Me despierto gritando, sobresaltando a los marineros que me rodean. Estoy temblando y se me pega el quitón al cuerpo, pues está bañado en sudor.
Todo ha sido tan real —esos olores penetrantes, ese dolor tan intenso— que no ha podido ser producto de mi imaginación. Noto un cosquilleo en la mano izquierda que me obliga a bajar la mirada. Sobre la palma de mi mano reluce una cicatriz pálida con forma de media luna, en el punto donde la diosa me hizo un desgarro.
Abro y cierro la boca, se me queda un grito atorado en la garganta.
Ares secuestró a las musas y Hermes nos ha traicionado. Piensan dar caza a Prometeo, Dioniso y Artemisa. Saben hacia dónde nos dirigimos.
Tengo que contárselo a Apolo. Ruedo para bajarme de la hamaca. Me fallan las piernas y acabo despatarrada sobre el húmedo suelo de la bodega. Lykou olisquea, presionando su húmedo hocico sobre mi pecho y mi estómago. Gimotea cuando percibe el olor de mi miedo.
Oigo un alarido y alzo la mirada hacia el techo. El grito me ha provocado una incontenible sensación de espanto.
Corremos hacia la cubierta. Un marinero señala hacia el sol que asoma por el horizonte. Me abro paso entre la maraña de marineros exaltados, abrumados por una mezcla de curiosidad, confusión y miedo.
—Hazme caso —insiste el marinero que señala—, la estrella no está en el lugar que le corresponde. —Alza el dedo, apuntando hacia las pocas estrellas que aún resultan visibles tras el amanecer—. El lucero del alba no se encuentra situado por encima del sol, sino hacia el oeste.
El marinero está en lo cierto: la última estrella que centellea en el cielo, el lucero del alba, se burla de nosotros desde su posición, enfrente del sol. Me giro hacia Apolo en busca de respuestas, pero él también está contemplando la estrella, con el ceño y los labios fruncidos. Me abro paso entre el gentío, olvidado ya mi extraño sueño, y me acerco a él.
—¿Qué significa eso? —susurro.
Apolo niega con la cabeza de un modo casi imperceptible. No lo sabe.
—¿Qué crees que significa? —insisto.
—Significa que algo está pasando con Héspero.
Se refiere a uno de los dioses celestiales que controlan el sol, la luna y el desplazamiento de las estrellas por el firmamento. Me pongo a pensar en las implicaciones, en las vidas trastornadas por el simple hecho de que las estrellas no estén en el lugar apropiado. Nuestras historias se desvanecerán. Los barcos echados a la mar se perderán hasta que tengan la suerte de encontrar tierra firme.
—Por fortuna —prosigue Apolo—, ya estamos llegando a Argos, así que no necesitaremos seguir guiándonos por los astros.
Al otro lado de una flota de barcos, las costas de Argos asoman por el horizonte, apenas a una hora de distancia. Pero ahora mismo Argos es lo de menos. Lo que más me preocupa es Héspero.
—¿Significa eso que Héspero ha perdido sus poderes? ¿Crees… crees que le ha ocurrido algo?
Pienso en Ganímedes y en el chasquido de sus huesos bajo los golpes de Ares. ¿El dios de la guerra habrá capturado y torturado a Héspero, tal y como hizo con el cortesano de Zeus? Siento un escalofrío y me estrecho entre mis brazos.
—Solo nos queda confiar en que esto sea un error y Héspero solo esté incapacitado temporalmente. —El gesto de duda de Apolo contradice sus palabras.
—Apolo —comienzo a decir, buscando el mejor modo de expresarlo. Tiro de él para alejarlo de la multitud, hacia el otro extremo del barco—. Creo que Héspero está en peligro.
Apolo guarda silencio y espera a que continúe. Habría preferido que intentara rebatirme. Giro la mano. Apolo ve la cicatriz que tengo en la palma, pero sigue sin decir nada. Esboza un gesto de preocupación apenas perceptible que sustituye su petulancia habitual.
—Anoche tuve un sueño. Soñé con el Olimpo. Hermes estaba allí, y también Ares. Habían traicionado a vuestro padre. —No sé expresarlo de otro modo, las palabras emergen por mi boca como una lluvia torrencial—. La mujer siniestra había vuelto y les dio orden de matarnos. Sabe que estamos buscando a las musas y hacia dónde nos dirigimos ahora. —Alzo la mano para situar la cicatriz a la altura de los ojos de Apolo—. Me hizo esto como advertencia.
Sopla una ráfaga de brisa que nos alborota el pelo. Apolo tiene un gesto indescifrable. Pasa un buen rato hasta que se decide a hablar. Me coge la mano y la presiona sobre mi pecho.
—Fue una pesadilla, Dafne. Nada más. Esa cicatriz solo es una más de las que cubren tu cuerpo por haberte criado en Esparta.
