«Guerrilla en los Castillos Romanos»*

Este librito es una novedad. Las únicas cosas convincentes referidas a la guerra partisana en Italia eran hasta ahora ciertas fotografías. Partidas de milicianos al acecho, figuras juveniles y barbadas, caprichosamente equipadas, cadáveres, rostros desfigurados por la cuerda o el plomo, incendios, paisajes míseros, toscas inscripciones en los muros; la realidad increíble se había convertido en documento y no se la podía mirar sin estremecerse. En cambio, las palabras con que se había tratado de expresar esa misma realidad (relatos, poemas, memorias) no nos decían demasiado. O se reducían también a piezas documentales (proclamas, informes, salvoconductos, boletines), pero carecían de la inmediatez de la fotografía, o bien trataban de ser una interpretación: personajes y pasiones, narrativa; en suma, poesía, y entonces se comprobaba una vez más que en arte no siempre querer es poder. No basta con haber sufrido la guerra en las propias carnes, haber sido valiente o incluso heroico, o haber muerto. Hemos leído con humildad ciertas páginas de caídos en la guerra de liberación, como se lee una plegaria o un testamento, páginas que no nos hacían pensar precisamente en la poesía. ¿Qué decir en cambio de muchos opúsculos, relatos, cantares de gesta de argumento partisano que suplen el estremecimiento de la sobriedad fotográfica con el énfasis, la caracterización grosera, el recurso a la santidad de la causa, el pintoresquismo simplista y el dialectalismo trivial? Pero es superfluo hablar de esta literatura: los lectores ya la han juzgado. Como quiera que sea, es desagradable pensar que sus autores fueron casi siempre auténticos y sufridos partisanos; uno desearía que el coraje y la rectitud fueran inmunes a toda vanidad, especialmente a ésta.

Pero, con relación a ello, el librito de Pino Levi Cavaglione constituye un caso aparte, una novedad. Se describen en él, en forma de diario, los cinco meses de guerrilla vividos por el autor en los Castillos Romanos,* donde organiza, sabotea, arma emboscadas, vive y mata, y por último, gracias a su presencia de ánimo, escapa de una trampa en la que había caído. Pino Levi no es un literato, no tiene ambiciones creativas. Y no se puede decir que haya llegado a la guerra partisana por casualidad, como les sucedió a muchos otros, ya que desde 1938 se había dedicado a la política clandestina, y en septiembre de 1943 se había trasladado de Génova a Roma, donde se puso en contacto con el Partido Comunista y se hizo destinar a un grupo que operaba en los Castillos Romanos. Estudioso del derecho y del psicoanálisis, es en sustancia un intelectual italiano normal. Pero un seguro instintivo narrativo lo ha llevado a utilizar la única forma que permitía evocar sin errores de perspectiva y con nitidez la tan reciente y tremenda experiencia de la guerrilla: el diario, la anotación cotidiana. Con igual seguridad también ha excluido del relato el esfuerzo de justificación histórica, el énfasis constructivo y simbólico y la exploración profunda, todo aquello que pretendiera convertir el libro en Guerra y paz en pequeño. Pino Levi deja entre líneas el gran esfuerzo de un pueblo, el choque entre dos mundos que en esos días llegaba a su punto culminante, y reduce el enfrentamiento con el alemán a su expresión elemental: «Tú, cabrón, has venido a matar y a robar, y esperas volver a casa con tu botín. Puerco, cobarde» (p. 75). «Así son los alemanes. Petulantes y despiadadamente crueles en las maduras; viles y suplicantes en las duras» (p. 106). Y también reduce a lo elemental la vida interior del protagonista. No predica, no da lecciones de historia o de heroísmo, ni a sí mismo ni a los demás. «Mis camaradas están contentos. Yo pienso con tristeza en aquella mujer que he matado y marcho en silencio. No les he dicho nada. Es inútil que lo sepan» (p. 105). Y los desahogos, las evocaciones que se permite son las de un buen muchacho o un humilde estudiante: «Había un misterioso sentido de despedida en aquel último abrazo que me diste, ¡oh, madre! ¿Por qué no he sido capaz de aferrar su secreto? ¿Por qué no me he quedado a protegerte?» (p. 99); «… bajo la luna, Fabio y yo nos hemos entregado a placenteras conversaciones filosóficas y poéticas. Fabio admira mucho a Pascoli y a D’Annunzio, y a cada paso recitaba fragmentos de sus poemas. La dulce armonía de los versos daba un aspecto mágico y sugestivo a nuestra marcha nocturna… El tableteo de las ametralladoras no ha desvanecido esa atmósfera… » (p. 107).

