ALIYA

 

 

 

 

La caravana era como la cueva de Aladino. Había telas de colores vivos y joyas resplandecientes diseminadas por todas partes, un vestido de terciopelo verde con un bordado de perlas colgado de un biombo plegable, una capa morada encima de una silla. El aire estaba cargado de aromas de café, champú, perfume, maquillaje y algo más que me traía vagas reminiscencias de olor a quemado. India Lambert estaba sentada frente a un espejo enorme orlado de bombillas y hablaba por teléfono mientras se limpiaba el maquillaje con un disco de algodón. La seda de su bata rosa crujió cuando colgó y se volvió hacia nosotros. Estaba preciosa, aunque tuviera el pelo envuelto en una toalla y la cara brillante y cubierta de crema.

–¡Aliya! Pasa.

Su voz sonó cálida y acogedora, como si me conociera. Hutch cerró la puerta en cuanto entraron los chicos y dijo con una sonrisa forzada:

–Perdonad, muchachos, pero después de todo lo que ha pasado no estaría cumpliendo con mi obligación si no os registrara.

Ellos se miraron y levantaron los brazos. Por eso India Lambert tenía a su servicio a un antiguo soldado. También era su guardaespaldas. Contemplé cómo sus manos grandes y expertas se deslizaban con destreza sobre las camisas y los pantalones de los dos chicos. Se me aceleró la respiración. Di un paso atrás y me metí las manos en los bolsillos. Hutch levantó la vista como si hubiera oído los latidos de mi corazón.

–No te preocupes, Aliya. Si la señora Lambert cree que hace falta registrarte, lo hará ella misma.

India Lambert me sonrió rápidamente.

–No creo que debamos preocuparnos por eso, ¿verdad, Aliya?

–N… no, señora Lambert.

No podía dejar de mirarla. Tenía el rostro estilizado, unos enormes ojos oscuros rasgados hacia arriba como los de un gato, los pómulos altos, la nariz fina y delicada y la boca rosada y carnosa. Era tan perfecta que casi resplandecía. Por favor, que me crea. Por favor, que diga que me va a ayudar.

La mujer se volvió hacia los chicos.

–¿Quién de vosotros es Dan?

–Yo –respondió él.

–Entonces tú debes de ser… Connor.

Connor bajó la vista y asintió.

–Muy bien, siempre me gusta saber quién es quién. –Con un movimiento elegante, apartó un montón de toallas del banco acolchado que había debajo de la ventana y las dejó encima de un taburete–. Perdonad el desorden. Sentaos.

Nos apretujamos al otro lado de una mesa llena de revistas, guantes y sombreros, y cuando nos deslizábamos sobre el banco vi nuestra imagen reflejada en el espejo y me dio vergüenza la pinta desaliñada y fuera de lugar que teníamos. Sobre todo Connor, que estaba sentado con la cabeza inclinada y se mordía las uñas.

India se reclinó en el respaldo de su silla giratoria mientras Hutch se apoyaba en la pared a su lado y escribía un mensaje en su móvil. Parecía un gigante en aquel espacio tan reducido, y ella no parecía encontrarse en absoluto incómoda vestida con una bata tan cerca de un hombre que no era su marido. Cruzó las manos sobre el regazo.

–Muy bien, Aliya. ¿Qué es lo que quieres contarle al coronel?

–Behrouz es inocente.

La mujer suspiró y dijo con voz suave:

–Confesó su culpabilidad en un vídeo.

–Lo habían secuestrado. Los secuestradores lo obligaron a decir esas cosas. Si se fija bien, hacia la mitad dice «tengo un plan», que es un mensaje para mí. Me dice que algo va mal, y que debo hacer lo que él hizo e intentar hablar con el coronel.

–Pero él dijo que su plan era matar al coronel.

–¡No! –Me estaba desesperando, temerosa de no expresarme con la suficiente claridad en inglés–. Lo dijo porque lo obligaron.

India meneó la cabeza como si aquello fuera producto de mi imaginación y dijo con delicadeza:

–Nada nos haría más felices a mi marido y a mí que comprobar que tienes razón. Pero las cosas no se convierten en verdaderas solo porque deseemos que lo sean.

–Sabemos quiénes lo secuestraron. Tenemos fotos.

Le enseñé mi teléfono y señalé la cara de Zarghun.

