Restallan truenos a nuestra espalda, procedentes del cielo y de la tierra, anunciando tanto la llegada de la primera tormenta del verano como el avance del ejército de centauros que nos pisa los talones. Con la mochila abrazada al pecho, me lanzo cuesta abajo. Mientras ruedo por la pendiente, una ramas afiladas me arañan la piel y me desgarran los restos de mi quitón. Praxídice rechina bajo mi peso.
Antes de que pueda sentir los efectos del mareo, vuelvo a ponerme en pie y me adentro a toda velocidad en el laberíntico bosque.
Llevamos tanto tiempo corriendo que se ha hecho de noche. Al no haber estrellas con las que poder guiarme, solo dispongo de mi instinto y de la adrenalina para seguir avanzando. Mis ojos se acostumbran a duras penas a la oscuridad. Puede que los bosques que rodean Esparta sean mis dominios, pero estamos en territorio de centauros y les hemos enfurecido. Hipólita, Teseo y Apolo se esfuerzan por seguirme el ritmo, a pesar de los obstáculos y las torceduras, mientras que el musgo del suelo se aferra a nuestros pies como si tratara de entorpecer nuestra huida.
La incipiente tormenta amenaza con extinguir la escasa luz de luna que se filtra a través de las hojas. Salto sobre un arroyo y sigo corriendo. Uno de mis compañeros no tiene tantos reflejos y el chapoteo que produce revela nuestra posición.
—¡Hacia el norte! —ruge un centauro, por detrás de nosotros.
El pánico me impulsa a acelerar. El corazón me late con fuerza en el pecho.
Corro más y más. Diviso un abismo oscuro por los pelos y me freno en seco antes de precipitarme por el acantilado. Teseo choca conmigo. Me aferro al árbol más cercano para impedir que los dos caigamos al vacío. La corteza me desgarra la piel. Hipólita y Apolo se detienen a nuestro lado. Una roca cae por el borde y rebota en todos los salientes que hay por el camino.
—¡Deprisa! ¡Se dirigen hacia los acantilados! —Los gritos de los centauros nos espolean mientras seguimos adentrándonos en el bosque.
Me tuerzo un tobillo, noto un dolor distante mientras sigo corriendo a la desesperada. Una rama me araña la mejilla y se me engancha en el pelo, tirándome del cuello, pero no me detengo. Una flecha pasa silbando junto a mi sien. Vuelvo a tropezar, el cansancio empieza a hacer mella en mí.
Apolo me agarra con su mano abrasadora y me ayuda a levantarme. No tengo tiempo de darle las gracias antes de volver a descender corriendo por otra colina y de seguir adentrándonos en el bosque. Apolo jadea cada vez más. Su poder se encuentra bajo mínimos.
Los oscuros árboles representan un obstáculo peligroso e implacable mientras corremos entre ellos. Hipólita se adelanta, pero aparece un leño surgido de la nada. La amazona tropieza y se estrella contra el suelo. Teseo también tropieza, pega un grito que se convierte en un faro que guía a los centauros hacia nosotros.
Apolo tira de Teseo para levantarlo y yo cargo a Hipólita sobre mis hombros. Los árboles se ciernen sobre nosotros. De repente llegamos renqueando hasta un claro, un pantano de aguas turbias que se aferran a nuestros pies y nos cortan la retirada.
Lanzo un grito ahogado cuando medio centenar de centauros emergen de entre los árboles. Se alinean por los bordes del pantano, formando un círculo sólido e infranqueable a nuestro alrededor. Nos apiñamos entre nosotros, espalda con espalda, preparándonos para el ataque. Resuenan unos truenos en la lejanía que anticipan la llegada de un chaparrón repentino, que nos ciega con su intensidad y nos deja empapados en cuestión de segundos.
Parpadeo para que no se me meta la lluvia en los ojos. Un relámpago hace relucir las puntas de las flechas. Los centauros desenfundan sus espadas, sus bufidos resuenan en el ambiente.