No puedo creer que haya dicho eso.
—¿Es que no lo entiendes? Ares y Hermes nos siguen la pista. Nos matarán antes de que podamos salvar a las musas.
Los ojos de Apolo despiden un destello que bien podría ser de ira.
—Aunque tu nodriza te haya llenado la cabeza de historias que afirmen lo contrario, Ares jamás traicionaría a nuestro padre. Adora el Olimpo, venera el poder que le ha sido concedido. Atacar a nuestro padre supondría tirar piedras contra su propio tejado. Y lo mismo pasa con Hermes. Aunque el heraldo y yo no nos llevemos bien, él jamás traicionaría a nuestro padre.
—Ares es un psicópata —replico.
—Ares es mi hermano —repite Apolo, esbozando una mueca—. Ten cuidado con lo que dices de él. Puede que haya hecho cosas horribles, pero eso no le convierte en un monstruo.
—Eso es precisamente en lo que le convierte —replico con la misma vehemencia que él—. ¿Por qué no me crees?
El rostro de Apolo queda mudo de expresión, su mirada se torna gélida de repente.
—Por más cruel que pueda ser Ares, actúa movido solamente por su deseo de hacer la guerra. Yo he hecho cosas mucho peores, azuzado por los caprichos de mi corazón.
Retrocedo un paso, sus palabras son un jarro de agua fría.
—Pero fuiste tú el que me dijo que no me fiara de Hermes, ni de ninguno de los dioses.
—Al igual que se lo diría a una muchacha ingenua que se deja engatusar por un libertino que pretende robarle la inocencia —replica Apolo, tajante—. Hermes te dio su arma más preciada, como muestra de confianza en nuestra misión. Ninguno de mis hermanos traicionaría jamás a Zeus.
Sus palabras me duelen en lo más hondo. Siento rabia e impotencia.
—Pero lo hicieron, y ni siquiera tu fe ciega en ellos cambiará eso.
—Olvídalo, Dafne.
Sin dejarme amilanar por su mirada, añado:
—¿No me crees porque no quieres preguntarte el motivo por el que traicionarían a vuestro padre? ¿Porque a lo mejor ellos tienen razón y no sois dignos de los poderes del Olimpo?
Apolo se sobresalta como si le hubiera abofeteado. Nos sostenemos la mirada, con llamas en los ojos que amenazan con avivarse hasta consumirnos a ambos. Cuando por fin responde, lo hace con la voz quebrada:
—Si de verdad crees eso, Dafne, regresa a Esparta y deja que salve a mi familia por mi cuenta.
—Proseguiré con este viaje hasta el final. —Me hinco las uñas en las palmas de las manos—. Pero está por ver si de verdad mereces mi ayuda.
Sin mediar palabra, Apolo se da la vuelta y se abre paso entre los marineros.
✵
Tocamos tierra menos de una hora después, el puerto está rebosante de actividad a estas horas de la mañana. Los marineros corren de un lado a otro del muelle. Los vendedores esbozan titubeantes sonrisas ante nuestra comitiva a pesar de lo temprano que es. Muchos contemplan con extrañeza la posición del lucero del alba, pero la mayoría están concentrados en la distribución de sus mercancías.
Como estamos ansiosos por partir, apenas dedicamos el tiempo y el dinero justos para adquirir comida y caballos para el primer tramo de nuestro viaje. Mientras embrido a mi caballo, oigo la reconocible melodía de una lira entre el estrépito del puerto.
Siento el impacto de una certeza como si fuera un bofetón. Hermes nos observa, y seguro que fue así como la diosa logró adentrarse en los sueños de Teseo.
Me arranco la flauta del cuello y la arrojo al agua. El oleaje la engulle. Apolo lleva el caduceo colgado a la cintura, así que no puedo hacer lo mismo con el cetro legendario.
Lidero la comitiva para salir de la ciudad hacia carreteras secundarias, nos adentramos en los terrenos áridos y rocosos que conducen a Tebas, lejos de la mirada indiscreta de Hermes y del alcance de Minos. Ya en campo abierto, me despojo de la caliptra y dejo libre mi pelo, sin trenza ni velo. Mis rizos disfrutan de su libertad, ondean impulsados por la brisa.
Tal y como dijo Apolo, hay muy pocos viajeros por estos caminos. Nos topamos con un único hombre a dos días de viaje desde Argos; su ropa cuelga holgada sobre su malnutrido cuerpo, es puro pellejo. Tiene el cabello claro y ralo, los ojos hundidos, y camina a duras penas. Por acto reflejo, acerco la mano a la empuñadura de mi daga.
—Por favor —dice, con voz áspera y hueca—. No me dio tiempo a coger nada antes de partir. No tengo dinero. Ni comida. No hay animales que cazar.
