Mal de oficio*

A veces, si me acerco a esta tierra, recibo un choque impetuoso que me arrebata como un agua en crecida y quiere sumergirme. Una voz, un olor bastan para cogerme y arrojarme quién sabe dónde. Quedo hecho piedra, humedad, estiércol, zumo de fruta, viento. Del límite humano sólo me resta el instinto de coagularme en palabras, pero éstas no son ya nada y me debato como un árbol o una fiera antaño hombre y ahora incapaz de expresarse. Cedo reacio porque sé que mi naturaleza es otra, y cada vez encuentro en el fondo de este ímpetu una vana saciedad. Todo esfuerzo por hacer túrgido el sentido conservando conciencia, lleva a esta derrota. Es, en suma, pecado, como el libertinaje, como el sadismo y la embriaguez.

El límite humano —el mío— entraña esta norma: lo que se quiere y no se puede expresar es pecado. Peor: es futilidad. Se le consiente sólo este perdón: el recuerdo. A través del recuerdo, lo que era inhumano y bestial puede acaso rescatarse y emitir un sonido de clara razón. Mas justamente al convertirse en recuerdo cesa de ser turgencia del sentido.

Hablo aquí de tentación actual. Quieto ante una campiña, desmemoriado, ante un cielo claro, ante un curso de agua, ante un bosque, me sorprende la rabia imprevista de no ser ya yo, de volverme ese campo, ese cielo, ese bosque, de buscar la palabra que lo traduzca todo, hasta las briznas de hierba, hasta el tufillo, hasta el vacío. Yo no existo; existe el campo, existe el cielo. Existen mis sentidos, abiertos como bocas para devorar el objeto. Dos naturalezas se han enfrentado: una tensa, espasmódica; otra, inexorable y bruta. Repito que estoy totalmente tenso hacia el exterior; no me persigo a mí mismo, no manoseo una idea fugitiva; al contrario, en mi interior, el espíritu está como sofocado. En su brutalidad este estado es un esfuerzo, aunque sea fútil, por endiosarse a través de la bestia. Como el beber o el matar. Si aparece más venial y casi meritorio porque tiende a fin de cuentas a un fruto espiritual, es empero más venenoso, por inextricable de la vida interior genuina y con ello siempre dispuesto a estropear el trabajo legítimo. Es una crisis, una sublevación de las facultades buenas que, engañadas por un choque de los sentidos, presumen que ganarán abandonándose a las cosas. Y éstas aferran, arrollan, tragan como un mar agitado, evasivas, inaferrables a su vez, como espuma. Hay en ellas algo de obsceno: exactamente lo mismo que abandonarse al sexo y pretender narrar sus sensaciones secretas.

En el recuerdo el tumulto se aplaca. Esto se dice, por supuesto, del recuerdo-renuncia, del recuerdo que ha sabido enseñorearse de las cosas mediante el despego, la asunción de lo natural a lo absoluto. De ahí nace que el más seguro semillero de símbolos sea el de la infancia: sensaciones remotas que se han despojado, macerándose prolongadamente, de toda materia, y han asumido en la memoria la transparencia del espíritu. De ahí nace que a los ingenios contemplativos nunca se les recomendará bastante que se obturen los sentidos ante la realidad y se contenten con la que, filtrada por los años, reaflora desde el fondo de la cerrada conciencia. La ilusoria riqueza de la realidad no puede ser justamente valorada sino por quien sabe que sólo es nuestro lo que hemos poseído siempre; y esto explica lo inenarrablemente aburridos que son los libros de viajes o, como suele decirse, documentales. Un solo documento nos interesa siempre y resulta nuevo: lo que sabíamos desde niños.

Porque de verdad en la infancia éramos algo muy distinto. Pequeños brutos inconscientes, la realidad nos acogía como acoge a semillas y piedras. Ni el menor peligro de que entonces la admirásemos y quisiéramos zambullirnos en su remolino. Éramos el propio remolino. Pero la historia secreta de la infancia de todos está compuesta precisamente por los estremecimientos y los desgarrones que nos han desenraizado de la realidad, gracias a los cuales —hoy una forma y mañana un color— a través del lenguaje nos hemos contrapuesto a las cosas y hemos aprendido a valorarlas y contemplarlas. Lo que es preciso en nuestro fondo será pues esta concordia discorde de encuentros, de descubrimientos, de desarrollo. La tentación de volver a alcanzar con innatural abrazo el universo preinfantil de las cosas, es el pecado. Si acaso, nos toca ejercitarnos en lo opuesto: rechazar esa naturalidad que ha podido quedar a nuestro alrededor, rechazarla para poderla poseer. Mas la vida adulta puede añadir bien poco al tesoro infantil de descubrimientos. Se puede, sí, devolver a la luz aquellas formas primigenias y contemplar su fresca salud, como de raíces que el humus de los días ha seguido nutriendo. Pues de una cosa nace otra cosa, y también los días futuros germinarán sobre estos tocones.