Kabul, Afganistán
Cuando aquella noche me bajé del autobús de un salto y le dije adiós a Salma con la mano, las cimas de las montañas que rodeaban la ciudad ya se estaban tiñendo de un gris turbio recortadas contra el cielo carmesí. Salma aplastó la nariz contra el cristal de la ventanilla y me devolvió el saludo. Pero sus ojos no me miraban a mí, ni tampoco la puesta de sol. Su vista se había dirigido hacia el otro extremo de la plaza y seguía a dos hombres montados en una moto; los extremos raídos de sus turbantes negros revoloteaban y ondeaban al viento mientras bordeaban la muchedumbre. El autobús se alejó con estrépito sobre el empedrado, escupiendo nubes de humo que se mezclaron con los vapores de la carne procedentes de los puestos de comida brillantemente iluminados. Nunca había vuelto a casa tan tarde. Me escabullí hacia un portal, deseando como nunca que al levantar la vista pudiera ver a mi hermano Behrouz, dando un mordisco a un bolani caliente y lamiendo la salsa a la pimienta que se le escurría por los dedos mientras se abría paso hacia mí entre la multitud. Pero yo sabía que él no estaría allí. Behrouz ya no venía a esperarme a la parada, y llevaba mucho tiempo sin ir al mercado a comprar carne.
Atisbé desde la esquina mientras mordisqueaba el borde de la manga y contemplaba el enjambre de gente que circulaba entre empujones, codazos y gritos. Descubrí un hueco y eché a correr, asustando a un grupo de palomas que me miraron parpadeando a través de los barrotes de su jaula de madera; logré colarme entre los puestos desvencijados sobre los que se apilaban melones, telas, naranjas, berenjenas de color púrpura y manojos de menta, y esquivé el cuerpo oscilante de un cordero recién destripado. Para cuando llegué al laberinto de calles estrechas que subían en zigzag hasta nuestra casa, el sol había desaparecido tras los talleres donde se teñía la ropa y había dejado una estela de rayos anaranjados y rosas sobre los aleros irregulares de los tejados. Corrí más deprisa. A mi alrededor, los callejones de la ciudad vieja se llenaban de sombras y de los sonidos del crepúsculo: los últimos ecos de la llamada a la oración, un chirrido de ruedas sobre el barro endurecido, los ladridos de los perros, el zumbido de los generadores eléctricos y una radio con el volumen tan alto que no oí el teléfono hasta después de abrir la puerta. Cuando contesté colgaron.
Había la luz justa para distinguir a mi hermana pequeña tumbada en la alfombra, apuntando con el dedo a las muñecas que había colocado sentadas contra la pared. Me quité la mochila, levanté a Mina en brazos y le tiré de las trenzas medio deshechas.
–¿A qué estás jugando? –pregunté.
–A que estábamos en la escuela –respondió–. Yo era la profesora.
–¿Dónde está mor?
–Durmiendo.
Sabía que no debía enfadarme, pero no pude evitarlo. Nuestro generador se había estropeado varias semanas atrás, así que dejé a Mina en el suelo, encendí las lámparas de queroseno y después abrí la puerta del dormitorio de mi madre. Las cortinas estaban corridas, y ella estaba tumbada hecha un ovillo encima del toshak, tapada hasta la barbilla con una colcha. Llevaba así más de un año, durmiendo de día e intentando olvidarse del mundo. E iba a peor. Me miró con los ojos vidriosos e hinchados desde la penumbra.
–¿Dónde has estado, Aliya?
–Te lo dije esta mañana, mor. Ha venido un profesor de la universidad para evaluar nuestros trabajos. Y nos ha felicitado a Salma y a mí.
Yo estaba deseando que me acariciase la cara, como hacía antes, o que me sonriera con esa mirada que expresaba lo orgullosa que se sentía, pero no sacó las manos de debajo de la colcha ni movió los labios. Mina entró correteando, con una muñeca que llevaba agarrada de una maraña de pelo rosa.
–Tengo hambre, Aliya.