No miente. No hay árboles hasta donde me alcanza la vista, y no hemos avistado presas que cazar desde que partimos de Argos. Me ruge el estómago a causa del racionamiento al que nos hemos visto forzados.
—¿De dónde vienes, forastero? —pregunta Apolo, que mete una mano en su morral y le da al desconocido los restos de su cecina.
—De Nisea —responde con la boca llena. Acepta con avidez la cantimplora que le ofrezco y engulle hasta la última gota.
—¿Y por qué has abandonado el amparo de tu hogar? —Apolo acerca la mano hacia un puñal que me tomó prestado.
El viajero alza la cabeza, sobresaltado.
—El gran Poseidón ha dejado la ciudad a su suerte, mi señor. Fue engullida por el mar hace quince días.
Apolo palidece de repente. Deja caer la mano.
—¿Qué?
El hombre asiente y prueba otro bocado de cecina.
—Se desató una tormenta. Mi gente se acercó a la costa para admirar las enormes olas. No es temporada de tifones, ¿sabe usted?, y nadie consideró que pudieran suponer un mal augurio. El cielo se cubrió de relámpagos y nubarrones, así que pocos se fijaron en el retroceso del agua. Para cuando la gente vio la gigantesca ola que se aproximaba hacia ellos, ya era demasiado tarde. Los templos, las casas, el palacio del anax Megareo… Todo ha desaparecido.
—¿Megareo no era un enemigo de Minos? —le susurro a Apolo.
Apolo me fulmina con la mirada para hacerme callar.
—¿Cómo sobreviviste?
—Estaba pastoreando ovejas en la colina. Lo vi todo. —El hombre solloza con tanta fuerza que se le estremece el pecho entero. Las lágrimas dejan unos surcos sobre su rostro cubierto de mugre—. Las olas arrastraron la ciudad entera hacia el mar.
Me atenaza un escalofrío. Teseo está pálido como un espectro. Lykou es el único del grupo que no parece afectado, pues está ocupado olisqueando madrigueras de conejo a lo lejos.
Apolo le apoya una mano al hombre en la cabeza. Una luz dorada emerge de su mano ahuecada.
—Ahora cuentas con la protección de Apolo. Argos se encuentra a dos días de aquí. —Apolo hace surgir de la nada una moneda de oro. Tiene grabada la efigie de un pavo real—. Lleva esta moneda al templo de Hera como ofrenda para la diosa. Ella te protegerá.
—¿Y mis hijos? —El hombre alza la cabeza, parpadea para contener las lágrimas—. ¿Hera podrá devolvérmelos?
Apolo agacha la cabeza. Teseo desmonta, extrae un objeto de su equipaje y se lo entrega al viajero.
—Tras la visita al templo de Hera, lleva esto al palacio ateniense —le dice—. El anax Augías te proporcionará ropa y alimento, y te hará un sitio en su corte.
A pesar de mis recelos previos hacia ellos, ahora siento una oleada de orgullo. Cuando el hombre se marcha, con el ánimo más entero, Apolo se da la vuelta hacia mí.
—No te sorprendas tanto —dice, guiñando un ojo.
Hay dos semanas de viaje hasta Foloi. Apolo no puede consumir más poder para acelerar nuestro paso, así que solo podemos contar con nuestro propio aguante. Exprimimos a nuestros caballos, galopando sin cesar a través del áspero terreno, mientras Lykou corre junto a los cascos de mi corcel. Los días se vuelven más cálidos, más secos y, por encima de todo, más penosos. Añoro mi lecho y sus pieles, tener ropa limpia en lugar de este quitón empapado de sudor que llevo puesto un día sí y al otro también.
A pesar del sol abrasador, nos embarga un ánimo sombrío. Apolo sigue tratando a Teseo con animadversión y Lykou se aventura cada vez más y más lejos, correteando por las colinas, fuera de nuestra vista.
Teseo sigue teniendo ojeras y ya no está de humor para bromear, aunque hace un esfuerzo para reconciliarse conmigo. Cuando se me rompe la brida, la remienda sin titubear. Es el primero en salir a buscar leña para la hoguera y comida para el almuerzo, e incluso me da una de sus espadas para reemplazar la que hice trizas en Cnosos. Puedo perdonarle, al menos, por haber cometido el mismo error que yo: permitir que esa diosa se metiera en mi cabeza.
Unas nubes ocultan el sol, tiñen la carretera polvorienta con tonos grisáceos. Mientras Teseo se concentra en el tramo que se extiende ante nosotros, yo me acerco a Apolo con mi yegua. El dios enarca una ceja con gesto expectante.
