Capítulo 40

La ausencia de Lykou es tan tangible como una cuchillada que se vuelve más honda a cada paso. Noto el peso de la mirada de Apolo durante mi aparatoso y decidido avance. Su tensión aumenta cuanto más nos acercamos al inframundo, como un sol que se alza solo para ser eclipsado por una fría helada. Caminamos juntos sobre la arena, nuestras pisadas quedan amortiguadas por el murmullo constante del oleaje y el canto de las aves marinas.

Perséfone camina por delante de nosotros, se desplaza sobre la arena plateada con la gracilidad propia de un ciervo. Hace una noche fresca y despejada, y la luna, pese a ser apenas una esquirla, ilumina nuestro camino como si fuera un faro.

Cargamos con nuestro equipaje a la espalda. Praxídice rebota entre mis omoplatos, llevo los puñales que me quedan prendidos de los muslos y una espada que me llevé de Foloi colgada a la cintura.

Una pequeña ensenada interrumpe el terreno arenoso hasta topar con los acantilados que se alzan a nuestra derecha. Perséfone se adentra en el agua. Sopla una ráfaga de viento que alborota la superficie bañada por la luna. El agua se agita y se estremece, burbujea y chisporrotea alrededor del cuerpo de Perséfone hasta escindirse, formando dos olas inmensas que revelan un sendero de piedra ante sus pies.

Perséfone lo atraviesa a paso ligero, danzando como un espectro plateado hasta el final del sendero, donde desaparece por una caverna situada en la pared del acantilado. La sigo con cuidado para no patinar sobre las resbaladizas rocas, con temor a que las enormes olas me arrastren, y me adentro con cautela en la negrura de la caverna.

Las olas aumentan de tamaño y rompen, encerrándonos en el interior. Se enciende una hilera de antorchas que descienden en espiral por los muros de una estrecha escalera de caracol.

Perséfone reanuda la marcha, desciende por esas escaleras que huelen a humo y salmuera, cubiertas de percebes y escamas de pescado que reflejan la luz de las antorchas. Las sombras se encaraman por las paredes, un recordatorio de mi descenso hacia las entrañas de Cnosos. Tomo aliento para serenarme. No es momento de permitir que el miedo me controle.

Llegamos hasta una inmensa caverna con el suelo cubierto de arena oscura. Una laguna de aguas negras y etéreas fluye ante nuestros pies, engullendo la arena con avidez y extendiéndose a través de la gruta, con unos destellos rojos y verdes que se mecen arriba y abajo al ritmo del oleaje. Retrocedo un paso para no tocar esas aguas siniestras. Si me adentrara en ellas, aunque solo fuera unos centímetros, me robarían el alma y consumirían mi cuerpo. Es la laguna Estigia.

No tenemos que esperar mucho junto a la orilla. Silencioso como la luna en cuarto creciente, un pequeño barco emerge de entre la niebla. Sin velas, ni banderas, y ni siquiera un remo que lo impulse, el barco surca las aguas hacia nosotros. De pronto me tiemblan las piernas y agarro uno de mis puñales por acto reflejo.

El barco topa pesadamente con la orilla, el vetusto casco de madera rechina mientras se desliza sobre la arena negra. Caronte nos observa desde la proa. Es un anciano encorvado, con la piel curtida y apergaminada, bajo la que se le marcan los huesos. Tiene los ojos negros y hundidos.

Unos brazos invisibles despliegan la pasarela de embarque, que se sostiene en equilibrio precario sobre la barandilla mientras Perséfone corre hacia la cubierta. La seguimos con cautela, con los brazos extendidos para mantener el equilibrio. La cubierta del barco se mece bajo mis pies al ritmo del hipnótico vaivén de las olas de Estigia.

Caronte se aleja de la proa. Arrastra un pie a su paso mientras cruza el barco, mirándome a los ojos. Cuando se encuentra a pocos centímetros de mí, se detiene y ladea la cabeza.

—¿Qué quiere? —le pregunto a Perséfone.

Apolo responde por ella con voz ronca:

—El barquero de la laguna Estigia siempre exige un pago. —Carraspea—. Exige algo valioso, algo inusual. Algo que justifique cruzar la laguna de los muertos.

No llevo encima nada de valor, salvo las monedas que robé de la guarida de la Esfinge. Me descuelgo el saquito del cuello, deposito las monedas sobre mis manos y se las ofrezco al barquero. Con un gesto de aburrimiento supino, Caronte recoge las monedas.

—¡No, espera!

Antes de que pueda detenerlo, las arroja por encima del hombro. Las monedas caen a la laguna con un sonido sibilante. Me dan ganas de retorcerle el pescuezo, pero así no llegaré hasta Nix. Conteniendo mi temperamento, saco las plumas de grifo que quedan en el bolsito. Centellean entre mis manos callosas, a pesar de la falta de luz.

Esta vez, Caronte sonríe y hace un gesto ávido con las manos. Deposito en ellas las plumas y tuerzo el gesto al verme separada de su magia. Ya me preocuparé por el viaje de vuelta cuando haya rescatado a la última musa.

