Pongo rumbo al bosque Taigeto, surcando el terreno a una velocidad insólita. Cástor y Lykou me flanquean, sus largas piernas los impulsan cada vez más fuerte y más lejos con cada zancada. Los otros dos corredores se quedan rezagados, atontados por el vino e incapaces de seguir compitiendo. Mejor.
Tengo más que perder que todos ellos, pero también más que ganar. Las Carneas son territorio masculino, así que soy una aspirante indeseada.
El aliento que escapa de mis labios emite un sonido sibilante. Ya he atravesado la mitad del campo y me estoy acercando rápidamente a la linde del bosque. La comida del festival, que tan rica me supo, se agita en mi estómago. Mis músculos y pulmones, que ya aquejaban el desgaste de tanto jolgorio, se resienten mientras fuerzo mi cuerpo hasta el límite.
Por Esparta. Por mi familia. Por mi honor.
Lykou se adelanta, mientras que Cástor sigue avanzando a mi ritmo. Pero no tarda en adelantarme y me quedo mirando las espaldas de mis rivales mientras se alejan. Una hilera de cipreses se alza ante nosotros, señalando el comienzo del bosque Taigeto.
La oscura fila de árboles me recibe como si fuera una amiga. He dedicado muchos días y noches a cazar en las profundidades del Taigeto, así que conozco el bosque mejor que mis competidores. Pero debo alcanzarlo primero.
Un árbol caído señala el final del prado. Salto por encima y aprovecho el impulso para adelantar a Lykou y a Cástor. Me sumerjo entre los matorrales. Dejo atrás la luz de la hoguera y me adentro en la oscuridad.
Suelto un bufido cuando unas ramas me arañan los brazos. Las pisadas de Lykou y Cástor flaquean a medida que chocan y forcejean entre la impenetrable oscuridad, pero yo sigo adelante, impasible. Estos son mis dominios, mi santuario. Conozco este bosque mejor que nadie en Esparta. Continúo corriendo, mis oídos guían mi avance.
Con los músculos de las pantorrillas a pleno rendimiento para remontar la pendiente del bosque, prosigo la persecución. La arboleda deja paso a una pared rocosa que forma una barrera entre la ladera y las montañas.
Como si los dioses me guiaran, un haz de luz de luna ilumina la cola blanca del venado a mi derecha. Lo sigo, esquivando ramas y saltando sobre árboles caídos, con la mirada fija en mi presa. Me pego a la pared rocosa, lista para lanzarme sobre el cuerpo atlético del ciervo. Pero no tengo ocasión de hacerlo.
El venado sale disparado y apenas logro rozarle el costado. Patino sobre el terreno al cambiar de dirección, siguiendo de nuevo al ciervo hacia la arboleda. El animal se lanza entre los pimpollos y yo suelto un improperio con el aliento entrecortado.
El eco de unas pisadas indica que Lykou y Cástor se están acercando. Sigo al ciervo, sin tiempo para examinar este sendero desconocido antes de irrumpir en un valle recóndito.
Situado a pocos metros de distancia, el venado me observa con unos ojos demasiado perspicaces para tratarse de un animal silvestre. Es una mirada artera. Como si él no fuera la presa, sino el cazador. Entonces me fijo en el rayo de luna que se proyecta por detrás de él.
En mitad del valle se encuentra una joven hermosa con la guirnalda del ciervo en la mano.
—Hace mucho tiempo que quería conocerte, Dafne —dice Artemisa, la diosa de la caza.