—¿Y si la mujer de mis pesadillas está allí, en el bosque de Foloi? O incluso…
Se me atraganta el nombre de Hermes; lo único que puedo ver son los nudillos ensangrentados de Ares. Se me revuelve el estómago y me muevo con inquietud sobre mi montura. No he vuelto a comentar mi sueño con Apolo, pero sé que sigue enfadado por haber dicho esas cosas.
—No lo sé —admite Apolo. La incertidumbre comienza a pesar sobre sus hombros—. Esa… mujer de las sombras no es olímpica; en cambio, el traidor que secuestró a las musas en su nombre… —Titubea—. Sea quien sea, podría estar esperándonos en el lugar más insospechado. He querido mantener este viaje lo más en secreto posible.
Abro la boca para recordarle que creo que nuestros planes ya han quedado expuestos, pero me muerdo la lengua. Todavía me afecta su vehemente rechazo a lo que le conté en el barco. Apolo carraspea antes de continuar:
—A no ser que quieras dormir bajo la lluvia cuando se desate la tormenta esta noche, sugiero que aceleremos el paso.
Dicho y hecho, azuzamos a nuestros corceles.
Al cabo de una hora, Foloi aparece por el horizonte y nuestros caballos se encabritan ante la linde del temible bosque. Teseo maldice y Apolo aprieta los dientes mientras tratan de mantenerse derechos sobre sus caballos.
Las historias que he oído sobre Foloi —contadas de labios de Ligeia, de mis hermanos y de los espartanos— son tan siniestras como para matar del susto a un cordero. Contemplo la hilera de robles gigantescos, mientras mi escepticismo pugna con el recuerdo sobre lo ocurrido en el laberinto situado debajo de Cnosos. Tras el encontronazo con el Minotauro, ya creo que pueda haber cualquier cosa merodeando por estos bosques oscuros.
—Lykou —llamo a mi amigo. No pienso permitir que ni él ni yo seamos presa de las amenazas de Foloi.
Lykou me ahorra la molestia de tener que ir a buscarlo; corre hacia nosotros con un conejo muerto entre los dientes. Desmonto y me agacho para saludarle, pero él pasa de largo junto a mí y se adentra en el bosque.
Apolo escruta los árboles. Sujeta con una mano las bridas de su caballo, con los nudillos blancos como cisnes.
—¿Debería preocuparme verte tan nervioso? —pregunto, intentando mantener un tono desenfadado, mientras le asesto un codazo.
—No deberíamos tener problemas —dice Apolo, aunque no parece muy convencido—. Las dríadas de Foloi siempre han sido… impredecibles, pero seguro que Artemisa las habrá convencido para que se pongan de nuestra parte.
Mi yegua relincha e intenta arrancarme las riendas de las manos, pero yo me enrollo la tira de cuero con fuerza alrededor de la muñeca y me dispongo a seguir a Lykou. Mientras los oscuros árboles se ciernen sobre nosotros, mantengo una mano cerca de Praxídice.
Aunque es posible que Artemisa nos proteja en el bosque, Ligeia me contó muchas historias de bestias medio humanas que raptan mujeres como concubinas y hombres como alimento, de dríadas que atraen a los hombres hasta su muerte en lo alto de la montaña Foloi y de los estanques que pueden apresar tu alma durante toda la eternidad si te asomas a sus aguas.
Mientras sigo a Lykou, aguzo el oído para comprobar si nos sigue alguien. Mi amigo nos conduce por un sendero angosto que discurre cuesta abajo. Se me resienten las rodillas con cada paso. No me gusta la idea de adentrarme en un lugar así, pero no hay más senderos.
Varios pájaros revolotean y descienden en picado sobre nuestras cabezas, entonando una melodía estridente. A pesar de estar concentrada en el entorno, sonrío cuando Teseo suelta una sonora palabrota por detrás de mí.
—¡Condenados pájaros que no dejan de hacer sus cosas sobre mi capa!
Todavía sonriendo, reduzco el paso para situarme a su lado.
—Hay cosas mucho peores que las cagadas de pájaro.
—Supongo. —Me mira a los ojos—. Podría volver a ensartarme un Minotauro o alguna chiflada podría colarse en mi mente.
Deduzco de sus palabras que las pesadillas ya no atormentan sus sueños.
—A eso me refiero, ateniense. —Ladeo la cabeza y frunzo los labios como si estuviera pensativa—. Aunque estaba pensando en algo mucho peor. ¿Te imaginas tener que malgastar tu vida en un lugar tan horrible como Atenas?
—¿Los espartanos no sabéis lo que es la empatía y los sentimientos ajenos? —Sonríe, percibo en sus ojos un atisbo del brillo que tenían antes de lo ocurrido en el laberinto.
—Claro que lo sabemos. —Le doy un puñetazo en el hombro y Teseo suelta un bufido—. Lo que pasa es que nos da igual.