Caronte se guarda las plumas en el morral que lleva a la cintura y asiente con la cabeza. Me he ganado un pasaje en este barco.

Pero algo me sigue reconcomiendo por dentro, algo que me dice que en este navío hay algo más. Recuerdo unas palabras que hablaban de océanos y sacrificios.

—Los confines de Okeanós —digo con voz áspera y ronca—. Esto es el confín del océano, del mundo.

Perséfone se gira de golpe hacia mí. Apolo se muestra igual de confuso; los dos fruncen el ceño de un modo tan similar que denota que son parientes.

Caronte también me observa, con un destello sagaz en sus ojos de obsidiana.

—Dos de las musas están aquí. —Me giro hacia el agua oscura que roza el costado del barco—. Su presencia será revelada por medio de un sacrificio.

Apolo toma aliento y da un paso al frente.

—¿Qué clase de sacrificio?

El barquero ladea la cabeza por toda respuesta, sin dejar de mirarnos.

—Ninguno que podáis cumplir —interpreta Perséfone.

—¿Qué me dices de mi pasaje a bordo de este barco? —pregunta Apolo. Da un paso más, con una mano apoyada en el corazón—. Me quedaré en esta orilla de la laguna Estigia si me devuelves a las musas.

Abro la boca para protestar, pero el suelo del barco se abre de repente y por la abertura asoma una mano temblorosa. De las entrañas del navío emergen dos musas que suben a la cubierta, maltrechas y exhaustas, pero sonríen de oreja a oreja al vernos.

—Talía —dice Apolo, que corre a abrazarlas—. Euterpe.

Las musas lloran, devolviéndole el abrazo, aferradas a su desgastado quitón mientras hunden la cabeza en sus brazos y su pecho. Seguro que no esperaban volver a ver a su hermano, seguro que pensaban que morirían solas en las entrañas del barco de Caronte.

Me giro de nuevo hacia el barquero, que me observa, expectante.

—Sabías que vendríamos a buscarlas. —No es tanto una pregunta como una acusación—. ¿No le debes lealtad a Hades? ¿Y al Olimpo?

Caronte niega con la cabeza y, aburrido ya de escucharme, se dirige hacia la parte frontal del barco.

—Tiene que haber algo más que pueda intercambiar por un pasaje para Apolo.

Me descuelgo a Praxídice del hombro —un regalo del rey Menelao, obtenido con sudor y sangre— y se la ofrezco a Caronte. El barquero niega con la cabeza, rechaza mi oferta con un gesto de aversión, como si fuera una ofensa. Me palpo el cuerpo, buscando inútilmente otra ofrenda, mientras Apolo se me acerca por detrás, sumido en un silencio que no me ayuda en nada.

—Dafne, para.

Lo ignoro y agarro el collar de Ligeia. Abro la cadenita con dedos temblorosos y apoyo el colgante metálico sobre la palma de mi mano. Sin pensármelo dos veces, para no poder arrepentirme, se lo arrojo al barquero. Caronte agarra el collar con sus dedos esqueléticos el cuervo gira sobre sí mismo en el aire y el colgante deja de girar, pero, cuando estoy a punto de suspirar de alivio, Caronte me lo devuelve mientras niega con la cabeza, tajante.

—Apolo ha intercambiado su travesía por la laguna Estigia por el rescate de Talía y Euterpe —dice Perséfone. Sus palabras resuenan sobre las aguas—. El dios de la profecía ya solo podrá transitar entre el reino de los vivos y el de los muertos cuando la última musa haya regresado al Olimpo.

Con el labio temblando como una hoja al viento, me giro hacia el dios que lleva a mi lado desde el principio.

—Dijiste que te necesitaría —le recuerdo, con un deje de amargura en la voz apenas perceptible—. Aquella noche, en el bosque, dijiste que te necesitaría más de lo que podía imaginar. Te equivocabas.

—Nunca me he alegrado tanto de estar equivocado.

Antes de que pueda reaccionar, Apolo se acerca, me inclina suavemente la cabeza hacia arriba con las manos y se agacha para besarme.

Sin contenerme, canalizo mis tempestuosos sentimientos en ese beso. Desesperación, miedo y añoranza, todos ellos bullen en mi interior al sentir el roce de su lengua sobre mis labios. Apolo es el sol y yo soy la tierra que se despliega bajo sus labios. Las chispas que hay entre los dos amenazan con prender de nuevo, sumiendo mi mundo en un incendio, así que me aparto con el aliento entrecortado.

Apolo apoya con firmeza su frente sobre la mía.

—Nunca me había alegrado tanto de estar equivocado —repite, susurrando, con los labios apoyados sobre mi mejilla.

—Lleva a esas musas al Olimpo —le digo—. Y yo te traeré a la última.

Antes de que pueda responder, me separo de él. Con un último gesto de aliento, Apolo desciende por la pasarela, seguido de Euterpe y Talía.

Le doy la espalda a la orilla y me giro hacia Caronte y Perséfone.

—¿Nos vamos?