Alargo la mano despacio hacia la espada que llevo a la cintura, sustraída del arsenal del centauro. De repente, Apolo me aparta de un empujón y recibe un flechazo en el bíceps. Pega un grito y se desploma junto a mis pies. Me agacho a recogerlo, pero se me corta el aliento cuando noto un dolor punzante en el antebrazo. Empieza a manar sangre de la herida que me ha dejado una flecha en el reverso de la muñeca. Se extiende el silencio entre mis amigos y los centauros que nos rodean, roto tan solo por el traqueteo constante de la lluvia.
—La anassa os quiere vivos —anuncia un soldado, que se adelanta, pero con cuidado de no entrar en el agua. Chorrea agua por su yelmo y su armadura de bronce, por la flecha con la que nos apunta—. Rendíos y no os pasará nada.
—¿Y qué les ha prometido Nix a los kentauroi de Foloi? —inquiere Apolo. Se sujeta la herida del brazo, empieza a escurrirse icor oscuro entre sus dedos—. ¿Quién tiene tanto poder como para poneros en contra del Olimpo?
—Nix nos ha prometido revancha. Ya no tendremos que postrarnos ante los pusilánimes dioses del Olimpo. —Mientras el centauro habla, todas las flechas apuntan ahora hacia Apolo—. La diosa de la oscuridad nos…
Una cacofonía de aullidos resuena en mitad de la noche, interrumpiendo al centauro. Todos se giran en la dirección de la que proviene ese sonido, con las flechas apuntando hacia los árboles.
Todo comienza con un ruido sordo, un temblor bajo nuestros pies que agita las aguas. La temperatura baja de repente, el viento amaina. Los centauros se estremecen.
Los árboles empiezan a moverse, cerniéndose sobre los centauros. Se desata el caos y un relámpago atraviesa el cielo nublado, iluminando los rostros aterrorizados de los centauros mientras intentan discernir el peligro que se aproxima y comprender por qué esos árboles se mueven por voluntad propia, contraviniendo las leyes de la naturaleza.
Los árboles zarandean sus ramas negras para arrojar a los centauros por el pantano o hacia otros árboles, que los aplastan bajo sus raíces. Una manada de lobos corre entre los troncos, mordiendo y desgarrando a los centauros que intentan huir.
Hipólita y yo nos movemos a la par. Nos adentramos en una maraña de cuerpos y acero, nos abrimos paso a estocadas entre los centauros que siguen en pie. Giro, ella se sitúa a mi espalda mientras ensarto al enemigo más cercano con mi espada, que traza un arco plateado y letal. Percibo el olor metálico de la sangre.
Oigo que un lobo aúlla de dolor, su voz resuena entre todo este estrépito. Hipólita se lanza hacia el frente.
—¡Lykou! —grito.
El lobo gira sobre sus cuartos traseros para situarse de frente a mí. Con la espalda desprotegida, un centauro me agarra por la mochila y me arroja al agua.
Un nuevo relámpago surca el firmamento. Veo cómo Lykou se lanza al cuello del centauro. Percibo el destello de unos dientes blancos manchados de sangre antes de hundirme a causa del peso de mi mochila. Me veo arrastrada hacia las profundidades del pantano. Incluso bajo el lodo, sigo oyendo de lejos los chillidos y los alaridos, el restallido de los truenos y la voz de Apolo llamándome a gritos.
Mientras me hundo, hago aspavientos inútiles bajo el agua, en busca de algo a lo que aferrarme. Con los dientes apretados y los ojos cerrados, le ruego al agua que me dé fuerzas. Pero no ocurre nada.
Mi espalda choca con el lecho del pantano y, contra todo pronóstico, mi mano se topa con una pierna, cálida y robusta. Rezo para que no sea la pata de un centauro mientras me sirvo de ella para impulsarme hacia la superficie. El agua de la lluvia y del pantano inundan mi campo visual, pero no antes de que un ciervo con el pelaje cobrizo y una cornamenta blanca emerja de entre los árboles. No es la primera vez que lo veo. Diviso una figura solitaria, una mujer alta con un broche en forma de luna en cuarto creciente en el hombro.
—¿Pirro? —Toso para escupir el agua que he tragado—. ¿Artemisa?
