Mi mente flotaba. Desconectada. Yo sudaba y me estremecía. Me congelaba de frío, luego me moría de calor, después me quedé agarrotado y por fin debí de dormirme, porque estaba abriendo los ojos y una luz gris entraba por la ventana y había alguien de pie a mi lado que me daba golpecitos en las mejillas. Pum, pum, pum, como si estuvieran pulsando interruptores que devolvieran la vida a mis sentidos. Comencé a oír el tráfico de la calle, a sentir la humedad viscosa de mi ropa, a oler un hedor nauseabundo que me dio ganas de vomitar y a recordar el horror de haber pensado que iba a morir. Bajé la vista. Tenía la ropa húmeda y negra de lodo. Solo llevaba puesta una zapatilla. El otro pie estaba descalzo, hinchado y manchado de sangre seca. Cuando intenté moverme, sentí como si me hubieran inyectado cristales triturados en las articulaciones. Poco a poco fue cobrando nitidez la silueta de una chica: Aliya. Me estaba ofreciendo una taza humeante.
–Té verde. Es lo único que hay.
La dejó en el suelo, junto a un cuenco de algo cocinado con berenjenas que estaba sin tocar y que debió de servirme la noche anterior. Ella se quedó de pie frotándose los brazos.
–¿Podemos encender la estufa otra vez? –pregunté despacio, con la garganta seca.
–Ya no hay saldo en el contador.
Tenía un aspecto terrible. Pero seguro que el mío era aún peor. Por lo menos ella había tenido la oportunidad de asearse un poco.
–Gracias por salvarme la vida –dije.
Supongo que yo esperaba que se ruborizase o sonriera, pero su gesto se endureció y un músculo furioso alteró la expresión de sus mejillas.
–Todavía no estamos a salvo. Si pueden, nos matarán a los dos. Y no quiero que me des las gracias. Lo que quiero es saber por qué fuiste a ver a ese hombre de las pecas. ¿Qué le contaste?
Hice un esfuerzo por erguirme para sentarme, y tuve que respirar a pequeñas bocanadas a causa del dolor agudo que sentí en las costillas. Pero eso me concedió unos segundos para pensar cómo se lo podía explicar de la mejor manera posible.
–Se llama Mark Trent –dije.
–Continúa.
–Es policía.
–Eso ya lo sé –dijo enfadada–. Lo vi en la comisaría cuando me interrogaron. También trabaja para Hamidi.
–Eso no lo supe hasta ayer. Te lo juro.
La mirada que me lanzó me congeló las entrañas.
–No me mientas. ¡Tú también trabajabas para Hamidi!
–¿Qué? –Me quedé alucinado–. Por supuesto que no.
–Los oí hablar. Viste algo que no deberías haber visto, así que ordenó a Mark Trent que te matara.
–No… Es decir, sí, pero no es lo que tú crees. Yo no trabajaba para Hamidi. De ninguna manera.
–Entonces ¿por qué quedaste con Trent?
–Para decirle que Behrouz era inocente.
Aliya apartó la vista, como si le diera asco mirarme.
–¿Por qué te iba a creer? Tú mismo dijiste que no teníamos pruebas.
–Ahora sí. Encontré una. Bueno, no una prueba exactamente, pero sé quién lo quería ver muerto. Y también sé por qué.
Volvió los ojos hacia mí, todavía con expresión acusadora.
–¿Por qué razón? –preguntó.
–El hombre que estaba fumando en Hardel junto a Hamidi… era Farukh Zarghun.
No era así como tendría que haber sido. Debería habérselo dicho a la vez que le decía que Behrouz era libre, sin cargos, mientras los periódicos agachaban la cabeza e imprimían titulares en los que admitían que se habían equivocado.
Aliya frunció el ceño y sacudió la cabeza como si creyera que yo había perdido el juicio por completo.
–Sabía que eras un mentiroso, pero no creía que fueras tonto. Farukh Zarghun está muerto. Murió en la cárcel. Tú mismo lo leíste en esas páginas web.
–Le faltan dos dedos. Es él, sin duda. Y cuando se lo conté a Trent, me echó un montón de azúcar en el café. Pero tenía droga.
Ella me miraba con una furia que aumentaba cada vez que yo abría la boca.
–¿Zarghun? ¿En el Reino Unido? ¿Y cómo se levantó de la tumba? ¿Cómo salió de la cárcel?
–No lo sé, pero te digo que es él. Ha trasladado su centro de operaciones a Londres y tiene a Hamidi, a Trent y…, y… a un montón de gente trabajando a sus órdenes.
Volvió a sentarse sobre los talones sin apartar sus ojos verde claro de mi cara. Además de desprecio, vi en ellos confusión.
–Si eso es cierto, ¿sabes cuánta gente poderosa tiene que haberle ayudado para hacerlo? –Poco a poco, su voz iba perdiendo el tono cortante, como si estuviera sopesando las posibilidades–. No solo afganos, también estadounidenses e ingleses.
–Sí, y todos cobrando su parte del dinero que produce la droga. Y si Trent está implicado, puedes apostarte lo que quieras a que la mitad de sus jefes también están en el ajo. –Vi que me escuchaba con atención, de modo que continué hablando–. Escucha. Ya entiendo lo que ocurrió. Behrouz sacó esas fotos de Hamidi, reconoció a Zarghun y sintió pánico cuando se dio cuenta de que iban a por él. Dedujo que tenía que haber policías implicados, así que la única persona de la que se podía fiar para que le ayudara era el coronel Clarke. Por eso le pidió a Merrick el teléfono de la casa del coronel.
Ella seguía con el ceño fruncido, pero parecía estar asimilando todo.
–Eso explicaría por qué se quedó tan contrariado cuando le dijeron que el coronel Clarke estaba de viaje –dijo.
–No estaba contrariado. Estaba muerto de miedo.
–Así que se agenció una pistola para protegerse hasta que Clarke volviera.
–Exactamente. De modo que vamos a ver a Clarke para contárselo todo. Es la única persona con el poder suficiente para terminar con la corrupción y protegernos.
Dejó de mirarme con expresión asesina y empezó a estrujarse las manos, nerviosa.
–Eso es lo que Behrouz quería decirme en el vídeo. Dijo: «Tengo un plan… localizar al coronel Clarke y lograr que se haga justicia». Quería que pasara por alto esas cosas terribles que lo obligaron a decir sobre matar gente, y que consiguiera que Clarke me ayudara para revelar la verdad. –Dejó las manos quietas–. Pero nada de eso demuestra que Zarghun metiera a Behrouz en ese garaje lleno de productos químicos.
–Clarke nos creerá, te lo prometo.
–¿Cómo puedes saberlo?
Tenía que decírselo, pero no podía mirarla.
–Porque… hay algo más.
–¿El qué?
–Un testigo. Una persona que vio cómo Hamidi secuestraba a Behrouz a punta de pistola un par de horas antes de la explosión.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
–¿Quién? –preguntó–. ¿Quién es ese testigo?
Se me revolvió el estómago, pero lo que me dio arcadas no fue el hedor persistente del agua del canal ni el de vómito rancio. Fue el sabor a podrido de la palabra que me tuve que obligar a pronunciar.
–Yo.