La brisa marina es gélida, me alborota el pelo y me salpica el rostro con la espuma del mar. La luna, que se alza llena e imponente sobre nuestro barco, es un recordatorio del poco tiempo que nos queda antes de que concluya el verano.
Escapar de Cnosos sin levantar sospechas no entrañó ninguna dificultad. La mañana siguiente al sacrílego anuncio de Minos, los nobles huyeron en masa. Partimos junto con esa maraña de nobles a la fuga, mezclándonos sin esfuerzo entre ellos. Tras recoger mis pertenencias del olivo en que las escondí, a las afueras de la ciudad, pusimos rumbo a Heraclión y allí utilizamos el título nobiliario de Teseo para adquirir un pasaje hacia la ciudad portuaria de Argos.
Estoy absorta en mis pensamientos mientras mordisqueo un trozo de cecina, meditando al amparo de la silenciosa noche. De no haber sido por el medallón de Ariadna y el sacrificio de Teseo, las musas no habrían escapado del laberinto y yo no seguiría viva. ¿Qué era esa energía que absorbí del agua y cómo pude extraer tanta fortaleza de ella? De repente, la cecina me deja un regusto amargo. Escupo los restos hacia el oleaje.
Lykou refunfuña a mi lado. Se mantiene pegado a mis piernas y fulmina con la mirada a la pareja que está discutiendo en la proa del barco.
—Tu impaciencia nos costará la vida —dice Teseo, alzando la voz entre el sonido de las olas.
Tras haberse recuperado —físicamente, al menos— de nuestra aventura en las entrañas de Cnosos, Teseo aceptó nuestra ayuda para llevar a cabo su última prueba. No tiene por qué saber que tengo mis propios motivos para viajar a Tebas.
Apolo se cruza de brazos, con los puños apretados.
—Argos está muy cerca de Atenas —prosigue Teseo, que tiene unas ojeras muy marcadas.
Ya hemos recorrido un buen trecho hacia la ciudad portuaria. Llevamos diez días de travesía desde que salimos de Creta, así que no tiene sentido exigirle al capitán que dé un rodeo.
—Además, es una ciudad muy bulliciosa —añade Teseo, con un susurro enardecido—. Minos ya habrá enviado a sus hombres tras nuestra pista.
—Minos no podrá encontrarnos una vez que salgamos de Argos. Si nos limitamos a las carreteras secundarias, nadie podrá seguirnos la pista.
Apolo no da su brazo a torcer. Para él, la proximidad del fin del verano pesa mucho más que la necesidad de avanzar con sigilo. Por una vez, estoy de acuerdo con él.
—En cuanto Minos descubra la muerte de su hijo y el estropicio que hemos dejado a nuestro paso, enviará a una legión de sus mejores guerreros para darnos caza por toda Grecia. Nada lo detendrá.
Teseo contempla las aguas oscuras del océano, que acarician los costados del barco, aferrado a la barandilla con tanta fuerza que se le blanquean los nudillos. Ya no es ese hombre extrovertido y amigable que nos invitó al banquete; se ha vuelto taciturno y retraído.
—El rey loco descubrirá la implicación de su hija, ¿y qué le impedirá matarla cuando lo haga? Al menos tendríamos que haber ayudado a Ariadna a escapar del palacio, aunque no la hubiéramos traído con nosotros.
Bajo la luz de la luna, la piel de Apolo adopta una palidez espectral mientras se pellizca el ceño con el índice y el pulgar.
—Ariadna no corre ningún peligro. Dioniso la vigila y la protege.
Apolo me habló de la fascinación de su hermano Dioniso con Ariadna, que llevaba mucho tiempo planeando cortejar a la princesa en cuanto quedara libre de la maldición de su padre. Ahora mismo, Ariadna está más a salvo que nosotros.
—¿No puedes acelerar nuestro viaje? —Teseo ondea un brazo hacia el mar—. A este paso no llegaremos a Argos antes de la cosecha.
—Mis poderes se han debilitado. —Apolo aprieta los dientes durante un instante—. Aún tardaré unos días en recobrar mi fortaleza, e incluso entonces solo será algo transitorio.
