Casi me estallan los pulmones al correr detrás de aquella furgoneta roja. Quizá fuera la impresión al enterarme de que Merrick, el compañero de Behrouz, había muerto. Quizá fuera por darme cuenta del poder y el alcance de esos matones con los que se había involucrado mi padre. Fuera como fuera, me encontraba en un estado de aturdimiento enfermizo y furioso y no me fijé en el rótulo de HARDEL INTERCONTINENTAL CÁRNICAS, S.L. pintado en un lado de la furgoneta hasta que esta arrancó cuando el semáforo se puso en verde. Entonces me vino a la cabeza el «… TAL CÁRNICAS, S.L.»; eso era lo que se vería si la mitad del rótulo estuviera oculta por un montón de lavadoras robadas. Así que corrí como un loco para ver adónde iba y logré seguir a otras dos furgonetas de Hardel hasta la verja. Estaba medio muerto, pero había merecido la pena. Había encontrado el lugar donde trabajaba Cara de Cemento, y ahora tenía la oportunidad de averiguar su nombre. Tiré de Aliya y doblamos la esquina.
–Entraré yo solo a examinar el lugar. Dime un nombre afgano, por favor, rápido, el que sea.
–Dost…, no sé…, Sajadi.
–Dame una de esas fotos de Cara de Cemento.
Sacó una de la mochila. Escribí a toda prisa la dirección de Hardel Cárnicas en la parte de abajo y volví sobre mis pasos siguiendo la dirección del muro mientras repetía para mis adentros, una y otra vez, el nombre de Dost Sajadi. Junto a la verja había un par de guardias de seguridad que comprobaban los pases, intercambiaban bromas con los conductores de las furgonetas y les hacían señas con sus carpetas sujetapapeles para que pasaran. Me detuve e intenté atisbar el interior mientras esperaba a que se produjera un momento de calma en el tráfico. Trabajadores con gorras, monos manchados de sangre y botas de goma cruzaban el patio de entrada de un lado a otro, empujando carritos y pasando junto a dos hombres que dirigían las maniobras de los camiones hacia el enorme hangar metálico que había al fondo. Por todas partes había letreros muy grandes: ZONA A, ZONA B, PROHIBIDO GIRAR, PROHIBIDO FUMAR. Examiné los rostros de los guardias. No saqué mucho en claro, pero me dirigí al que me pareció más amable, le enseñé la foto y respiré hondo.
–Eeeh…, disculpe. Estoy… estoy buscando a este hombre. Creo que trabaja aquí.
Me miró muy serio.
–¿Qué te hace pensar eso? –dijo. Yo señalé la dirección de Hardel escrita debajo–. ¿Para qué quieres verlo?
Mi voz sonó aguda y chillona cuando le conté la historia que había improvisado a toda prisa.
–Me he encontrado una billetera con esta foto y un montón de dinero. Si es suya, me imagino que querrá recuperarla.
El guardia se mostró escéptico.
–A ver esa billetera.
–Mi madre se la iba a entregar a la Policía, pero yo tenía la esperanza de que si daba con el dueño, me ofrecería una recompensa.
Me dio la impresión de que se había tragado la historia. Mentirijillas pequeñas, mentiras tremendas, medias mentiras sucias. Me estaba convirtiendo en un experto en todas ellas. Igual que papá.
–Danos tu nombre y tu teléfono y le diré que te llame –dijo.
Se me hizo un nudo en el estómago. Prácticamente me había confirmado que Cara de Cemento trabajaba allí. Me pasó su carpeta sujetapapeles. Apunté un nombre y un número de teléfono falsos.
–¿Sabe a qué hora sale?
–Entra en el primer turno, así que termina a las cuatro.
El hombre se interrumpió para dar paso a una furgoneta.
–Había una tarjeta de identificación en la billetera –dije con la mayor naturalidad que pude–. A nombre de Dost Sajadi. ¿Es él?
–¿Dost? No, se llama Tewfiq no sé qué. –Llamó al otro guardia–: Eh, Terry, ¿cómo se apellida Tewfiq?
Su compañero pensó un par de segundos y contestó:
–Hamidi.
–Ah, vale –dije–. Entonces puede que la billetera no sea suya.
Ni siquiera me escuchó. Volví a reunirme con Aliya, muy satisfecho conmigo mismo.
–Efectivamente, trabaja aquí. Se llama Tewfiq Hamidi. ¿Te dice algo ese nombre?
