El monstruo gira sus ojos oscuros hacia mí. Yo empuño la espada rota con la mano buena.
Lykou aparece por mi espalda, profiriendo un gruñido escalofriante y amenazador, y me envuelve una oleada de alivio. Nos alineamos por delante de las musas.
El Minotauro inspira unas bocanadas hondas y trémulas. De sus fauces abiertas gotea una saliva negruzca que va formando un charco en el suelo, junto a sus pezuñas. Tiene los cuernos agrietados, gotean sangre por las puntas.
«Un enemigo impredecible es el más peligroso de todos. —Mientras contemplo a la bestia, las enseñanzas de Alkaios resuenan en mis oídos—. Busca un punto débil y luego busca otro más. Haz creer al enemigo que te has centrado en el primer punto débil, después tómalo por sorpresa y aprovecha el segundo».
Una táctica brillante, si mi enemigo no fuera inmune al dolor y no dispusiera de una piel impenetrable.
El monstruo también me examina, seguramente sopesando qué partes de mi cuerpo resultarán más deliciosas. Frunzo los labios. Pobre diablo: soy un hueso duro de roer.
El Minotauro abre la mano y el ateniense cae de golpe al suelo. Teseo suelta un gemido que me produce un alivio fugaz. Al menos sigue vivo. Pero, como todo lo demás en este maldito laberinto, ese alivio no dura mucho.
—Lo distraeré el tiempo suficiente para que podáis escapar —les digo a las musas, sin girarme hacia ellas—. Lykou, llévalas hasta la superficie. Mi espada no puede atravesar su piel, así que no sé cuánto tiempo podré contenerlo. Daos prisa.
Girando sobre sus cuartos traseros, el Minotauro sale detrás de las musas con un rugido feroz. Ellas gritan y corren sin rumbo. La bestia las persigue a cuatro patas, surcando el agua a toda velocidad y estampándose contra las paredes. Arrolla la fuente con su corpachón y las esculturas salen disparadas. El monstruo vuelve a rugir, lanzando esputos en todas direcciones mientras se golpea el pecho con los puños y pega pisotones en el suelo.
Corro hacia el Minotauro, pego un salto y aterrizo sobre su espalda. Intento rodearle el cuello con los brazos. El monstruo es demasiado corpulento como para alcanzarme, así que sus brazos ondean por encima de mi cabeza, mientras lanza cornadas al aire. Me cambio el puñal de manos y se lo clavo en la yugular. Empieza a brotar sangre.
La bestia me agarra del brazo y, con tanta facilidad como si fuera un mosquito, me aparta de su espalda. Me arroja hacia el otro extremo de la estancia. No me da tiempo a gritar o siquiera a cubrirme la cabeza antes de estrellarme contra el suelo inundado. Noto una punzada de dolor en el brazo que se extiende como un relámpago, me desgarro el codo y me golpeo la cabeza con unos escombros. Chapoteo entre el agua negruzca.
El Minotauro se lanza sobre Terpsícore. Sus gritos reverberan por toda la estancia. Le lanza un zarpazo, pero ella se aparta con una gracilidad inhumana. Lykou se interpone en el camino de la bestia. Le pega un bocado en el puño.
La cabeza me da vueltas, empiezo a ver chiribitas. Dolorida y empapada, me pongo de rodillas a duras penas mientras el Minotauro agarra a Terpsícore. Le hinca las garras en los brazos. La musa profiere un grito ahogado. Lykou gruñe, apresa el otro brazo de la bestia con sus fauces. Pero solo logra aferrarlo unos segundos antes de que el monstruo lo lance por los aires.
Trato de incorporarme, pero se me nubla la vista y me desplomo una vez más. Mi mente me insta a levantarme, pero mis brazos y piernas se niegan a responder.
Debería estar muerta.
Mi brazo derecho pende inerte junto a mi costado. Me brota sangre de la palma desgarrada. Cada aliento que tomo me produce una nueva oleada de dolor, desde el hombro hasta las yemas de los dedos. Sigo viendo borroso, el mundo se niega a enderezarse. Pero el agua, esa agua oscura y dulce, me resulta vigorizante por algún motivo. Con cada aliento que tomo, recargo mis fuerzas, absorbiendo energía del agua.
