Capítulo 17

–El Olimpo ya no tiene poder sobre nosotros. —Las palabras de Minos me persiguen desde el patio—. Ya no somos los juguetes de los dioses.

Los invitados corren hacia sus aposentos, empujando a los guardias y huyendo de la escena de un crimen que puede condenarlos al Tártaro. Apolo y yo no somos una excepción, así que corremos hacia los aposentos de Teseo.

—Tú lo sabías —lo acuso una vez que estamos a salvo al otro lado de la puerta de la habitación, canalizando sobre Apolo mi furia y mi frustración—. Tú sabías que estábamos buscando a las musas. ¿Cómo podrías no saberlo? ¿Por qué no me lo dijiste?

Agarro el pequeño saco con mis pertenencias que está escondido detrás de una columna. La estancia está en penumbra, iluminada tan solo por unas pocas antorchas. Me despojo del vestido, sin importarme quién pueda verme desnuda bajo la luz de la chimenea, y me visto a toda prisa con mi peto de cuero espartano.

—Porque, en un principio, solo eras un medio para obtener un fin —dice Apolo, mientras se desliza una mano por el pelo—. Alguien capaz de sonsacarle sus secretos a Prometeo.

Lykou gruñe por detrás de mí, ronco y amenazante. El gruñido resuena por la estancia mientras Apolo alterna la mirada entre nosotros dos.

—Por eso no querías que entrase en el palacio.

La rabia se extiende por mi interior como una tempestad que eclipsa los demás sentimientos a su paso. Estoy temblando, todos los músculos de mi cuerpo me suplican que le dé una paliza a Apolo.

—Artemisa y tú no pretendíais que salvara a las musas. Solo queríais utilizarme para soltarle la lengua a Prometeo.

Apolo se pone pálido.

—Dafne, eso no es…

—Pues ya lo he hecho —grito, interrumpiéndole.

Me acerco, airada, y le hinco un dedo en el pecho. Apolo se tambalea y retrocede. Le sigo hasta que topa con la chimenea. Empieza a sudarle la frente.

—Te ayudaré a rescatar a las puñeteras musas. Pero lo hago por ellas. Y por Grecia. Después de eso, no quiero que los dioses volváis a meteros en mi vida, aunque me quede sin respuestas sobre mi pasado.

Después añado en voz baja:

—Deberías estar tú en ese laberinto. No ellas.

Le sostengo la mirada, retándole a girar la cabeza, a mostrar el más leve indicio de cobardía. Lykou deja de gruñir, hasta que lo único que resuena en la estancia es el crepitar del fuego y los latidos de mi corazón.

—Parece que Minos ha perdido la cordura. Tenemos que… —Teseo irrumpe en la estancia, pero se frena en seco cuando ve a Apolo y se queda boquiabierto—. ¿Interrumpo algo?

—Al contrario —dice Apolo, alzando las manos—, has llegado en el momento oportuno.

Teseo nos mira con nerviosismo. Apolo se acerca a él y se apoya una mano sobre el corazón.

—El Olimpo te da las gracias por ayudar a Dafne a acceder al banquete, pero ahora necesitamos tu ayuda para salir del palacio. Atenea te ha encomendado encontrar un arma bajo la ciudad de Cnosos, y ahora yo te ordeno que nos ayudes a rescatar a las musas.

—¿Cómo sabes lo de las pruebas de Atenea? —Teseo se gira hacia mí—. ¿Qué más le has contado?

Apolo se yergue y avanza otro paso hasta que sus pechos se rozan.

—Soy Apolo, hijo de Zeus. Heredero del sol, dios de la música, la verdad y la profecía. Mi hermana te maldijo, y ahora exijo tu colaboración. Ayuda a Dafne a matar al Minotauro, y yo te ayudaré a cumplir esos encargos imposibles de Atenea.

El ateniense cierra la boca y no pierde más tiempo. Se cambia rápidamente detrás de una cortina de seda y emerge armado hasta los dientes, con una docena de puñales colgados a lo largo del pecho, cubierto por un peto de cuero, con dos hachas colgadas a la espalda y un par de vetustas espadas de hierro pendiendo de las caderas. Se ha recogido la melena con una correa de cuero y lleva el rostro y los hombros pintados con ceniza. A su lado, me siento casi desnuda con mi humilde uniforme, mis dagas y una única espada.

