-¡Eh, Danny! –La voz de papá sonó como un estallido por la escalera.
–¿Qué?
–Teléfono.
Nadie me llamaba al teléfono de casa.
–¿Quién es?
–Una chica, pero no ha dicho su nombre.
No me hacía falta ver la cara de papá para saber que estaría sonriendo y guiñándole el ojo a mamá. ¿Qué opciones tenía? Obligarme a ponerme al teléfono o arriesgarme a que papá subiera y se metiera conmigo por hacérselo pasar mal a una chica. Corrí escaleras abajo y pegué el auricular a la oreja.
–¿Sí?
Una voz susurró algo que no entendí.
–¿Qué?
Oí un jadeo al otro lado de la línea.
–Soy Aliya Sahar…, de Meadowview.
Fue como una sacudida al tocar un cable eléctrico.
–¿De dónde has sacado este número?
–Tu padre… nos dio una tarjeta.
Eché una mirada por encima del hombro. Papá y mamá estaban viendo la tele y fingían no prestarme atención. Bajé la voz.
–¿Qué quieres?
–Yo…, yo… necesito que me ayudes.
El pánico me oprimió el pecho. ¿Sabría ella lo que yo había visto? Tragué saliva.
–¿Por qué yo?
–Fuiste amable. –Su voz se quebró–. Me ayudaste a que tu padre no descubriera la pistola.
Me pasé los dedos por la cara y sentí que el alivio daba paso a un fuerte sentimiento de culpabilidad. Mamá levantó la vista con la oreja desplegada.
–Dame tu número –le dije rápidamente–. Te llamo yo ahora mismo.
–Estoy en una cabina.
–Tiene que estar en la pared, encima del teléfono…
–Sí, ya lo veo.
Leyó el número. Lo garabateé en la mano y colgué. Con toda la naturalidad del mundo, eché a andar hacia la puerta. Justo cuando creía que lo había conseguido, mamá me preguntó:
–¿Quién era, hijo?
–Nadie que tú conozcas.
Salí disparado al pasillo y subí los peldaños de dos en dos. Aliya respondió al primer tono.
–Mi hermano está en apuros.
Su voz era ahora más firme, como si hubiera ensayado las palabras.
–Lo sé. Lo vi en las noticias.
–En la tele no dicen más que mentiras. Él no fabricó esa bomba. No es un terrorista.
Cerré los ojos y vi aquella cara desesperada y llena de moratones cuando lo arrojaron al interior de la furgoneta, pero tenía que fingir que solo lo había visto por la tele.
–Entonces ¿qué estaba haciendo en ese garaje con todos esos explosivos?
–Eso es lo que tengo que averiguar. Tengo que demostrar que es inocente.
–¿Cómo?
–Empezaré…, empezaré por su teléfono. Creo que quizá lo escondió porque podía haber algo en él que lo relacionara con lo ocurrido.
Mi corazón latía con fuerza.
–¿Como qué?
–No lo sé.
–¿Vas a enseñárselo a la Policía?
–No. A ellos no les interesa la verdad. Creen que es un terrorista y eso es lo único que quieren demostrar. –Volví a notar un temblor en su voz–. Escondí el teléfono y la pistola, y ahora necesito que rescates el móvil.
Agarré el mío con fuerza.
–¿Dónde está?
–En un bote, en el canal. Cerca del puente. Metí la bolsa debajo de la lona.
–¿Por qué no lo rescatas tú?
–No me dejan acercarme a Meadowview.
–¿Quién?
–La Policía.
Quería ayudarle, pero oír hablar de la Policía me impedía pensar con claridad; me daba pánico y me echaba para atrás.
–¿Estás ahí? –susurró.
–Sí, pero…
–Por favor, es lo único que te pido. –Por un momento solo oí su respiración, agitada y ronca, y luego su voz volvió a brotar de repente, como si tuviera miedo de que yo fuera a colgar–. Nos han alojado en un hotel que se llama Holly Lodge. Está en Swinton Street, cerca de una estación muy grande que se llama King’s Cross. Tráelo por la mañana temprano. Estaré vigilando por la ventana hasta que llegues.
–Oye, no… No sé. Yo…
–Por favor –balbuceó–. No hay nadie más a quien pueda pedírselo…, y…, y además hay otra cosa.
–¿Qué?
–Tocaste la pistola. Tienes que limpiar las huellas de tus dedos, por si la Policía la encuentra.
–Dios.
Huellas dactilares. Y también las había dejado por toda la zona de carga y descarga.
–¿Cómo se llama el bote?
–Margaretta.
Colgué, saqué de un cajón una sudadera con capucha y bajé a toda prisa mientras me daba vueltas la cabeza. Mis huellas dactilares. Pasara lo que pasara, tenía que borrarlas de la pistola de Behrouz.
–Oye, mamá, voy a salir un rato –dije.
–¿Adónde vas? Es tarde.
–Voy un momento a casa de esa chica. No tardaré.
–¿Esa chica no tiene nombre?