No me apetecía cocinar. Quería repasar para el examen, pero había que comer. Así que colgué una lámpara del gancho que había sobre la cocina, apoyé mi libro de inglés en las ollas e intenté estudiar mientras cortaba las verduras y removía el arroz. Pero era imposible. Mina no paraba y quería que jugara con ella. No era de extrañar, después de pasarse el día sola mientras mi madre dormía. Al final logré convertirlo en un juego: leí frases en voz alta y le pedí que las repitiera mientras desenrollaba el dastarkhan de plástico rojo en el suelo y saltaba hacia delante y hacia atrás, colocaba encima los cuencos con encurtidos y yogur, hacía pequeños montoncitos de naan y distribuía los cojines alrededor.
Estaba probando la sopa, pendiente de que llegara Behrouz, cuando un destello bañó de luz las persianas. Levanté la vista. El sonido del motor de una moto se apagó con un quejido, y después se oyeron pisadas de botas sobre la gravilla. Un instante de silencio, y luego el sonido seco de un martillo que clavaba algo en nuestra puerta. El corazón me dio un vuelco. La luz de la lámpara pareció titilar y atenuarse cuando una hoja de papel se deslizó sobre la alfombra. Aparté a Mina y me acerqué con sigilo para recogerla. Con un ligero mareo, fijé la vista en las espadas cruzadas de los talibanes impresas en la cabecera. Me temblaba tanto la mano que apenas fui capaz de leer las primeras palabras garabateadas con letra irregular: Asalaamu Aleikum, «la paz esté con vosotros». Pero no era un mensaje de paz.
Behrouz Sahar va a ser ejecutado. Que sirva de advertencia para todos los que colaboren con nuestros enemigos.
–¡No!
Ahogué un grito, corrí a la ventana y escudriñé por los resquicios de las persianas. Tres hombres vestidos de negro oscurecían aún más las sombras al otro lado de la calle. Dos de ellos se paseaban sin dejar de mirar nuestra casa; el tercero estaba apoyado tranquilamente sobre el parachoques de una furgoneta, hablando por teléfono entre murmullos. No podía estar pasando. No a mi hermano. Tras la muerte de mi padre, Behrouz había empezado a trabajar para el Ejército británico, pero solo porque nos hacía falta el dinero. Y no con armas, sino como intérprete. Además, la guerra había terminado y las tropas extranjeras se estaban retirando. ¿Qué importaba ya quién trabajaba para ellos?
Me llevé la muñeca a la boca y traté de imaginar qué se les podría pasar por la cabeza a aquellos malvados, en qué pensarían mientras esperaban para matar a un hombre, con qué podrían soñar cuando dormían. Mi madre se acercó a mí arrastrando los pies y me quitó el papel de las manos. Mientras sus ojos recorrían el mensaje, su mandíbula se tensó y comenzó a sacudir la cabeza, presa del pánico.
–¿Están ahí fuera? –susurró.
–Tranquila, mor. –Me aparté de la ventana y alcancé el teléfono–. Voy a avisarlo.
–Dile que huya. Cuanto más lejos de Kabul, mejor.
Sin apartar la vista de mí mientras yo tecleaba el número, mi madre se retorcía las manos y emitía gemidos débiles. No había línea. Ni un chasquido, ni un eco. Entonces comprendí que los hombres que había visto en la calle habían cortado el cable. Miré a mi madre e hice un gesto con la cabeza, despacio. La carta se le cayó de las manos. Luego se derrumbó sobre un cojín y se hundió aún más en la niebla de tristeza en que se había sumido desde el día en que una bomba de los talibanes mató a mi padre. Yo también lo echaba de menos. El dolor era como un desgarro en mi interior que se negaba a aliviarse. Pero no podía decirle lo mucho que me dolía. ¿Cómo iba a hacerlo sin aumentar su propio sufrimiento?
Recorrí con la vista las fotos que colgaban de la pared: mi padre recogiendo su título de licenciado en Medicina por la Universidad de Londres, los dos sonriendo el día de su boda, toda la familia de picnic junto al río. Me detuve en la foto de mi hermano recibiendo una medalla de manos de su antiguo jefe, el coronel Clarke. Behrouz la había ganado por arrastrar a tres soldados británicos hasta ponerlos a salvo tras una emboscada. Ni siquiera iba armado, y los periódicos hablaban de él como un héroe, incluso en Gran Bretaña. ¿Por eso los talibanes habían escrito su nombre en la lista de los condenados a muerte? ¿Para disfrutar de sus propios titulares nauseabundos gracias a algo que él había hecho?
