Eran casi las cuatro cuando por fin bajé sin demasiado entusiasmo para hacerme un bocadillo. Al pasar por delante de la sala oí el murmullo de la tele y, al asomarme por la puerta, entreví una foto de pasaporte ampliada y granulosa en la pantalla. El sobresalto hizo que mi piel ardiera. Era él. El hombre que habían secuestrado en Meadowview. Aquel cuya expresión aterrorizada me había hecho pasar la noche en vela. Respiré hondo y seguí andando. No quería saber nada. Mi mente continuaba insistiendo para que entrara en la cocina, pero mis pies giraron sobre sí mismos y dieron la vuelta hacia el pasillo. Abrí la puerta del todo. Un hombre del tiempo sonriente y de mirada alegre señalaba un mapa que predecía lluvia. Me agarré al marco de la puerta.
–Oye, mamá –dije–, el tipo ese que ha salido en las noticias hace un momento… ¿Qué le ha pasado?
Mamá estaba planchando con el teléfono sujeto entre el hombro y la oreja mientras cotilleaba con una de sus amigas. Cuando me puse a mover los labios en silencio y a señalar la tele, frunció el ceño, se encogió de hombros y meneó la cabeza. Subí a toda prisa y miré las noticias en Internet. No tardé mucho en averiguar qué había pasado.
El hombre de la tele ocupaba los titulares de todos los periódicos. Era un taxista afgano de diecinueve años que había resultado malherido al estallar un artefacto mientras fabricaba una bomba en un garaje de Kilburn a las cuatro de la madrugada. Empecé a sudar de repente y me balanceé hacia atrás en la silla con la vista fija en la pantalla mientras intentaba hacer cálculos. Dos horas antes de la explosión había visto cómo le daban un culatazo en la cabeza y lo arrastraban al interior de la furgoneta. Después de aquello, habría tenido serios problemas para tenerse en pie, por no hablar de desplazarse hasta Kilburn y ponerse a fabricar una bomba. Cara de Cemento debió de dejarlo tirado en aquel garaje. ¡A eso se refería cuando había dicho que lo iba a hacer famoso! Cerré los ojos y me sentí atrapado, acorralado y culpable como nunca antes.
Podrías haberlo salvado, Dan. Podrías haber llamado a la poli.
Entonces la locutora dijo su nombre: Behrouz Sahar.
Di un respingo como impulsado por un resorte. ¡Sahar! ¡Tenía que ser hermano de la chica de aquel piso! Volví a ver el vídeo una y otra vez para poder enterarme bien de todos los detalles. Al parecer, Sahar estaba en cuidados intensivos con la mitad de la brigada antiterrorista acampada alrededor de su cama mientras esperaban a que recobrara la consciencia.
Las tomas de la entrada del hospital y una vista aérea de Meadowview dieron paso a imágenes de tanques levantando polvo en Afganistán y a una reportera que decía que Sahar había trabajado como intérprete para el Ejército británico. Mostraron fotos suyas con las tropas: Sahar riéndose con un grupo de soldados sucios y quemados por el sol, Sahar saliendo de un tanque y levantando el pulgar, Sahar con todos aquellos hombres trajeados en algún evento importante, y otra en la que se le veía recibiendo una medalla que un oficial de aspecto distinguido le prendía en la solapa. Las imágenes mostraron entonces a ese mismo oficial, empujando un carrito en la zona de llegadas del aeropuerto de Heathrow. Una mujer delgada con pelo largo y brillante corrió hacia él e intentó apartar a una nube de periodistas. Todos le preguntaban a gritos: «Coronel Clarke, ¿Sahar dio muestras de inestabilidad en alguna ocasión? Coronel, ¿tuvo alguna vez motivos para dudar de su lealtad? ¿Es cierto que estaba pensando en nombrarlo embajador de buena voluntad de Esperanza Ilimitada?».
Clarke se aproximó al micrófono que tenía más cerca:
«No tengo palabras para expresar mi estupefacción ante esta terrible noticia. El Behrouz Sahar que yo conocí, o que creí conocer, era un joven valiente, un hombre de bien que se jugó la vida para salvar a tres soldados británicos heridos que estaban bajo mis órdenes. Cuando sus compañeros del Ejército se enteraron de que estaba en la lista negra de los talibanes, me insistieron para que interviniera personalmente y lo trajera a Reino Unido, lo cual hice sin demora. Solo puedo suponer que su decisión de preparar un atentado terrorista contra este país responde a algún trastorno mental profundamente arraigado y desencadenado por los traumas que sufrió en Afganistán, o bien a la posibilidad de haber sido sometido a un lavado de cerebro y un proceso intensivo de radicalización a manos de militantes de Al Shaab, en un intento de aprovecharse de su juventud y vulnerabilidad. Lo que ha hecho es injustificable, y desde luego debe recibir su castigo. Pero el camino para avanzar es ayudar a todos aquellos que han sido tocados por los horrores de la guerra, sean civiles o militares, por lo que organizaciones como Esperanza Ilimitada, que fundamos mi mujer y yo hace unos años, son muy importantes para la paz futura y la estabilidad de nuestro mundo.»
Su mujer, que no había dejado de mirarlo mientras hablaba, asintió y volvió hacia la cámara sus dulces ojos castaños. Fue entonces cuando la reconocí. Era esa actriz, India Lambert, la que se pasaba la mitad del tiempo rodando películas y la otra mitad recorriendo zonas de guerra sin parar de hablar de la injusticia. La mujer le dio un apretón cariñoso en el brazo y con un «gracias» apenas audible, los dos se volvieron y se alejaron camino de la salida.
Sentí que se me paralizaba el cuerpo entero cuando busqué las últimas noticias en directo.
«… Un portavoz de la Policía Metropolitana acaba de confirmar que la madre de Behrouz Sahar, Farah, de cuarenta y dos años, y su hermana Aliya, de catorce, fueron conducidas a dependencias policiales para ser interrogadas poco después de la explosión. Mientras permanezcan retenidas, las autoridades se harán cargo del cuidado de su hermana de cuatro años, Mina…»
¿Cómo iba a tomarse lo de ser cuidada por desconocidos aquella niñita aislada del mundo que había visto en el sofá del piso de los Sahar? En cuanto a la madre, no les iba a resultar nada fácil conseguir que dijera algo coherente. Lo cual dejaba a la chica, Aliya, sola frente a la Policía. Me incliné hacia delante y hundí la cabeza entre las manos.
«La Policía está muy interesada en hablar con cualquier persona que posea información sobre las actividades de Behrouz Sahar desde su llegada al Reino Unido, o que pueda ayudar a rastrear sus movimientos durante las últimas cuarenta y ocho horas, en particular entre la una y las cuatro de la pasada madrugada. Si tienen alguna información, por pequeña o insignificante que parezca, por favor, llamen a este número de teléfono…»
Yo sabía que debería marcar aquel número, contarles lo que había visto, dejar claro que Behrouz Sahar no era un terrorista, pero no podía. Por papá. Hubiera hecho lo que hubiera hecho, seguía siendo mi padre. No podía arriesgarme a que lo mandaran a la cárcel de nuevo.
En mi mente, la estupefacción dejaba paso a la furia, la compasión y la culpa.
¿Qué vas a hacer, Dan? ¿Qué vas a hacer?