–Este hombre es Farukh Zarghun. Es un criminal de guerra y un narcotraficante muy poderoso, y se supone que está muerto.

Le expliqué cómo lo había reconocido Behrouz, y cómo los hombres de Zarghun lo habían secuestrado y habían intentado hacer creer a todo el mundo que se había matado debido a la explosión de su propia bomba. Mientras lo hacía, la expresión en su rostro estaba entre la incredulidad y la fuerte impresión; no fui capaz de definirlo.

–Yo presencié el secuestro, señora Lambert –intervino Dan–. Se lo juro. Lo atraparon junto al bloque donde vive y lo arrastraron hasta la zona de carga y descarga que hay en la parte de atrás. Él no hacía más que repetir «por favor, no hagan daño a mi familia», y luego le golpearon con una pistola, lo metieron en una furgoneta y se marcharon.

Para eso estaba allí el chico, para actuar como testigo, pero no fui capaz de mirarlo mientras explicaba lo que había visto. La señora Lambert sacudió la cabeza despacio y luego se volvió hacia mí; las lágrimas de sus ojos reflejaron la luz de las bombillas del espejo.

–Conocí a Behrouz, Aliya. No muy bien, pero nos vimos un par de veces en Afganistán. Era un chico encantador y es terrible, absolutamente terrible, que haya escogido ese camino tan espantoso. Pero la explicación obvia para lo que vio Dan es que trabajaba para ese hombre, Zarghun, y que le pegaron por haber robado parte de la droga. Eso no quiere decir que no estuviera también fabricando bombas para Al Shaab.

Hutch asintió y se cruzó de brazos.

–A mí me parece la típica advertencia del mundo de la mafia. Probablemente lo llevaron al otro lado de los bloques, lo zurraron un rato y luego lo dejaron donde lo encontraron.

–¡No! –exclamó el chico–. No fue así. Escuche, Behrouz solo habló de Zarghun con dos personas: el capitán Merrick, a quien conoció en Afganistán, y su amigo Arif, que trabajaba con él en Taxis Khan. Y Zarghun se ocupó de que alguien se deshiciera de los dos.

India Lambert dirigió la vista a Hutch. La mirada que intercambiaron me estremeció. Era una mirada de entendimiento y confianza plena. Cuando él puso la mano sobre el hombro de la mujer, supe que el cotilleo de aquella revista era cierto. Hutch era mucho más que un guardaespaldas o un asistente. Me sentí triste por el coronel y abochornada por el hecho de que estuviera avergonzando de ese modo a un hombre bueno y amable. Pero no era asunto mío. India volvió a mirar al chico, y Hutch le preguntó:

–Solo por curiosidad: ¿cómo podían tener idea los hombres de Zarghun de lo que había contado Behrouz?

El chico bajó la vista al suelo con el ceño fruncido, y luego me miró a mí. Buena pregunta. Deberíamos habérnoslo planteado antes. Cuando me puse a pensarlo, un indicio de algo inquietante se agitó en mi interior. Hutch se encogió de hombros y volvió al mensaje que estaba escribiendo en su móvil, como si se estuviera hartando de nosotros.

–No sabemos exactamente cómo se enteró –dijo el chico en voz baja–. Pero le aseguro que tiene gente trabajando para él en todas partes: policías corruptos, funcionarios de Inmigración, incluso soldados. Es demasiada coincidencia que el día que Behrouz estuvo a punto de morir, el capitán Merrick perdiera la vida en unas maniobras militares y Arif desapareciera. Cuéntales lo que ocurrió, Connor.

Connor se puso colorado cuando el chico dijo su nombre. Incluso evitó mirar a India Lambert, y cuando abrió la boca farfulló:

–Arif y yo salimos a comprar comida, y entonces llegó una inspección sorpresa de Inmigración. Dijeron que iban a verificar sus documentos y que luego lo dejarían irse, pero no lo hicieron. Vi cómo se lo llevaban en un coche, y no lo hemos vuelto a ver.

India Lambert inclinó la cabeza y se frotó las sienes.

–Esto no tiene sentido. ¿Queréis hacerme creer que un criminal afgano fue capaz de tender una trampa a Behrouz, ordenar a un miembro del Ejército que matara a un oficial y hacer que secuestraran a Arif Rahman en plena calle? Esas cosas no suceden más que en las películas.