–No.
–Vamos a esperar a que salga y lo seguiremos. Remata sobre las cuatro.
–¿Remata? Eso significa matar a alguien.
–Eso es cuando rematas a alguien. Rematar también significa terminar.
Temblorosa, Aliya consultó su reloj y se estrechó el cuerpo con los brazos.
–Tendremos que esperar cuarenta minutos –dijo.
–Vamos a comer un sándwich y volvemos luego.
Ella mordisqueó el puño de la sudadera y clavó la vista en el suelo.
–No tengo hambre.
Mentía. Se le notaba.
–Yo invito –dije–. Papá me pagó treinta libras por ayudarle en Meadowview.
Treinta libras que desearía no haber ganado.
–Te prometo que, pase lo que pase, algún día te devolveré ese dinero –dijo Aliya con solemnidad.
–Vale. –Esbocé una sonrisa forzada–. Te tomo la palabra. Mientras tanto, ¿de qué te apetece el sándwich?
Compramos unos sándwiches de queso, patatas fritas y té en el puesto que había en el aparcamiento de enfrente. Era poco más que un cobertizo de madera con una ventanilla a un lado pero tenía mucha actividad, pues servía a todo aquel a quien le apeteciera un tentempié y no se echara atrás a causa del hedor de la planta envasadora de carne. El hombre que nos atendió dijo que uno terminaba por acostumbrarse. Yo no entendía cómo.
Mi móvil sonó mientras estábamos comiendo. Casi me atraganto con el sándwich cuando vi el nombre de papá en la pantalla, y me resultó increíble oír que la cotilla de Eileen Deakin, que vivía enfrente, lo había llamado al trabajo para decirle que me había visto llevar a mi novia a casa.
–No quiero que lleves a chicas a casa cuando no hay nadie. No está bien, Dan. ¿Me has oído? Podría pasar cualquier cosa, y además Eileen me ha dicho que es extranjera.
Era como una broma pesada. La madre de Jez y mi padre diciéndome qué estaba bien y qué estaba mal. Me enfadé tanto que corté la llamada y fingí que me había quedado sin cobertura.
Tiré el resto del sándwich y caminamos sin rumbo entre los coches mientras intentábamos averiguar dónde había aparcado Behrouz exactamente cuando hizo las fotos. En el aparcamiento no, eso seguro. Seguimos la carretera hasta un almacén vacío, y al otro lado vimos que la puerta lateral de Hardel se cerraba de un golpe. Incluso vimos a un par de hombres encender sus cigarrillos. Estaba claro que era allí donde los trabajadores salían a fumar. Aliya se había quedado callada con una mueca en el rostro, concentrada en algún pensamiento.
–Liquidar es terminar el trabajo del día –dijo de pronto.
–Sí.
–Entonces ¿qué quiere decir «remate final»?
–¿Cómo?
–Lo leí un día en una tienda.
–Ah, ya. Significa que están vendiendo las últimas existencias a menor precio.
–Sería mejor usar palabras distintas.
–Supongo que sí.
Ya eran casi las cuatro, así que nos dirigimos a la entrada principal y nos escondimos en el aparcamiento, detrás de una hilera de coches, observando cómo los hombres salían poco a poco del primer turno. Ninguno de ellos parecía muy feliz. Escruté sus rostros, temeroso de no ver a Cara de Cemento entre la multitud.
–Allí.
Aliya me dio un codazo y desvió la mirada. Levanté mi móvil, acerqué con el zoom de la cámara la imagen de la silueta alta y encorvada y capté su cara a pantalla completa: la piel marcada con hoyos y bultitos, los párpados caídos, la boca odiosa que se había curvado para esbozar una sonrisa cuando dijo que iba a hacer famoso a Behrouz. Parecía como si la tierra se estuviera hundiendo bajo mis pies. Durante un instante recé para que me tragara. Era él, sin duda. Solo, caminando deprisa, destacaba entre sus compañeros. Miró a su alrededor. Intenté mantener el pulso firme y tomé una panorámica con el móvil para averiguar qué miraba. El guardia de seguridad lo estaba llamando. A Cara de Cemento no le hizo mucha gracia, pero acudió de todos modos, con cara de pocos amigos. El guardia buscó algo entre las hojas de la carpeta. Arrancó un papel. Dios. Tenía que ser el nombre y el número de teléfono falsos que le había dado. El guardia se inclinó hacia delante y le dijo algo. Cuando se llevó la mano extendida a la barbilla, me di cuenta de que me estaba describiendo.