Recuerdo cuando Apolo comparó sus poderes con una marea. Debe de estar remitiendo en este momento.
Teseo formula la misma pregunta que tengo en la punta de la lengua:
—¿El regreso de esas musas no debería mejorar un poco la situación?
Apolo niega con la cabeza.
—¿Acaso unas pocas gotas de aguas sacian la sed o solo sirven para que ansíes beber más?
Teseo se aferra a la barandilla del barco con más fuerza todavía.
—Ya que lo sabes todo, ¿cómo propones que viajemos hasta Tebas una vez que lleguemos a Argos? No hay muchas carreteras secundarias, algunas son peligrosas, y si están poco concurridas es por algo. Ya no nos persiguen solo los enemigos del Olimpo, sino también el anax loco de Creta.
—Vale la pena correr el riesgo. —Apolo mantiene un gesto impasible—. Nadie nos seguirá por esos caminos.
Teseo comprende antes que yo lo que está insinuando Apolo.
—¿Foloi? ¿Vamos a ir al bosque prohibido? ¿Estás loco?
—Vale la pena correr el riesgo —repite Apolo, quitando hierro a las preocupaciones del ateniense con un aleteo impaciente de la mano.
—Allá tú si quieres perder la vida por esa temeridad —replica Teseo con vehemencia—. Pero a mí no me metas.
Ya me tienen harta.
—O hacéis las paces hasta que lleguemos a Argos —les ordeno, tajante, mientras me encaro con ellos— o podéis viajar a Tebas por vuestra cuenta. No tengo reparos en dejar atrás a cualquiera de los dos.
Los dos príncipes —uno del Olimpo y el otro de Atenas— se sostienen la mirada con un gesto que confirma que la tregua solo será temporal. No sé de dónde ha surgido esta reciente animadversión, pero no puedo perder el tiempo con tonterías. Ya se trate de rivalidad masculina o de inseguridad regia, no pienso tolerarlo. A pesar de mi advertencia, Teseo y Apolo se ponen a discutir en la proa como un matrimonio mayor —otra vez—, metiendo tantas voces como para despertar a Poseidón.
—Así contraigáis la peste. —Doy media vuelta y bajo a la bodega, airada. Mi sombra, Lykou, no se separa de mí.
Le acaricio suavemente por detrás de las orejas y me subo a mi hamaca. Mis músculos se resienten con ese sencillo movimiento. A pesar de la asistencia curativa de las musas, sigo agotada y dolorida después de lo sucedido en Cnosos. El bramido de un Minotauro imaginario me atormenta por las noches.
—No hace falta que me sigas a todas partes —le digo a Lykou.
Mi amigo planta sus cuartos traseros al lado de la hamaca, con un gesto que me indica que no piensa separarse de mí.
—Por favor, Lykou. —Le lanzo una mirada suplicante—. Creo que ya he demostrado varias veces que no necesito tu protección.
El lobo se mantiene imperturbable.
Con un suave suspiro, me estrecho entre mis brazos y giro el cuerpo para eludir su penetrante mirada.
—Al menos déjame un rato tranquila.
A regañadientes, Lykou se aleja hacia las sombras y me deja a solas con mis pensamientos.
El caduceo que llevo colgado a la espalda, oculto por debajo del quitón, es un recordatorio del lastre —mejor dicho, los grilletes— que me vincula a los dioses. La flauta de Hermes, el colgante de mi madre y el medallón de Festo que me dio Ariadna pugnan por hacerse sitio entre mis pechos.
Ignorando dolores tanto reales como imaginarios, me concentro en los ronquidos de los marineros y en el balanceo de mi hamaca, dejándome arrullar por ellos hasta sumirme en un sueño inquieto.
Alguien me despierta sin miramientos con unas palmaditas en la cara. Al mismo tiempo, siento el roce de unas patas bajo la capa.
Mi primera reacción es desenfundar el puñal que llevo sujeto del muslo y presionarlo sobre el pescuezo de mi agresor. Funciona. Mi asaltante suelta un bufido. Le pego un puñetazo en el abdomen y un gruñido familiar resuena en la oscuridad.