Yo tenía la mente demasiado embarullada como para inventarme uno.
–Ali. No la conoces.
Papá me miró con la bandeja sobre las rodillas.
–¿Quieres que te lleve, hijo? –preguntó.
–No, voy en bicicleta.
–¿Tienes llave?
–Sí.
Corrí a la cocina, saqué los guantes de goma de mamá y un paño de cocina del escurridor y me dirigí a la puerta trasera. Pedaleé hacia Meadowview con la cabeza agachada bajo la llovizna, y estaba a punto de chocar contra el bordillo cuando apareció, por encima de los tejados sucios, la parte superior del edificio iluminada por el reflector de un helicóptero que planeaba sobre él. Abandoné la calzada y empujé la bicicleta entre el gentío mientras estiraba el cuello para ver el aparcamiento. Estaba lleno de furgonetas, coches policiales y siluetas enfundadas en monos de celulosa blanca que sacaban cajas del edificio. Había gente asomada a los balcones que observaba las unidades móviles de televisión o alzaba la vista hacia el helicóptero, que parecía estar colgado del extremo de su propio haz de luz.
Toda la zona estaba acordonada, y la creciente multitud de curiosos empujaba las barreras alimentada por la furia. Algunos insultaban a Aliya y a su madre por cobijar a un monstruo y otros agitaban periódicos de la tarde y hablaban del mal que acechaba en los ojos de Behrouz Sahar, mientras algunos vecinos de los otros edificios se acercaban y trataban de superar a los demás con historias acerca de los individuos sospechosos que andaban por las escaleras de Meadowview y del material que circulaba de noche por el aparcamiento. El parloteo se hizo cada vez más fuerte y estridente, hasta el punto de que temí que las oleadas de rabia terminaran por engullirme.
Retrocedí con la bicicleta y choqué contra una mujer muy alterada; se le cayó el periódico y me soltó un grito cuando las ruedas arrugaron la foto de Behrouz de portada, bajo el titular que decía ¡FABRICANTE DE BOMBAS! Volví a saltar sobre la bici y me dirigí al canal, aunque tuve que derrapar para detenerme cuando un par de policías con chalecos reflectantes dieron un paso al frente para bloquear la entrada al camino. Uno de ellos iluminó con su linterna mi cara y después la bicicleta.
–¿Adónde vas? –me preguntó.
–A mi casa. Solo me acerqué para ver qué pasaba.
Me dejó pasar con un gruñido. Aceleré al entrar en el sendero y seguí la curva que describía la orilla hacia el puente. Aunque no podía verlo, seguía oyendo el zumbido de las aspas del helicóptero y los gritos de la muchedumbre. Ahora estaban coreando consignas que pedían la pena de muerte para los terroristas.
Preocupado por si me había pasado el Margaretta, paré junto a un tocón y recorrí los amarres con la luz de la bicicleta. Allí estaba; el destello de una M blanca en la proa de un bote de remos medio podrido y casi oculto a la sombra de las barcazas que lo flanqueaban. Escruté el camino y, después de asegurarme de que no venía nadie, saqué los guantes de goma. Tiré del cabo cubierto de lodo hacia la orilla, hinqué las rodillas en el fango y metí la mano por la hendidura de la lona. Me estiré cuanto pude y busqué a tientas la bolsa de plástico; la lluvia, que de repente comenzó a azotarme la cara, me hacía parpadear. El bote no hacía más que alejarse con el balanceo, y a pesar de tener puestos los guantes me estremecí cuando mis dedos tocaron una capa húmeda y fría de lodo, pero insistí hasta que palpé la bolsa apretujada debajo del asiento. La saqué y retrocedí hacia los matorrales, con el brazo bien estirado para mantener a distancia el agua apestosa que escurría del plástico e intentar evitar que las zarzas me arañaran la cara. Cuando me interné entre las matas pisé cristales rotos y latas vacías.
Una vez que me aseguré de que nadie podía verme, metí la mano en la bolsa y saqué la pistola. Con una desagradable sensación al palpar su silueta pequeña, froté cada centímetro del cañón y la culata con el paño mientras imaginaba cómo todas aquellas espirales grasientas y delatoras irían desapareciendo bajo la presión. Volví a meterla en la bolsa. Cayó con un sonido metálico. Me encogí y miré a mi alrededor. No había nadie que pudiera oírlo, ningún sonido excepto el rugido lejano del gentío congregado ante Meadowview que pedía a gritos la cabeza de Behrouz Sahar.
Volví a visualizar en mi cabeza el terror desgarrado que había visto en su rostro. Casi sin tiempo para darme cuenta, saqué la lata de tabaco y me la guardé en el bolsillo. Volví a meter la bolsa bajo la lona y aparté las zarzas con los codos para abrirme paso hacia el sendero. Atajé por un callejón que había un poco más arriba y, en cuanto estuve a una distancia prudencial de los coches de policía que patrullaban la zona, tiré los guantes embarrados y el paño de cocina a un contenedor. Mamá se iba a poner como una fiera en cuanto se diese cuenta de que habían desaparecido. Pero eso no era nada comparado con cómo se pondría si se enterase del resto. Con un estremecimiento, entré en casa y cerré la puerta con cuidado.
