo—. Y este es Lykou. Apolo decidió convertirlo en lobo.

—Porque nos estaba espiando —masculla Apolo entre dientes.

Hermes sonríe.

—He oído hablar de ti, aunque no como espartana. Eres la motaz que capturó al venado. Te has granjeado una fama notable en Esparta. La de una forastera que seduce a los hombres y los incita a desertar.

Me pongo roja como un tomate. Abro la boca, preparada para lanzar una réplica mordaz, pero Hermes prosigue:

—¿Y qué tal le va a la misteriosa Ligeia? Se hacía pasar por tu sirvienta, ¿no es así? En sus tiempos, fue una muchacha muy astuta. Logró escapar incluso de los olímpicos más inteligentes.

Antes de que pueda preguntarle algo más, para saber si Hermes se está refiriendo a sí mismo, Apolo da un paso al frente y me interrumpe:

—¿Qué novedades hay en el Olimpo? —pregunta con avidez.

Hermes lanza un sonoro bostezo y apoya la barbilla sobre el caduceo.

—Todo va según lo esperado. Hera se ha confinado voluntariamente para convencer a nuestra familia de que no tiene nada que ver con el robo. Afrodita se ha fugado con Eros a Troya, para poder vivir cómodamente con su hijo en caso de que pierda sus poderes. Ares está descargando su ira sobre algún pobre país oriental, y Atenea se ha encerrado en la biblioteca de Alejandría para buscar respuestas.

—Así que estamos divididos en un momento en el que deberíamos permanecer unidos —replica Apolo con una risita adusta—. ¿Y mi hermana?

—Se ha quedado en sus bosques. —Hermes patea un guijarro que echa a rodar por el callejón—. Artemisa ya se dejaba ver poco por el Olimpo antes de que todo se fuera al traste. ¿Por qué iba a empezar ahora?

—¿Y tus poderes? —exclamo, sin poder contenerme—. Es decir, los poderes de todos los olímpicos. ¿Están disminuyendo? ¿Tú tampoco eres mejor que un semidiós?

Hermes deja de girar el caduceo y frunce los labios. Apolo me fulmina con la mirada antes de llevarse a Hermes a un aparte. Apenas puedo oír lo que dicen, solo una mención sobre unos juegos y sobre que Apolo es un imbécil. Me pica la curiosidad cuando Hermes me señala y dice algo sobre el cuervo blanco, pero entonces Apolo murmura algo sobre la madre de Hermes. Cuando parece que van a llegar a las manos, Hermes fulmina a su hermano con la mirada.

Es obvio que estos dos hermanos no se tienen mucho cariño.

Hermes se da la vuelta hacia mí, esbozando una sonrisa tan radiante e inocente que casi me hace olvidar la lengua viperina que se oculta al otro lado de sus dientes.

—Tengo un regalo para tu encantadora compañera de viaje.

Hermes hace aparecer de la nada un pequeño aulós. Deposita la flauta de doble caña en la palma de mi mano. Está tallada con una madera ligera que no logro identificar y tiene unos grabados idénticos a los animales que lleva tatuados en el cuerpo.

—Es mucho más resistente de lo que parece —me asegura—. Fue fabricado a partir del caparazón de la tortuga más grande del mundo.

Deslizo un dedo sobre uno de los grabados, un gallo azul rodeado por una miríada de serpientes entrelazadas. Irradia una energía que me provoca un cosquilleo en la palma de la mano y confirma sus palabras.

—¿Para qué sirve?

Hermes suelta una carcajada, como si la respuesta fuera obvia.

—Para invocarme. Cuando hayas encontrado los bienes sustraídos, yo los llevaré de vuelta al Olimpo.

—No necesitamos tu ayuda —replica Apolo, apretando los dientes.

—Son nueve —digo.

Hermes y Apolo cruzan una mirada de sorpresa. Incluso Lykou gira la cabeza de golpe hacia mí.

—Son nueve los bienes sustraídos —prosigo— y, a no ser que quieras cargar con ellos por toda Grecia en pleno verano, Apolo, creo que deberíamos aceptar su ayuda.

—Ya podrías aprender un par de cosas de esta chica. —Hermes le dedica una sonrisita a Apolo antes de guiñarme un ojo a mí—. Es por el pelo. Apolo está cegado por su propia hermosura y ha perdido el sentido común.

Sonrío, muy a mi pesar.

—O por los hoyuelos. Son tan profundos que podrías hundirte en ellos.

—Vete a casa —dice Apolo, haciendo aspavientos—. Cuéntale a Zeus lo indispensable, pero nada más. No tiene por qué conocer mi paradero.

Hermes pone los ojos en blanco antes de girarse hacia mí.

—Espero verte pronto, Dafne.

De repente, la caliptra aparece de nuevo sobre mi cabeza y, tras dirigirle un ademán brusco con la cabeza a su hermano, el mensajero desaparece.

—No deberías haber aceptado su regalo —murmura Apolo, que se da la vuelta hacia los caballos.

—¿Por qué debería fiarme de ti y no de él?

—Ya deberías saber, Dafne, que no deberías fiarte de ningún dios.

Apolo se da la vuelta y se aleja para preparar los caballos. Lykou se restriega contra mis caderas. Gimoteando, se pone a olisquearme con preocupación. Mientras alargo una mano temblorosa hacia la pared, aferro el aulós sobre mi pecho. Si antes me parecía ligero, ahora pesa más que unas cadenas.