El chico levantó la cabeza, y sus ojos vidriosos se esforzaron por fijar la mirada. Vi que sus labios se contraían como si estuviera a punto de decir algo. Pero no lo hizo, sino que se limitó a mirar a Connor.

–Por favor –dije–, aunque no crea lo de Arif y Merrick, lo que sí es verdad es que Zarghun quiere matarnos. Tiene hombres infiltrados en la Policía que nos están buscando. Por eso hemos venido, y por eso tenemos que ver al coronel.

India Lambert se retiró la toalla de la cabeza y sacudió su pelo húmedo.

–Bueno, la verdad es que no sé qué pensar de todo esto, pero si de verdad hay soldados y policías implicados en un caso importante de corrupción, al coronel le gustaría saberlo, desde luego. Lo más probable es que ahora esté en alguna reunión, pero le mandaré un mensaje.

La miré fijamente y me sentí como si me hubieran quitado de los hombros un saco lleno de piedras.

–Gracias, señora Lambert –susurré.

Ella me sonrió con su hermosa sonrisa y alcanzó su teléfono.

–Si le digo que es urgente, no tardará en llamar.

–¿Dónde está? –preguntó el chico en tono cortante.

India Lambert se apartó el pelo hacia atrás.

–¿Dónde está quién? –preguntó.

–El coronel.

–En Escocia. Vuelve esta tarde. –Debió de ver el pánico reflejado en nuestras caras, porque añadió inmediatamente–: No os preocupéis, podéis ir a nuestra casa de Londres y esperarlo allí. –Se deslizó tras el biombo–. Tenemos un montón de DVD, y estoy segura de que la asistenta podrá prepararos algo de comer. Hutch os llevará, ¿verdad, Hutch?

El hombre se encogió de hombros.

–Sin problema –respondió.

–No hace falta –intervino Connor–. Tenemos…

El chico se volvió y le metió el codo con fuerza entre las costillas. Connor dejó escapar un gemido de dolor. El chico no hizo caso y se dirigió a Hutch:

–¿Hay alguna posibilidad de conseguir algo de comer?

¿Por qué era tan maleducado? A Hutch no pareció importarle. Levantó la vista del móvil y se apartó de la pared.

–¿Qué os apetece? A estas horas, el servicio de cocina prepara unos bollos con pasas riquísimos.

Connor miró al chico con furia. Este le devolvió la mirada e hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza antes de volverse hacia Hutch y decirle:

–Sí, lo que sea.

–¿Habéis hablado con alguien sobre ese tal Zarghun? –preguntó India desde detrás del biombo.

–No –contesté–. No hemos dicho nada de nada.

–¿Ni siquiera que veníais a verme?

–No.

Salió de detrás del biombo vestida con unos vaqueros descoloridos y un jersey blanco y suave mientras se recogía el pelo.

–¿Os importa esperarme aquí? Voy a recoger las instrucciones del director. No tardo nada.

–Sin problema –dijo Connor.

Hutch salió tras ella y se detuvo en los escalones para volverse ligeramente antes de decir:

–Si no os importa, voy a cerrar con llave. No queremos que se cuele alguien y se ponga nervioso porque no hayáis pasado el control de visitantes. ¿Todos vais a querer té y bollos de pasas?

–Claro –respondió el chico.

Connor apenas fue capaz de esperar a que cerrara la puerta para volverse hacia él:

–¿Por qué me diste un codazo?

El chico tendió los brazos hacia la ventana y forcejeó con la cerradura.

–Para que no les dijeras que teníamos coche. Vamos, podemos estar a medio camino de Londres antes de que terminen de buscarnos por aquí.

–¿De qué estás hablando?

–Ya la oíste. Dijo «Arif Rahman».

–¿Y?

–¿Tú dijiste el apellido de Arif?

–¿Qué? No sé…, puede que sí.

–Hazme caso. No lo dijiste. Y Aliya tampoco.

–No –corroboré–. Imposible; ni siquiera sabía cómo se apellidaba.

–Rápido –dijo el chico–, mirad a ver qué hacen.

Asustada y confusa, espié a través de la persiana.

–Van hacia las furgonetas de la comida. Los dos hablan por teléfono.

El chico alcanzó el bolso de India Lambert y sacó barras de labios, cartas, un cepillo del pelo y un monedero. Connor se plantó a su lado de un salto y le arrebató el bolso de las manos.

–¿Qué haces? –preguntó.