Tenía que salir de casa. Debía encontrar un teléfono que funcionara y avisar a Behrouz. Concentré toda mi atención en la distribución de las habitaciones y visualicé en mi mente cada una de las puertas y la salida. En la parte de atrás no había nada, solo una ventana de madera tallada que colgaba sobre la pendiente abrupta de la colina. El tejado tampoco servía; los edificios vecinos, más altos que nuestra casa, cortaban cualquier posibilidad de escapar por las azoteas. La única salida estaba en el callejón de la puerta delantera, donde la escuadra de la muerte de los talibanes vigilaba y esperaba.
Mi hermana se subió a mi regazo, hundió los dedos en mi pelo y se acurrucó contra mi cuello. La abracé fuerte durante un largo rato sin dejar de mirar las ventanas cerradas a cal y canto; me sentía tan atrapada e indefensa como las palomas enjauladas que había visto en el mercado.
Mina levantó la cabeza y me miró. Yo también lo había oído. Un ruido de golpecitos y arañazos. Apenas perceptible, pero muy claro en medio de aquel silencio. La aparté de mi regazo y entré en mi cuarto sin hacer ruido. Otra vez los golpecitos. Cerré la puerta a mi espalda y me acerqué a la ventana. Me agaché y levanté el borde de la cortina. Un dedo nudoso estaba arañando el cristal. Observé con más atención. Era una ramita. Alguien susurró mi nombre. ¿Me estaba volviendo loca? Volví a oírlo y no pude reprimirme. Levanté el brazo, descorrí el pestillo y aparté la mano con rapidez cuando la ventana se abrió de par en par y por ella se colaron los ruidos de la noche que traía el viento y el olor de humo de madera y bencina.
–¡Aliya!
Apoyé la cabeza en el alféizar, miré hacia abajo y vi un rostro. Fue lo único que pude hacer para no estallar en carcajadas. Era Behrouz, sonriente. La risa se apagó cuando me di cuenta de cómo había conseguido llegar hasta allí.
Como muchos otros edificios de Kabul, nuestra casa estaba construida con ladrillos de adobe colocados entre las vigas hechas de troncos que sobresalían por la fachada trasera como los dientes de un peine de púas muy anchas. Cuando mi hermano era pequeño, había un niño que siempre se metía con él, Tariq Shandana, cuyo padre tenía una panadería tres casas más abajo. Un día Tariq retó a Behrouz a recorrer la distancia entre nuestros edificios pasando de una viga a otra y le amenazó con decirle a todo el mundo que era un cobarde si no lo hacía. Entre las vigas había huecos amplios e irregulares; la distancia entre el edificio y las azoteas de abajo era de quince o quizá veinte metros en algunos puntos, y no había absolutamente nada que pudiera impedir que mi hermano se precipitara en caída libre. Recordé que Tariq y su panda se habían reído y lo habían abucheado desde su balcón mientras yo sacaba medio cuerpo por la ventana para contemplar cómo Behrouz se enfrentaba al desafío. Cuando alargué los brazos para ayudarle a entrar en casa, mi hermano estaba pálido y temblaba. Pero Tariq Shandana no volvió a llamarlo cobarde.
Behrouz tiró la ramita a la oscuridad, agarró el alféizar con los dedos y trepó por la ventana. La madera crujió bajo su peso. Lo agarré de los brazos, me caí hacia atrás y él se precipitó sobre mí entre una maraña de cuerda sudada.
–Estás loco. No puedes estar aquí –susurré–. Están ahí fuera. Hay tres.
Se puso en pie de un salto y se liberó de la bolsa de lona y de la cuerda que traía enrollada alrededor del pecho.
–Lo sé. He venido a sacaros de aquí.
–No te preocupes por nosotras. Estaremos bien. Tienes que huir de Kabul.
Behrouz me miró perplejo.
–No. No estaréis bien.
–¿Qué quieres decir?
–Mujeres, niños… A los talibanes les da igual. Me han dado de plazo hasta esta medianoche para entregarme. Si no lo hago, matarán a alguna de vosotras, o a las tres…, no sé. Mira.
Me enseñó su teléfono. Leí las palabras «la sangre de tu familia manchará tus manos»; ni siquiera intenté leer el resto. Tenía la vista clavada en la hora que marcaba la pantalla: las 23.02. Traté de hablar con voz firme:
–¿Qué podemos hacer?