Estoy apoyada sobre las rodillas y las manos, el agua me llega hasta el pecho. Apolo tenía razón. Mi fortaleza tiene su origen en algo fuera de lo normal. Y no pienso morir antes de averiguar de qué se trata.
Me tambaleo hacia el frente, en busca de un arma. La que Teseo vino a buscar. Una roca o un trozo de escombro. Algo. Lo que sea.
Un trozo de la escultura de Hermes emerge del agua oscura. El caduceo pende de la mano rota de la estatua. Me deslizo sobre el resbaladizo suelo y recojo el cetro de alabastro. Mi repentino movimiento llama la atención del Minotauro, que deja de centrarse en Lykou y Terpsícore.
—Ven a por mí, sucio bastardo.
Mi desafío resuena por toda la sala. El monstruo muerde el anzuelo. Esquivo su embestida en el último momento y el Minotauro se estrella contra el muro que tengo detrás. Me giro antes de que pueda contraatacar y pego un último salto.
Vuelvo a aterrizar sobre la espalda del Minotauro. Me aferro con las piernas alrededor de su corpulento torso. Me arden los muslos a causa del esfuerzo, me agarro a duras penas con mi brazo maltrecho. Aprieto los dientes e ignoro el dolor, que es como una capa de escarcha que se extiende por mis músculos y tendones. Empuño el caduceo con la mano buena y rezo al Olimpo para que no me falle la puntería.
Con un único golpe, el ala del caduceo perfora el ojo del Minotauro y se adentra a fondo en su cráneo. Su corpachón se estremece mientras expira su último aliento. El Minotauro se desploma y yo salgo despedida por el suelo.
La estancia se sume en el silencio. Permanezco tendida un rato más, comprobando el estado de mis extremidades mientras trato de recobrar el aliento. Un surtido completo de dolores me recorre el cuerpo mientras me pongo en pie y avanzo hacia el cuerpo inmóvil del Minotauro.
Me sujeto el brazo herido y le doy un golpecito con el pie. El trozo de estatua que le asoma por la parte trasera del cráneo me confirma que la bestia está muerta. Debería estar contenta, eufórica y exultante. Pero no puedo deleitarme con esta victoria. Aún quedan seis musas más, y solo los dioses saben a qué monstruos horribles tendré que enfrentarme.
Noto un roce cálido y húmedo en el brazo herido que me saca de mi ensimismamiento. Lykou me olfatea con preocupación, para asegurarse de que ninguna de mis heridas sea mortal.
Le hago señas para que se aparte y me giro hacia Teseo. Está vivo, pero a duras penas. Me arrodillo a su lado, le apoyo una mano en la mejilla y tuerzo el gesto al comprobar que tiene la piel helada. Tiene el muslo destrozado, ningún tratamiento mortal podría curarlo. Su pecho se ha convertido en una maraña de contusiones y además tiene la nariz rota.
Las musas se acercan un poco, guardando una distancia prudencial, y observan a Teseo.
—¿Podéis ayudarle? —pregunto con voz quebrada—. ¿Poseéis el don de la curación?
Tras inspirar hondo, Urania da un paso al frente. Desliza un dedo largo y esbelto sobre el rostro de Teseo y las magulladuras comienzan a remitir, su nariz recupera su forma normal. Sigue deslizando el dedo sobre el cuerpo maltrecho de Teseo y las heridas del pecho y las piernas comienzan a cicatrizar. Urania palidece, se queda exhausta cuando termina de curarlo. Melpómene envuelve a su hermana en un cálido abrazo.
Cuando Teseo comienza a respirar con normalidad, Terpsícore y yo lo sacamos a rastras de la estancia. Melpómene y Urania nos siguen de cerca, aferradas al pelaje enmarañado de Lykou.
El disco de Festo y la luz del amanecer, que se filtra por las profundidades del laberinto, nos guían hacia la libertad.