–Déjame –dijo el chico, apartándolo de un empujón–. ¿No lo pillas? Está metida hasta el cuello. Ella y su novio musculitos.

–¡Estás loco! –exclamó Connor.

El chico sacó unos restos de papel carbonizado de la papelera.

–Entonces ¿por qué quemó la nota que le escribió Aliya? ¿Y por qué Hutch no nos hizo pasar el control de seguridad? –Encontró una lima de uñas en el montón de cosas que había sobre el tocador y la metió por la cerradura de la ventana trasera–. Quedaos vosotros si queréis. Yo me voy.

–Estás como una cabra –dijo Connor–. Díselo, Aliya.

Yo no quería creerlo, pero mientras contemplaba a India y a Hutch desde la ventana sentí cómo crecía la duda dentro de mí.

–No…, no lo sé –dije–. Hace continuamente viajes humanitarios a Afganistán, conoce a gente poderosa que pudo sacar a Zarghun de la cárcel… y creo que es verdad que ninguno de nosotros dijo el apellido de Arif.

Había algo más, algo que me preocupaba, como una espina diminuta y afilada que se fuera abriendo paso hacia la superficie de mi mente.

–Sí, pues ya ves –dijo el chico, con la cara contraída y concentrado en la cerradura de la ventana–. La señora Mosquita Muerta, viajando por el mundo en nombre de su ONG. Os apuesto lo que queráis a que no hace más que controlar a los proveedores y buscar más funcionarios a los que sobornar. Es la tapadera perfecta.

Yo ya no escuchaba. Estaba pensando en mi cuadrante, en la información que teníamos y los huecos vacíos que nos faltaban por llenar.

–Escuchad: Merrick murió el miércoles a media tarde, Arif desapareció el miércoles casi a la hora de cenar y Behrouz sufrió la explosión el miércoles por la noche.

–¿Y? –Connor sacudió la cabeza mientras se pasaba las manos por el pelo.

–Behrouz hizo su última llamada el miércoles por la mañana. A India Lambert. Quizá le dijo que Merrick y Arif sabían lo de Zarghun, y tal vez fue ella quien dio la orden de que los hicieran callar.

El chico se volvió.

–Connor, Aliya tiene razón, y me juego algo a que fue uno de los compañeros del Ejército de Hutch quien se ocupó del «accidente» de Merrick. –Siguió intentando forzar la cerradura–. Y si no salimos pronto de aquí, se ocuparán de que también nosotros tengamos un accidente. ¿Qué hacen ahora?

–Siguen hablando por teléfono –dije. Con dedos temblorosos, alcancé una horquilla del tocador y se la pasé al chico–. Prueba con esto.

Connor, cuya cara se había puesto del color de la leche agria, me la quitó de las manos y le dio un codazo al chico para que se apartara. Después metió la horquilla en el diminuto orificio y movió sus dedos manchados de grasa de un lado a otro hasta que se oyó un chasquido. Luego empujó la mitad inferior de la ventana, que se abrió como la solapa de un sobre.

–¡Vamos, deprisa!

Me subí al banco acolchado, y de paso me llevé una de las cartas que India Lambert tenía encima del tocador y me la metí en el bolsillo. Además de mentirosa, ahora era también una ladrona. Nos retorcimos hacia atrás para pasar por aquel hueco estrecho, prácticamente nos dejamos caer de golpe, y luego nos agachamos detrás de los matorrales mientras nos arrastrábamos pegados al alto muro de piedra. Connor juntó las manos para que apoyáramos el pie en ellas y así pudiéramos saltarlo, y después saltó él también. Aterrizamos sobre el sendero bordeado de árboles que había al otro lado y recorrimos a la carrera la curva que conducía al lugar donde habíamos dejado el coche. El chico estaba muy dolorido; le costaba apoyarse sobre el pie lesionado y respiraba con dificultad. Al final, Connor casi tuvo que llevarlo en brazos hasta el coche. Ahora me alegraba de que no hubiera traído un taxi. El letrero naranja chillón de Taxis Khan habría llamado la atención entre los árboles y nos habría delatado.