–Salir por donde he entrado yo –respondió. Vio cómo me estremecía y esbozó una sonrisa–. No te preocupes, Aliya. Os sacaré sanas y salvas. Tengo un plan.
Me resultó difícil sonreír, por mucho que las palabras «tengo un plan» hubieran sido siempre una broma entre nosotros. Era lo que siempre decía uno de los dos cuando el otro tenía un problema.
–¿Qué tipo de plan? –pregunté con un susurro.
En lugar de responder, abrió la cremallera de su mochila y con un gesto solemne sacó un ancho cinturón militar color caqui y dos tiras estrechas de lona con los extremos rematados con cierres de resorte. Les di vueltas entre los dedos.
–¿Qué es esto?
–El cinturón del capitán Merrick y las tiras que sujetan la rueda de repuesto de su todoterreno –dijo.
Luego recogió la cuerda que había dejado colgando de la ventana. Mientras ataba el extremo al marco, me pilló mirando el tinte azul que desprendían sus manos y las zonas deshilachadas donde las fibras estaban más raídas.
–No te preocupes, hermanita. Funcionará. Tiene que funcionar.
Hermanita. Otra cosa que había aprendido de los soldados extranjeros. Salí de mi habitación sin hacer ruido y le hice un gesto a mi madre. Intenté ahuyentar la expresión de pánico de mi rostro, cada vez mayor, y susurré:
–Mor, Behrouz está aquí.
Mina, asombrada, levantó los ojos abiertos de par en par. Le tapé la boca con la mano y eché un vistazo a las persianas.
–No hagas un solo ruido. Prométemelo.
Mi hermana asintió con solemnidad y luego salió disparada. Mi madre la siguió hasta el dormitorio y apretó los nudillos contra sus mejillas cuando vio a Behrouz levantar a Mina en brazos.
–Vas a correr una gran aventura –murmuró él–. Como los niños de los cuentos. –Después volvió a dejarla en el suelo y alzó la vista–. Tú también, mor-jan.
Mi madre se apoyó en la puerta, jadeante.
–¿Qué es toda esta locura, Behrouz? Te van a matar.
Mi hermano la agarró por los hombros.
–Tengo que sacaros de aquí. La única manera de hacerlo es por la pared trasera, hacia la panadería.
–¡No! ¡Olvídate de nosotras!
–No puedo. Todos corremos peligro, no solo yo.
–Entonces llévate a tus hermanas. Yo…, yo no puedo hacerlo.
Miró la ventana abierta y sacudió la cabeza. El tiempo apremiaba, y estábamos perdiendo unos segundos muy valiosos. La agarré del brazo, demasiado enfadada como para contener mi furia.
–¡Basta ya, mor! ¡Deja de ser tan egoísta! ¡Sabes que no podríamos irnos sin ti!
Era la primera vez en mi vida que perdía los nervios con ella. Me sentí muy avergonzada, pero mi actitud pareció remover algo en su interior. Dejó que Behrouz la condujera hasta la ventana y permaneció en silencio mientras mi hermano pegaba una silla a la pared y nos susurraba instrucciones sobre nuestra huida.
–Haced el menor ruido posible cuando lleguemos a la panadería –nos apremió–. No me fío de que los Shandana no nos vayan a entregar. ¿Lista, Aliya?
Asentí y levanté los brazos. Él me ciñó el cinturón con firmeza y aseguró una tira de lona en cada uno de los enganches. Miré la oscuridad que se abría abajo y noté una sensación de vacío en el estómago al ver el titilar de las luces que salpicaban el valle.
Y allí estábamos. Una niña de cuatro años, una mujer que apenas tenía voluntad para levantarse de la cama, una chiquilla de catorce que tenía miedo a las alturas, a la oscuridad y a casi todo lo que uno pueda imaginarse, y un muchacho de solo diecinueve cuyo plan de huida consistía en un par de tiras de lona enganchadas a lo que yo estaba segura que era una cuerda vieja que habría robado de alguno de los tendederos de los talleres donde teñían la ropa calle abajo.
