Me perdí al volver a King’s Cross. No me perdí como cualquier otra forastera en la ciudad, sino como alguien que aún está aprendiendo a interpretar el plano del metro y es capaz de encontrar el camino de vuelta aunque haya tomado por equivocación el tren que iba en dirección norte en vez de hacia el sur. La furia bloqueó mi tristeza y me hizo sentirme tranquila y fría. Apagué el teléfono y me puse a hojear una revista arrugada que alguien había dejado encima del asiento, aliviada por tener algo que distrajera mi mente del chico y sus mentiras, aunque no fueran más que páginas y más páginas de cotilleo estúpido sobre actores y cantantes.
Todas las mujeres que salían en las fotos sonreían y estaban delgadas como juncos, pero los artículos eran mezquinos y decían que se las veía gordas y tristes. Eran crueles hasta con el coronel Clarke y su esposa, India Lambert, e insinuaban que quizá acabarían divorciándose porque ella prefería rodar películas y viajar por el mundo con su ONG antes que pasar tiempo con su marido. Decían que no les extrañaba que una mujer tan hermosa se hubiera aburrido de un hombre viejo y feo como él. Estaba segura de que eso no era cierto. Eso era lo que hacían los periódicos y las revistas: contar mentiras. Destruir vidas. Puede que el coronel fuera mayor y un poco feo, pero era un hombre bueno y amable, y era una vergüenza que escribieran cosas tan repugnantes acerca de su mujer. Estaba rodando una película sobre una reina inglesa llamada Ana Bolena en un castillo de verdad, y había una foto de ella en el plató en la que sonreía a un hombre alto y atractivo. Pero el pie de foto decía que aquel hombre era su ayudante, así que era lógico que pasara tiempo con él. Tiré la revista al suelo, harta ya de mentiras y mentirosos.
Cuando volví al hotel, una mujer policía que dijo llamarse Sandra estaba sentada encima de la cama haciendo un rompecabezas de una granja con Mina. Mi hermana levantó la vista. Sentí un arranque de cariño hacia ella, la besé y jugueteé con sus trenzas. Ella no me devolvió la sonrisa. A veces me preguntaba si se habría olvidado de sonreír.
Mi madre estaba sentada en una silla junto a la ventana, con la espalda encorvada y el pelo suelto caído sobre los hombros. Me acerqué y le di un beso en su mejilla hundida.
–¿Quieres que te prepare un té, mor?
Ella apartó la vista del televisor y la posó en mi cara.
–Diles que mi hijo es un buen chico. Díselo.
–Lo sé, mor.
Cuando le di la mano, comenzó a derramar lágrimas que cayeron sobre sus dedos rígidos. Sandra chasqueó la lengua.
–Lleva así todo el día. Repitiendo lo mismo una y otra vez. No ha querido probar bocado.
¿Qué esperaba aquella mujer? Mi madre había perdido a su marido, su país y ahora a su hijo. Me sentí avergonzada de las veces que me había enfadado al pensar que era débil. Mi madre no era débil. Estaba destrozada.
Saqué un peine de un cajón de la cómoda, separé un mechón del pelo lacio de mi madre y comencé a desenredárselo mientras tiraba de los nudos con suavidad. Volvió a fijar la vista en el televisor, como si esperase que fuese a anunciar que Behrouz era inocente. Cuando terminé de desenredarle el pelo, le hice un moño y se lo sujeté con horquillas. Su precioso pelo, en otro tiempo tan abundante como el de la cola de un caballo y tan negro que brillaba al sol con reflejos azules, ahora reposaba sobre su cuello como una pequeña pelota de hilos grises.
Hice té para todas e intenté que tomara al menos unos sorbos.
–Tienes que mantenerte fuerte, mor.
Ella apartó la taza como una niña pequeña y me miró enfadada.
–Diles que es un buen chico. ¡Díselo!
Su voz sonó chillona y escalofriante, completamente distinta de la voz de mor.
Mina corrió hacia nosotras y se aferró a mis piernas. La levanté en brazos y le froté la espalda, como solía hacer cuando era un bebé, y cuando se fue calmando me senté a su lado y metimos piezas del rompecabezas en forma de vaca en los agujeros en forma de vaca mientras Sandra pedía comida preparada que ninguna de nosotras tenía ganas de cenar. Mientras hacía el rompecabezas, presté atención a las últimas noticias que salían en la parte inferior de la pantalla: la Policía sigue esperando para interrogar al presunto terrorista Behrouz Sahar… Los médicos dicen que su estado continúa sin cambios… Los miembros del Parlamento reclaman controles más rigurosos en las concesiones de asilo.
Terminé la vaca, busqué las piezas para formar un granjero gordo y con la cara colorada, coloqué las patas de un caballo junto a su cuerpo y volví a mi cuarto, sin dejar de pensar en el chico y preguntándome una y otra vez cómo encajaban sus mentiras en el rompecabezas de Behrouz.
Jamás me había sentido tan sola. Encendí el televisor con el único propósito de escuchar voces. La extraña calma que me había dominado desde que salí de la biblioteca se había desvanecido, y con el ruido de fondo de unos dibujos animados me hice un ovillo encima de la cama, con el rostro hundido en el hueco del codo, incapaz de contener las oleadas de tristeza y confusión que me invadían. No tenía nada a lo que aferrarme más allá de la furia que sentía hacia el chico, y permanecí tumbada alimentándola con los recuerdos de su manera de encogerse de hombros, sus sonrisas y sus incontables, incontables mentiras. Un anuncio de últimas noticias interrumpió las risas enlatadas de la televisión. Levanté la cabeza.