Connor arrancó el coche, pisó el acelerador y salimos a la carretera. Movía las manos con rapidez para cambiar de marcha y girar el volante, evitando los baches y los bultos del pavimento. Intenté no pensar en la noche en que Merrick nos sacó de Kabul y me volví para mirar por las ventanillas tintadas. Un resplandor plateado nos seguía. El coche de Hutch frenó con un chirrido. Vi el destello de su camisa blanca cuando se bajó de un salto, atravesó los matorrales y me llamó a gritos. Siguió acercándose. Me escurrí hacia abajo en mi asiento. Miró más allá de donde nos encontrábamos, a un lado y a otro. El corazón me dio un vuelco. Estaba mirando como si pudiera ver a través de los cristales tintados. De pronto echó a correr hacia nosotros mientras gritaba algo por teléfono. Connor aceleró y exclamó:

–¡Echad los seguros de las puertas!

Soltó una ristra de palabrotas cuando dos camiones enormes se acercaron pesadamente y bloquearon nuestra vía de escape. Un hombre se bajó del primero y levantó una mano para dirigir a los conductores por aquel espacio estrecho y la otra para indicar a Connor que diera marcha atrás y los dejara pasar.

Hutch llegó hasta nosotros y agarró la manilla de la puerta de Connor. Cuando vio que no se abría, levantó el puño, golpeó con fuerza el cartón de la ventanilla rota, metió la mano por el hueco e intentó abrir el seguro. El chico se lanzó desde su asiento y clavó los dientes en los dedos de Hutch al tiempo que Connor pisaba el acelerador, daba un rápido viraje y dejaba atrás la carretera para meterse entre los árboles. Hutch chilló y se tambaleó hacia atrás. Connor avanzó en paralelo a los camiones a toda velocidad mientras zigzagueaba entre los árboles. Me encogí cuando las ramas golpearon y rozaron las ventanillas y me volví para ver a Hutch corriendo hacia su coche, listo para perseguirnos en cuanto hubiéramos rebasado los camiones. Pero Connor no volvió a tomar la carretera. Se internó más en el bosque, por donde el coche ancho y alto de Hutch no podría pasar. Los neumáticos rodaron sobre la tierra húmeda y cubierta de hojas, tropezando, patinando, aplastando ramitas y haciendo oscilar el pequeño bastidor. Los troncos de los árboles se cernían sobre nosotros mientras nos abríamos paso entre las ramas. Agaché la cabeza, temerosa de que pudieran romper el cristal y clavarnos a los asientos, pero Connor mantenía la calma, viraba, derrapaba, daba bandazos, hasta que de repente el bosque se hizo menos denso e irrumpimos en un prado lleno de vacas. La hierba era abundante y tan verde como el vestido de India Lambert que había visto en la caravana. Connor se dirigió hacia el extremo opuesto, nos llevó dando sacudidas sobre los montículos y solo aminoró la velocidad cuando llegó a una zona embarrada y hendida por surcos profundos llenos de agua de lluvia que conducían a la verja.

–¡Abridla! –gritó–. ¡Rápido, antes de que Hutch aparezca por el otro lado!

Salí del coche como una bala y chapoteé hacia la verja. Había una palanca de metal sobre un resorte. Atenta por si oía acercarse el coche de Hutch, tiré de la palanca hacia arriba y empujé, sin saber cómo funcionaba el mecanismo. Las vacas estaban rodeando y acorralando el coche, y tenía varias cabezas grandes y en forma de cuña tan cerca de mí que oía cómo respiraban y cómo sus pezuñas se encharcaban de barro. Tiré otra vez de la palanca y miré hacia atrás. No eran vacas. Eran novillos. Rollizos, bien alimentados y más grandes que todas las reses que había visto en mi vida. Serían treinta o cuarenta. Movían el rabo, dilatando los orificios nasales, y me miraban con expresión amenazadora bajo sus largas pestañas.

Hice girar la palanca. Cedió con un chasquido. Empujé la verja y grité a los novillos para que retrocedieran. No se movieron, ni siquiera cuando Connor tocó el claxon. El chico salió del coche a trompicones y con paso inseguro. Agitó los brazos y gritó casi sin fuerzas:

–¡Vamos, moveos!