Behrouz fue el primero. Observé cómo enganchaba el cinturón a la cuerda y se deslizaba hacia la oscuridad, moviéndose, luego parando y balanceándose un poco al tantear cada viga con los pies, con la mano izquierda en la parte superior de la cuerda para guardar el equilibrio y el hombro derecho pegado a la pared. Una parte de mí se alegraba de que hubiera un trocito de luna para iluminar el camino, pero otra estaba muerta de miedo de que algún espía talibán lo viera y lo matase de un disparo.
Llegó al otro extremo, hizo bocina con las manos y ululó como un búho. Me subí a la silla, aliviada porque lo hubiera conseguido y aterrorizada porque me tocaba hacerlo a mí. Salí de espaldas y palpé con los dedos de los pies para encontrar la primera de las estrechas vigas. La superficie redondeada me hizo tambalearme hacia los lados. Resbalé y me aferré al alféizar mientras buscaba un punto de apoyo, desesperada e incapaz de respirar. Entonces me di cuenta de que jamás conseguiría saltar de una viga a otra. Tendría que arrastrarme como una cucaracha.
Me deslicé por la pared hasta que mis manos y mis rodillas temblorosas descendieron hasta la altura de las vigas. Me hice daño en las espinillas con la madera rugosa, que me arañó y magulló la piel, y ni siquiera con el hombro firmemente apoyado contra la pared encontraba apenas espacio para las piernas. Levanté la mano izquierda, luego la rodilla derecha, y me impulsé hacia delante. En ese momento se oyó el ruido de una puerta de coche que se cerraba de golpe. Me quedé petrificada, con la vista fija en la oscuridad. Noté que me balanceaba, presa de una sensación de mareo. No de los que desaparecen cuando cierras los ojos, sino de los que te recorren el cuerpo en oleadas y hacen que todo a tu alrededor se mueva y aparezca borroso, hasta el punto de perder por completo la orientación. Pero no había tiempo para eso. Eché la cabeza hacia atrás, me quedé mirando las estrellas y esperé hasta que el mundo dejó de girar lo justo para permitirme estirar el brazo derecho y agarrar la viga siguiente. Arrastré la pierna izquierda para seguir avanzando, sentí que la cuerda desgastada se aflojaba y se tensaba, y en mi mente visualicé cómo las fibras teñidas se rompían una a una mientras yo caía al vacío. Y aunque resistieran, ¿sería Behrouz capaz de izarme, o me quedaría allí colgada como esos animales muertos que se balanceaban en el mercado hasta que los talibanes cortaran la cuerda? No pienses eso, Aliya. Piensa en los músculos de tus piernas, en la fuerza de tus brazos, en el siguiente golpe de tu rodilla contra la viga. ¡Y date prisa! ¡Date prisa! Mis muslos y pantorrillas protestaban, el sudor se me metía en los ojos y no me atrevía a soltar la mano para secármelo. Parpadeé una y otra vez, y cuando volví a notar la sensación de mareo de antes y la sangre empezó a agolparse y a zumbar en mis oídos, oí que mi hermano murmuraba:
–Vamos, hermanita, puedes hacerlo. Solo un par de metros más.
Y de pronto mis músculos volvieron a moverse y él estiró los brazos, me agarró de los hombros, tiró de mí hasta subirme al balconcillo y me desabrochó el cinturón. Me dio un apretón fugaz en el brazo y luego desapareció para volver a trepar por las vigas.
Eché una mirada rápida al reloj. Era el último regalo que me había hecho mi padre. Los números de la esfera relucían en verde en la oscuridad, y las manecillas plateadas indicaban que faltaban veinticinco minutos para la medianoche. Behrouz llegó a la ventana, desapareció en su interior y volvió a aparecer en una amalgama de brazos y cuerpos: el suyo, el de Mina y el de mi madre; no era capaz de distinguir de quién era cada uno. Una silueta con una especie de bulto se descolgó. La angustia creció en mi interior. Era mi hermano, que había descendido hasta apoyarse en las vigas con Mina aferrada a su espalda como una monita. Se movía despacio para no ponerla en peligro, pero el tiempo se agotaba. Yo no podía hacer otra cosa que rezar en silencio y ver a las dos personas que más quería en el mundo atrapadas entre una bala de los talibanes y una caída hacia la muerte.
