Capítulo 20

Apolo se pasea por la sala del trono, mascullando entre dientes. Sin embargo, en cuanto nos ve se detiene y echa a correr hacia las musas. Tras abrazar brevemente a cada una, carga a Teseo sobre sus hombros con un gruñido.

Antes de marcharnos me apoya una cálida mano en la cadera, durante un instante fugaz.

—Debería estar muerta —susurro para que solo me oiga él.

Apolo asiente, la luz de la chimenea arranca un destello de sus rizos castaños. Comprende lo que quiero decir. Que él tenía razón y que tiene muchas cosas que contarme acerca de quién y qué soy.

Pero de momento nos alejamos de la fosa.

—Deprisa, antes de que los habitantes del palacio despierten y Minos ponga precio a nuestra cabeza —dice Apolo.

La pálida luz dorada del amanecer se proyecta sobre los suelos del palacio. Lykou lidera la comitiva mientras doblamos esquinas a toda velocidad y nos escabullimos por los pasillos, con cuidado de esquivar a los soldados. Aunque logramos pasar desapercibidos, no quiero permanecer en Cnosos el tiempo suficiente como para que Minos descubra la muerte de su hijo o el rastro de sangre y mugre que conduce hasta nuestros aposentos.

—¿Urania? —Apolo le apoya una mano en el hombro con suavidad—. El tiempo es fundamental. No falta mucho para que Minos se dé cuenta de que su hijo está muy callado en las entrañas del palacio. ¿Puedes ayudarnos a ganar algo de tiempo?

Urania asiente con las pocas fuerzas que le quedan. Cierra los ojos y tuerce ligeramente el gesto mientras susurra algo ininteligible para mis oídos humanos.

Al principio no percibo ningún cambio, hasta que se produce de golpe. Noto un cosquilleo en la nuca y se me erizan los pelillos de los brazos. Urania, la musa de la tierra, el cosmos y la astrología, ha detenido el tiempo para nosotros.

Cuando vuelve a abrir los ojos, se ha puesto pálida como un espectro y está empapada de sudor.

—El tiempo que llevo fuera del Olimpo ha mermado mucho mis fuerzas. Solo dispondremos de un rato más.

Apolo me mira y yo asiento. Ignorando los dolores que aquejan mi maltrecho cuerpo, saco la flauta de Hermes.

Soplo el aulós y se oye un trino que pasa de ser el suave canto de un pájaro pequeño hasta convertirse en el estridente graznido de un gallo. El suave batir de unas alas anuncia la llegada del dios mensajero; un remolino de arena impulsado por una cálida brisa se extiende por la estancia mientras Hermes entra a través de la terraza.

—¿Las habéis encontrado? —inquiere, con el cabello alborotado y el quitón de color azul oscuro arrugado, ruborizado a causa de la emoción del momento.

En respuesta a su pregunta, las musas corren hacia Hermes, sollozando, y se lanzan entre sus brazos. Él las abraza con fuerza, después me guiña un ojo por encima de sus hombros.

Inquieto, Lykou me lame las manos y me olisquea las piernas.

—Estoy bien, Lykou —digo, aunque nada más lejos de la realidad.

Me agacho y le palpo suavemente por debajo de la barbilla, en busca de alguna herida. Al parecer, Lykou es el que mejor parado ha salido del laberinto.

Apolo se me acerca por el otro lado, me roza el hombro con el codo. Exhausto pero aliviado, me dirige una sonrisa adusta. Nunca le había visto tan desaliñado; tiene el pelo apelmazado sobre la frente sudorosa, los labios agrietados, y en su rostro han empezado a formarse ojeras.

Quizás sea el resultado de la merma en los poderes del Olimpo o de su preocupación por las musas en el laberinto.

Sin pensar, apoyo una mano sobre sus brazos cruzados. Apolo se sorprende al sentir el roce, después me estrecha la mano entre las suyas. Ese gesto tan sencillo me reconforta y me dejo atraer hacia la calidez de su cuerpo. No se me escapa que Lykou frunce el ceño mientras nos observa.

Dejo escapar un suspiro cuando noto el roce frío de un dedo que se desliza por mi cuerpo, de la cabeza a los pies, provocando que me estremezca. Melpómene, que ya se ha separado de los brazos de Hermes, es la dueña de ese dedo que se desliza por mi cuerpo para calmar mis dolores. Noto un hormigueo en el brazo a medida que los huesos se sueldan.