—¿Tenéis algún plan brillante? —dice Teseo, mientras se ata las correas de unos brazalete de bronce—. ¿O nos limitaremos a entrar en tromba en la sala del trono y que pase lo que tenga que pasar?

—Aunque me encantaría ver cómo intentas irrumpir en la sala del trono —replica Apolo, cruzándose de brazos—, los soldados de Cnosos nos superan en número, en una proporción de cien a uno.

Teseo se encoge de hombros. Al moverse, la docena de puñales que penden de su pecho despiden un destello.

—Los guardias no sabrán de dónde les llegan los golpes. Minos se estará regocijando en sus aposentos, abanicado por unos esclavos mientras se jacta de que sus invitados no sean más que una panda de cobardes.

—¿Qué propones que hagamos, Apolo? —pregunto, girándome hacia el dios—. ¿Le pedimos educadamente que nos devuelva a las musas y mate a su hijo?

—Tengo un plan —dice Apolo, con una sonrisa adusta—. Pero no te va a gustar.

Se oye una voz procedente de la puerta y todos nos giramos hacia allí:

—Aunque el plan de Apolodoro funcione, no creo que sobreviva ni a un solo asalto contra mi hermano.

Ariadna se encuentra en el umbral de la puerta. Con una mano sujeta el bajo de su quitón rosa y con la otra se aferra el corazón. Despojada del velo, su cabello se derrama sobre sus hombros formando una cascada de ébano a juego con esos ojos oscuros y entornados con los que nos observa. Detiene la mirada sobre nuestro armamento y atuendo de combate.

Teseo avanza hacia ella, alzando las manos en un gesto conciliador.

—Deja que te lo explique.

Ariadna le interrumpe con una mirada fulminante y aletea una mano con impaciencia; después, se gira hacia mí.

—Vais a necesitar algo más que armas para sobrevivir a lo que os espera en las profundidades de Cnosos.

Se adentra en la estancia. Alzo la cabeza, preparada para una nueva oleada de comentarios mordaces. Ariadna se detiene a escasos centímetros de mí. La princesa cretense extiende el brazo con el puño cerrado y me deposita un objeto frío y pequeño en la palma de la mano. Es un medallón plateado, grabado con un centenar de letras y símbolos que giran en espiral hacia el centro de la moneda, que pende de un cordel fino y negro.

El medallón no irradia ningún poder, no guarda ningún secreto que espera a ser revelado. No percibo nada amenazante en la escritura que tiene grabada en la superficie.

—¿Qué es? —Deslizo el pulgar sobre el primer símbolo, una punta de flecha invertida, trazado con pintura negra.

—Es un disco de Festo —dice Ariadna con una sonrisa arrogante que no tarda en ser reemplazada por una mueca—. Dédalo me ayudó a diseñarlo. Me perdí muchas veces durante el proceso. El reino de mi hermano en las entrañas de Cnosos no es apto para timoratos.

—¿Y para qué sirve? —Me planteo devolvérselo. Sea lo que sea, y sirva para lo que sirva, Ariadna podría utilizarlo para traicionarnos y entregarnos a su padre.

La princesa me quita el disco de las manos y me pasa el cordel sobre la cabeza. La fría esfera de metal rebota sobre el cuervo alojado entre mis pechos.

—Si estos necios pueden ayudarte de verdad a sortear a los guardias de mi padre, este disco te permitirá encontrar a las musas. Sigue los símbolos que he tallado y te conducirán hasta su guarida.

Ariadna se da la vuelta para marcharse. Recupero el habla cuando llega hasta el umbral:

—¿Por qué nos ayudas? ¿Tu padre no te castigará?

—No puedo seguir de brazos cruzados mientras mi padre asesina a inocentes para conservar su trono. —Ariadna alza la cabeza con orgullo, vuelve a lanzarnos una mirada penetrante—.Dioniso me dijo que vendrías a salvar Cnosos y que yo debía ayudarte. El disco de Festo te mostrará el camino. Yo distraeré a mi padre todo el tiempo posible.