–¿Eres tú, Danny? –Mamá, en camisón, se asomó a la barandilla y me miró desde lo alto de la escalera–. No olvides echar el pestillo.
–No, mamá. Buenas noches.
Me apoyé en la pared, cerré los ojos y esperé a que mi corazón dejara de golpearme las costillas. Sin dejar de temblar, corrí a mi cuarto y busqué las últimas noticias sobre Behrouz Sahar. Según la BBC, seguía en coma y la Policía estaba buscando a sus cómplices. Muchos de los negocios afganos de la ciudad habían sufrido ataques, y el jefe de la compañía de taxis donde trabajaba había declarado a la prensa que se trataba de un extremista que actuaba en solitario y que merecía la pena de muerte por avergonzar a toda una comunidad respetuosa con la ley. Hasta sus antiguos compañeros del Ejército se estaban volviendo en su contra.
Aliya era la única persona del mundo que seguía defendiéndolo.
Saqué el teléfono de la lata de tabaco y le di vueltas entre mis dedos durante un rato. Luego busqué la clavija adecuada del cargador universal que me había dado Bernie Watts (una herramienta fundamental si se trabaja con teléfonos robados) y lo puse a cargar. Se encendió un diminuto puntito rojo. Me detuve un instante, consciente de que una vez que hubiera visto lo que había en la memoria no habría vuelta atrás. Inspiré una larga y vacilante bocanada de aire y encendí el teléfono.
Había ocho números en la agenda de contactos de Behrouz, unos cuantos mensajes de texto y varias fotos, casi todas de su familia: Aliya, su madre y su hermana pequeña en el apartamento; los cuatro de excursión por Londres, sonriendo y saludando a la cámara delante de la verja del palacio de Buckingham; dando de comer a las palomas en Trafalgar Square, y una de Behrouz, muy orgulloso junto a su taxi con el Big Ben al fondo. Luego unas cuantas, tomadas diez días después, de Aliya y la niña en un deprimente mercadillo benéfico en el aparcamiento de Meadowview: un malabarista con un gorro de bufón ladeado, un grupo de hombres que lanzaban bolas a un coco y una señora mayor que vendía té y bollos. El único que parecía estar pasándoselo bien era un policía que estaba inclinado sobre la mesa donde estaba el té, con la gorra bajo el brazo mientras se servía una magdalena de color verde chillón.
En el siguiente grupo de fotos, unas imágenes tomadas desde un plano inferior, se veía a dos hombres que portaban paquetes entre dos furgonetas aparcadas a la sombra de unos árboles en un descampado. En mi cuarto no hacía demasiado calor, pero cuando las miré con más detenimiento empecé a sudar. Una de las furgonetas era del mismo color rojo que la que habían usado para el secuestro, y el más alto de los dos hombres, que caminaba encorvado con un cigarrillo en los labios, era sin duda alguna Cara de Cemento. En cuanto a los paquetes que estaban descargando, me imaginaba que contenían droga. ¿Qué otra cosa podía ser? Pero fue la imagen de la furgoneta blanca y el tipo rubio que estaba metiendo en ella los paquetes la que hizo que mi corazón empezara a latir con fuerza. El hombre era Jez Deakin. Y por lo que pude vislumbrar de la matrícula, tuve el terrible y angustioso presentimiento de que la furgoneta era la de mi padre.
Pensé que iba a vomitar. Durante unos instantes permanecí inmóvil, jadeando, con la vista fija en la gruesa capa de barro que recubría mis zapatillas, hasta que logré reunir el valor necesario para mirar las fotos más recientes. Se habían tomado el día anterior a la explosión, y eran todas de Cara de Cemento, que fumaba apoyado sobre un muro de ladrillos. Fuera quien fuera, tenía un serio problema con el tabaco. Esta vez llevaba un mono de trabajo verde y botas de goma blancas. Había cuatro fotos bastante buenas de él y dos más borrosas en las que aparecía otro hombre, como si Behrouz las hubiera sacado mientras se alejaba.
Mi dedo planeó sobre el botón de borrado mientras luchaba contra el impulso de eliminarlas todas y olvidar lo que acababa de ver. Pero no lo hice. Las envié a mi móvil y las amplié para buscar los detalles que se me hubieran podido escapar. Cuando vi que eso no era suficiente, las pasé al ordenador y procesé todas las imágenes, incluso las borrosas, seleccionando, recortando, ampliándolas hasta que los detalles estuvieron demasiado pixelados como para distinguir los contornos. Casi. Pero no del todo. Me había aferrado de forma angustiosa a una última esperanza: que la furgoneta blanca que Jez Deakin estaba cargando fuera de otra persona. Pero no había ninguna duda. Con toda seguridad, aquella era la furgoneta de mi padre.