Capítulo 44

En el centro del Tártaro hay una fosa en la que yacen las almas de los condenados, gimiendo y llorando, torturados durante toda la eternidad. Y allí, observándome entre el inquieto trajín de las almas, hay una mujer. Entre tanta algarabía de prisioneros, tardo un instante en comprender que la he encontrado. Es la única alma que permanece en reposo, sentada en mitad de la fosa, mientras me observa con ojos inertes.

«Y el último, el más laureado, se ha sumado a Tántalo en su tormento eterno y exigirá sacrificar el cuerpo y el alma».

Me invade la euforia. Estoy boyante, un atisbo de esperanza comienza a asomar entre el cansancio y la sensación de derrota. Aún tengo posibilidades de triunfar y de salvar a la última musa. Pero primero debo hallar un modo de sacarla de ahí.

Rodeo la fosa y me acerco con tiento al borde. Muchos de los prisioneros me divisan, me observan desde las profundidades de su prisión y emergen de su estupor colectivo, luchando entre sí en una disputa desesperada por conseguir la libertad. No puedo hacer nada por ellos. Me giro para buscar algo que puede ser de utilidad y me topo con el árbol que se burla de los prisioneros. De sus ramas penden varios frutos, fuera del alcance de las almas. Alrededor de la corteza oscura se extiende una enredadera.

Con una sonrisa adusta, empiezo a trepar. Me impulso y tiro de mi agotado cuerpo. Me sudan las manos, así que mi agarre es un poco precario y cada vez tengo los brazos más entumecidos a causa del veneno. Me tiemblan todos los músculos del cuerpo y me palpitan las sienes de tanto apretar los dientes. Resisto el dolor y me impulso hacia la rama.

Pego un par de tirones de la enredadera para comprobar su solidez y su resistencia, después de arrancarla del árbol. Empiezan a caer frutos hacia los prisioneros que hay en la fosa y se desata el caos. Los condenados chillan y luchan para hacerse con ellos, pero, cuando le lanzo la enredadera a la musa, ninguno lo advierte.

La musa ignora los frutos y se anuda la enredadera a la cintura con dos vueltas. Tiro con fuerza para auparla, a pesar del dolor, centímetro a centímetro. Ella me observa, se aferra tan fuerte que se le blanquean los nudillos. Un prisionero advierte su ascenso y profiere un chillido horrible e inhumano. La musa patalea para apartar las manos de los condenados, que se encaraman unos a otros para tratar de alcanzarla.

Cuando está a punto de alcanzar el borde de la fosa, el suelo que piso comienza a temblar y se me va nublando la vista. Ya sea por los menguantes poderes del Olimpo o por el veneno que se está adueñando mi cuerpo, se me agota el tiempo. Con manos temblorosas, pego un último y enérgico tirón de la enredadera. Entonces se me cierran los ojos y la oscuridad me envuelve.

Alguien arrastra mi cuerpo magullado y maltrecho a través del Tártaro, como un cadáver conducido hacia su tumba. Me sacuden unas violentas convulsiones mientras el veneno termina de asentarse. Noto el roce frío de una mano alrededor del tobillo que alivia el escozor del veneno mientras me arrastra por el áspero suelo.

Suelto un quejido. La mano me suelta el tobillo y un grito de dolor escapa de mis labios. Estoy aturdida, pero oigo que alguien me llama. Es un sonido lejano, pero va ganando en intensidad a medida que me arranca inexorablemente de mi estupor.

—Despierta, por favor —me ruega una chica—. No tenemos mucho tiempo antes de que nos encuentre.

Me siento como si me hubiera caído encima todo el peso del Egeo. Debí de caerme del árbol cuando me desmayé. La cabeza me duele horrores, pero al flexionar los dedos con cuidado compruebo que no me he roto los huesos de la mano ni de los brazos. Menos mal. Sin embargo, noto una preocupante falta de sensibilidad en los dedos del pie derecho.

Alzo la cabeza y veo el despojo en que se ha convertido mi pierna derecha.

Profiero un sonido ahogado, a medio camino entre un grito y un sollozo. Dejo de pensar en mis heridas para mirar a la musa y no puedo evitar esbozar un gesto suplicante y lastimero.

—Me llamo Clío. —Se apoya una mano en el corazón y me dedica una sonrisa que me reconforta a pesar del dolor.

La musa se inclina sobre mi pierna y me alegra ver que ha recogido a Praxídice; la llevaba colgada de los hombros. Me resultará casi imposible lanzarla con una sola pierna de apoyo, pero aun así será bastante más fácil que con un brazo roto.

—Tienes suerte de portar el vellocino de Crisómalo. Ha evitado que te rompieras las costillas con la caída. En cuanto a tu pierna, intenté curarte —dice, deslizando los dedos sobre mi extremidad destrozada—. Pero mis poderes me han abandonado.

—Habría sido una pérdida de tiempo —digo, aceptando la mano que me ofrece para incorporarme sobre la pierna buena. Después añado, demasiado bajito como para que ella lo oiga—: De todos modos, no tardaré en morir.

Para comprobar cuánto peso puedo soportar, doy un paso con la pierna mala. Un dolor atroz me recorre el cuerpo. Pego un grito y caigo al suelo. Tardo un buen rato en lograr incorporarme de nuevo. Clío se acerca a ayudarme.

—Contigo a mi lado, seguro que lograremos escapar —dice con una confianza excesiva y una voz demasiado chillona y quebrada como para engañar a alguien.