Ariadna desaparece por la puerta y nos deja sumidos en un silencio estupefacto. Aferrando el disco, me doy la vuelta hacia Apolo.

—Oigamos ahora tu plan.

Apolo tiene razón. No me gusta su plan.

Lykou, Teseo y yo nos aferramos a las sombras de los largos pasillos de Cnosos, aguzando el oído ante cualquier ruido, atentos a cualquier movimiento que no provenga de nosotros. Los guardias patrullan los corredores, pero es fácil esquivarlos, escondiéndonos detrás de las inmensas columnas. Lykou va el primero, se sirve de su oído lobuno para otear el terreno.

Cuando llegamos a la sala del trono, me asomo desde detrás de una columna. Ante la entrada de la fosa hay dos guardias erguidos como dos postes, armados con lanzas, puñales y unas aparatosas espadas de hierro. Con suerte, la distracción de Apolo será suficiente. Nos pegamos a la pared, esperando la señal del dios.

El traqueteo de unas sandalias resuena por los pasillos. Lykou gruñe en voz baja y enseña los dientes. Alargo un brazo para pegar a Teseo hacia las sombras. Tras doblar una esquina, envuelto en el sonido de sus pasos, Minos se acerca por el pasillo. Teseo se pone tenso, alarga una mano hacia una de sus espadas. Las sombras de la columna nos sirven de parapeto, pero, aun así, el cretense nos guiña un ojo al pasar, con una chulería irritante.

Apolo, que ha usado su magia para disfrazarse de Minos, pasa de largo junto a nuestro escondite con un gesto arrogante que conozco demasiado bien.

—¿Qué estáis haciendo vosotros aquí? —inquiere el falso rey a los dos guardias. Lo dice con un bramido, bañando de saliva los rostros de los perplejos soldados—. ¿Acaso pensáis, botarates, que no hace falta que patrulléis el palacio? ¿Creéis que los dioses no clamarán venganza en cuanto se consume mi sacrificio?

—Mi señor, vos nos ordenasteis que protegiéramos la entrada de la guarida —masculla uno de los guardias.

—¿Estás insinuando que olvido mis propias órdenes? —Apolo baja la voz y empieza a susurrar. Los guardias se miran sin saber qué hacer, se les blanquean los nudillos de agarrar tan fuerte sus lanzas—. Os pago para mantener mi palacio a salvo. No para asegurar que nadie más siente sus posaderas sobre mi trono. Marchaos antes de que informe a vuestro comandante de que un par de sus soldados koprophage se creen demasiado importantes como para eludir su deber, escondiéndose en la sala del trono.

—Pero… pero, majestad, es que yo soy el comandante.

Pongo una mueca y contengo un gemido. Se hace un silencio incómodo. Me planteo asaltar el trono. Y estoy a punto de salir de mi escondite para abatir a los desprevenidos guardias cuando Apolo retoma la palabra:

—No, después de este lamentable comportamiento, ya no lo eres. —Con un tono ronco y amenazador, prosigue—: Sé de sobra quién eres. Y si el haragán de tu compañero y tú no desaparecéis de mi regia presencia ahora mismo, seréis el próximo almuerzo de mi hijo.

Los guardias trastabillan mientras se apresuran a salir de la estancia. Apolo, disfrazado de Minos, remolonea un poco más antes de salir tras ellos. Se pone a silbar esa tonadilla alegre propia de él mientras pasa de largo sin mirarnos una sola vez, decidido a impedir que cualquier otro guardia se aproxime al trono.

—Un poco sobreactuado —murmura Teseo.

Cuando Apolo dobla la esquina, empujo al ateniense hacia el frente con tanto ímpetu que estoy a punto de tropezar con Lykou. Teseo y yo arrastramos el trono, refunfuñando a causa del esfuerzo, mientras Lykou se acerca con tiento. Pongo una mueca al oír el desagradable chirrido que produce.

El abismo oscuro abre sus fauces. Una ráfaga de aire nos golpea el rostro, trayendo consigo un olor hediondo a salmuera y putrefacción. Teseo tuvo la previsión de coger una antorcha, pero no ilumina demasiado. Las sombras se resisten a su tenue luz, danzando con cada soplo de aire rancio.