Teseo se encoge, sujetándose el estómago. Me bajo de la hamaca. El barco se balancea tanto que casi pierdo el equilibrio. Abro la boca para llamar a gritos a Lykou, pero Teseo se lanza sobre mí. Caemos sobre la cubierta, enzarzados. Mi cuchillo sale despedido por el suelo.
Los marineros siguen roncando. Intento gritar de nuevo, pero Teseo sofoca el sonido cubriéndome la boca con una mano. Me inmoviliza, con el antebrazo apoyado sobre mi pecho. Me entra el pánico mientras me hinca las rodillas en los muslos. Logro asestarle un codazo en las costillas.
Teseo no emite ningún sonido. Redobla sus esfuerzos, pega un brinco para abalanzarse sobre mí.
Aprovecho su impulso para derribarlo e inmovilizarlo en el suelo. Se oye un golpetazo en la oscuridad, percibo un destello dorado por el rabillo del ojo. El caduceo ha salido despedido. Lo ha acogido Teseo. Saco otro puñal de una funda que llevo prendida del muslo y lo sostengo sobre su pecho. Me bulle la sangre con una rabia feroz e insaciable que me insta a clavarle el puñal en el corazón.
Goterones de sudor corren por las sienes de Teseo, el blanco de sus ojos centellea incluso entre la oscuridad.
—El arma, la necesito.
—¿Y por qué no me la pides y ya está? —replico, conteniendo por poco el deseo de apuñalarlo.
No se despierta ningún marinero, sus ronquidos siguen resonando por el camarote. Lykou y Apolo aparecen a mi lado. Los colmillos de lobo centellean bajo la tenue luz de la antorcha cuando lanza una dentellada a pocos centímetros del pescuezo de Teseo.
—Dame el arma, Dafne. —A Teseo le tiembla el labio inferior—. O ella nos matará a todos.
Mi rabia remite, al tiempo que me pega un vuelco el corazón. Visualizo el pálido rostro de esa mujer, rodeado por una cabellera oscura, con unos penetrantes ojos de color rubí.
—¿Ella?
—Está aquí —masculla Teseo. Un reguero de sudor me recorre el espinazo—. Justo detrás de ti.
Me doy la vuelta sin pensar, empuñando el cuchillo. Apolo me agarra por la muñeca.
—Déjate de tonterías, Teseo. Dafne es la única mujer a bordo de este barco.
—No —replico, con el corazón retumbando a marchas forzadas dentro de mi pecho—. Teseo se refiere a la mujer de mis sueños. La que me obligó a… matarte.
Apolo frunce el ceño. Fulmina a Teseo con la mirada.
—¿Estás a su servicio?
—¿A su servicio? —Teseo enseña los dientes—. Esa mujer es lo único que veo, lo único que percibo en este condenado barco. Me matará si no le entrego esa arma.
Aferro la empuñadura del cuchillo con más fuerza.
—¡Juraste que no me traicionarías!
—No puedo evitarlo, Dafne. —Teseo parece desesperado—. Esa mujer está aquí, aparece cada vez que cierro los ojos.
—¿Y nos lo dices ahora? —inquiero, avanzando otro paso.
La voz de Apolo resuena de repente y me contiene:
—El heredero al trono dice la verdad. Pierde el control cuando ella invade su mente. ¿Y quién eres tú para juzgarle, cuando estuviste a punto de asesinarme a causa de una de sus tretas?
Bajo lentamente el arma, poniendo una mueca.
—Pero…
Con los puños apretados, Apolo se interpone entre Teseo y mi puñal, escrutando al ateniense. Por primera vez en todo el viaje, resulta intimidante de verdad. Esa fachada de noble desenfadado, con su campechanía y su sonrisa seductora, ha desaparecido. En las entrañas del barco, su rostro se ha convertido en la implacable máscara de un dios vengativo.
—Como vuelvas a tocar a Dafne alguna vez, maldeciré a todo tu linaje.
Teseo traga saliva. Se queda boquiabierto mientras se le cubre la frente de sudor.
—Tus hijos, tus nietos, los hijos de tus nietos, y así hasta que el ser humano desaparezca de la faz de la tierra, no conocerán el amor ni la alegría. No conocerán la victoria ni el poder, y no hallarán consuelo…, ni siquiera con la muerte. Se consumirán todos, y ni siquiera las arpías querrán picotear vuestros miserables huesos. A nadie le importará el destino de la casa real de Atenas.