Acababan de dar las doce menos cuarto cuando por fin me asomé para ayudarles a subir al balcón. El cuerpecito delgado de mi hermana estaba rígido de terror. Tuve que hacer palanca para separar sus manos del cuello de Behrouz y susurrar una y otra vez que ya estaba a salvo, pero ella no era capaz de hablar ni de abrir los ojos. Sin decir palabra, Behrouz volvió sobre sus pasos para recoger a mi madre. A pesar de que su cuerpo estaba consumido por la tristeza, era demasiado alta para que mi hermano la pudiera llevar a cuestas, así que ella fue delante, moviéndose como un fantasma pálido y tembloroso con su salwar-kameez blanco. De pronto, su mano buscó a tientas la cuerda, sin lograr agarrarla. Behrouz avanzó a trompicones hacia ella. Lo oí susurrar algo con voz suave pero apremiante. Casi de inmediato, mi madre se enderezó y sacudió un pie en busca de la viga. ¿La estaría ayudando el amodorramiento? ¿Estaría neutralizando su miedo a caer, además del dolor de vivir? Se me hizo un nudo en la garganta y contuve las lágrimas cuando por fin la agarré de las muñecas delgadas y la atraje hasta el pretil. No había tiempo para sentir alivio. Behrouz ya me estaba diciendo que levantase a Mina para subírsela a la espalda y que ayudara a mi madre a bajar por la pendiente del tejado hacia el lado opuesto. Nuestros pasos resonaron con un sonido metálico sobre las pequeñas ondas del tejado de chapa. El ruido retumbó como el de unos platillos. Alguien gritó y yo me volví. Una figura en sombras estaba asomada a una ventana. Una antorcha rasgó la oscuridad e iluminó la cuerda. Corrí hacia el borde del tejado y me detuve en seco, aterrada por el espacio oscuro que se abría entre los edificios. Los pies de mi hermano golpearon el metal y lo hicieron vibrar a mi espalda, al tiempo que aumentaba la velocidad.
–¡Saltad! –gritó.
Di la mano a mor, cuyos dedos aterrados estrujaron los míos cuando la hice retroceder para tomar impulso. Behrouz saltó y aterrizó al otro lado, con un tambaleo que lo hizo caer hacia delante. Mina se deslizó hacia un costado sobre sus hombros, y sus piernas flacas quedaron colgando mientras mi hermano se esforzaba por ponerse de rodillas. Volvió a colocarla en su sitio y gritó de nuevo:
–¡Saltad!
Aún de la mano, mor y yo nos deslizamos por el tejado y saltamos impulsándonos con los dedos de nuestros pies, que se elevaron en el aire y surcaron el vacío. Un instante de incertidumbre. Luego aterrizamos al otro lado con una voltereta, tambaleándonos, tropezando, ayudándonos a levantarnos. Un dolor agudo me taladró el tobillo. Mor cojeaba. Por miedo a perder de vista a mi hermano, la arrastré entre tendederos con ropa, saltamos por encima de cubos y baldes y bajamos a trompicones una escalera de hormigón medio derruida. Un resplandor de faros. Un todoterreno se acercó entre rugidos y la puerta se abrió de golpe incluso antes de que el vehículo frenara en seco. Hice girar a mor e instintivamente nos alejamos cojeando en dirección contraria. Behrouz me empujó hacia el coche.
–Tranquilas –dijo–. Es el capitán Merrick.
Un militar salió del vehículo de un salto, grande y voluminoso con su chaleco antibalas. De su radio surgió una voz casi como un estallido. Arrancó a Mina de los brazos de Behrouz, la depositó con rapidez sobre el asiento trasero y a continuación nos metió a mi madre y a mí a empujones.
–¡Ya vienen! –susurró entre dientes–. Agachad la cabeza y no la levantéis.
