El otoño trae consigo hojas doradas y vientos penetrantes.
Me arrodillo en mitad de los cultivos marchitos de Esparta, sin preocuparme del barro que me mancha las rodillas. Ligeia me obligará a lavar mi ropa enlodada más tarde, pero no será nada comparado con lo que supuso frotar la sangre del hijo de Ares.
Ligeia se mostró exultante cuando regresé a Esparta. Lykou, Pirro y yo nos adentramos en la ciudad en plena noche, como si fuéramos bandidos. Pero, como si hubiera vaticinado nuestro regreso, nuestra doncella nos recibió ante las puertas de la ciudad y se negó a escuchar nuestras ridículas excusas.
Cuando me fui de Esparta, Ligeia justificó la ausencia de Lykou y Pirro diciendo que se fueron a cumplir un encargo importante para el rey Menelao y que yo me fui de peregrinaje para dar gracias por haber vencido en las Carneas. Al tratarse de una excusa que exigía secretismo, nuestros familiares y escasos amigos no cuestionaron nuestra ausencia. En cuanto a los monarcas, somos demasiado plebeyos como para que advirtieran nuestra falta.
Alkaios se mostró suspicaz con nuestro regreso, pero intentó disimularlo detrás de una sonrisa radiante. Sus ojos oscuros reflejan muchas preguntas aún sin formular ni responder, pero no ha comentado nada sobre el extraño asunto de nuestra desaparición. Aunque agradezco esa inusual muestra de consideración por su parte, no se me escapa el modo que tiene de felicitar a Pirro por cumplir una tarea tan importante para el rey, mientras que a mí solo me recibe con un gesto forzado de respeto. Eso me habría enfurecido en el pasado —y puede que la hubiera tomado con él—, pero ahora entiendo su reticencia a mostrarme afecto.
Alkaios no solo se vio obligado a ejercer como padre con Pirro y conmigo, a la tierna edad de seis años, sino que además tuvo que resignarse al hecho de que no somos hijos del mismo padre. Jamás tendremos esa camaradería fraternal que Pirro nos muestra a los dos, y con el tiempo he terminado por aceptarlo.
Tras una primera noche sin apenas pegar ojo en mi propia cama —demasiado cómoda en comparación con los agrestes caminos de Grecia—, me despierto temprano. La luz dorada del amanecer ilumina mi camino, el sol reluce sobre la franja dorada que se extiende a través de mi abdomen, desde la cadera hasta el hombro contrario. Los restos de la maldición de Midas son un recordatorio constante de que aún sigo al servicio de los dioses. Aunque ahora esté inmóvil e inerte, no soy tan tonta como para creer que no podrá ser revivida.
Los campos de Esparta están secos y desolados, el suelo se agrieta bajo mis pies. Arrodillada, con la gema de Deméter en la mano, no me quedan fuerzas ni ganas para maldecir a esos dioses que pueden disponer de mi vida a su antojo. Ligeia nos contó anoche a Pir y a mí que la mayoría de las cosechas en Grecia se han echado a perder; ojalá tuviera más gemas como la de Deméter para compartirlas con los demás. Pero, por ahora, antes de tener que pedirle nada al Olimpo, me resigno a contentarme con las propicias cosechas futuras de Esparta.
Hago un agujero en la tierra, mientras el sol se encarama por el horizonte y sigue su trayectoria habitual. Hinco los dedos en el suelo, apartando raíces y fango. Con las uñas manchadas de arcilla y cubierta de polvo hasta los codos, arrodillada dentro de un agujero que me llega hasta la cintura, me apresuro a concluir mi labor antes de que lleguen los campesinos y vean el estropicio que he causado. Cuando considero que ya he cavado lo suficiente como para que la gema no pueda ser desenterrada, la hundo suavemente en el suelo con el pulgar.
La tierra que se extiende bajo mis rodillas comienza a estremecerse y a despertar; los poderes de Deméter se extienden bajo la superficie para insuflar vida a las plantas. Con una leve sonrisa, me incorporo. Es inútil sacudirme la tierra del quitón; estoy cubierta de barro desde la barbilla hasta los dedos de los pies. Con un suspiro, salgo del agujero.
—Debí suponer que me seguirías.
Me aguarda una mano bronceada, extendida para ayudarme a salir. Acentúo mi sonrisa al ver el rostro de Alkaios, que me devuelve el gesto. Acepto la mano que me ofrece mientras sopeso el significado de su gesto inquisitivo y de la sonrisa que estamos compartiendo.
—Seguro que tienes montones de preguntas.
—Pero todas pueden esperar hasta que estés lista para responderlas con sinceridad —dice Alkaios.
Retomo mi labor y no replico cuando mi hermano se agacha para ayudarme. Tapamos el agujero, enterrando la gema de Deméter y cualquier rastro de mi paso por aquí, mientras comienza a levantarse una neblina matutina.
Cuando terminamos, nos alejamos de los campos en dirección al bosque Taigeto. Cuando atravesamos la primera hilera de árboles, recuerdo con claridad la última vez que aparté estas ramas. Los gritos y los vítores de las Carneas resonarán para siempre en mi memoria.
Si me lo pidieran, volvería a ocupar el puesto de Pirro. Sin importar el precio. Me apoyo una mano en el corazón y esbozo una sonrisa cargada de esperanza.
Volvería a hacerlo sin dudarlo.