Dejo caer el puñal al suelo con un golpe seco. Lykou se aleja de Apolo, de la rabia palpable que irradia. Su piel reluce con una luz etérea, un fuego prende en su interior, cuyas llamas rozan el reverso de su piel. Teseo me mira con un gesto suplicante.
—Seré tu aliado —me promete—. Lo seré mientras viva, ahora y siempre.
—Salvo que ella te engañe para apuñalarme por la espalda —replico, con un tono gélido y cortante como un bloque de hielo.
—Yo puedo ocuparme de eso —dice Apolo, tajante como un latigazo.
Horrorizado, Teseo se pone pálido.
—¿Qué vas a hacerme?
—Todavía te necesitamos. Parece que tu destino está entrelazado con el de Dafne —dice Apolo—. Reúnete conmigo en la cubierta antes de que le diga a Lykou que te desgarre el pescuezo. Las nereidas nos estarán esperando, sin duda.
Teseo se levanta del suelo a toda prisa y se va corriendo, sin pararse a mirarnos. Apolo se gira hacia mí, aún no se ha apagado del todo el fuego que centellea por detrás de sus ojos y bajo su piel.
—¿A qué ha venido eso? —inquiero—. ¿Por qué le has maldecido?
Apolo retrocede un paso.
—Lo he hecho para protegerte.
—No necesito tu protección —mascullo, apretando los dientes—. Y tampoco quiero que hechices a todo aquel que pasa por mi lado. —Ondeo una mano para señalar a Lykou—. ¿Es que aún no has aprendido la lección? Los humanos no seguirán venerando a los dioses eternamente si seguís maldiciéndolos cuando os viene en gana.
Niego con la cabeza. Las palabras que quiero decir se aferran al fondo de mi garganta como un tónico empalagoso y agridulce, pero las pronuncio a pesar de todo:
—Nuestro cariño hay que ganárselo, no comprarlo con hechizos y maldiciones.
El fulgor de su piel se apaga. Retrocede un paso, luego avanza otra vez. Me estrecha la mano entre las suyas y pego un respingo. Por primera vez desde que comenzó este viaje, tiene las manos frías. Noto el levísimo roce de sus labios sobre los nudillos magullados, un hormigueo se extiende por mi brazo.
—Amenazarte a ti es como amenazarme a mí, kataigída mía —dice con un hilo de voz, antes de darse la vuelta y desaparecer entre las sombras.
Lykou recoge mis pertenencias, las sujeta con suavidad entre los dientes y las mete en mi morral antes de subirse tímidamente a la hamaca, a mi lado. Esta vez acepto su compañía sin rechistar, hundiendo el rostro en su oscuro pelaje. Una brisa recorre el barco, mueve mi capa y me deja las piernas al descubierto. Me abrazo con más fuerza a mi amigo. Lykou refunfuña alegremente.
—¿Crees que lograremos volver a casa? —murmuro, con el rostro pegado a su áspero pelaje, inspirando hondo su aroma. ¿Desde cuándo huele a pino?
Lykou resopla y apoya la cabeza sobre mi brazo, recolocando los hombros hasta dejarlos presionados sobre mi pecho.
—Sí, yo tampoco lo sé.
Apoyo la barbilla sobre su mullido hombro mientras me pongo a pensar en Esparta, en Teseo y Apolo, y en las musas. Me resisto al sueño todo lo posible, mientras mi mente repite las palabras de Apolo una y otra vez:
«Amenazarte a ti es como amenazarme a mí».
La maldición de Midas gira lentamente en círculos alrededor del punto donde Apolo me dio un beso. Sus palabras pueden significar muchas cosas. Si una amenaza hacia mí lo supone también para él, puede que se deba tan solo a que no puede prescindir de mí por la importancia que tengo para este viaje y, en consecuencia, para su familia. Dudo que lo dijera como una muestra de afecto.
Apolo es un dios. Mi afecto y yo le importamos un comino. Solo le importa mantenerme con vida para asegurar el regreso de las demás musas. Y, lo más importante, para recuperar su poder.