Se me acelera el corazón. Titubeo junto a la entrada, mientras introduzco con tiento un pie. Una escalera de piedra desciende hacia las profundidades, extendiéndose más allá de donde alcanza mi vista.

—Sé valiente —susurro para mis adentros mientras comienzo a descender hacia la oscuridad—. Por Pirro.

Reina el silencio en las profundidades del palacio de la Doble Hacha.

Me obligo a respirar por la nariz para mantener cierta apariencia de tranquilidad; la peste a muerte y podredumbre hace que me lloren los ojos. Lykou se restriega contra mis piernas, su presencia me reconforta. Al rato llegamos hasta un muro de piedra cubierto por una gruesa capa de cieno, que parece el pus de una herida infectada. De hecho, huele como si lo fuera. Arrugo la nariz y me giro hacia el arco situado en el centro del muro, que tiene unos surcos grabados. Se extienden por la pared a lo largo de varios metros, como si fueran zarpazos. Por detrás de mí, Teseo desenfunda un hacha.

Atravesamos el arco y llegamos a un pasillo alargado. El pasadizo traza una pendiente hacia abajo y titubeo durante un brevísimo instante cuando llegamos a unas aguas negruzcas, serenas e insondables. Inspiro hondo y sigo avanzando. El agua me cubre hasta las rodillas, frustrando cualquier intento de avanzar sin hacer ruido. Con cada chapoteo, mi frustración va en aumento y alcanza su cénit cuando llegamos a una bifurcación en el camino.

—¿Por cuál vamos? —pregunta Teseo. A pesar del frío, ha empezado a sudar.

Le quito la antorcha. La luz revela nuevos zarpazos a lo largo de la pared del pasadizo de la izquierda. Pero, cuando estoy a punto de decantarme por ese camino, veo unas marcas similares en la pared de la derecha.

—La influencia de los dioses no llega hasta aquí. —Aferro la empuñadura de mi espada, mis dedos palpitan al contacto con el cálido metal—. Esto es una prueba. Si quieres encontrar el arma para recuperar tu trono, y si yo quiero encontrar a las musas, tendremos que usar algo más que la fuerza bruta para salir de este abismo.

—¿Y qué propones? —Teseo se pasa el hacha de una mano a otra—. ¿Quieres que utilice mi agudeza para hacer reír a esa bestia mientras tú lo matas a base de cosquillas?

—Otra opción es usar la cabeza —replico, mientras sujeto en alto el disco de Festo para inspeccionarlo.

—¿Para derribarlo de un cabezazo?

Ignorar a Teseo es una hazaña digna de un héroe. Miro hacia arriba: hay unas puntas de flecha talladas en los montantes de piedra situados por encima de los arcos. La del lado apunta hacia arriba, mientras que en el lado derecho la punta de flecha está invertida. Por si quedaran dudas, el primer símbolo del disco, que es una punta de flecha invertida, centellea bajo la luz de la antorcha.

Reanudo la marcha hacia el arco derecho. Teseo me sigue sin rechistar. El camino traza una curva y se bifurca, sin lógica aparente, y, cuanto más nos adentramos en él, más intersecciones aparecen ante nosotros. En todas ellas sigo los símbolos tallados por Ariadna.

—Es un laberinto —dice Teseo, recalcando la evidencia—. No pierdas ese puñetero disco o este viaje será solo de ida.

Lykou gimotea solo de pensarlo.

—Me alegra saber que confiáis tanto en mí —replico, suspirando.

Seguimos avanzando por el laberinto durante lo que parecen horas, hasta que en mi pecho prende el primer atisbo de esperanza. Cuando nos aproximamos al centro del disco de Festo que me dio Ariadna, al final de sus detalladas indicaciones, mi esperanza se hace trizas a causa de una oleada de miedo que me paraliza.

Resuena un gruñido entre la oscuridad, las llamas de la antorcha titilan.

—En fin, al menos sabemos que hemos ido por el camino correcto —dice Teseo. Le tapo la boca con una mano para hacerle callar.