—Gracias —murmuro, mientras pruebo a mover el brazo. No me duele, no siento ni la más mínima molestia. Miro fijamente a Melpómene a los ojos—. ¿Qué puedes contarme de vuestro captor? De ese traidor del Olimpo.

Apolo y Hermes se acercan, ansiosos por escuchar su respuesta. Pero la musa niega con la cabeza.

—No recordamos nada del secuestrador. Estábamos cuidando el árbol de las Hespérides, las ramas se estremecieron a causa de una brisa repentina. Recuerdo que una manzana cayó en mis manos y entonces todo se volvió negro. —Mira a sus hermanas, con el rostro surcado de lágrimas—. Nos despertamos en una mazmorra hace unas semanas.

Apolo maldice entre dientes.

—¿Cómo es posible? ¿Cómo pudo entrar alguien en vuestro jardín?

—Porque tú estabas ausente, Apolo —replica Terpsícore, temblando, pero con la cabeza alta. Hermes le pasa un brazo por los hombros para reconfortarla—. Tendrías que haber estado ahí.

Estoy hecha un lío, pero tengo una pregunta más para las musas.

¿Percibisteis… un olor extraño?

—¿Qué? —Melpómene me mira sin comprender.

—Un olor extraño. Antes de que todo se volviera negro. ¿Recuerdas algún olor inusual? He descubierto que, cuando los dioses utilizan sus dones, a menudo dejan cierto olor a su paso.

—Estábamos en el jardín. —Terpsícore niega con la cabeza—. Hay tantas flores y olores distintos que sería imposible distinguir unos de otros.

—Quizá podríamos hacerlo si nos esforzamos —dice Melpómene, con un tembleque en el labio inferior.

Hermes la rodea con el brazo que tiene libre.

—No os obligaremos a revivirlo. Gracias, Dafne. —Me dirige una solemne reverencia, haciendo ondear el caduceo. El cetro dorado centellea bajo el sol—. ¿Qué puede hacer el Olimpo para recompensarte?

Me quedo mirando el caduceo, mordiéndome el labio.

—Podrías prestarme ese cetro. —Al ver la cara de pasmo del dios, me apresuro a añadir—: Solo será algo temporal.

Hermes sujeta el cetro sobre su pecho como si fuera a intentar robárselo. Los gallos que lleva tatuados graznan y las serpientes sueltan un bufido.

—Tu juguete estará en buenas manos —dice Apolo, cuyas palabras irritan a su hermano más que aplacarlo—. Le has preguntado cómo podías recompensarla y ella te ha respondido.

—Pero ¿con mi cetro? —Hermes parece horrorizado.

—El tiempo se ha reanudado —nos advierte Urania. Sus hermanas y ella miran con inquietud hacia la puerta—. Minos se despertará en cualquier momento.

Frunzo los labios y me apoyo los puños sobre las caderas.

—Teseo me dijo que estaba buscando un arma para destruir la plaga de Tebas en las profundidades del laberinto. No encontramos nada. Cuando el Minotauro destruyó todas mis armas, lo único que me quedó para derrotarle fue un caduceo de mármol que recogí de una estatua tuya. No sé si fue el destino o un golpe de suerte, pero creo que debo utilizar tu caduceo para destruir lo que quiera que esté asolando Tebas.

Hermes me mira como si me hubieran salido cuernos de repente.

—¿Pretendes que te entregue el cetro del heraldo, la fuente de mi poder, en base a una corazonada? ¿Estás mal de la cabeza?

—Me preguntaste cómo podías recompensarme y esa es mi respuesta.

Doy unos golpecitos en el suelo con el pie, impaciente, aunque el efecto no resulta demasiado imponente porque mis sandalias rechinan.

—Hazlo, Hermes —insiste Melpómene, que le apoya una mano en el hombro para serenarlo—. Dafne dice la verdad.

El dios mensajero se cambia de manos su querido cetro, observa a esas musas por las que tanto cariño y respeto siente, y me lo entrega con un movimiento brusco.

—Tienes que ganarte el derecho a empuñarlo.

La cálida superficie dorada del cetro palpita entre mis manos. Lo sujeto, rozando las serpientes entrelazadas que lo recorren.

—¿No he hecho bastante ya para merecerlo?

—Debería quitártelo por decir esa insolencia —replica Hermes, alargando el brazo.

Lykou le ladra y Apolo se sitúa delante de mí.

—Disculpa su ignorancia, hermano. Me aseguraré de que te devuelva tu juguete sano y salvo. —No le veo la cara, pero seguro que ha esbozado una sonrisita maliciosa.