En este tono hay una gran virtud. Pocos escritores hubieran sabido contenerse así, adecuar de semejante manera el blanco al alcance del arma. Probablemente Pino Levi llega a tal pureza sin esfuerzo alguno. Mucho se habla de acercar la literatura a la vida, hay mucha prédica retórica sobre los beneficios que obtendrá el arte de su contacto con trabajadores y hombres de acción —y queda sobreentendido que de ello saldrá un arte de tendencia, de problemática social—, pero en realidad lo que trabajadores y hombres de acción pueden enseñarnos acerca del mundo está ya en este librito, en su sentida y espontánea modestia. «No estires la pierna más de lo que da la manta»: he aquí una auténtica lección de estilo.

Es por cierto también un libro de estilo. Pino Levi tiene salidas que se dirían ingenuas, pero que adhieren al lector a ese sentimiento aventurero, casi festivo, irresponsable, de la vida partisana. Adopta a veces un lenguaje ligeramente «hecho» que, si no fuera por la tremenda gravedad de aquella vida, uno lo juzgaría deliberado: «Marco y Ferruccio, los guapos de la compañía, mientras esperan a que llegue la hora de hacer estragos entre los alemanes, hacen estragos en los corazones femeninos» (p. 85); «El silbido de algunas balas junto a mis oídos me hizo el efecto de una buena dosis de bromuro» (p. 83); «Nos hemos apoderado de una veintena de armas, incluida una metralleta de paracaidista que he destinado a mi uso personal» (p. 76). Es difícil definir esta extraña despreocupación; acuden al pensamiento ciertos pasajes, entre distraídos y chistosos, de las Noterelle de G.C. Abba; pero en ellos el autor está enteramente empeñado en llevar la materia cotidiana a un clima heroico, conscientemente legendario, y la luz de las páginas es muy distinta. Abba es lírico, evocativo, monumental —aunque capaz de bonachonas ironías—; Pino Levi, con menores ambiciones, es más narrador, más transparente y sosegado, más veraz.

El libro tiene cosas inolvidables. El primer alemán muerto («Inmóvil y silenciosa era sin embargo la oscuridad en los campos después del estruendo de la motocicleta y el disparo. Luego un perro empezó a ladrar», p. 30); la muerte de un alemán en el pueblo abandonado («En el cojín había algunas manchas de sangre… », p. 74); el ametrallamiento con balas perforantes y trazadoras («El hilo rojo se unió por fin a la sombra negra y detuvo su carrera. La sombra quedó inmóvil por un instante. El hilo rojo se perdía en el negro de su cuerpo, enlazándolo con mi ametralladora que llenaba la noche con su estrépito rítmico y potente. Luego, de pronto se desplomó… », p. 83); la venganza del ruso en el alemán herido («Se acerca al herido con extraña lentitud y asesta una terrible patada en aquella cara descompuesta… Es como si hubiera sido yo quien ha recibido en el rostro esa bota herrada… El ruido rítmico de golpes sordos, opacos, llena el alto estupor del mediodía, junto con gemidos y gritos entrecortados», p. 148); la fuga milagrosa de las manos del capitán alemán («… El verdecillo se había lanzado hacia el sol con un trino agudo, larguísimo. Un grito de júbilo que yo nunca había oído… Pensé en aquel trino mientras jadeaba… », p. 160). En sustancia, estos pasajes —hay muchos más— se sostienen a fuerza de estilo, por la instintiva elección de un detalle incisivo, humilde y casi ingenuo, que nunca es genéricamente pintoresco o astutamente psicológico. Las precauciones del escritor están aquí muy lejos del bordado caprichoso o la exploración de los meandros de una conciencia. Le basta con expresar los estremecimientos de distensión o de terror que la aventura le provoca. El ritmo feliz de su narrar consiste precisamente en eso. Y ninguna veleidad, ninguna ambición, ni siquiera los arrebatos de la conciencia indignada o conmovida, rompen ese ritmo. El escritor está enteramente entregado al recuerdo inmediato, y sus escenas tienen la increíble veracidad de un documento fotográfico. Pero no la frialdad un poco distante y desnaturalizadora de éste. En todo caso, la intimidad confidencial de la instantánea, la ausencia de pose. Una vida toda volcada en los hechos, asumida como simple deber, al que incluso se puede llegar a maldecir, pero que en definitiva se cumple, no podía expresarse con otro lenguaje. La honestidad e inocencia ajenas a toda retórica con que es asumida vivifica la prosa de aventura que la narra. En esta síntesis de integridad humana y estilo genuino reside la lección más oportuna del libro.