A mediodía, la luz del sol se filtra entre las ramas, iluminando el bosque con un centenar de tonos verdosos, creando un efecto abrumador en comparación con las llanuras doradas que hemos recorrido durante días. Avanzamos deprisa, no tardamos en empezar a sudar a causa del calor y el cansancio. Estoy tan concentrada en seguir a Lykou y detectar cualquier ruido extraño que no advierto que nuestro descenso nos conduce hasta un valle tranquilo, salpicado de árboles muy espaciados entre sí. Teseo anuncia que es el lugar perfecto para almorzar, ya que sus doloridas piernas le exigen un descanso.
Saco un poco de cecina de mi morral, le doy un trozo a Lykou y me pongo a mordisquear el mío, abstraída. Hermes podría estar siguiéndonos, aguardando con Ares a rebanarme el pescuezo mientras duermo. El heraldo ya nos localizó una vez y no tendrá dificultad para volver a hacerlo, sobre todo tras la intrusión de esa mujer siniestra en mi mente. Saben qué sendero hemos tomado y cuáles son nuestros objetivos y aliados.
El ateniense saca una cantimplora de su morral; percibo el olor fuerte y amargo del vino que se vierte en la boca. Se da cuenta de que lo miro y me lo ofrece.
—¿Quieres probarlo?
—No, gracias.
Apolo, que se acerca a Teseo por primera vez en varios días, le quita la cantimplora y pega un largo trago. Chasca los labios antes de devolvérsela.
—No está mal. ¿Lo robaste de las bodegas de Minos?
—Es posible —responde Teseo, encogiéndose de hombros.
—¿No os habéis cansado de jueguecitos? —Pongo los ojos en blanco en un gesto de fastidio—. ¿Por qué sois incapaces de responder a las claras?
—Hablando de juegos… —Teseo se gira hacia mí—. Quizá deberíamos jugar a uno. No sé nada sobre vuestra misión, aparte de que está estrechamente relacionada con la mía. Tampoco sé nada sobre vosotros, aparte de que tu hogar está en Esparta y el suyo en el monte Olimpo. Sigo sin comprender tu amistad con ese lobo. —Teseo señala hacia Lykou y mi amigo enseña los dientes—. Y tampoco sé cómo escapaste del Minotauro con vida.
—¿Adónde quieres llegar? —inquiero, cruzándome de brazos. No me gusta el rumbo que está tomando esta conversación.
Teseo extiende los brazos y exclama:
—Vamos a jugar una partida de cótabo.
—Deberíamos continuar y acampar en un lugar más seguro. Además, no tenemos ninguna copa para lanzar.
De la nada, aparece una cílica llena hasta el borde. Luego aparece otra delante de Apolo, que la alza para imitar el gesto de un brindis.
—Hay demasiada animadversión entre los tres —dice Apolo—. Aunque Teseo y yo no nos tengamos gran simpatía, como sigamos así, nuestras diferencias disminuirán nuestras posibilidades de triunfo.
El cótabo es uno de los juegos más subidos de tono de Grecia. A los espartanos —que son expertos en el arte de jactarse, sobre todo con demostraciones de fortaleza física— les encanta. El jugador toma una cílica, la llena de vino y arroja el contenido sobre un blanco concreto, mientras pronuncia el nombre de su persona amada.
Si el vino da en el blanco, la persona nombrada tendrá un escarceo ilícito con la persona que arrojó el contenido de su copa. Yo perdí una vez contra Lykou, el año pasado, durante las Jacintias. Trago saliva al recordar el roce carnoso de sus labios, el roce de su robusto cuerpo. Me esfuerzo por eludir su mirada.
Me pongo colorada cuando Apolo me lanza una mirada ávida y dice:
—Como sé que te opondrás a las normas habituales del juego, hagamos nuestra propia variación del cótabo. Con cada acierto, podrás hacerle una pregunta a quien tú elijas.
Le quito la cantimplora a Teseo y pego un largo trago. Cuando me detengo a tomar aire, digo:
—Me parece una forma de desperdiciar tus ya mermados poderes.
—Lo tomaré como un sí. —Apolo me guiña un ojo.
La idea del juego resulta tentadora. No me vendría mal una distracción frente a mis tormentosos pensamientos, protagonizados por Hermes, Ares y Pirro. Por toda respuesta, me acerco a un árbol caído y deposito una piedra encima. Esa será la diana. Teseo suelta un hurra y Apolo hace aparecer una cílica para dársela.
—Ha sido idea mía, así que empezaré yo.
Con un ágil giro de muñeca, Teseo da en el blanco y un chorro de vino aterriza sobre la piedra.
—Bien, Apolo, empecemos por las cuestiones menos personales. —Teseo se gira hacia el dios, que deja de sonreír al momento. Debió de pensar que Teseo centraría sus preguntas en mí—. ¿Por qué nos acompañas? Como dios que eres, ¿no tienes asuntos más importantes que atender?