La diosa ha venido a ayudarnos, empleando los últimos poderes que le quedan. Teseo me ayuda a levantarme. Apolo, Hipólita y Lykou nos siguen mientras corremos a través de una abertura entre los árboles, hacia la oscuridad que se extiende al otro lado.
No es hasta que me vuelvo a caer y muerdo el polvo, muchos kilómetros después, cuando Apolo acepta que hagamos un alto para pasar la noche. Lo único que queda del paso de la tormenta es la tierra humedecida y un goteo constante desde las hojas de los árboles. Me sigue sangrando la muñeca y veo unas motitas oscuras que empañan mi visión.
Teseo se desploma a mi lado, aferrándose el costado, con un reguero de sangre sobre su piel bronceada.
Deslizo las manos en vano sobre la herida. No tengo nociones curativas.
—Hay que frenar la hemorragia —dice Teseo, apretando los dientes—. Busca un trozo de tela.
Arranco un trozo de mi quitón y lo acerco al costado del ateniense. Pero Apolo me quita el trozo de tela y niega con la cabeza de un modo tajante.
—Solo conseguirás empeorar la herida con esa tela mugrienta —replica, mientras desenfunda un puñal.
Rodea el filo con los dedos. El puñal comienza a humear y a chisporrotear. Cuando retira la mano, el metal está al rojo vivo. Antes de que Teseo pueda protestar, le apoya el filo sobre la herida.
Teseo vuelve a gritar, su piel sisea a causa del roce ardiente. Se le quedan los ojos en blanco y, antes de que pueda sujetarlo, se desploma de espaldas.
Me inclino sobre él para verle la cara.
—¿Teseo?
Está inconsciente.
Con el trozo de tela en una mano, me giro hacia Apolo y le pregunto:
—¿Qué se te pasó por la cabeza para interceptar esa flecha?
—Intercepté la flecha porque… —Suelta un gruñido ahogado, después niega con la cabeza—. Olvídalo. Lo hecho hecho está.
Aturdida, sostengo en alto el puñal, todavía humeante.
—Tenemos que cauterizar también tu herida.
—Una quemadura más para la colección. —Las marcas del hierro relucen a pesar de la escasez de luz; se está curando mucho más despacio de lo que sucedería si Apolo estuviera en la plenitud de su poder.
—Gracias por salvarme la vida —susurro mientras presiono el filo sobre su brazo.
Apolo aprieta los dientes y se le escapa un gemido ahogado. Empieza a sudar. Cuando retiro el puñal, suspira aliviado.
Lykou lame la herida de flecha que tengo en el reverso de la mano. Se restriega contra mi costado y gimotea, como si me estuviera pidiendo perdón.
—No hay nada que perdonar —murmuro, mientras hundo el rostro entre los pliegues de su oscuro pelaje. Huele a pino, a tierra y a sangre—. ¿Esa sangre es mía o de alguno de esos centauros bastardos?
Lykou suelta un gruñido por toda respuesta, y yo estoy demasiado cansada como para insistir.
Apenas me quedan fuerzas. Me recuesto lentamente en el suelo y se me cierran los ojos. Antes de que mi mente pueda transitar desde este mundo hasta el de los sueños, percibo un aroma reconocible a madera de cedro, entre el olor a sangre y a pino, y me espabilo cuando Apolo me zarandea por el hombro.
—Tengo que vendarte la herida.
Apolo me agarra por la muñeca, espabilándome un poco más. Me esfuerzo por mantener los ojos abiertos mientras él examina el corte que tengo en la mano, para luego fijarse en el surtido de tajos y magulladuras que me cubre el cuerpo entero.
Hipólita sigue teniendo el brazo derecho inutilizado y el hombro desencajado. Empujo a Apolo hacia nuestra amiga herida.
—Ocúpate de ella primero —insisto, mientras me acurruco junto a Lykou—. Mis heridas no son graves.
El dolor que siento en un tobillo sugiere lo contrario, pero me puede el cansancio. Dejo de resistirme. Lo último que veo antes de que me venza el sueño es a Apolo, que me observa con una mezcla de tristeza y remordimiento.