Dejamos atrás los estrechos pasadizos y accedemos a una amplia estancia repleta de pedruscos y con una fuente blanca de mármol. Tiene un lateral hecho trizas, sus aguas negruzcas se vierten sin parar hacia el laberinto. Las estatuas de varios olímpicos se alzan entre los restos de la fuente. De sus ojos y bocas mana un agua negruzca, como si fueran regueros de sangre. Paso junto a la versión en piedra de Hermes, que guarda un parecido asombroso. Sus ojos de alabastro me siguen a través de la estancia.

Hay un par de pasadizos en el otro extremo de la sala, oquedades oscuras en la pared. Pero, cuando me acerco a ellos, maldigo entre dientes.

Unos zarpazos hacen que los símbolos situados sobre los arcos resulten ilegibles.

—Maldita sea Tique. La suerte nos ha abandonado.

Sostengo la antorcha en alto, asomada a las inescrutables sombras que se extienden al otro lado de cada arco. Al no hallar respuestas, me giro hacia Lykou. Está olisqueando la entrada de cada pasadizo.

—¿Te dice algo tu olfato?

El hedor del hijo de Minos resulta igual de invasivo para los dos. Lykou alterna entre los dos arcos, olisqueando. Se gira hacia mí con un gemido y niega con la cabeza. Los gruñidos han cesado. Me dirijo por impulso hacia la izquierda cuando Lykou pone de repente las orejas de punta y se gira hacia el extremo contrario de la estancia.

El suave y lento chapoteo de unas olas al romper contra la pared y una subida apenas perceptible en el nivel del agua provocan que se me ericen los pelillos de la nuca. El hijo de Minos ha venido a saludarnos.

Reprimo un escalofrío mientras percibo su siniestra presencia por el rabillo del ojo. A juzgar por la falta de reacción de Teseo, que sigue examinando los grabados, el ateniense aún no ha advertido la llegada de la criatura. Un movimiento sutil en el agua me informa de que el Minotauro se pasea lentamente por el extremo opuesto de la estancia, aguardando su momento. Seguramente estará sopesando quién de nosotros será el más sabroso.

Me giro y, aunque la estancia está demasiado oscura como para seguir la pista de la bestia con la mirada, percibo claramente su presencia. Me fijo en el agua, que me acaricia las pantorrillas.

Y entonces noto, con tanta claridad como si fuera una mano deslizándose por mi espinazo, que la bestia avanza un paso hacia mí.

Arrojo la antorcha al agua. Se oyen un chapoteo y un siseo, y la oscuridad nos envuelve. Teseo comienza a protestar, pero le tapo la boca y lo arrastro a través del arco de la izquierda.

La pérdida de la antorcha me obliga a depender de mi instinto y del olfato de Lykou. Guío a mis compañeros por el laberinto, memorizando la ruta mientras aguzo el oído para detectar a nuestro monstruoso perseguidor.

Izquierda. Izquierda. Derecha. Izquierda. Derecha. Derecha. Izquierda.

Nos adentramos más y más en la oscuridad.

Los gruñidos resuenan cada vez con más fuerza. A veces proceden de nuestra derecha, a veces resuenan por encima, y otras veces por delante. Al final de un angosto pasadizo, llegamos a un muro de arenisca. Los gruñidos resuenan a nuestra espalda.

He dejado que la criatura nos conduzca hasta nuestra perdición.

—¡No! —grito, mientras golpeo el muro.

—¡Nos has conducido hasta una trampa! —Aunque no le veo bien la cara entre la oscuridad, noto la desesperación que transpiran las palabras de Teseo.

—Ni que tú lo hubieras hecho mejor —replico.

Teseo aporrea el muro en vano.

—Sácanos de este embrollo antes de que nos haga picadillo.

—Que venga si se atreve. —Lo digo en voz baja, aunque lo bastante alto como para que Teseo dude y deje de golpear el muro. Me doy la vuelta, sosteniendo en alto la espada—. He sido adiestrada por el ilustre paidónomo Leónidas de Esparta, y mancharé el suelo con sus despojos.

Teseo suelta un bufido mientras trata de localizar una vía de escape.

—Seguro que tu querido paidónomo Leónidas no distingue una espada de la grupa de un caballo.

Una piedra rebota por el suelo hacia nosotros. Lykou ladra, enardecido. En la oscuridad solo resulta visible el blanco de sus dientes. El hedor es insoportable.

La bestia nos ha encontrado.