Durante un momento volvieron la vista hacia él, inclinaron la cabeza y se empujaron unos a otros como si fueran a embestir al chico y al coche. Él permaneció de pie, pálido y tambaleante. Me dio miedo que se cayera y lo pudieran pisotear. Corrí hacia los novillos e intenté espantarlos. El líder de la manada se quedó mirándome con unos ojos que parecían canicas negras, y luego se dio la vuelta. Poco a poco, los demás lo siguieron; sus músculos se ondulaban al andar bajo la piel salpicada de barro. Ayudé al chico a subir al coche y corrí de nuevo hacia la verja. Connor revolucionó el motor al máximo. Yo estaba segura de que las ruedas iban a hundirse en el lodo, pero él dio marcha atrás para tomar impulso, aceleró, se lanzó sobre el barro y levantó un arco de salpicaduras negras. Cerré la verja con todas mis fuerzas y volví a sentarme a toda prisa en el asiento del copiloto. Yo esperaba que girase y se dirigiese a la colina, pero en lugar de eso cruzó la carretera a la velocidad del rayo, se coló por un hueco en la parcela de enfrente, aceleró para seguir avanzando pegado al seto y por fin se detuvo junto a un montículo cubierto de hierba.

¿Se había vuelto loco?

–¿Qué haces? –pregunté.

Connor apagó el motor, señaló la carretera y dijo:

–Estate atenta. Pasará de largo por ahí en cualquier momento.

Miramos a través del seto. Me encogí de miedo cuando un camión amarillo y luego una furgoneta azul pasaron por delante. Fuera del alcance de nuestra vista sonó un chirrido de frenos. Oímos el golpe de la puerta de un coche al cerrarse. Alguien había parado para echar un vistazo a la parcela del otro lado. Cerré los ojos. Instantes después, se oyó otro portazo. Abrí los ojos para ver la estela de un destello plateado que avanzaba paralelo al seto cuando Hutch subió la cuesta.

El chico sonrió a Connor.

–Genial. ¿Y ahora qué hacemos?

–Vamos a casa del coronel a contárselo todo –contesté. Agité el sobre que me había llevado del tocador de India Lambert–. Tengo la dirección. Está en Londres, en Highgate. Tenemos que vigilar la casa y esperar hasta que él llegue.

El chico hizo un gesto de fastidio con los ojos.

–¿Cómo se te ocurre confiar en él después de lo que acaba de pasar?

–No creo que él sepa que India Lambert trabaja para Zarghun.

–¿Qué? ¿Crees que no se ha dado cuenta de que su mujer es una narcotraficante mentirosa, malvada, retorcida y asesina?

–Es actriz. Se gana la vida mintiendo. Por eso se le da tan bien. Mira cómo lo está engañando con ese tipo, Hutch. Pero el coronel es un buen hombre. Ya oíste lo que Behrouz dijo en el vídeo: «Localizar al coronel Clarke y lograr que se haga justicia».

–Eso se puede interpretar de dos maneras –murmuró Connor.

¿Por qué no entendían que no me quedaba otra opción?

–Si no queréis venir conmigo, iré yo sola.

–No puedes correr ese riesgo –dijo el chico–; no hasta que lo hayamos meditado bien.

–¿Riesgo? –dije con una voz ronca llena de frustración–. ¿Qué riesgo corres si no tienes ya nada que perder?

–El riesgo de poder acabar muerta.

–Sin el coronel, me puedo dar por muerta de todos modos.

–No seas tonta. Encontraremos otra manera…

–Si es eso lo que crees, entonces me parece que el tonto eres tú. Si el coronel no me ayuda, los hombres de Zarghun me matarán aquí. O bien me deportarán a Afganistán, y serán los talibanes quienes me maten allí.

Connor encendió el motor, echó el brazo sobre el asiento y salió del prado marcha atrás mientras decía:

–Haced lo que queráis. Yo voy a esconderme en el piso de Arif mientras pienso qué hacer. Podéis venir si queréis, estaremos a salvo. Nadie sabe que duermo allí.

–Me apunto –dijo el chico.

Me puse furiosa al ver que no me escuchaban. Sobre todo el chico. ¿Quién era él para decirme en quién debía confiar y en quién no? Saqué el teléfono.

–¿A quién llamas?

–India Lambert dijo que el coronel volvía hoy. Si consigo hablar con él, quizá sepa si puedo confiar en él.

Connor hizo un gesto de impaciencia.

–Si contesta, a mí déjame fuera de este asunto.

El chico se echó hacia atrás en su asiento.

–Sí, y a mí también.