Como si eso no fuera una pregunta personal. Estoy a punto de decirle a Teseo que eso no es asunto suyo, pero Apolo me interrumpe:
—Porque estoy maldito.
Me quedo boquiabierta, Lykou le mira con pasmo y Teseo está a punto de dejar caer la cílica al suelo. Apolo suelta un suspiro tan cortante como el viento del norte.
—Yo era el protector de las musas y durante mucho tiempo he sido el blanco de las iras de mi familia, pero mi necedad a causa del ego fue la gota que colmó el vaso. —Evita mirarme a los ojos—. El día que capturaron a las musas, mi padre, siempre tan hipócrita, me reprendió por ser un picaflor. Como si fuera un niño malcriado, me hice pasar por Zeus y fui a buscar a una de sus amantes, Teodora, la princesa de Etolia. Abandoné mi puesto durante una noche. Una noche que lamentaré toda mi vida. A la mañana siguiente, Teodora fue hallada muerta y las musas habían desaparecido del jardín de las Hespérides.
—Continúa —digo, obligándome a mantener la calma.
—Ese es el verdadero motivo por el que ningún miembro de mi familia se ha sumado a este viaje. Es algo que debo hacer solo.
—Pero Artemisa…
—Mi hermana haría cualquier cosa por mí, y yo por ella. Al ayudarme, está desobedeciendo a nuestro padre. —Bebe un largo trago de vino antes de arrojar el resto sobre la piedra—. Y por eso te metió en este lío.
Entonces se gira hacia mí y me pregunta:
—¿Qué crees que pasará si alguna vez te aceptan como ciudadana de Esparta? ¿Crees que te darán un puesto en el ejército, así por las buenas? ¿Que la corte espartana te recibirá con los brazos abiertos?
Sus palabras son tan duras como un largo invierno, pero al mismo tiempo creo que me entiende. Percibo un gesto de preocupación en sus ojos, tan claro como la afabilidad que irradia su rostro. Aunque me gustaría decirle por dónde puede meterse su preocupación, le respondo con sinceridad:
—No lo sé. Puede que algún día me vaya de Esparta y emprenda una vida como mercenaria. O puede que me una al séquito de uno de mis hermanos y cobre por protegerlos. Me resultaría imposible separarme de ellos.
Apolo me mira de repente con tanta intensidad que giro la cabeza para otro lado. Entonces advierto que Lykou también me está observando, con un gesto indescifrable en su rostro lupino.
Al pensar qué pueden significar esas miradas se me encoge el corazón, me empieza a faltar el aire. Ondeo los hombros para aparcar esos pensamientos incómodos y salpico con facilidad la piedra, antes de pasarle la cílica a Lykou.
—¿Piensas seguir los pasos de tu padre en la política o continuarás en el ejército? Golpea el suelo con la pezuña si es la política o ladra si es el ejército.
Lykou ladra y golpea el suelo, eligiendo las dos opciones a la vez. Es habitual entre los jóvenes espartanos pasar unos años en el ejército —a veces muchos—, antes de embarcarse en una carrera política. Es probable que Alkaios hubiera hecho lo mismo, siguiendo los pasos de nuestro padre, si no se lo hubiera impedido el hecho de ser motaz.
El primer intento de Lykou de jugar al cótabo convertido en lobo es tan desastroso como cabría esperar, y lo único que consigue es salpicarse el morro de vino. Teseo y Apolo se ríen a carcajadas; yo disimulo las ganas de reír con una tos. Lykou gruñe y enseña los dientes, desafiándome a que me ría de él.
—Ya sabemos de dónde obtiene Apolo sus poderes. —Teseo salpica la piedra con vino antes de girarse hacia mí—. Pero ¿de dónde sacas tú los tuyos? ¿Qué dios te insufló tal fortaleza como para abatir al Minotauro?
—No soy más que un vástago indeseado de las islas, obligada a convertirme en motaz en Esparta cuando mis padres me rechazaron. —Doy un sorbo de vino—. No tengo dones ni poderes.
—Mientes.
—No malgastes aliento, Teseo —replico—. Lo necesitarás la próxima vez que me vea obligada a salvarte la vida y tenga que escuchar tus atribuladas muestras de gratitud.
—Qué frase tan elaborada para una espartana —dice Teseo.
Suelto una carcajada.
—Huy, perdona. ¿Acaso el ateniense necesita que se lo repita con palabras más sencillas? A ver si lo entiendes así: sin mí, estarías muerto.
Mi chorro de vino da en el blanco antes de que Teseo pueda replicar. Me giro hacia Apolo.
—Háblanos de tu arco.
Apolo hace girar el arma dorada entre sus manos, la luz del sol se refleja sobre sus centelleantes tallados.