La cabeza me da vueltas. ¿Es que no cesará nunca el dolor? ¿No se acabarán nunca las pruebas? Además de la rabia y el malestar, siento una resignación que aumenta con cada paso que doy a duras penas. En el fondo, el dolor de la pierna es lo de menos, porque lo más probable es que muera antes de ver el final de este viaje. Lo único que me queda es devolver a la última musa al Olimpo y confiar en que sea suficiente para restaurar su poder.

—Hay que darse prisa. Algo oscuro y peligroso nos persigue. —Clío mira de reojo hacia las sombras que se ciernen sobre nosotras.

Se levanta una corriente de aire frío. Yo también percibo una presencia que nos observa desde las sombras. Regueros de sudor me recorren el espinazo.

Es Nix.

Arrastro la pierna rota mientras cargo mi peso sobre los hombros de la pobre Clío. Se me saltan las lágrimas a cada paso que doy. Profiero unos gemidos lastimeros y humillantes cada vez que mi pierna tropieza con alguna piedra. Apenas logro mantener la consciencia cuando me golpeo el talón de la pierna mala con una roca del camino.

—¿Sabes a dónde vamos? —susurro, aunque no sé por qué lo digo. Sea lo que sea lo que acecha en la oscuridad, está claro que ya sabe que hemos llegado.

Clío menea la cabeza con vehemencia.

—Solo hay dos maneras de salir del Tártaro, y yo prefiero evitar la furia de Ares y Hermes. Que, por cierto, siguen vivos. —Me sujeta con firmeza el antebrazo, su mano es como un bálsamo que mitiga la comezón del veneno—. ¿No podrías haber matado a esos traidores cuando tuviste la ocasión?

—Creí que lo había hecho —me disculpo, encogiéndome de hombros.

Seguimos avanzando entre la insondable oscuridad. La punta de Praxídice sigue luciendo, aunque el brillo es leve y titila cuanto más nos adentramos en ella. Flota una fría neblina que trae el olor salino del mar, que supone un alivio y una inquietud al mismo tiempo. La niebla viene acompañada de un zumbido que va ganando en intensidad.

Entramos con paso renqueante en una enorme caverna. En el centro hay un estanque embravecido. El agua se sacude de un lado a otro como el oleaje en mitad de una tormenta. En lo alto se extiende un techo cavernoso, idéntico al que había sobre la fosa, cubierto de estalagmitas resplandecientes y grietas que muestran el cielo estrellado que se encuentra al otro lado. Ya no nos quedan fuerzas para seguir en pie; Clío cae de rodillas y yo de costado, boquiabiertas y jadeantes.

Contemplamos esos agujeros burlones y nos invade la desesperanza, los ojos de Clío se cubren de lágrimas. Yo también estoy al borde del llanto, aunque mis lágrimas son el resultado del dolor estremecedor que se extiende por mi cuerpo.

Es en este momento, perdida ya toda esperanza, cuando la oscuridad decide hablarnos:

—Has llegado muy lejos, Dafne de Esparta. —Es una voz melosa que nos envuelve como una tela de araña—. Pero eres débil. Te estás quedando sin fuerzas. ¿Quién te salvará ahora?

Nix, la diosa engendrada a partir del caos y la oscuridad, aparece ante nosotras. Es la personificación de la noche y está dispuesta a derramar la sangre de cualquiera que le impida sumir el mundo en la oscuridad.

La maldición de Midas se estremece en mi vientre, se extiende por mi piel para envolverme los brazos y el pecho. No sé si será el último don que me ha concedido Artemisa, o el tirón final de su correa.

Clío suelta un grito ahogado y se cobija detrás de mí. Se lo permito, mientras le descuelgo de los hombros la última arma de mi mermado arsenal. La madera blanca de Praxídice se desliza hacia mis dedos expectantes. Mantengo el equilibrio sobre la pierna buena y apunto hacia el corazón de la reina de la oscuridad.

Nix no se molesta ni en mirar la dory; profiere una carcajada gutural que resuena por toda la caverna.

—Mis poderes no dependen de las musas. Tus armas mortales no sirven de nada.

Se acerca lo suficiente como para dejarme ver la oscuridad ignota que acecha detrás de sus ojos, la sonrisa maliciosa que esbozan sus labios. Tiene unos dientes blanquísimos, tal y como los recordaba, rodeados por unos labios oscuros y carnosos. Sus dedos culminan en unas garras largas de color rubí que emiten chasquidos a cada paso que da. Con una mueca de dolor, inclino la lanza hacia atrás, preparada para lanzarla. La punta despide un brillo antinatural.

Nix avanza otro paso. Lanzo a Praxídice.

Mi puntería ha sido certera. La base de bronce de la lanza asoma del pecho de la diosa, después de que la dory le haya atravesado el cuerpo limpiamente. Noto una levísima punzada triunfal en el corazón. Empieza a manar icor de la herida.

Nix profiere un suspiro exagerado, se saca la lanza del pecho sin torcer el gesto siquiera. El corazón y el alma se me hacen trizas al ver cómo la parte sobre la rodilla.

—Jovencita estúpida —dice, sonriendo con un gesto de decepción.

Se acerca con paso firme. Sus ojos son dos esferas de rubí incrustadas en un rostro que posee una belleza escalofriante. Las sombras se extienden por detrás de su cuerpo, alargando sus oscuros tentáculos hacia mí.

—Ya nada puede salvarte.