Dejé un mensaje en el contestador automático del coronel, y en lugar de hablar con los chicos puse la radio. Connor aceleró. Lo observé de reojo. Cuando conducía, se transformaba en otra persona. No parecía tímido ni apocado, sino experto e intrépido, como Behrouz, como si el volante y la palanca de cambios hubieran pasado a formar parte de él.

Volví la cara hacia la ventanilla y cerré los ojos mientras me invadía el recuerdo de una vez que fuimos a las montañas, cuando Behrouz tenía apenas nueve años. Habíamos ido a visitar a mis abuelos, y una marea enorme de lodo gris negruzco procedente de la crecida de un río arrastró unas rocas que se precipitaron por las laderas sobre el pueblo. A su paso arrancaron árboles y destrozaron casas, y todo el mundo corría aterrorizado intentando reunir a sus hijos y su ganado y salir del valle. Todos salvo un anciano ciego que no se movía. Se quedó de pie en medio de la calle, junto al camión nuevecito de su hijo, mientras agitaba el bastón y pedía a gritos que alguien se pusiera al volante para llevarlo a un sitio seguro. En medio del caos, nuestra familia se separó. Yo estaba con mi madre, que se puso histérica porque no encontraba a Behrouz. Mi padre llegó corriendo y llamando a mi hermano a gritos, y en ese momento vimos pasar el camión ante nosotros por la tortuosa carretera. Al volante iba Behrouz, sentado sobre las rodillas del anciano, que se ocupaba de manejar los pedales y el cambio de marchas. Sonreí al recordar lo mucho que nos reíamos Behrouz y yo cada vez que mi padre contaba aquella historia.

Regresé al presente cuando oí el nombre de mi hermano por la radio.

«La Policía ha difundido unas grabaciones de unas cámaras de seguridad que muestran a un hombre, supuestamente Behrouz Sahar, bajándose de un autobús en Highgate a las diez y cuarenta y cinco de la mañana del miércoles y dirigiéndose al domicilio del coronel Mike Clarke. El coronel no se encontraba en su casa. La Policía cree que Sahar estaba realizando un reconocimiento de la zona, a la que planeaba regresar más tarde para colocar la bomba.»

Rebusqué en mi cuadrante e intenté encontrar sentido a aquella nueva información.

El chico se inclinó entre los dos asientos:

–Qué raro. ¿No le mandó un mensaje Merrick el miércoles por la mañana para decirle que no conseguía la dirección del coronel?

–Sí. –Pasé el dedo por la información que había escrito sobre el miércoles–. Recibió el mensaje a las 9.22. Decía «Tengo el número de la casa de Clarke, pero no la dirección ni el móvil». Luego, Behrouz llamó a casa del coronel a las 9.25 y habló con India Lambert durante siete minutos.

Connor echó una mirada de reojo al cuadrante.

–Entonces ¿cómo se las arregló para hacerse con la dirección y estar en Highgate a las once menos cuarto? –preguntó.

El chico se dio un puñetazo en la palma de la mano y dijo:

–¡Porque India Lambert se la dio! Debía de ser ahí adonde iba cuando mi… cuando lo vi bajando la escalera.

El chico había conseguido evitar nombrar a su padre. Volví a sentir una punzada de furia al recordar a aquel hombre.

–No sé –dijo Connor–. Si fue a casa de India y ella lo quería muerto, ¿por qué lo dejó marchar?

Aquel era el hueco en blanco más grande de mi cuadrante. No tenía ni idea de lo que Behrouz había hecho entre la hora en que se encontraba en Highgate y la hora en que se lo llevaron por la fuerza de Meadowview aquella misma noche.

–¿Y si no lo dejó marchar? –preguntó el chico en voz alta–. ¿Y si se escapó?

Connor me lanzó una mirada.

–En ese caso, fue un puñetero idiota al ir a Meadowview. No te lo tomes a mal, Aliya, pero debería haber sabido que estaban vigilando vuestro piso.

Pensé en nuestra última noche en Kabul y en todos los riesgos que Behrouz había corrido para salvarnos de los talibanes, y en aquel momento comprendí por qué mi valiente y temerario hermano había vuelto a Meadowview.

–Volvió para salvarnos –dije–. Pensó que los hombres de Zarghun nos harían daño para castigarlo por escaparse. –Mis lágrimas fluyeron con más fuerza–. Pero lo pillaron en el aparcamiento, antes de que pudiera subir. Si no hubiera sido por nosotras, no habría vuelto. Habría huido.