—Como dije antes, es un regalo que me fue entregado cuando era muy pequeño, antes de que hubiera aprendido siquiera a caminar. Mi hermana tiene uno idéntico, en forma de luna en cuarto creciente. Para disparar con este arco es preciso estar dispuesto a sacrificar el cuerpo y el alma, a dejar a un lado cualquier motivo egoísta. Y también es preciso ser un dios, claro.
—Eso me excluye.
—Solo cabe esperar que nunca sea necesario utilizar ninguno de estos arcos.
Apolo salpica la piedra con el vino y le pregunta a Teseo:
—¿Por qué te ha ordenado Atenea que cumplas esas tareas? ¿No tienes derecho a heredar el trono?
Teseo se queda mirando el contenido de su cílica.
—Al igual que tú, soy una cruz para mi padre. Cuestiona el afecto de mi madre hacia él y cree que soy un hijo bastardo. Le pidió consejo a Atenea, la diosa más sagrada de Atenas, y ella le dijo que me hiciera cumplir seis trabajos para demostrar que soy un heredero digno. Solo un héroe de verdad puede ocupar el trono de Atenas.
—¿Los héroes tienen la costumbre de hurgar entre las pertenencias de una mujer mientras duerme? —Fulmino al ateniense con la mirada.
—Aunque deteste decirlo —dice Apolo, que alza su cílica hacia mí—, eres la menos indicada para reprender a alguien por las cosas que hace en sueños.
Disimulo el bochorno que me produce oír eso. Carraspeo y replico:
—¿Y tú no has aprendido nada de tu maldición? ¿O es que tu ego será tu perdición?
Apolo borra su gesto irónico.
—¿Crees que somos tan diferentes? Tú, mortal, siempre tan empeñada en que te acepten, en demostrar tu valía, ¿te crees mejor que yo? —Apolo deja su cílica en el suelo y niega con la cabeza—. Los dos nos hemos embarcado en esto con el mismo motivo: demostrar que somos dignos.
No tengo respuesta para eso, ninguna réplica ingeniosa. Me pongo roja como un tomate. Bebo un sorbo de vino, mientras evito mirarle a los ojos.
Teseo tose, alza su copa para lanzar de nuevo, pero entonces Lykou ladra y nos sobresalta a todos. Me giro y acerco una mano al puñal, pero Lykou simplemente está hurgando en mi equipaje, seguramente en busca de comida.
—Ten paciencia —le digo—. Deja que lo saque yo.
Lykou gruñe y sigue buscando entre mis cosas.
—¡Lykou! —Lo empujo mientras él extrae el hocico con un puñado de cecina. Intento sacárselo de entre los dientes—. Se supone que es para todos.
El bosque se queda inmóvil. Se me hielan las entrañas como la primera helada del otoño. Lykou me pega un mordisco, con un gesto salvaje e inhumano. Apolo y Teseo interrumpen lo que están haciendo. Lykou pone los ojos como platos al darse cuenta y comienza a lamerme el brazo mientras gimotea. Al ver que no le perdono —estoy demasiado estupefacta como para decir algo—, se aleja corriendo entre los árboles con el rabo metido entre las patas. Me quedo sentada un rato, aturdida, mientras repaso mentalmente las implicaciones de lo ocurrido.
Apolo se arrodilla a mi lado, nuestros muslos se rozan. Está tan cerca que percibo la calidez inhumana que irradia. A pesar del dolor que siento en el brazo, recorro con la mirada el contorno de su mandíbula. Se me seca la boca de repente.
Apolo tiene razón: aunque deteste admitirlo, somos iguales. Dos individuos malditos, con poco sentido común, que persiguen el sueño de ser aceptados.
Teseo nos mira alternativamente y carraspea antes de decir:
—Intentaré alcanzar a tu lobo.
Cuando se marcha, espada en mano, alargo el brazo para que Apolo lo examine. No estoy herida, por suerte, pues la maldición de Midas ha absorbido la mayor parte del mordisco. Apolo frunce el ceño, me desliza una mano de un lado al otro del brazo, como si pudiera anular el dolor, como hicieron las musas. No lo consigue, aún noto pequeñas molestias a causa del mordisco de Lykou.
—Lykou ya no es solo un lobo por fuera. Está cediendo ante su instinto animal, va perdiendo poco a poco su humanidad. Lo vi en el mercado de Heraclión, pero pensé que el rescate de las primeras musas ralentizaría su transformación. —Aprieto los puños y empiezo a temblar—. Lykou ha aprendido la lección, Apolo. ¿Puedes devolverle su apariencia humana?