El Minotauro profiere un gruñido mientras se acerca con ruidosos pasos. Noto un nudo en la garganta, me tiemblan las piernas. Se cierne sobre nosotros, jamás había visto a alguien tan alto. Es una mole entre las sombras y, aunque no alcanzo a distinguir sus rasgos, sí percibo su mirada hambrienta. A pesar de la oscuridad, puedo ver el contorno de sus cuernos, sus enormes fauces, los brazos largos y musculosos que penden junto a sus costados, coronados por unas garras de las que gotea un líquido negruzco.

Su inmenso pecho se hincha. Retrocedo un paso y mi espalda topa con el frío muro de piedra, que me recuerda que estoy atrapada.

Lykou es el primero en reaccionar, con el pelaje erizado y los dientes centelleando en la oscuridad. Se pone a ladrar y se abalanza sobre la bestia para morderle las piernas. El Minotauro ignora a Lykou, prefiere otro almuerzo más sustancioso… y humano.

Se abalanza sobre nosotros. Me echo a un lado y esquivo por poco el zarpazo. Teseo no es tan veloz y profiere un espantoso alarido de dolor. El Minotauro le ha desgarrado el hombro con su embestida.

Me giro y lanzo una estocada. Pero el acero espartano no surte efecto el filo casi no deja marca. La fuerza del impacto me provoca un doloroso calambre en el brazo. El Minotauro, enfurecido, lanza varios zarpazos. Ruedo por el suelo para escapar de sus garras y le lanzo una estocada al muslo. La hoja de la espada se hace trizas, pero el muslo permanece intacto.

Lykou pega un salto y le apresa el brazo con los dientes. El Minotauro, irritado, se limita a gruñir y a zafarse del lobo. Ataco a la bestia con los restos de mi espada y aprieto los dientes. El metal choca contra una piel tan dura e impenetrable como una roca, provocándome un nuevo calambre en el brazo. Teseo lo ataca por detrás. Le asesta un tajo en las pantorrillas.

El monstruo flexiona las piernas. Embiste, pero yo mantengo mi posición. El corazón me insta a echar a correr. Cuando el Minotauro está a punto de arrollarme, me aparto y ruedo por el suelo cubierto de rocas. La bestia se estampa contra el muro que tengo detrás. Un grito escapa de mis labios cuando el techo comienza a derrumbarse. Cae una lluvia de escombros mientras yo gateo hacia la pared para no acabar aplastada.

Me detengo a recobrar el aliento mientras el caos remite. La luna reluce a través del boquete del techo, bañando el laberinto con una luz marfileña y varias tonalidades de gris. Lykou me insta a incorporarme, gimotea mientras me azuza con sus patas. Tosiendo a causa de la polvareda, me arrastro entre los escombros para llegar hasta Teseo.

—¿Tu paidónomo te enseñó a curar un hombro desgarrado? —Fuerza una sonrisa, con la mejilla pegada al suelo polvoriento—. ¿O te habló de la importancia de un buen vino en aquellos casos donde no hay cura posible?

Se me escapa una risita, a pesar del peligro inminente. Me paso su brazo bueno por el hombro y nos levantamos a duras penas.

Se oye un gruñido en la oscuridad que atrae nuestra atención hacia el muro derruido. Se oye otro golpetazo. Caen más escombros desde el techo y nos agachamos. Cuando el suelo deja de temblar, Teseo me agarra de los hombros con fuerza.

—Vete. —Me empuja hacia la salida—. Yo no puedo correr en este estado, pero tú sí. Ve a buscar a las musas y el arma necesaria para derrotar a la plaga de Tebas. Yo distraeré al Minotauro.

No puedo permitirme dudar. El gruñido se intensifica hasta convertirse en un rugido que me corta el aliento. El monstruo se acerca, haciendo temblar el suelo.

Recojo mi espada del suelo y después miro a Teseo a los ojos.

—Te traeré el mejor vino de toda Grecia —le prometo—. Y conseguirás tu trono, symmacho.

Con toda la pena de mi corazón, me marcho sin él. Lykou corre a mi lado, pero no puedo evitar sentirme fatal por dejar atrás a Teseo mientras nos adentramos en las profundidades del laberinto.