Luego saltó al asiento del conductor. Mi hermano se deslizó sobre el del acompañante y cerró la puerta con fuerza. El vehículo arrancó con brusquedad y todos perdimos el equilibrio cuando los pesados neumáticos aplastaron la basura que había en el callejón. El olor a sudor y gasoil me quemaba la garganta. Mantuve a mi hermana sujeta sobre el asiento y noté las convulsiones de sus sollozos y las sacudidas del chasis al pasar por encima de un bache. Algo golpeó la luna trasera y resquebrajó el cristal. Mi madre cerró los ojos mientras movía los labios en silencio. Presa del pánico, levanté la cabeza de golpe. Merrick hablaba por la radio a gritos y movía la cabeza hacia delante y hacia atrás sin dejar de mirar los espejos retrovisores. Derrapamos al tomar una curva. Cuando el coche viró para enderezar la dirección, Mina empezó a vomitar chorros de algo amarillo que se le quedó pegado al pelo y se desparramó sobre el asiento. Traté de acallar sus sollozos, agachándome más aún cada vez que sonaba un claxon o que un camión pasaba a nuestro lado. El vehículo aceleró, se metió por unos callejones estrechos y, entre chirridos de frenos al llegar a cada cruce, atajó por los carriles llenos de coches que circulaban a toda velocidad. Poco después, las luces de la ciudad se fueron desvaneciendo y las montañas se alzaron amenazadoras ante nosotros, más negras que la noche. Nos metimos por una pista llena de curvas por la que avanzamos traqueteando y dando tumbos antes de detenernos, por fin, junto a un desfiladero salpicado de rocas oculto entre dos peñascos que se cernían sobre nuestras cabezas.
El capitán Merrick apagó el motor. Nos encogimos en la oscuridad, expectantes y en silencio, esperando oír el rugido de un camión talibán que destrozaría nuestras vidas. Mina yacía rígida en mis brazos, sin apenas respirar. La estreché contra mí y conté cada segundo que pasaba, segura de que sería el último.
Un chasquido procedente de la radio del capitán Merrick provocó una sacudida de pánico en el cuerpo de mi hermana. Por encima de las interferencias, una voz profirió un grito de júbilo. El capitán soltó una respuesta apresurada, dio una palmada a Behrouz en la espalda y volvió a arrancar el motor. Mi madre lloraba en silencio cuando el hombre hizo girar el volante; la luz de los faros rebotó sobre las rocas y, entre un estrépito de piedras, nos dirigimos hacia la montaña.
Fue entonces cuando me di cuenta. Jamás podríamos regresar a casa. Nunca volvería a hacer un examen en mi colegio, y en lo sucesivo Salma sería siempre la primera de la clase. Me incliné hacia delante y apoyé la frente en el hombro de mi hermano.
–¿Adónde iremos ahora, Behrouz? ¿Dónde podremos escondernos?
Yo temía que dijera Peshawar, el abarrotado campamento de refugiados al otro lado de la frontera con Pakistán. No quería vivir allí. Tampoco quería morir en Kabul. Behrouz se volvió hacia mí y me sonrió.
–En Inglaterra –contestó.
–No podemos. No tenemos visado.
–¡El coronel Clarke lo está arreglando todo! –exclamó el capitán Merrick sin apenas volverse–. Los muchachos han estado haciendo lo posible para que le concedan asilo a Baz, y después de lo de esta noche… Bueno, el coronel dice que está hecho. Dentro de un par de horas despegará un avión desde la base.
Cuando oí aquello eché los brazos al cuello de mi hermano, casi temiendo que nos arrebataran esa posibilidad de salvación si lo soltaba. Él me apretó la cabeza contra sí y susurró:
–Tranquila, hermanita. Todo va a salir bien.
Comencé a llorar sobre su camisa empapada en sudor con unos sollozos entrecortados y ruidosos que no era capaz de contener. Yo sabía que ahora el coronel Clarke era un hombre importante en el Gobierno británico, y que si él quería que algo ocurriera, ocurriría. Íbamos a abandonar aquella tierra dura y rocosa, llena de terror y enfrentamientos, rumbo a Inglaterra. Mi madre y mi hermana volverían a reír, Behrouz terminaría sus estudios de Ingeniería, yo iría a clase con chicas que llevaban faldas cortas y melenas al viento y chicos que se ponían pendientes en las cejas, y todos visitaríamos los lugares más emblemáticos y el palacio de la reina. Y lo mejor de todo, dejaríamos atrás el terror y comenzaríamos una vida nueva en un lugar donde estaríamos a salvo. Pero, mientras derrapábamos por la pista estrecha, la idea de vivir entre desconocidos, algo tan distinto de todo lo que yo conocía y amaba, me provocó una punzada de tristeza en el corazón. Levanté la cabeza y me volví para echar una última mirada a mis montañas. No vi nada más que un muro de oscuridad.