—Tú asegúrate de que no se muera —le murmura Hermes—. Otro fiasco como el de la princesa Coronis y nada en el mundo podrá salvarte de la ira de nuestro padre…, ni de la mía.

—¿La princesa Coronis?

Me giro hacia Apolo. Ese nombre me suena de algo. Apolo observa brevemente mi colgante antes de girarse de nuevo hacia Hermes.

—Lleva a las musas a casa y no molestes más.

Con una última mirada lastimera a su preciado caduceo, Hermes conduce a las musas hacia la terraza, donde desaparecen envueltos en un revoloteo de plumas.

A su paso dejan una brisa cálida. Apolo me apoya una mano en el hombro para reconfortarme. Su roce es ardiente, como si no hubiera varias capas de cuero entre mi piel y su mano.

—No te preocupes por mi hermano. Aún puedes contar con él. En fin, todo lo que se puede llegar a contar con el mensajero. Pero asegúrate de devolverle el caduceo intacto.

Al igual que la flauta, el peso del caduceo se vuelve insoportable. Lo apoyo con suavidad en la cama, al lado de Teseo. Sigue inconsciente, aunque respira con normalidad. Le aparto un mechón de cabello oscuro y húmedo de la frente.

¿Le despertamos?

No termino de fiarme del ateniense y tampoco sé si necesitamos su ayuda.

—Aún no. Si se despierta, se interrumpiría la curación. Además, estoy disfrutando de este bendito silencio.

Apolo recorre la habitación para recoger nuestras pertenencias y yo le sigo. Después me quedo quieta, con mi morral en la mano, y le pregunto:

¿Te arrepientes ahora?

Apolo se gira lentamente.

—¿De qué?

—De no creer en mí. —Alzo la cabeza con orgullo—. Por pensar que solo sería un estorbo. Por intentar dejarme fuera del palacio.

Apolo deja su mochila a un lado y se acerca hacia mí. Me aparta una maraña de cabello y me agarra por la barbilla.

—Siempre he creído en ti, Dafne. Pero me correspondía a mí enmendar este error, no a ti.

—¿Así que querías acaparar toda la gloria? —Le aparto la mano y retrocedo un paso.

—La gloria, no —replica, negando con la cabeza—. La penitencia. Merecía todo el sufrimiento que has padecido en las profundidades del palacio.

—¿Por qué? —le pregunto, boquiabierta.

—Al ritmo al que se van sucediendo las revelaciones, seguro que lo descubrirás a su debido tiempo. —Nos quedamos en silencio unos segundos hasta que Apolo me pregunta, con tiento—: ¿Piensas compartir conmigo la siguiente pista de Prometeo?

Titubeo y me pregunto si debería pagarle con la misma moneda, mientras rememoro mi encuentro con el titán en el monte Kazbek. Parece como si hubiera pasado una eternidad.

Un traidor del Olimpo secuestró a las musas, así que es improbable que ese mismo traidor se haya embarcado en esta misión para recuperarlas. A no ser que haya comprendido su error, claro está.

—Prometeo dijo que tres musas fueron vendidas a la plaga de Tebas, detrás de unas puertas que se abrirán por medio de la palabra y el ingenio. También dijo que un ejército se interpone entre nosotros y Tebas, y mencionó algo sobre unos aullidos y los cascos de unos caballos.

—Gracias por confiar en mí, Dafne. —Apolo se yergue—. Hay que estar en plena forma para emprender el camino a Tebas. Nos aseguraremos de descansar y de recuperarnos en un barco con destino a Argos, y desde allí cabalgaremos hasta Tebas.

¿Y qué pasa con esos aullidos y esos cascos? —inquiero—. ¿El caduceo bastará para vencer a ese ejército y a la plaga de Tebas?

Apolo avanza un paso, se acerca hasta que nuestras manos se rozan.

—Signifiquen lo que signifiquen las palabras de Prometeo, no hay nada que podamos hacer para impedir que se hagan realidad. —Me agarra de las manos antes de proseguir—: Pero juntos podemos superar cualquier cosa.

Tras echarse el macuto al hombro, Apolo mira al ateniense desmayado.

—Será mejor despertarlo. Tendremos que estar listos para partir junto con la horda de nobles. Lykou, ¿quieres hacer los honores?

Lykou salta sobre la cama y empieza a ladrar ante la cara de la ateniense. Teseo se incorpora, gimiendo y balbuceando. Apolo lanza una abultada mochila ante sus pies.

—Se acabó el descanso. En marcha.