Mientras yo me ocultaba detrás de un Mondeo verde, Cara de Cemento miró en todas direcciones y rastreó la calle en busca de un chico delgado, de mediana estatura, pelo castaño, con vaqueros y una sudadera gris con capucha; luego se alejó y guardó el papel en el bolsillo. Me quité la sudadera y la escondí debajo del Mondeo de una patada.
Aliya dio un paso atrás.
–¿Qué haces?
–El guardia acaba de darle mi descripción. Pásame tu gorra.
Aliya inclinó la cabeza y se la quitó. Habíamos encontrado a Cara de Cemento. La adrenalina había hecho su efecto, y yo tendría que estar concentrado en la siguiente maniobra. Sin embargo, me quedé un momento observando la curva del cuello de Aliya mientras caía su pelo sedoso al alzar la cabeza. Me calé la gorra con decisión y le puse el brazo sobre los hombros. Ella se revolvió y se liberó con una expresión de horror.
–¿Qué haces? –dijo entre dientes.
–Él cree que he venido solo, así que compórtate como si saliésemos juntos. Gorra, sin sudadera, novia… Todo es parte del disfraz.
–Ah.
Echó a andar a mi lado, rígida y torpe como un zombi.
–Relájate –dije–. Compórtate con normalidad.
–No puedo. Para mí esto no es normal.
Tampoco lo era para mí, pero no pensaba decírselo.
–Tienes que fingir. Si se da la vuelta, acerca tu cara a la mía para que no pueda ver cómo somos.
Nos mezclamos con el torrente de trabajadores que abarrotaba la acera, con la esperanza de que Cara de Cemento no se metiera en un coche y se marchara. Se dirigió a la parada del autobús e hizo una llamada mientras esperaba. Yo permanecí de espaldas a él y traté de mantenerme en un ángulo distinto al de su vista. Aliya, que espiaba por encima de mi hombro, echó la cabeza hacia atrás de repente y me miró.
–Acaba de darse la vuelta –susurró.
De cerca, sus ojos eran una extraña mezcla de claridad y oscuridad, como si alguien hubiera salpicado con tinta verde un vaso de agua y lo hubiera removido. Y se movían nerviosos, como los de un perro, observándolo todo, captando los detalles, intentando sobrevivir. Quise decirle que estaba seguro de que averiguaríamos la verdad, que Behrouz se iba a recuperar y que su familia no sería deportada a Afganistán. Pero habría sido una mentira más. Ya no estaba seguro de nada.
Permanecimos así, sin movernos, hasta que llegó el autobús; fríos, incómodos y avergonzados. Cuando Hamidi subió al piso de arriba, nosotros nos quedamos en el inferior, listos para bajarnos en su misma parada sin que resultara demasiado evidente. Llevábamos casi cuarenta minutos de viaje por zonas de Londres que yo nunca había visto cuando por fin bajó la escalera y pasó junto a nosotros. El autobús se paró. Las puertas se abrieron y el hombre bajó de un salto. Aliya hizo un movimiento hacia la salida, pero yo la retuve y esperé hasta el último momento para tirar de ella y bajar. Para entonces, Tewfiq Hamidi nos llevaba unos cincuenta metros de ventaja. Nos mantuvimos a su espalda mientras se metía por un callejón lóbrego, recorría una acera de casas adosadas muy descuidadas y pequeñas tras las cuales pasaba la vía del tren, cruzaba la calle y desaparecía por el camino de entrada de un solar que hacía esquina y estaba casi oculto tras un espeso bosque de árboles y matorrales.
Echamos a correr, nos colamos por un hueco de la valla medio podrida y atravesamos la maleza justo a tiempo para verlo entrar en una mugrienta casa empedrada con guijarros que se alzaba aislada en medio de un jardín descuidado. La puerta descascarillada tenía el color del estiércol, y las sucias ventanas estaban medio cubiertas por una especie de enredadera que trepaba por la fachada hacia el garaje destartalado que había al lado. El lugar parecía totalmente abandonado, hasta que uno se fijaba en una rayita de luz plateada que se filtraba por un roto de las cortinas del piso superior.
–¿Qué hacemos ahora? –susurró Aliya.
–Esperar –dije.