—Mis poderes se están desvaneciendo. —Aparece un fulgor en sus ojos—. Quise devolverle a Lykou su apariencia humana antes de que llegáramos a Cnosos. Habría sido mucho más sencillo colar a otro humano en el palacio antes que a un lobo. Pero cuando traté de invocar mi poder, no había suficiente. Ni siquiera con el regreso de esas musas tengo la fortaleza necesaria para llevar a cabo la transformación. Podría acabar con una cola o con colmillos. Podría quedar algún rastro del lobo en su mente.
—Entonces, ¿por qué malgastas tus poderes con estas frivolidades? —exclamo, arrojando mi cílica contra un árbol. La copa se hace trizas y varios trozos de arcilla revolotean por el aire—. Ahorra energías y devuélveme a mi amigo.
—¿Y luego qué, Dafne? —inquiere Apolo, enfadado, apretando los dientes—. Lykou estará de vuelta, pero ¿y si acabamos heridos? ¿Qué prefieres: que le cure o que le sostenga una mano humana en su lecho de muerte?
Apolo me observa con tiento, esperando un arrebato por mi parte, a causa de la ira que se acumula en la punta de mi lengua.
—¿Qué será de él si no logramos encontrar a las musas? —susurro.
—Mis poderes se perderán y Lykou seguirá siendo un lobo durante el resto de su vida. —Apolo alza la cabeza, aunque detecto un atisbo de remordimiento en su mirada—. Hasta que devolvamos a las musas al Olimpo, su humanidad fluctuará del mismo modo que mis poderes. Pronto no quedará nada del muchacho espartano al que tanto querías.
Debería estar furiosa con Apolo. Si siguiera siendo esa jovencita ingenua de antes, la misma que subestimó la furia de Artemisa, tal vez me habría abalanzado sobre él. Pero no puedo dejar de pensar en Pirro. Si los poderes de Apolo se están desvaneciendo, pasará lo mismo con los de su hermana.
Si mi hermano pierde su humanidad, como le sucede a Lykou, ¿Artemisa seguirá siendo capaz de controlarlo? ¿O se pondrá a deambular por el bosque Taigeto como un animal salvaje, hasta caer abatido a manos de algún cazador? Empiezo a respirar con dificultad, noto una presión en el pecho que me estruja el corazón.
No. Puede que esto empezara con mis hermanos, pero ahora abarca mucho más. Esto lo hacemos por el Olimpo y por el mundo que se desmorona a nuestro alrededor.
—Rescataremos a las musas —afirmo, para convencerme más a mí que a él—. Artemisa me devolverá a mi hermano… y a Lykou. El Olimpo recuperará la normalidad y podremos seguir con nuestras vidas.
En el fondo me duele pensar eso, la idea de regresar a Esparta con esa gente que tanto me despreciaba. Aparto ese pensamiento de mi mente.
Apolo se pone alerta. Se levanta. Los caballos relinchan, meneando las orejas, mientras los pájaros cesan su cántico y el viento deja de soplar.
—¿Qué ocurre? —Me acerco a coger los puñales que siguen guardados en los sacos de mi yegua, sin dejar de mirar hacia el bosque.
Apolo sigue examinando los confines del campamento. Cuando se gira hacia mí, un escalofrío me recorre el espinazo.
—Nos están observando.
—Sí.
Una carcajada ronca resuena después de esa afirmación. Empuño a Praxídice.
—Te estábamos esperando, hijo de Zeus.
De entre las sombras emergen unos centauros que nos rodean, armados con arcos y flechas.
«Los kentauroi son letales y hermosos —me dijo Ligeia en una ocasión—. Comparten el cuerpo de un hombre y una bestia, así que también han de compartir el alma y el corazón de ambos. Infames ladrones de ganado y secuestradores de mujeres, se dice que los kentauroi son feroces y vengativos».
El que ha hablado es una bestia fornida, lo bastante grande como para desafiar incluso al Minotauro. Tiene el cuerpo de un semental cobrizo, con el pecho musculado y repleto de cicatrices, y unos bíceps tan grandes como para aplastarme el cráneo.
Permanezco inmóvil, con la mirada fija sobre las veinte puntas de flecha dirigidas hacia mi gaznate.
—Euritión. —Apolo inclina ligeramente la cabeza—. ¿A qué debemos este placer?
Noto un cosquilleo en el espinazo y caigo de rodillas. La lanza echa a rodar por el suelo, por delante de mí. Me llevo una mano a la espalda y me encuentro un dardo. Lo miro, tiene una fina punta metálica y unas plumas rojas que empiezo a ver borrosas. Apolo cae de bruces junto a mí. Se me nubla la vista, estoy demasiado aturdida como para decir algo.
—Deberíamos matarlos —dice un centauro, mientras se oye el silbido que produce al desenvainar su espada.
—No. —El centauro llamado Euritión se cierne sobre el cuerpo inconsciente de Apolo—. La anassa de la oscuridad los quiere con vida.