«El grupo terrorista Al Shaab ha difundido un vídeo de Behrouz Sahar, grabado una hora antes de la explosión del pasado miércoles, en el cual confiesa estar preparando un atentado contra la casa del coronel Mike Clarke.»
Una cara que apenas fui capaz de reconocer me miró desde la pantalla. Eran los ojos de Behrouz, pero parecían angustiados y aturdidos; la nariz también era la suya, pero estaba cubierta de moratones y arañazos, y sus labios se torcían describiendo una mueca. Había algo escrito a su espalda, unas letras rojas y grandes pintarrajeadas sobre una sábana blanca que formaban las palabras AL SHAAB en árabe. El monstruo que habitaba en mi mente enloqueció. Behrouz abrió la boca, mostró unos dientes rotos, y se oyó una voz seca y artificial como la de un robot.
«Me llamo Behrouz Sahar. Cuando vean este vídeo, habré muerto. Seré un mártir por voluntad propia. Fui yo quien puso la bomba para castigar a los extranjeros que invadieron mi país. Dijeron que iban a traernos libertad, pero por el contrario destruyeron nuestros hogares, nuestras familias, nuestras granjas, a nuestras mujeres y nuestros niños inocentes. Algunos de mis compatriotas colaboraron con los invasores, otros se vengaron en Afganistán, pero yo me vine al Reino Unido para castigar a los que ocupan los puestos más altos, a los dirigentes que destruyeron mi país. Verán, tengo un plan. Un plan para localizar al coronel Clarke y lograr que se haga justicia. Al destruir a los que dirigieron la invasión de mi país, me aseguraré de que el nombre de Al Shaab siga vivo para que cause terror en los corazones de quienes lo oigan.»
Un gemido traspasó la pared. Era mi madre, que chillaba en el cuarto de al lado. Corrí hacia ella. Estaba encorvada, como huyendo de la pantalla, con la boca y los ojos convertidos en tres círculos de horror. Mientras intentaba tranquilizarla siguieron reproduciendo el vídeo una y otra vez, y ella se inclinó hacia delante en su silla, tirándose del pelo y la ropa, gritando sin cesar:
–¿Quién le ha hecho eso a mi hijo?
Apagué el televisor e hice un gesto a la mujer para que se llevase a Mina. No debía ver a mi madre en ese estado. Pero, incluso en pleno frenesí de horror y conmoción, ella no dudó de su hijo en ningún momento. Su convicción me dio fuerzas. Alguien le había hecho aquello a Behrouz. Le habían golpeado y obligado a decir esas cosas tan terribles.
Hice que mi madre se tomara una pastilla y se tumbara en la cama, incapaz de apartar de mi mente la mirada de Behrouz, la extraña mueca de su cara, el modo en que pestañeó sin mirar a la cámara cuando dijo «tengo un plan». ¿Estaba diciéndome que no dudara de él? ¿Recordándome que, pasara lo que pasara, seguía siendo mi chiflado hermano mayor, el que había usado una cuerda de tender la ropa para salvarnos de los talibanes? ¿O había algún otro mensaje oculto en las palabras que estaba pronunciando, algún significado que no había entendido en aquella perorata cargada de odio?
Aquella noche dormí muy mal; me desperté varias veces y soñé con los talibanes. Los hombres que habían bajado de las montañas antes de que yo naciera, con látigos, pistolas y los ojos pintados de negro con surma, y habían prometido expulsar a los señores de la guerra que habían sumido a Afganistán en el caos. Mi padre nunca se había fiado de ellos, aunque incluso él creyó que librarían a nuestro país de un mal mayor. Pero no se puede obligar al diablo a bailar al son que queramos tocar, y cuando los talibanes demostraron ser unos diablos aún peores que los señores de la guerra ya era demasiado tarde. Me desperté parpadeando en la oscuridad y pensando en el chico. Había sospechado que mentía desde el momento en que llegó al hotel, pero había ignorado mis suposiciones porque pensé que él me ayudaría a salvar a Behrouz. Pero el chico también había resultado ser un demonio. Un demonio con secretos que necesitaba averiguar antes de que fuese demasiado tarde.
Le mandé un mensaje de texto y lo llamé. Si seguía sin saber nada de él a primera hora de la mañana, me juré que iría a su casa y lo haría avergonzarse hasta obligarlo a decirme la verdad. Me dije que no me importaba si trabajaba para la Policía. Lo único que me importaba era saber por qué había ocultado la foto de Hamidi y por qué había mentido al seguir a la furgoneta hasta la envasadora de carne. Pero aún sentía rabia dentro de mí, y lo que me dolía era pensar que me había traicionado. Permanecí tumbada con el teléfono encima de la almohada. No me llamó.
Por la mañana dejé a Mina y a mi madre con la vista fija en la bandeja del desayuno y salí corriendo del hotel. En lo alto, un avión plateado surcaba el cielo con su rugido de motores camino del aeropuerto. Hacía menos de un mes, había sido yo la que iba sentada en uno, atisbando entre las nubes, aturdida por la esperanza y la ilusión cuando vi las primeras vistas de Londres.